The Project Gutenberg eBook, El Hombre Mediocre, by José Ingenieros This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you'll have to check the laws of the country where you are located before using this ebook. Title: El Hombre Mediocre Ensayo de psicologia y moral Author: José Ingenieros Release Date: March 31, 2021 [eBook #64974] Language: Spanish Character set encoding: UTF-8 ***START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL HOMBRE MEDIOCRE*** E-text prepared by Andrés V. Galia, Jude Eylander, and the Online Distributed Proofreading Team (https://www.pgdp.net) from page images digitized by the Google Books Library Project (https://books.google.com) and generously made available by HathiTrust Digital Library (https://www.hathitrust.org/) Note: Images of the original pages are available through HathiTrust Digital Library. See https://hdl.handle.net/2027/txu.059173023911023 NOTAS DEL TRANSCRIPTOR En la versión de texto las palabras en itálicas están indicadas con _guiones bajos_. El criterio utilizado para crear la presente versión electrónica ha sido el de respetar las reglas de la Real Academia Española vigentes cuando se publicó la edición de la obra utilizada para esta tarea. El lector interesado puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia Española. Es por ello que palabras como _vio_, _fue_, _dio_, por ejemplo, que en esa época llevaban acento ortográfico, en esta transcipción aparecen escritas con acento. En la presente transcripción se adecuó la ortografía de las mayúsculas acentuadas a la norma establecida por la RAE, que estipula que las letras mayúsculas deben escribirse con tilde si les corresponde llevarlo, tanto si se trata de palabras escritas en su totalidad con mayúsculas como si se trata únicamente de la mayúscula inicial. Errores evidentes de impresión y de puntuación han sido corregidos. El Índice de capítulos, incluido en la publicación original al final, ha sido trasladado al principio. EL HOMBRE MEDIOCRE OBRAS DEL MISMO AUTOR La Psicopatología en el arte. La Simulación en la lucha por la vida. (9.ª edición.) La Simulación de la Locura. (7.ª edición.) Estudios clínicos sobre la histeria. (4.ª edición.) Patología del lenguaje musical. Nueva clasificación de los delincuentes. (2.ª edición.) Al Margen de la Ciencia. (4.ª edición.) Criminología. (2.ª edición) Sociología Argentina. (2.ª edición.) Principios de Psicología Biológica. EN PREPARACIÓN Hombres y cosas de mi tiempo. JOSÉ INGENIEROS EL HOMBRE MEDIOCRE [Ilustración] RENACIMIENTO MADRID BUENOS AIRES Pontejos, 3 Libertad, 170 1913 ES PROPIEDAD ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO EDITORIAL.--PONTEJOS 3 ÍNDICE Página LA MORAL DE LOS IDEALISTAS I. Las luces del camino.--II. Los visionarios de la perfección.--III. Los idealistas románticos.--IV. El idealismo experimental 5 EL HOMBRE MEDIOCRE I. «¿Áurea mediocritas?»--II. Definición del hombre mediocre.--III. Función social de la mediocridad.--IV. La vulgaridad 39 LA MEDIOCRIDAD INTELECTUAL I. El hombre rutinario: psicología de los Panza.--II. Los estigmas mentales de la mediocridad:.--III. La maledicencia: Una alegoría de Botticelli.--IV. El éxito y la gloria 73 LA MEDIOCRIDAD MORAL I. El hombre honesto.--II. La moral de Tartufo.--III. Los tránsfugas de la honestidad.--IV. Los senderos de la virtud: El corazón y el cerebro.--V. La santidad 107 LOS CARACTERES MEDIOCRES I. Hombres y sombras.--II. La domesticación de los mediocres: Gil Blas de Santillana.--III. La vanidad y el orgullo.--IV. La dignidad 159 LA ENVIDIA I. La pasión de los mediocres.--II. Los sacerdotes del mérito.--III. Los roedores de la gloria.--IV. Un castigo dantesco 191 LA VEJEZ NIVELADORA I. Las canas.--II. Etapas de la decadencia.--III. La bancarrota de los ingenios.--IV. La psicología de la vejez.--V. La virtud de la impotencia 215 LA MEDIOCRACIA I. El clima de la mediocridad.--II. La política de las piaras.--III. Demagogos y aristarcos: Las dos fórmulas de la injusticia.--IV. La aristocracia del mérito: «La justicia en la desigualdad» 235 LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA I. Las sombras del crepúsculo.--II. El trinomio mental del arquetipo.--III. La mortaja de la insignificancia 265 LOS FORJADORES DE IDEALES I. El clima del genio.--II. El genio pragmático: Sarmiento.--III. El genio revelador: Ameghino.--IV. La moral del genio 287 LA MORAL DE LOS IDEALISTAS I.--LAS LUCES DEL CAMINO--II. LOS VISIONARIOS DE LA PERFECCIÓN--III. LOS IDEALISTAS ROMÁNTICOS--IV. EL IDEALISMO EXPERIMENTAL. I.--LAS LUCES DEL CAMINO. Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde á la mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un Ideal. Es ascua sagrada, capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas apagar no se reenciende jamás. Y si ella muere en ti quedas inerte: fría bazofia humana. Sólo vives por esa partícula de ensueño que te sobrepone á lo real. Ella es el lis de tu blasón, el penacho de tu temperamento. Innumerables signos la revelan--: cuando se te anuda la garganta al recordar la cicuta impuesta á Sócrates, la cruz izada para Cristo ó la hoguera encendida á Bruno--; cuando te abstraes en lo infinito leyendo un diálogo de Platón, un ensayo de Montaigne ó un discurso de Helvecio--; cuando el corazón se te estremece pensando en la desigual fortuna de esas pasiones en que fuiste, alternativamente, el Romeo de tal Julieta y el Werther de tal Carlota--; cuando tus sienes se hielan de emoción al declamar una estrofa de Musset que rima acorde con tu sentir--; y cuando, en suma, admiras la mente preclara de los genios, la sublime virtud de los santos, la magna gesta de los héroes, inclinándote con igual veneración ante los creadores de Verdad ó de Belleza. Todos no se extasían, como tú, ante un crepúsculo, no sueñan frente á una aurora ó cimbran ante una tempestad; ni gustan de pasear con Dante, reir con Molière, temblar con Shakespeare, crujir con Wagner; ni enmudecen ante el David, la Cena ó el Partenón. Es de pocos esa inquietud de perseguir ávidamente alguna quimera, venerando á filósofos, artistas y pensadores que fundieron en síntesis supremas sus visiones del ser y de la eternidad, volando más allá de lo Real. Los seres de tu estirpe, cuya imaginación se puebla de ideales y cuyo sentimiento polariza hacia ellos la personalidad entera, forman raza aparte en la humanidad: son idealistas. El Ideal es un gesto del espíritu hacia alguna perfección. Al poeta que definiera en esos términos, podría sintetizarlo así el filósofo: los Ideales son visiones que se anticipan al perfeccionamiento de la realidad. Sin ellos sería inexplicable la evolución humana. Los hubo y los habrá siempre. Palpitan detrás de todo esfuerzo magnífico realizado por un hombre ó por un pueblo. Son faros sucesivos en la evolución de los individuos y las razas. La imaginación los enciende en continuo contraste con la experiencia, anticipándose á sus datos. Ésa es la ley del devenir humano: la realidad, yerma de suyo, recibe vida y calor de los ideales, sin cuya influencia yacería inerte y los evos serían mudos. Los hechos son puntos de partida; los ideales son faros luminosos que de trecho en trecho alumbran la ruta. La historia es una infinita inquietud de perfecciones, que grandes hombres presienten ó simbolizan. Frente á ellos, en cada momento de la peregrinación humana, la mediocridad se revela por una incapacidad de ideales. Hablaremos en el lenguaje de nuestra filosofía. Al antiguo idealismo dogmático que los ideologistas pusieron en las «ideas absolutas», rígidas y aprioristas, nosotros oponemos un idealismo experimental que se refiere á los «ideales de perfección», incesantemente renovados, plásticos, evolutivos como la vida misma. Acaso parezca extraño; mas no perderá con ello. Ganará, ciertamente. Tergiversado por los miopes y los fanáticos, el idealismo se rebaja. Tras un siglo de envilecimiento mediocrático, encaminado á la sórdida nivelación de todas las diferencias, siéntese en muchos el afán de rebelarse contra toda mediocridad plebeya: yerran los que miran al pasado, poniendo al rumbo hacia prejuicios muertos y vistiendo al idealismo con andrajos que son su mortaja. Los ideales viven de la Verdad, que se va haciendo; ni puede ser vital ninguno que la contradiga en su punto del tiempo. Es ceguera, también, oponer á la imaginación de lo futuro la experiencia de lo presente, la Verdad al Ideal, como si conviniera apagar las luces del camino para no desviarse de la meta. Es falso; la imaginación conduce por mano á la experiencia. Que, sola, no anda. La evolución humana es un perfeccionamiento continuo del hombre para adaptarse á la naturaleza, que evoluciona á su vez. Para ello necesita conocer la realidad ambiente y prever el sentido de las propias adaptaciones: los caminos de su perfección. Sus etapas refléjanse en la mente humana como «ideales». Un hombre, un grupo ó una raza son «idealistas» cuando circunstancias ineludibles determinan su imaginación á concebir un perfeccionamiento posible: un Ideal. Son formaciones naturales. Aparecen cuando el pensar alcanza tal desarrollo que la imaginación puede anticiparse á la experiencia. No son entidades misteriosamente infundidas en los hombres, ni nacen del azar. Se forman como todos los fenómenos: son efectos de causas, accidentes en la evolución universal. Y es fácil explicarlo, si se comprende. Nuestro sistema solar es un punto en el cosmos; en ese punto es un simple detalle el planeta que habitamos; en ese detalle la vida es un transitorio equilibrio de la superficie; entre las complicaciones de ese equilibrio la especie humana data de un período brevísimo; en el hombre se desarrolla la función de pensar como un perfeccionamiento. Una de sus formas es la imaginación, que permite generalizar los datos de la experiencia, anticipando sus resultados posibles y abstrayendo de ella «ideales» de perfección. Así la filosofía científica, en vez de negarlos, afirma su realidad como formaciones naturales y los reintegra á su concepción monista del Universo. Un Ideal es un punto y un momento entre los infinitos posibles que pueblan el espacio y el tiempo. Evolucionar es variar. Toda variación es adquirida por temperamentos predispuestos; las variaciones útiles tienden á conservarse. La imaginación abstrae de los hechos ciertos caracteres comunes, elaborando ideas generales que permiten concebir el sentido probable de la evolución: así se elaboran los «ideales». Ellos no son apriorísticos; son inducidos de una vasta experiencia. Sobre ella se empina la imaginación para prever el sentido en que varía la humanidad. Todo ideal representa un nuevo estado de equilibrio entre el pasado y el porvenir. Los ideales son creencias. Su fuerza estriba en sus elementos afectivos: influyen sobre nuestra conducta en la medida en que los creemos. Por eso la representación abstracta de las variaciones naturales del hombre adquiere un valor moral: las más provechosas á la especie son concebidas como perfeccionamientos. Lo futuro se identifica con lo perfecto. Así los «ideales», por ser visiones anticipadas de lo venidero, influyen sobre la conducta y son el instrumento natural de todo progreso humano. Mientras la instrucción se limita á extender las nociones que la experiencia actual considera más exactas, la educación consiste en sugerir los ideales que se presumen propicios á la perfección. El concepto de lo mejor está implicado en la vida misma, que tiende á perfeccionarse. Aristóteles enseñaba que la actividad es un movimiento del ser hacia la propia «entelequia»: su estado perfecto. Lo que existe tiende naturalmente á él y esa tendencia es presentida por los seres imaginativos. Lo mismo que todas las funciones de la mente, la formación de ideales está sometida á un determinismo, que por ser complejo no es menos absoluto. No nacen de una libertad que escapa á las leyes de la psicología naturalista, ni de una razón pura que nadie conoce. Son creencias aproximativas acerca de la perfección venidera. Lo futuro es lo mejor de lo presente, puesto que sobrevive en la selección natural; los ideales son un «élan» hacia lo mejor, en cuanto simples anticipaciones del devenir. Á medida que la cultura humana se amplía, observando la realidad, los ideales son modificados por la fantasía, que es plástica y no reposa jamás. Experiencia é imaginación siguen vías paralelas, aunque va retardada aquélla respecto de ésta. La hipótesis vuela; el hecho camina. Á veces el ala rumbea mal y el pie pisa siempre en firme; pero el vuelo puede rectificarse, mientras el paso no puede volar nunca. La imaginación es madre de toda originalidad; deformando lo real hacia su perfección ella crea los ideales y les da impulso con el ilusorio sentimiento de la libertad; el libre albedrío es un error útil para ejecutarlos. Por eso tiene, prácticamente, el valor de una realidad. Demostrar que es simple ilusión, debida á la ignorancia de causas innúmeras, no implica negar su eficacia. Las ilusiones tienen tanto valor como las verdades más exactas; pueden tener más que ellas, si son intensamente pensadas ó sentidas. El deseo de ser libre nace del conflicto entre dos móviles irreductibles: la tendencia á perseverar en el ser, implicada en la herencia, y la tendencia á aumentar el ser, implicada en la variación. La una es principio de estabilidad, la otra de progreso. En todo ideal, sea cual fuere el orden á cuyo perfeccionamiento tienda, hay un principio de síntesis y de continuidad. Como impulsos se equivalen y se implican recíprocamente, aunque en algunos predomine el razonamiento y otros sean emocionales. La imaginación despoja á la realidad de todo lo malo y la adorna con todo lo bueno, depurando la experiencia, cristalizándola en los moldes de perfección que concibe más puros. Los ideales son, por ende, preconstrucciones imaginativas de la realidad que deviene. Son siempre individuales. Un ideal colectivo es la coincidencia de muchos individuos en un mismo afán de perfección. No es que una idea los acomune; su análoga manera de sentir y pensar está representada por un ideal común á todos ellos. Cada era, siglo ó generación, puede tener su ideal; suele ser patrimonio de una selecta minoría, cuyo esfuerzo consigue imponerlo á las generaciones siguientes. Cada ideal puede encarnarse en un genio; al principio, y mientras él va generalizando su obra, ésta sólo es comprendida por un pequeño núcleo de espíritus esclarecidos. Todo ideal toma su fuerza de la Verdad que los hombres le atribuyen: es una fe en la posibilidad misma de la perfección. Su protesta involuntaria contra lo malo revela siempre una esperanza indestructible en lo mejor; en su agresión al pasado fermenta una sana levadura de porvenir. No es un fin, sino un camino. Es relativo siempre, como toda creencia. La intensidad con que tiende á realizarse no depende de su verdad efectiva, sino de la que se le atribuye. Aun cuando interpreta absurdamente la perfección venidera, es ideal para quien cree sinceramente en él. Hacer del «idealismo» un dogma equivale á negarlo. Los más vulgares diccionarios filosóficos lo sospechan: «Idealismo: palabra muy vaga, que no debe emplearse sin explicarla». Sólo es evidente la existencia de temperamentos idealistas, aptos para concebir perfecciones y capaces de vivir hacia ellas. Debe rehusarse el monopolio de los ideales á cuantos lo reclaman en nombre de escuelas filosóficas, sistemas de moral, credos de religión, fanatismos de secta ó dogmas de estética. La formación de ideales nace del temperamento individual, aparte de todo catecismo ó programa. Hay tantos idealismos como ideales; y tantos ideales como idealistas; y tantos idealistas como hombres ansiosos de perfección. El idealismo no es privilegio de las doctrinas espiritualistas que desearían oponerlo al materialismo; ese equívoco se duplica al sugerir que la materia es la antítesis de la idea, después de confundir al ideal con la idea y á ésta con el alma espiritual ó incorpórea. Se trata, en suma, de un juego de palabras, secularmente repetido por sus beneficiarios. El criterio de perfección en el conocimiento de la Verdad puede animar con igual ímpetu al filósofo monista y al dualista, al místico y al ateo, al estoico y al pragmático. El particular ideal de cada uno concurre al ritmo total de la perfección posible, antes que obstar al esfuerzo similar de los otros. Y es más estrecha la tendencia á confundir el «idealismo», que se refiere á los «ideales», con las tendencias filosóficas así denominadas porque oonsideran á las «ideas» más reales que las cosas, ó presuponen que ellas son la realidad única, forjada por nuestra mente, como en el sistema hegeliano. «Ideólogos» no puede ser sinónimo de «idealistas», aunque el mal uso induzca á ello. Ni podríamos restringirlo al idealismo de ciertas escuelas estéticas, porque todas las maneras del naturalismo y del realismo pueden constituir un ideal de arte, cuando sus sacerdotes son Miguel Ángel, Ticiano, Flaubert ó Wagner; el esfuerzo imaginativo de los que persiguen una ideal armonía de ritmos, de colores, de líneas ó de sonidos, se equivale, siempre que su obra transparente un modo de belleza ó una original personalidad. No le confundiremos, en fin, con cierto idealismo ético que tiende á monopolizar el culto de la perfección en favor de alguno de los fanatismos religiosos predominantes en cada época, pues sobre no existir un Bien ideal, difícilmente cabría en los catecismos para mentes obtusas. El esfuerzo individual hacia la virtud puede ser tan magníficamente concebido y realizado por el peripatético como por el cirenaico, por el cristiano como por el anarquista, por el filántropo como por el epicúreo. Todos ellos pueden ser idealistas, si saben iluminarse en su doctrina. La perfección posible no es patrimonio de ningún credo: recuerda el agua de aquella fuente, citada por Platón, que no podía contenerse en ningún vaso. La experiencia, sólo ella, decide sobre la legitimidad de los ideales, en cada tiempo y lugar. En el curso de la vida social se seleccionan naturalmente; sobreviven los más adaptados al sentido de la evolución, es decir, los coincidentes con el perfeccionamiento efectivo. Mientras se ignora ese fallo, todo ideal es respetable, aunque parezca absurdo. Y es útil, por su fuerza de contraste; si es falso, muere sólo, no daña. Todo ideal puede contener una parte de error, ó serlo totalmente: es una visión remota, expuesta á ser inexacta. Lo malo es carecer de ideales y esclavizarse á las contingencias inmediatas, renunciando á lo mejor. Si el ideal de la razón es la Verdad, de la moral el Bien y del arte la Belleza--formas preeminentes de toda excelsitud--no se concibe que puedan ser antagonistas. Los caminos de perfección son convergentes. Las formas infinitas del ideal son complementarias; jamás contradictorias, aunque lo parezca. Cuando un filósofo enuncia ideales, para el hombre ó para la sociedad, su comprensión inmediata es tanto más difícil cuanto más se elevan sobre el ambiente que le rodea; lo mismo ocurre con la verdad del sabio y con el estilo del poeta. La sanción ajena es fácil para lo que concuerda con rutinas secularmente practicadas; es áspera cuando la imaginación pone mayor originalidad en el concepto y en la forma. Ese desequilibrio entre la perfección concebible y la realidad practicable, estriba en la naturaleza misma de la imaginación, rebelde al tiempo y al espacio. De ese contraste legítimo no se infiere que los ideales pueden ser contradictorios entre sí, aunque sean heterogéneos y marquen el paso á desigual compás, según los tiempos: no hay una Verdad amoral ó fea, ni fué nunca la Belleza absurda ó nociva, ni tuvo el Bien sus raíces en el error ó la desarmonía. De otro modo concebiríamos perfecciones imperfectas. Los ideales están en perpetuo devenir, como la realidad á que se anticipan. La imaginación los extrae de la naturaleza y de la experiencia; después de formados ya no están en ellas, son distintos de ellas, viven sobre ellas para señalar su futuro. Y cuando la realidad evoluciona hacia un ideal antes previsto, la imaginación se aparta de nuevo, aleja el ideal, proporcionalmente: «prometa más lo mucho, y la mejor acción deje siempre esperanzas de mayores», que dijo Baltasar Gracián. La realidad nunca puede igualarse al ensueño en la perpetua persecución de la quimera. El ideal es un «límite»: toda realidad es una dimensión «variable» que puede acercársele indefinidamente, sin alcanzarlo nunca. Por mucho que lo «variable» se acerque á su «límite», se concibe que podría acercársele más. Todo ideal es relativo á una imperfecta realidad presente. No los hay abstractos ni absolutos. Afirmarlo implica abjurar su esencia misma, negando la posibilidad infinita de la perfección. Erraban los viejos moralistas al creer que en su punto y momento convergían todo el espacio y todo el tiempo. Para la ética nueva, libre de esa grave falacia, es un postulado fundamental la relatividad de los ideales. Sólo poseen un carácter común: su perfeccionamiento ilimitado. Es propia de hombres primitivos toda moral cimentada en prejuicios absolutos. Y es falsa, por ignorancia de la universal evolución. Y es contraria á todo idealismo, excluyente de todo ideal. En cada momento y lugar la realidad varía; con esa variación se desplaza el punto de referencia de los ideales. Nacen y mueren, convergen ó se excluyen, palidecen ó se acentúan; son, también ellos, vivientes como los cerebros en que germinan ó arraigan, en un proceso sin fin. No habiendo un esquema final de perfección, tampoco lo hay de ideales humanos. Se forman por cambio incesante; cambian siempre; su cambio es eterno. Esa evolución no sigue un ritmo uniforme. Hay climas morales, horas, momentos, en que toda una raza, un pueblo, una clase, un partido, una secta, concibe un ideal y se esfuerza por realizarlo. Y los hay en cada hombre. Hay, también, climas, horas y momentos en que los ideales se murmuran apenas ó se callan; la realidad ofrece inmediatas satisfacciones á los apetitos y la tentación del hartazgo ahoga todo afán de perfección. Y cada época tiene ciertos ideales que interpretan mejor su porvenir, entrevistos por pocos, seguidos por el pueblo ó ahogados por su indiferencia, ora predestinados á orientarlo como polos magnéticos, ora á quedar latentes hasta encontrar su hora propicia. Y otros ideales mueren, porque son falsos: ilusiones que el hombre se forja respecto de sí mismo, ó quimeras que las masas persiguen dando manotadas en la sombra. II.--LOS VISIONARIOS DE LA PERFECCIÓN. Ningún Dante podría elevar á Gil Blas, Sancho y Tartufo hasta el rincón de su paraíso donde moran Cyrano, Quijote y Stockmann. Son dos universos, dos razas, dos temperamentos: Hombres y Sombras. Seres desiguales no pueden pensar de igual manera. Siempre será evidente el contraste entre el servilismo y la dignidad, la torpeza y el ingenio, la hipocresía y la virtud. La imaginación dará á unos el impulso original hacia lo perfecto; la imitación organizará en otros los hábitos colectivos. Siempre habrá, por fuerza, idealistas y mediocres. El perfeccionamiento humano se efectúa con ritmo diverso en las sociedades y en los individuos. La multitud posee una experiencia sumisa al pasado: rutinas, prejuicios, domesticidades. Pocos elegidos varían, avanzando sobre el porvenir; al revés de Anteo, que tocando el suelo cobraba alientos nuevos, los toman clavando sus pupilas en constelaciones lejanas y de apariencia inaccesible. Esos hombres, predispuestos á emanciparse de su rebaño, buscando alguna perfección más allá de lo actual, son los «idealistas». La unidad del género no depende del contenido intrínseco de sus ideales, sino de su temperamento: se es idealista persiguiendo las quimeras más contradictorias, siempre que ellas impliquen un sincero afán de enaltecimiento. Cualquiera. Los espíritus afiebrados por algún ideal son adversarios de la mediocridad: soñadores contra los utilitarios, entusiastas contra los apáticos, pasionales contra los calculistas, indisciplinados contra los dogmáticos. Son alguien ó algo contra los que no son nadie ni nada. Todo idealista es un hombre cualitativo: posee un sentido de las diferencias que le permite distinguir entre lo malo que observa y lo mejor que imagina. Los hombres mediocres son cuantitativos: pueden apreciar el más y el menos, pero nunca distinguen lo mejor de lo peor. Sin idealistas sería inconcebible la evolución de la humanidad. El culto del «hombre práctico», ceñido á las contingencias del presente, importa un renunciamiento á toda perfección. El hábito organiza la rutina y nada crea hacia el porvenir; los imaginativos dan á la ciencia sus hipótesis, al arte su vuelo, á la moral sus ejemplos, á la historia sus páginas luminosas. Son la parte viva y dinámica de la humanidad; los prácticos no han hecho más que aprovechar de su esfuerzo, vegetando en la sombra. Todo porvenir ha sido una creación de los hombres capaces de presentirlo, concretándolo en infinita sucesión de ideales. Más ha hecho la imaginación construyendo sin tregua, que el cálculo destruyendo sin descanso. La excesiva prudencia de los mediocres ha paralizado siempre las iniciativas más fecundas. Y no quiere esto decir que la imaginación excluya la experiencia: ésta es útil, pero sin aquélla es estéril. Los idealistas aspiran á conjugar en su mente la inspiración y la sabiduría; por eso, con frecuencia, viven trabados por su espíritu crítico cuando los caldea una emoción lírica y ésta les nubla la vista cuando observan la realidad. Del equilibrio entre la inspiración y la sabiduría nace el genio. En las grandes horas, de una raza ó de un hombre, la inspiración es indispensable para crear; esa chispa se enciende en la imaginación y la experiencia la convierte en hoguera. Todo idealismo es, por eso, un afán de cultura intensa: cuenta entre sus enemigos más audaces á la ignorancia, madrastra de obstinadas rutinas. La humanidad no llega hasta donde quieren los idealistas en cada perfección particular; pero siempre llega más allá de donde habría ido sin su esfuerzo. Un objetivo que huye ante ellos conviértese en estímulo para perseguir nuevas quimeras. Lo poco que pueden todos, depende de lo mucho que algunos anhelan. La mediocridad no poseería sus bienes presentes si algunos idealistas no los hubieran conquistado viviendo con la obsesiva aspiración de otros mejores. En la evolución humana los ideales mantiénense en equilibrio instable. Todo mejoramiento real es precedido por conatos y tanteos de pensadores audaces, puestos en tensión hacia él, rebeldes al pasado, aunque sin la intensidad necesaria para violentarlo; esa lucha es un reflujo perpetuo entre lo más concebido y lo menos realizado. Por eso los idealistas son forzosamente inquietos, como todo lo que vive, como la vida misma: contra la tendencia apacible de los rutinarios, cuya estabilidad parece inercia de muerte. Esa inquietud se exacerba en los grandes hombres, en los genios mismos si el medio es hostil á sus quimeras, como es frecuente. Nunca agita á los hombres sin ideales, informe bazofia de la humanidad. Toda juventud es inquieta. El impulso hacia lo mejor sólo puede esperarse de ella: jamás de los enmohecidos y de los seniles. Y sólo es juventud la sana é iluminada, la que mira al frente y no á la espalda; nunca los decrépitos de pocos años, prematuramente domesticados por la moral de las mediocracias: en ellos parece primavera la tibieza otoñal y toda ilusión de aurora es ya un apagamiento de crepúsculo. Sólo hay juventud en los que persiguen con entusiasmo una perfección; por eso en los caracteres excelentes puede persistir sobre el apeñuscarse de los años. Nada cabe esperar de los hombres que entran á la vida sin afiebrarse por algún ideal; á los que nunca fueron jóvenes, paréceles descarriada toda soñadora inquietud. Y no se nace joven: hay que adquirir la juventud. Y sin un ideal no se adquiere. Los idealistas suelen ser esquivos ó rebeldes á los dogmatismos sociales que los oprimen. Resisten la tiranía del engranaje nivelador, aborrecen de todo sistema, sienten el peso de la realidad que intenta domesticarlos, haciéndolos cómplices de los intereses creados, dóciles, maleables, solidarios, uniformes en la común mediocridad. El fanatismo igualitario pretende amalgamar á los individuos, mediocrizándolos: detesta las diferencias, aborrece las excepciones, anatematiza al que se aparta en busca de una propia personalidad. El original, el imaginativo, el creador, atrae sus odios, los busca, los desafía, sabiéndolos terribles porque son irresponsables. Por eso todo idealista es una viviente afirmación de individualismo, aunque persiga una quimera social: puede vivir para los demás, nunca de los demás. Su independencia es una reacción hostil á todos los dogmatismos de rebaño. Concibiéndose incesantemente perfectibles, los temperamentos idealistas quieren decir en todos los momentos de su vida, como Quijote: «yo sé quién soy». Viven animados por este afán afirmativo. En sus ideales cifran su ventura suprema y su perpetua desdicha. En ellos caldean la pasión que anima su fe; ésta, al estrellarse contra la realidad social, puede parecer desprecio, aislamiento, misantropía: la clásica «torre de marfil» reprochada á cuantos se erizan al contacto de la mediocridad. Diríase que para ellos dejó escrita su eterna imagen Santa Teresa: «Gusanos de seda somos, gusanillos que hilamos la seda de nuestras vidas y en el capullito de la seda nos encerramos para que el gusano muera y del capullo salga volando la mariposa». Todo idealismo es exagerado, necesita serlo. Y debe ser lírico su idioma, como si desbordara la personalidad sobre lo impersonal; el pensamiento sin lirismo es muerto, frío, carece de estilo, no tiene firma. Jamás fueron tibios los genios, los santos y los héroes. Para crear una partícula de Verdad, de Virtud ó de Belleza, requiérese un esfuerzo original y violento contra alguna rutina ó prejuicio, como para dar una lección de dignidad hay que desgoznar algún servilismo. Todo ideal es, instintivamente, extremoso; debe serlo á sabiendas, si es menester, pues pronto se rebaja al refractarse en la mediocridad de los más. Frente á los que mienten con viles objetivos, la exageración de los idealistas es una verdad apasionada. La pasión es su atributo necesario, aun cuando parezca desviar de la verdad; lleva á la hipérbole, al error mismo; á la mentira nunca. Ningún ideal es falso para quien lo profesa: es su verdad y él coopera á su advenimiento, con fe, con desinterés. El sabio busca la Verdad por buscarla y goza arrancando á la naturaleza secretos para él inútiles ó peligrosos. Y el artista busca también la suya, porque la Belleza es una verdad animada por la imaginación, más que por la experiencia. Y el filósofo la persigue en el Bien, que es una recta lealtad de la conducta para consigo mismo y para con los demás. Tener un ideal es servir á su propia Verdad. Siempre. Algunos ideales se revelan como pasión combativa y otros como pertinaz obsesión; de igual manera distínguense dos tipos de idealistas, según predomine en ellos el corazón ó el cerebro. El idealismo sentimental es romántico: la imaginación no es inhibida por la crítica y los ideales viven de sentimiento. En el idealismo experimental los ritmos afectivos son encarrilados por la experiencia y la crítica coordina la imaginación: los ideales tórnanse reflexivos y serenos. Corresponde el uno á la juventud y el otro á la madurez. El primero es adolescente, crece, puja y lucha; el segundo es adulto, se fija, impone y defiende. El idealista perfecto sería romántico á los veinte años y estoico á los cincuenta; es tan anormal el estoicismo en la juventud como el romanticismo en la edad madura. Lo que al principio le enciende en pasión debe cristalizarle después en suprema dignidad: ésa es la lógica de su temperamento. III.--LOS IDEALISTAS ROMÁNTICOS. Los idealistas románticos son exagerados porque son insaciables. Comprenden que todos los ideales contienen una partícula de utopía y pierden algo al realizarse: de razas ó de individuos, nunca se integran como se piensan. En pocas cosas el hombre puede llegar al fin que la imaginación señala: su gloria está en marchar hacia él, siempre inalcanzado é inalcanzable. Después de iluminar su espíritu con todos los resplandores de la cultura humana, Goethe muere pidiendo más luz; y Musset quiere amar incesantemente después de haber amado, ofreciendo su vida por una caricia y su genio por un beso. Todos los románticos parecen preguntarse, con el poeta: «¿Por qué no es infinito el poder humano, como el deseo?» Tienen una curiosidad de mil ojos, siempre atenta para no perder la más imperceptible titilación del mundo que la solicita. Su sensibilidad es aguda, plural, caprichosa, artista, como si los nervios hubieran centuplicado su impresionabilidad. Su gesto sigue prontamente el camino de las nativas inclinaciones: entre diez partidos adoptan aquél subrayado por el latir más intenso de su corazón. Son dionisíacos. Sus aspiraciones se traducen por esfuerzos activos sobre el medio social ó por una hostilidad contra todo lo que obstruye sus corazonadas y ensueños. Construyen sus ideales sin conceder nada á la realidad, rehusándose al contralor de la experiencia, agrediéndola si ella los contraría. Son ingenuos y sensibles, fáciles de conmoverse, accesibles al entusiasmo y á la ternura: con esa ingenuidad sin doblez que los hombres prácticos ignoran. Un minuto les basta para decidir de toda una vida. Su ideal cristaliza en firmezas inequívocas cuando la realidad los hiere con más saña. Todo romántico está por Quijote contra Sancho, por Cyrano contra Tartufo, por Stockmann contra Gil Blas: por cualquier ideal contra toda mediocridad. Prefiere la flor al fruto, presintiendo que éste no podría existir jamás sin aquélla. Los mercaderes y las turbas saben que la vida guiada por el interés brinda provechos materiales; los románticos creen que la suprema dignidad se incuba en el ensueño y la pasión. Para ellos un beso de tal mujer vale más que cien tesoros de Golconda. Su elocuencia está en su corazón: disponen de esas «razones que la razón ignora»--, como decía Pascal. En ellas estriba el encanto irresistible de los Musset y los Byron: estremece su estuosidad apasionada, ahoga como si una garra apretara el cuello, sobresalta las venas, humedece los párpados, entrecorta el aliento. Sus heroínas y sus protagonistas pueblan los insomnios juveniles, como si las describieran con una vara mágica entintada en el cáliz de una poetisa griega: Safo, por caso, la más lírica. Su estilo es de luz y de color, siempre encendido, ardiente á veces. Escriben como hablan los temperamentos apasionados, con esa elocuencia de las voces enronquecidas por un deseo ó por un exceso, esa «voce calda» que enloquece á las mujeres finas y hace un Don Juan de cada amador romántico. Son ellos los aristócratas del amor, los seductores de todas las Julietas é Isoldas. En vano se confabulan en su contra las embozadas hipocresías de la mediocridad sentimental, tan temerosa de las pasiones como desconfiada ante los ideales. Los espíritus zafios desearían inventar una balanza para pesar la utilidad inmediata de sus inclinaciones y sentimientos; como no la poseen, prefieren renunciar á seguirlos. El corazón naufraga en los hombres que piden su vida en préstamo á la sociedad. El mediocre es incapaz de alentar nobles pasiones. Esquiva el amor como si fuera un abismo: ignora que él acrisola todas las virtudes y es el más eficaz de los moralistas. Vive y muere sin haber aprendido á amar. Caricatura á este sentimiento guiándose por las sugestiones de sórdidas conveniencias. Los demás le eligen las queridas y le imponen la esposa. Poco le importa la fidelidad de las primeras mientras le sirvan de adorno; nunca exige inteligencia en la otra, si es un escalón en su mundo. Su amor se incuba en la tibieza del criterio ajeno. Musset le parece poco serio y encuentra infernal á Byron; habría quemado á Jorge Sand y la misma Teresa de Ávila resúltale un poco exagerada. Se persigna si alguien sospecha que Cristo pudo amar á la pecadora de Magdala. Cree firmemente que Werther, Jocelyn, Mimí, Rolla y Manón son símbolos del mal, creados por la imaginación de artistas enfermos. Aborrece la pasión honda y sentida; detesta los romanticismos sentimentales. Prefiere la compra tranquila á la conquista comprometedora; evita que su corazón se enardezca en una osada aventura sin el consentimiento de los demás. Ignora las supremas virtudes del amor. En las eras de rebajamiento, mientras arrecia el clima de la mediocridad, los idealistas se alinean contra los dogmatismos sociales, sea cual fuere el régimen dominante. Algunas veces, en nombre del romanticismo político, agitan un ideal plebocrático. Su amor á los esclavos es un disimulado encono contra los que oprimen su individualidad. Diríase que llegan hasta amar al siervo para protestar contra el amo indigno; pero siempre quedan fuera del rebaño, sabiendo que en cada lacayo puede incubarse un burgués del porvenir. En todo lo perfectible cabe un romanticismo; su orientación varía con los tiempos y con las inclinaciones. Hay épocas en que más florece, como en el siglo de abastardamiento iniciado por la revolución francesa. Algunos románticos se creen providenciales y su imaginación se revela por un misticismo constructivo, como en Chateaubriand y Fourier, precedidos por Rousseau, que fué un Marx calvinista, y seguidos por Marx, que fué un Rousseau judío. En otros el lirismo tiende, como en Byron y Ruskin, á convertirse en religión estética. En Mazzini y Kossouth toma color político. Habla en tono profético y trascendente por boca de Lamartine y de Hugo. En Stendhal acosa con ironía los dogmatismos sociales y en Vigny los desdeña amargamente. Se duele en Musset y se desespera en Amiel. Fustiga á la mediocridad con Flaubert y Barbey d'Aurevilly. Y en otros conviértese en rebelión abierta contra todo lo que amengua y domestica al individuo, como en Emerson, Stirner, Guyau, Ibsen ó Nietzsche. IV.--EL IDEALISMO EXPERIMENTAL. Las rebeldías románticas son embotadas por la experiencia: ella enfrena muchas nobles impetuosidades y da á los ideales mayor eficacia. Las lecciones de la realidad no matan al idealista: lo educan. Su afán de perfección tórnase más centrípeto y digno, busca los caminos propicios, aprende á rehuir las asechanzas que la mediocridad le tiende. Cuando la fuerza de las cosas se sobrepone á su personal inquietud y los dogmatismos sociales cohiben sus esfuerzos por enderezarlos, su idealismo tórnase experimental. No pueden doblar la realidad á sus ideales, pero los defienden de ella, procurando salvarlos de toda mengua ó envilecimiento. Lo que antes se proyecta hacia fuera, polarízase en el propio esfuerzo, se interioriza. «Una gran vida, escribió Vigny, es un ideal de la juventud realizado en la edad madura». Es inherente á aquélla la ilusión de imponer sus ensueños, rompiendo la barrera que la separa de la mediocridad; cuando advierte que la mole no cae, atrinchérase en virtudes intrínsecas, custodiándolos, realizándolos en alguna medida, sin complicidades. El idealismo sentimental y romántico se transforma en idealismo experimental y estoico; la experiencia regula la imaginación, haciéndolo ponderado y reflexivo. La serena armonía clásica reemplaza á la pujanza impetuosa: el Idealismo dionisíaco se convierte en Idealismo apolíneo. Es natural que así sea. Los romanticismos no resisten á la experiencia crítica: si duran hasta pasados los límites de la juventud, su ardor no equivale á su eficiencia. Fué error de Cervantes la avanzada edad en que Don Quijote emprende la persecución de su quimera. Es más lógico Don Juan, casándose á la misma altura en que Cristo muere; los personajes que Murger creó en la vida bohemia, detiénense en ese limbo de la madurez. No puede ser de otra manera. La acumulación de los contrastes acaba por coordinar la imaginación, orientándola sin rebajarla. Y si el idealista es una mente superior, su ideal asume formas definitivas: plasma la Verdad, la Belleza ó la Virtud en crisoles más perennes, tiende á fijarse y durar en obras. El tiempo lo consagra y su esfuerzo tórnase ejemplar. La posteridad lo juzga clásico. Todo clasicismo es una selección natural de ideales sobrevivientes á través de los siglos. Pocos ingenios encuentran tal clima y tal ocasión que les encumbren á la genialidad. Los más resultan exóticos é inoportunos; los sucesos, cuyo determinismo no pueden modificar, esterilizan sus esfuerzos. De allí cierta aquiescencia á las cosas que no dependen del propio mérito, la tolerancia de toda insoluble fatalidad. Al resignarse á la coerción exterior no se abajan ni contaminan: se apartan, se refugian en sí mismos, para encumbrarse en la orilla desde donde miran el fangoso arroyo que corre murmurando, sin que en su murmullo se oiga un grito. Son los jueces de su época: ven de dónde viene y cómo corre el turbión encenagado. Descubren á los omisos que se dejan opacar por el limo, á los que persiguen esos encumbramientos falaces con que las mediocracias oprobian á sus arquetipos. El idealista experimental mantiénese hostil á su medio, lo mismo que el romántico. Su actitud es de abierta resistencia á la mediocridad organizada, resignación desdeñosa ó renunciamiento altivo, sin compromisos. Impórtale menos agredir el mal que consienten los otros y más le sirve estar libre para realizar toda perfección que sólo depende de sí mismo. Posee una «sensibilidad individualista». Son notorias las diferencias entre el individualismo doctrinario y el sentimiento individualista; el uno es teoría y el otro es actitud. En Spencer, la doctrina individualista se acompaña de sensibilidad social; en Bakounine, la doctrina social coexiste con una sensibilidad individualista. Es cuestión de temperamentos y no de ideas; aquél es la base del carácter. Todo individualismo es una actitud de revuelta contra los dogmas y los prejuicios reinantes en las mediocracias; revela energías anhelosas de exparcirse y contenidas por mil obstáculos opuestos por el espíritu gregario. El individualista niega el principio de autoridad, se sustrae á los prejuicios, desacata cualquiera imposición, desdeña las jerarquías independientes del mérito. Los partidos, sectas y facciones le son indiferentes por igual, sintiéndose extraño á cada uno. Los regímenes políticos y las leyes escritas no han modificado nunca la mediocridad de quienes las admiran ni el sufrimiento de quienes las aguantan. Su ética difiere radicalmente de esos individualismos sórdidos que reclutan las simpatías de los mediocres. Hay dos morales egoístas. El digno elige la elevada, la de Zenón ó la de Epicuro; el mediocre opta siempre por la inferior y se encuentra con Aristipo. Aquél se refugia en sí para acrisolarse; éste se ausenta de los demás para zambullirse en la sombra. El individualismo es noble si un ideal lo alienta y lo eleva; sin ideal, es una caída á más bajo nivel que la mediocridad misma. En la Cirenaica griega, cuatro siglos antes del evo cristiano, Aristipo anunció que la única regla de la vida era el placer máximo, buscado por todos los medios, como si la naturaleza dictara al hombre el hartazgo de los sentidos y la ausencia de ideal. La sensualidad, erigida en sistema, llevaba al placer tumultuoso, sin seleccionarlo. Los cirenaicos llegaron á despreciar la vida misma: sus últimos pregoneros encomiaron el suicidio. Tal ética, practicada instintivamente por los escépticos y los depravados de todos los tiempos, no fué lealmente erigida en sistema después de entonces. El placer--como simple sensualidad cuantitativa--es absurdo é imprevisor; no puede sustentar una moral. Sería erigir á los sentidos en jueces. Deben ser otros. ¿Estaría la felicidad en perseguir un interés bien ponderado? Un egoísmo prudente y cualitativo, que elija y calcule, reemplazaría á los apetitos ciegos. En vez del placer basto tendríase el deleite refinado, que prevé, coordina, prepara, goza antes é infinitamente más, pues la inteligencia gusta de centuplicar los goces futuros en sabias alquimias de preparación. Los epicúreos se apartan ya del cirenaísmo. Aristipo refugia la dicha en los burdos goces materiales; Epicuro la encumbra en la mente, la idealiza por la imaginación. Para aquél valen todos los placeres y se buscan de cualquier manera, desatados sin freno; para éste deben ser elegidos y dignificados por un sello de armonía. La originaria moral de Epicuro es toda refinamiento: su creador vivió una vida honorable y pura. Su ley es buscar la dicha y huir el dolor, prefiriendo las cosas que dejan un saldo á favor del primero. Esa aritmética de las emociones no es incompatible con la dignidad, el ingenio y la virtud, que son perfecciones ideales; permite practicarlas, si en ellas puede encontrarse una fuente de placer. En otra moral helénica encuentra sus moldes perfectos el idealismo experimental. Zenón dió á la humanidad una suprema doctrina de virtud heroica. La dignidad se identifica con el ideal: no conoce la historia más bellos ejemplos de conducta. Séneca, digno en la corte del propio Nerón, además de predicar con arte exquisito su doctrina, la aplicó con bello coraje en la hora extrema. Solamente Sócrates murió mejor que él, y ambos más dignamente que Jesús. Son las tres grandes muertes de la historia. La dignidad estoica tuvo su apóstol en Epicteto. Una convincente elocuencia de sofista caldeaba su palabra de liberto. Vivió como el más humilde, satisfecho con lo que tenía, durmiendo en casa sin puertas, entregado á meditar y educar, hasta el decreto que proscribió de Roma á los filósofos. Enseñó á distinguir, en toda cosa, lo que depende y lo que no depende de nosotros. Lo primero nadie puede cohibirlo; lo demás está subordinado á fuerzas extrañas. Colocar el Ideal en lo que depende de nosotros y ser indiferentes á lo demás: he ahí la fórmula del idealismo experimental. Es desdeñable todo lo que suele desear ó temer el mediocre. Si las resistencias en el camino de la perfección dependen de otros, conviene prescindir de ellas, como si no existiesen, y redoblar el esfuerzo enaltecedor. La realidad no tuerce ni desvía á los idealistas, aunque los obste ó retarde. Deseando influir sobre cosas que de él no dependen, encontraría obstáculos en todas partes; contra esa hostilidad de su ambiente sólo puede rebelarse la imaginación. El que sirve á un Ideal, vive de él: nadie le forzará á soñar lo que no quiere ni le impedirá ascender hacia su ensueño. Esta moral no es una contemplación pasiva: renuncia solamente á participar del mal. Su asentimiento no es apatía ni inercia. Apartarse no es morir. Si la hora llega es afirmación sublime, como lo fué en Marco Aurelio, nunca igualado en regir destinos de pueblos: sólo él pudo inspirar las páginas más hondas de Renán y las más líricas de Paul de Saint Victor. Delicado y penetrante, su estoicismo es más propicio para templar caracteres que para consolar corazones. Con él alcanzó el pensamiento antiguo su más tranquila nobleza. Entre perversos é ingratos que le circuían, enseñó á dar sus racimos, como la viña, sin reclamar precio alguno, preparándose para cargar otros en la vendimia futura. Los idealistas son hombres de su estirpe, ignoran el bien que hacen á la mediocridad, su enemiga. Cuando arrecia el encanallamiento de los rebaños, cuando más sofocante tórnase el clima de las mediocracias, ellos crean un nuevo ambiente moral, sembrando ideales: una nueva generación, aprendiendo á amarlos, se ennoblece. Frente á las burguesías afiebradas por remontar el nivel del bienestar material,--ignorando que su mayor miseria es la falta de cultura,--ellos concentran sus esfuerzos para aquilatar el respeto de las cosas del espíritu y el culto de todas las originalidades descollantes. Mientras la vulgaridad obstruye las vías del genio, de la santidad y del heroísmo, la sugestión de ideales concurre á restituirlas, preparando el advenimiento de esas horas fecundas que caracterizan la resurrección de las razas: el clima del genio. Toda ética idealista transmuta los valores y eleva el rango del mérito; las virtudes y los vicios trocan sus matices, en más ó en menos, creando equilibrios nuevos. Ésa es, en el fondo, la obra de todos los moralistas: su originalidad está en cambios de tono que modifican las perspectivas de un cuadro cuyo fondo es casi impermutable. Frente á la mediocridad, que empuja á ser vulgares, los caracteres dignos afirman su vehemencia de ideal. Una mediocracia sin ideales,--como un individuo ó un grupo,--es vil y escéptica, cobarde: contra ella cultivan hondos anhelos de perfección. Frente á la ciencia hecha oficio, la Verdad como un culto; frente á la honestidad de conveniencia, la Virtud desinteresada; frente al arte lucrativo de los funcionarios, la Armonía inmarcesible de la línea, de la forma y del color; frente á las complicidades de la política mediocrática, las máximas expansiones del Individuo dentro de cada sociedad. Cuando los rebaños callan, los idealistas levantan su voz. Una ciencia, un arte, un país, una raza, estremecidos por su eco, salen de su cauce habitual. El Genio es un guión que pone el destino entre dos párrafos de la historia. Si aparece en los orígenes, crea ó funda; si en los resurgimientos, transmuta ó desorbita. En ese instante remontan su vuelo todos los espíritus superiores, templándose en pensamientos altos y para obras perennes. En el vaivén eterno de las eras el porvenir es siempre de los visionarios. La interminable contienda entre el idealismo y la mediocridad tiene su símbolo: no pudo Cellini clavarlo en más digno sitio que la maravillosa plaza de Florencia. Nunca mano de orfebre plasmó un concepto más sublime: Perseo exhibiendo la cabeza de Medusa, cuyo cuerpo agítase en contorsiones de reptil bajo sus pies alados. Cuando los temperamentos idealistas se detienen ante el prodigio de Benvenuto, anímase el metal, revive su fisonomía, sus labios articulan palabras perceptibles. Dice á los jóvenes que toda brega por un Ideal es santa, aunque sea ilusorio el resultado; que nunca hay error en seguir su temperamento y pensar con el corazón, si ello contribuirá á crear una personalidad firme; que todo germen de romanticismo debe alentarse, para enguirnaldar de aurora la única primavera que no vuelve jamás. Y á los maduros, cuyas primeras canas salpican de otoño sus más vehementes quimeras, instígalos á custodiar sus ideales bajo el palio de la más severa dignidad, frente á las tentaciones que conspiran para encenagarlos en la Estigia donde se abisman los mediocres. Y en el gesto del bronce parece que el Idealismo decapitara á la Mediocridad, entregando su cabeza al juicio de los siglos. EL HOMBRE MEDIOCRE «_Cacciarli i ciel per non esser men belli, Né le profondo Inferno li riceve..._» DANTE. _Inferno._ Canto III. I. «¿ÁUREA MEDIOCRITAS?»--II. DEFINICIÓN DEL HOMBRE MEDIOCRE.--III. FUNCIÓN SOCIAL DE LA MEDIOCRIDAD.--IV. LA VULGARIDAD. I. «¿ÁUREA MEDIOCRITAS?» Hay cierta hora en que el pastor ingenuo se asombra ante la naturaleza que le envuelve. La penumbra se espesa, el color de las cosas se uniforma en el gris homogéneo de las siluetas, la primera humedad crepuscular levanta de todas las hierbas un vaho de perfume, aquiétase el rebaño para prepararse al sueño, la remota campana tañe su aviso plañidero. Al caer sobre las cosas la liviana claridad lunar se emblanquece; algunas estrellas inquietan con su titilación el firmamento y un lejano rumor de arroyo brincante en las breñas parece conversar de misteriosos temas. Sentado en la piedra menos áspera que encuentra al borde del camino, el pastor contempla y enmudece, invitado á meditar por la convergencia del sitio y de la hora. Su admiración primitiva es simple estupor. La poesía natural que le rodea, al reflejarse en su imaginación, no se convierte en poema. Él es, apenas, un objeto en el cuadro, una pincelada: como la piedra, el árbol, la oveja, el camino; un accidente en la penumbra. Para él todas las cosas han sido siempre así y seguirán siéndolo, desde la tierra que pisa hasta el rebaño que apacienta. La inmensa masa de los hombres piensa con cabeza de ingenuo pastor: no entendería el idioma de quien le explicara la evolución del universo ó de la vida. Sus rutinas y sus prejuicios parécenle eternamente invariables; su obtusa imaginación no concibe perfecciones pasadas ni venideras; el estrecho horizonte de su experiencia constituye el límite forzoso de su mente. No puede formarse un ideal. Encontrará en los ajenos una chispa capaz de encender su fanatismo; será sectario, puede serlo. Nunca será idealista; es imposible. Y no advertirá siquiera la ironía de cuantos le invitan á arrebañarse en nombre de ideales que puede servir, no comprender. Todo ideal, seguido por muchedumbres, sólo es pensado por pocos visionarios que son sus amos. Para concebir una perfección es indispensable cierta cultura. Los hombres bastos pueden tener fanatismos, ideales jamás. Viven de dogmas que otros les imponen, esclavos de fórmulas invariables, paralizadas por la herrumbre del tiempo: enemigos naturales de todo amanecer y de toda cumbre. Individualmente son hombres que no existen. No inspiran simpatías ni rencores acentuados. No admiran ni espantan. Sería difícil decidir qué son más, si inútiles ó inofensivos. Aisladamente no obstan á los caracteres originales: su existencia pasa inadvertida. Cruzan el mundo como sombras insubstanciales, temiendo que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en vano, como contrabandistas de la vida. Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión transcendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos por igual motivo que la rosa y el gusano, es necesario que algún ideal ennoblezca nuestra existencia: los más altos placeres son inherentes á proponerse una perfección y perseguirla. Las existencias vegetativas no tienen biografía: no vive el que no deja rastros en las cosas ó en los espíritus. La vida sólo vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor algún ideal; las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La medida justa del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad es el privilegio de quienes las hacen sobrevivientes á los siglos, y por ellas se mide. El poder que se maneja, los favores que se mendigan, el dinero que se amasa, las dignidades que se consiguen, tienen cierto efímero valor para los apetitos del mediocre. Pero hay algo que embellece los placeres y califica la vida del idealista: la afirmación de la propia personalidad y la cantidad de hombría aquilatada en la dignificación de nuestro yo. Vivir es aprender, para ignorar menos; es amar, para vincularnos á una parte mayor de humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse, un incesante afán de elevación hacia ideales definidos. Muchos nacen; pocos viven. Los hombres mediocres son innumerables y vegetan moldeados por su rebaño, como cera fundida en el cuño social. Su moralidad exigua y su inteligencia acorchada sujétanles á perpetua disciplina del pensar y de la conducta; su existencia es puramente negativa como unidades sociales. Sirven de cemento ó cañamazo para sostener á los que viven y piensan. Nunca se eleva sobre el nivel de los prejuicios colectivos: el mediocre es áptero, no puede volar. Forma legión. Desgóznase cada uno hasta acomodarse á la conducta común de la grey; está bien mediocrizado cuando ningún rasgo permite individualizarlo. Al clasificar los caracteres humanos en sensitivos y activos, Ribot comprendió la necesidad de separar los mediocres, cuya característica es no tener ninguna: «indiferentes», viven sin que se advierta su existencia. Son productos adventicios del medio, de las circunstancias, de la educación que reciben, de las personas y las cosas que los rodean. La sociedad piensa y quiere por ellos. No tienen voz, son un eco. No hay líneas definidas ni en su propia sombra: es una penumbra. En los idealistas hay profundidades ó encrespamientos sublimes, como en el océano; en los mediocres la superficie dilátase en quietud imperturbable, como en las ciénagas. Son el lastre de la sociedad: es su destino oponerse al impulso de los originales. Hay en el fondo de su psicología una espesa pincelada gris. La falta de personalidad los hace igualmente incapaces de bien y de mal, si de su iniciativa depende. Desfilan á hurtadillas, inadvertidos, sin aprender ni enseñar, diluyendo en tedios su insipidez tranquila, vegetando en la sociedad que ignora su existencia: ceros á la izquierda que nada califican y para nada cuentan. Su falta de robustez moral háceles ceder á la más leve presión, sufrir todas las influencias, altas y bajas, grandes y pequeñas, transitoriamente arrastrados á la altura por el más leve céfiro ó revolcados por la ola menuda de un arroyuelo. Barcos de amplio velamen, pero sin timón, no saben adivinar su propia ruta: ignoran si irán á varar en una quieta playa arenosa ó á quebrarse estrellados contra un escollo. Están en todas partes, aunque en vano buscaríamos uno solo que se conociera; si lo halláramos sería un original, por el simple hecho de enrolarse en la mediocridad. ¿Quién no se atribuye alguna virtud, cierto talento ó un firme carácter? Muchos cerebros torpes se envanecen de su testarudez, confundiendo esa cualidad mediocre con la firmeza, que es don de pocos elegidos; los bribones se jactan de su bigardía y desvergüenza, equivocándolas con el ingenio; los serviles y los parapocos pavonéanse de honestos, como si la incapacidad del mal pudiera en caso alguno confundirse con la virtud. Prescindiendo, pues, de la buena opinión que todo mediocre tiene de sí mismo, estudiaremos la mediocridad objetivamente, en sus aspectos fundamentales. Ningún hombre es excepcional en todas sus aptitudes; pero son mediocres, á carta cabal, los que no descuellan en ninguna. Solicitan nuestra curiosidad por el solo hecho de rodearnos. Aunque aisladamente no merezcan atención, en conjunto son instructivos. Desfilan bajo nuestro lente como simples casos de historia natural, con tanto derecho como los genios y los imbéciles. Existen: hay que estudiarlos. El moralista dirá si la mediocridad es buena ó mala; al psicólogo le es indiferente: observa los caracteres, los describe, los compara y los clasifica, de igual manera que otros naturalistas observan fósiles ó mariposas. Su existencia es necesaria. En todo lo que presenta grados hay mediocridad; en la escala de la inteligencia humana el hombre mediocre es el claro-obscuro entre el talento y la estulticie. No diremos, por eso, que toda mediocridad es loable. Horacio no dijo «_áurea mediocritas_» en el sentido general y absurdo que proclaman los incapaces de sobresalir por su ingenio, por sus virtudes ó por sus obras. Otro fué el parecer del poeta: poniendo en la tranquilidad y en la independencia el mayor bienestar del hombre, enalteció los goces de un pasable vivir que dista por igual de la opulencia y de la miseria, llamando áurea á esa mediocridad material. En cierto sentido epicúreo, su sentencia es verdadera y confirma el remoto proverbio árabe: «Un mediano bienestar tranquilo es preferible á la opulencia llena de preocupaciones.» Pero inferir de ello que la mediocridad moral, intelectual y de carácter, es digna de respetuoso homenaje, implica torcer la intención misma de Horacio: en versos memorables menospreció á los poetas mediocres, y es lícito extender su dicterio á cuantos hombres lo son de espíritu. ¿Por qué se subvierte el sentido del «_áurea mediocritas_» clásico? ¿Por qué ese afán de suprimir desniveles entre los hombres y las sombras, como si rebajando un poco á los excelentes y amerengando un poco á los mediocres se amenguaran las desigualdades creadas por la naturaleza? Sórdido anhelo de apelmazar la claridad y la tiniebla, confundiendo en una misma penumbra á los transparentes y á los opacos. La originalidad les parece herética. Todo perdonan menos esa herejía: ser original es una cosa detestable. Los que tal sentencian inclínanse á confundir el sentido común con el buen sentido, como si enmarañando la significación de los vocablos se pudiera babelizar las ideas correspondientes. Afirmemos el antagonismo. El sentido común es colectivo, eminentemente plebocrático; el buen sentido es individual, prerrogativa de la más absoluta aristocracia: la del ingenio. De esa insalvable heterogeneidad nace la intolerancia de los rutinarios frente á cualquier destello original: estrechan sus filas para defenderse, como si fuera crimen la desigualdad. En vano las mediocracias resuelven ignorar que esos desniveles son un postulado fundamental de la psicología. Las costumbres y las leyes pueden establecer derechos comunes á todos los hombres: éstos serán siempre tan desiguales como las olas que erizan la superficie de un Océano. En la lucha de la mediocridad contra los ideales, de lo vulgar contra lo excelente, confúndese el elogio á lo subalterno con la difamación á lo conspicuo, sabiendo que el uno y la otra conmueven por igual á los espíritus arrocinados. Las mediocracias contemporáneas tejen su sorda telaraña en torno de los genios, los santos y los héroes, velando su gloria ante la multitud: ciérrase el corral cada vez que cimbra en las cercanías el aletazo inequívoco de un águila. La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno. Plutarco escribió, ha siglos, que «los animales de una misma especie difieren menos entre sí que unos hombres de otros». (_Obras morales_, vol. 3.) Montaigne suscribió esa opinión: «Hay más distancia entre tal y tal hombre, que entre tal hombre y tal bestia: es decir, que el más excelente animal está más próximo del hombre menos inteligente, que éste último de otro hombre grande y excelente». (_Ensayos_, vol. I. cap. XLII.) Ajenos á las sugestiones de la moral mediocrática, los psicólogos seguimos creyendo en la desigualdad humana; ella será en el porvenir tan absoluta como en tiempos de Plutarco ó de Montaigne. Hay hombres mentalmente inferiores al término medio de su raza, de su tiempo y de su clase social; también los hay superiores. Entre unos y otros fluctúa una gran masa imposible de caracterizar por inferioridades ó excelencias. Los psicólogos no suelen ocuparse de estos seres arrebañados; el arte los desdeña por incoloros; la historia no sabe sus nombres. Son poco interesantes; en vano buscaríase en ellos la arista definida, la pincelada firme, el rasgo característico. De igual desdén les cubren los moralistas; no merecen el desprecio, fustigador de perversos, ni la apología, reservada á los virtuosos. Pero, en conjunto, pueden estudiarse. Son los puntales de la mediocridad, constituyen un régimen, representan un sistema especial de intereses inconmovibles; ellos subvierten la tabla de los valores morales, falsean nombres, desvirtúan conceptos: pensar es un desvarío, la dignidad es irreverencia, es lirismo la justicia, la sinceridad es tontería, la admiración una imprudencia, la pasión una ingenuidad, la virtud una estupidez... Sustraídos á la curiosidad del sabio por la coraza de su insignificancia, fortifícanse en la cohesión del total. Aunque privados de ese impulso que se resuelve en esfuerzo por ser más ó mejor, que es la vida misma, la complicidad del régimen suple muchas lagunas de sus biografías, disputándolas al anónimo. Pero en vano: si el deseo de la gloria entrega al pincel de un artista la efigie de un personaje mediocre, el tiempo hace impersonal el retrato y conserva el nombre del retratista; y cuando sus lacayos le costean un bronce, debajo del verdín que lo recubre parecen filtrarse rojizos resplandores, como si un pudor incontenible lo encendiera internamente. Estudiemos á estos enemigos de todo ideal, rebeldes á la perfección, ciegos á los astros. Existe una vastísima bibliografía de inferiores é insuficientes, desde el criminal y el delirante hasta el retardado y el idiota; hay, también, una rica literatura consagrada á estudiar el genio y el talento, amén de que historia y arte convergen á mantener su culto. Unos y otros son, empero, excepciones. Lo habitual no es el genio ni el idiota, no es el talento ni el imbécil. El hombre común, el que nos rodea á millares, el que prospera y se reproduce en el silencio y en la tiniebla, es el mediocre. Aislado, no asombra al observador, pero su conjunto es omnipotente en ciertos momentos de la historia: cuando reina el clima de la mediocridad. Toca al psicólogo disecar su mente con firme escalpelo, como á los cadáveres el profesor eternizado por Rembrandt en la «Lección de Anatomía»: sus ojos parecen iluminarse al contemplar las entrañas mismas de la naturaleza humana y se acarminan de emoción sus labios al transfundir serenamente la verdad en cuantos le rodean. Tiene la firmeza del que sólo confía en su propia mano para consumar la obra. ¿Por qué no tendemos al hombre mediocre sobre nuestra mesa de autopsias, hasta saber qué es, cómo es, qué hace, qué piensa, para qué sirve? La etopeya del hombre mediocre constituirá un capítulo básico de la psicología y de la moral. II.--DEFINICIÓN DEL HOMBRE MEDIOCRE. La mediocridad es una ausencia de características personales que permitan distinguir al individuo en su sociedad. Ésta ofrece á todos un mismo fardo de rutinas, prejuicios y domesticidades; basta reunir cien hombres para que ellos coincidan en lo impersonal: «Juntad mil genios en un Concilio y tendréis el alma de un mediocre.» Esas palabras la denuncian intrínsecamente: la mediocridad es el bajo nivel de las opiniones colectivas. Mediocre no significa normal ni equilibrado. El hombre normal no existe. No puede existir: nuestra especie evoluciona sin cesar y sus cambios opéranse desigualmente en numerosos agregados sociales, distintos entre sí. El hombre normal en una sociedad no lo es en otra; el de ha mil años no lo sería hoy, ni en el porvenir. Si pudiera medirse la mentalidad humana, los valores individuales graduaríanse en escala continua, de lo bajo á lo alto. Entre los tipos extremos existe una masa compacta de sujetos, más ó menos similares, coincidentes en los términos centrales de la serie; en vano buscaríamos allí al representante del llamado «Hombre normal». Aristóteles intentó dar con él; siglos más tarde la peregrina ocurrencia reapareció en el torbellinesco espíritu de Pascal. Quételet pretendió formular una doctrina científica acerca del «Hombre medio»: su ensayo es una burda exageración del abusado _in medio stat virtus_. No incurriremos, pues, en el yerro de creer que los hombres mediocres pueden reconocerse por atributos que serían un término medio de los observados en la especie humana. En ese sentido es un producto de estadística, sin corresponder á ningún individuo de existencia real. Si para Quételet el «Hombre medio» correspondía á una síntesis estadística de la especie, Morel lo consideró un ejemplar de la «edición princeps» de la Humanidad, lanzada á la circulación por el Supremo Hacedor. «La existencia de un tipo primitivo, que el espíritu humano se complace en forjar como la obra maestra de la creación, es un hecho conforme con nuestras creencias; la degeneración humana sólo es concebible como desvío de un tipo primitivo, que contenía en sí los elementos de la continuidad de la especie.» Partiendo de tal concepto, Morel definía la degeneración, en todas sus formas, como una divergencia patológica del perfecto ejemplar originario. De eso al culto por el hombre primitivo había un paso; alejáronse, felizmente, de tal prejuicio los antropólogos contemporáneos. El hombre--decimos ahora--es un animal que evoluciona en las edades más recientes del planeta; no fué creado perfecto en su origen, ni consiste su perfección en volver á sus formas ancestrales. El concepto de la normalidad humana es relativo á determinado ambiente social: es abstracto. Conviene afirmar, bien alto y en todos los tonos, que hombre mediocre no significa, concretamente, hombre equilibrado: la inercia no es un equilibrio. La mediocridad no es una complicada resultante de energías, sino su ausencia. ¿Cómo confundir á los grandes equilibrados, á Leonardo y á Goethe, con los amorfos? El equilibrio entre dos platillos cargados no puede compararse con la quietud de una balanza vacía. El hombre mediocre no es un modelo, sino una sombra; si hay peligros en la idolatría de los héroes y los hombres representativos, á la manera de Emerson ó Carlyle, más los hay en repetir esas fábulas que confunden la mediocridad con la normalidad, señalando como una aberración ó un crimen toda excelencia del carácter, de la virtud y del intelecto. Bovio ha señalado este grave yerro, pintando al hombre medio con rasgos precisos: «Es dócil, acomodaticio á todas las pequeñas oportunidades, adaptabilísimo á todas las temperaturas de un día variable, avisado para los negocios, resistente á las combinaciones de los astutos; pero dislocado de su mediocre esfera y ungido por una feliz combinación de intrigas, él se derrumba siempre, en seguida, precisamente porque es un equilibrista y no lleva en sí las fuerzas del equilibrio. Equilibrista no significa equilibrado. Ése es el prejuicio más grave, del hombre mediocre equilibrado y del genio desequilibrado.» En sus más indulgentes comentaristas, ese equilibrio del mediocre opérase entre cualidades poco dignas de admiración; su resultante es capaz de amortiguar la ira más acendrada. Alguna vez, recibió Lombroso un telegrama decididamente norteamericano. Era, en efecto, de un gran diario, y solicitaba una extensa respuesta telegráfica á la pregunta presentada con la sugerente recomendación de un cheque: ¿Cuál es el hombre normal? La respuesta desconcertó, sin duda, á los lectores. Lejos de alabar sus virtudes, hacía un cuadro de caracteres negativos y estériles: «buen apetito, trabajador, ordenado, egoísta, aferrado á sus costumbres, misoneísta, paciente, respetuoso de toda autoridad, animal doméstico.» _Fruges consumere natus_, que dijo el poeta latino. Con ligeras variantes, esa definición evoca la que dió Víctor Hehn del «filisteo» alemán: «Producto de la costumbre, desprovisto de fantasía, ornado por todas las virtudes de la mediocridad, llevando una vida honesta gracias á la moderación de sus exigencias, perezoso en sus concepciones intelectuales, sobrellevando con paciencia conmovedora todo el fardo de prejuicios que heredó de sus antepasados.» En estas líneas refléjanse las invectivas, ya clásicas, del poeta Heine contra la mentalidad corriente entre sus compatriotas. Por su parte, Schopenhauer, en sus «Aforismos», definió el perfecto filisteo como un ser que se deja engañar por las apariencias y toma en serio todos los dogmatismos sociales: constantemente ocupado en someterse á las farsas mundanas. Existen varias definiciones del hombre mediocre, de carácter moral ó estético. Para algunos, la mediocridad consistiría en la ineptitud para ejercitar las más altas cualidades del ingenio; para otros, sería la inclinación á pensar á ras de tierra. Mediocre correspondería á «burgués», por contraposición á «artista»; Flaubert lo definió como «un hombre que piensa bajamente». Juzgada con ese criterio, su personalidad parece detestable. Tal resulta en la magnífica silueta de Hello, traspapelado prosista católico que nos enseñó á admirar Rubén Darío. Distingue al mediocre del imbécil; éste ocupa un extremo del mundo y el genio ocupa el otro; el mediocre está en el centro. ¿Será, entonces, lo que en filosofía, en política ó en literatura, se llama un ecléctico ó un justo-medio? De ninguna manera, contesta. El que es justo-medio lo sabe, tiene la intención de serlo; el hombre mediocre es justo-medio sin sospecharlo. Lo es por naturaleza, no por opinión; por carácter, no por accidente. En todo minuto de su vida, y en cualquier estado de ánimo, será siempre mediocre. Su rasgo característico, absolutamente inequívoco, es su deferencia por la opinión de los demás. No habla nunca; repite siempre. Juzga á los hombres como los oye juzgar. Reverenciará á su más cruel adversario, si éste se encumbra; desdeñará á su mejor amigo, si nadie lo elogia. Su criterio carece de iniciativas. Sus admiraciones son prudentes. Sus entusiasmos son oficiales. Esa definición descriptiva,--análoga á las que repitiera Barbey D'Aurevilly--, posee muy sugestiva elocuencia, pero no es satisfactoria. El «hombre normal» de Bovio y de Lombroso, corresponde al «filisteo» de Heine, de Schopenhauer y de Hehn, aproximándose ambos al «burgués» antiartístico de Flaubert y Barbey D'Aurevilly. Pero, fuerza es reconocerlo, tales definiciones no precisan gran cosa desde el punto de vista psicológico y social; conviene buscar una más exacta é inequívoca, abordando el problema por otros caminos. No obstante sus infinitas diferencias, existen grupos de hombres que pueden englobarse dentro de tipos similares; tales clasificaciones, simplemente aproximativas, constituyen la ciencia de los caracteres humanos, la «etología.» Los antiguos fundábanla sobre los temperamentos; los modernos buscan sus bases en la preponderancia de ciertas funciones psicológicas. Esas clasificaciones, admisibles desde algún punto de vista especial, son insuficientes para el nuestro. Si observamos cualquier rebaño humano, el rango de los hombres que lo componen resulta siempre «relativo» al conjunto: es un valor social. Ése es el nudo del problema. Cada hombre es el producto de dos factores: la herencia y la educación. La primera tiende á proveerle de los órganos y las funciones mentales que le transmiten las generaciones precedentes; la segunda es el resultado de las múltiples influencias del medio social en que el individuo está obligado á vivir. La acción educativa es una adaptación de las tendencias hereditarias á la mentalidad colectiva: una continua aclimatación del individuo en la sociedad. El niño desarróllase como un animal de la especie humana, hasta que empieza á distinguir las cosas inertes de los seres vivos y á reconocer entre éstos á sus semejantes. Su experiencia individual es, entonces, coadyuvada por las personas que le rodean, tornándose cada vez más decisiva la influencia del medio. Desde ese momento evoluciona como un miembro de su sociedad y sus hábitos se organizan mediante la imitación. El hombre incapaz de imitar no alcanza cierto nivel, permanece «inferior» respecto de la sociedad en que vive. Si la imitación desempeña un papel amplísimo, casi exclusivo, en la formación de la personalidad, actuando por un verdadero mimetismo social, la invención produce, en cambio, las variaciones individuales. Aquélla es conservadora y actúa creando hábitos; ésta es evolutiva y se desarrolla mediante la imaginación. Todos no pueden inventar ó imitar de la misma manera; esas aptitudes se ejercitan sobre la base de cierta capacidad congénita, recibida mediante la herencia psicológica. La adaptación del individuo á su medio depende del equilibrio entre lo que imita y lo que inventa. La variación individual determina la originalidad, rompiendo las coyundas de la rutina. Variar es ser alguien, diferenciarse es tener un carácter propio, un penacho, grande ó pequeño: emblema, al fin, de que no se vive como simple reflejo de los demás. El símbolo del hombre mediocre es la paciencia imitativa; del hombre superior, la imaginación creadora. El mediocre aspira á confundirse en los que le rodean; eso lo sobrepone al inferior inadaptable. El original aspira á diferenciarse de los demás, sobrepasándolos en pensamiento, en virtudes ó en acción. Mientras el mediocre se concreta á pensar con la cabeza de la sociedad, el original aspira á pensar con la propia. En ello estriba la desconfianza con que es mirado por los mediocres: nada les parece tan peligroso como un hombre que aspira á pensar con su cabeza. Podemos ya recapitular. Considerando á cada hombre con relación á su medio, tres elementos concurren á formar su personalidad: la herencia biológica, la imitación social y la variación individual. Todos, al nacer, reciben como herencia de la especie los elementos para adquirir una «personalidad específica» común á todo animal humano, é insuficiente para adaptarlo á la mentalidad social. Ella es propia de los hombres inferiores. Los más, mediante la educación imitativa, copian de las personas que los rodean una «personalidad social» perfectamente adaptada, condición inherente á todo hombre mediocre. Una minoría, además de imitar la mentalidad social, adquiere variaciones propias, una «personalidad individual»: patrimonio exclusivo de los hombres originales. Los miembros de una sociedad estratifícanse en tres categorías: hombres inferiores, hombres mediocres y hombres superiores. El inferior es un animal humano; en su mentalidad enseñoréanse las tendencias instintivas condensadas por la herencia. Su ineptitud para la imitación le impide adaptarse al medio en que vive; su personalidad no se desarrolla hasta el nivel corriente en su rebaño, viviendo por debajo de la moral ó de la cultura dominantes, y en muchos casos fuera de la legalidad. Esa insuficiente adaptación determina su incapacidad para pensar como los demás. El mediocre es una sombra proyectada por la sociedad; es por esencia imitativo y está perfectamente adaptado para vivir en rebaño, reflejando las rutinas, prejuicios y dogmatismos reconocidamente útiles para la domesticidad. Así como el inferior hereda el «alma de la especie», el mediocre adquiere el «alma de la sociedad». Su característica es imitar á cuantos le rodean: pensar con cabeza ajena. El superior es un accidente provechoso para la evolución humana. Es original é imaginativo, desadaptándose del medio social en la medida de su propia variación. Ésta se sobrepone á los atributos hereditarios del «alma de la especie» y á las adquisiciones imitativas del «alma de la sociedad», constituyendo las aristas singulares del «alma individual» que lo distingue dentro de su grey. Es idealista, precursor de nuevas formas de perfección: piensa mejor que la sociedad en que vive. III.--FUNCIÓN SOCIAL DE LA MEDIOCRIDAD. Todo lo que existe es necesario. Los mediocres son útiles para el equilibrio social: poco importa que ellos se cuenten por millares y los idealistas en dedos de una mano. Sin la sombra ignoraríamos el valor de la luz. La infamia nos induce á respetar la virtud; la miel no sería dulce si el acíbar no enseñara á paladear la amargura; admiramos el vuelo del águila porque conocemos el arrastramiento de la oruga; encanta más el gorjeo del ruiseñor cuando se ha escuchado el silbido de la serpiente. De igual manera todo hombre posee un valor de contraste, si no lo tiene de afirmación; es un detalle necesario en la infinita evolución del protohombre al superhombre. El mediocre, peldaño social entre el imbécil y el genio, representa un progreso comparado con el primero y ocupa su rango si le comparamos con el segundo. Si fuera inútil no existiría: la selección natural habríale exterminado. Ello no ocurre. Sus idiosincracias son relativas al medio y al momento en que actúa. Es tan necesario para la sociedad como las palabras para el estilo; pero no basta alinearlas para crearlo. La mediocridad yace en el diccionario; el estilo es una originalidad individual. Los temperamentos idealistas, románticos, imaginativos, sea cual fuere su escuela filosófica ó su credo literario, le son hostiles. Toda moral individualista ó estética condena la mediocridad: desde Renán y Hugo hasta Guyau y Flaubert. La creación de belleza es un esfuerzo original; la historia del arte conserva los nombres de pocos creadores y olvida á innúmeros secuaces que los imitan. Pero ante la moral social, utilitaria siempre, los mediocres encuentran una justificación, como todo lo que existe por necesidad. El contraste eterno entre las fuerzas que pujan en las sociedades humanas, se traduce por la lucha entre dos grandes actitudes que agitan la mentalidad colectiva: el espíritu conservador ó rutinario y el espíritu original ó de rebeldía. Bellas páginas les consagró Dorado. Cree imposible dividir la humanidad en dos categorías de hombres, los unos rebeldes en todo y los otros en todo rutinarios; si así fuera, no sabría decirse cuáles interpretan mejor la vida. No es factible un vivir inmóvil de gentes todas conservadoras, ni lo es un instable ajetreo de rebeldes é insumisos, para quienes nada existente sea bueno y ningún sendero digno de seguirse. Es verosímil que ambas fuerzas sean igualmente imprescindibles. Obligados á elegir, ¿obtendría la preferencia una actitud conservadora? La originalidad necesita un contrapeso robusto que prevenga sus excesos; habría ligereza en fustigar á los hombres metódicos y de paso tardío si ellos constituyeran los tejidos sociales más resistentes, soporte de los otros. Lo mismo que en los organismos, los distintos elementos sociales se sirven mutuamente de sostén; en vez de mirarse como enemigos debieran considerarse cooperadores en una obra única, pero complicada. Si en el mundo no hubiera más que rebeldes, no podría marchar; tornárase imposible la rebeldía si faltara contra quien rebelarse. Y, sin los innovadores, ¿quién empujaría el carro de la vida, sobre el que van aquéllos tan satisfechos? En vez de combatirse, ambas partes debieran advertir que ninguna tendría motivo de existir como la otra no existiese. El conservador sagaz puede bendecir al revolucionario, tanto como éste á él. He aquí una nueva base para la tolerancia: cada hombre necesita de su enemigo. Si tuvieran igual razón de ser los rutinarios y los originales, como arguye el pensador español, su justificación estaría hecha. Ser mediocre no es una culpa; su conducta es legítima. ¿Acertarán los que sacan á su vida el mayor jugo y procuran pasar lo mejor posible sus cortos días sobre la tierra, sin preocuparse de sus prójimos ni de las generaciones posteriores? ¿Es pecado obrar de ese modo? ¿Pecan, tal vez, los que no piensan en sí y viven para los demás: los abnegados y altruístas, los que sacrifican sus goces y fuerzas en beneficio ajeno, renunciando á sus comodidades y aun á su vida, como suele ocurrir? Por indefectible que sea pensar en el mañana y dedicarle cierta parte de nuestros esfuerzos, es imposible dejar de vivir en el presente, pensando en él, siquiera en gran parte. Antes que las generaciones venideras están las actuales; otrora fueron futuras y para ellas trabajaron las pasadas. Ese razonamiento, aunque sanchesco, es respetable; el psicólogo nada podría oponerle si el idealismo y la mediocridad no tuviesen un valor moral. Cada individuo habla el idioma de su conveniencia inmediata; pero el moralista usa otra lengua y sus juicios de valor traducen conceptos colectivos que califican la conducta individual. Evidentemente, cada hombre es como es y no podría ser de otra manera; tiene tanta culpa de su delito el asesino como de su creación el genio. El original y el rutinario, el holgazán y el laborioso, el malo y el bueno, el generoso y el avaro, todos lo son á pesar suyo; no lo serían si el equilibrio de la sociedad lo impidiese. ¿Por qué, entonces, la humanidad admira á los santos, á los genios y á los héroes, á todos los que inventan, enseñan ó plasman, á los que piensan en el porvenir, lo encarnan en un ideal ó forjan un imperio, á Sócrates y á Cristo, á Aristóteles y á Bacon, á César y á Napoleón? Los aplaude porque tiene una moral, una tabla de valores que aplica para juzgar á cada uno de sus componentes, no ya según las conveniencias particulares, sino según su utilidad social. En cada pueblo y en cada época la medida de lo excelso está en los ideales de perfección que se denominan genio, heroísmo y santidad. Los mediocres deben ser juzgados por la intérlope función que desempeñan en la sociedad: abiertamente nociva á todo idealismo que importe un esfuerzo hacia cualquier perfección. En el prolegómeno de su ensayo sobre el genio y el talento, Nordau hace el elogio irónico de los mediocres, asignándoles una función moderadora, como si estuvieran destinados á contener el impulso creador de los hombres superiores y las tendencias destructivas de los sujetos antisociales. Para toda mente elevada el «filisteo» es la bestia negra; en esa hostilidad ve una evidente ingratitud. El mediocre es útil; con un poco de benevolencia podría concedérsele esa relativa belleza de las cosas perfectamente adaptadas á su objeto. Es el fondo de perspectiva en el paisaje social. De su exigüidad estética depende todo el relieve adquirido por las figuras que ocupan el primer plano. Los ideales de los hombres superiores permanecerían en estado de quimeras si no fuesen recogidos y realizados por filisteos desprovistos de iniciativas personales: éstos viven esperando--con encantadora ausencia de ideas propias--los impulsos y las sugestiones de los cerebros luminosos. El rutinario no cede fácilmente á las instigaciones de los originales; pero su misma inercia es garantía de que sólo recoge las ideas convenientes al bienestar social. Su gran culpa consiste en que se le encuentra sin necesidad de buscarlo; su número es inmenso. Su inteligencia es un espejo en que se reflejan todas las similares. Á pesar de todo, es necesario; constituye el público de esta comedia humana en que los hombres superiores avanzan hasta las candilejas, buscando su aplauso y su sanción. Nordau llega hasta decir con fina ironía: «Cada vez que algunos hombres de genio se encuentren reunidos en torno de una mesa de cervecería, su primer brindis, en virtud del derecho y de la moral, debiera ser para el hombre mediocre.» Es tan exagerado ese criterio irónico que proclama su conspicuidad, como el criterio estético que lo relega á la más baja esfera mental, confundiéndolo con el hombre inferior. Entre ambos extremos fluctúa su posición ecuánime. Individualmente considerado, á través del lente moral y estético, el hombre mediocre es una entidad negativa y deleznable; tomada la mediocridad en su conjunto, las sociedades pueden reconocerle funciones indispensables para su equilibrio. Merece esa justicia. ¿La continuidad de la vida social sería posible sin esa compacta masa de hombres puramente imitativos, capaces de conservar los hábitos rutinarios que la sociedad les transfunde mediante la educación? El mediocre no inventa nada, no crea, no empuja, no rompe, no encendra; pero, en cambio, custodia celosamente el armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos, defendiendo ese capital común contra el acecho de los inadaptables. Su rencor á los creadores compénsase por su resistencia á los destructores. Los hombres mediocres desempeñan en la historia humana el mismo papel que la herencia en la evolución biológica: conservan y transmiten las variaciones más útiles para la continuidad del grupo social. Constituyen una fuerza destinada á contrastar el poder disolvente de los inferiores y á contener las anticipaciones atrevidas de los visionarios. La conexión del conjunto los necesita, como un mosaico bizantino al cemento que lo sostiene. Pero el cemento no es el mosaico. Su acción sería nula sin el esfuerzo fecundo de los originales, de los que inventan lo imitado después por ellos. Sin los mediocres no habría estabilidad en las sociedades; sin los superiores no puede concebirse el progreso. La civilización sería inexplicable en una raza constituida por hombres sin iniciativa. Evolucionar es variar; solamente se varía mediante la invención. Los hombres imitativos limítanse á atesorar las conquistas de los originales; la utilidad del mediocre está subordinada á la existencia del superior, como la fortuna de los libreros estriba en el ingenio de los escritores. El «alma social» es una empresa anónima que explota las creaciones de pocas «almas individuales», resumiendo las experiencias adquiridas y enseñadas por los innovadores. Son la minoría éstos. Pero son levaduras de mayorías venideras. Las rutinas defendidas hoy por los mediocres, son simples glosas colectivas de ideales concebidos ayer por hombres originales. El grueso del rebaño social va ocupando, á paso de tortuga, las posiciones atrevidamente conquistadas mucho antes por sus centinelas perdidos en la distancia; y éstos ya están muy lejos cuando la masa cree asentar el paso á su retaguardia. Lo que ayer fué ideal contra una rutina, será mañana rutina á su vez, contra otro ideal. Indefinidamente. Si los hábitos resumen la experiencia pasada de pueblos y hombres, dándoles unidad, los ideales orientan su experiencia venidera y marcan su probable destino. Los idealistas y los rutinarios son factores igualmente indispensables, aunque los unos recelen de los otros. Se complementan en la evolución social, magüer se miren con adversaria oblicuidad. Si los primeros hacen más para el porvenir, los segundos interpretan mejor el pasado. La evolución de una sociedad, espoloneada por el afán de perfección y contenida por tradiciones difícilmente removibles, detendríase sin el uno y se interrumpiría sin las otras. IV.--LA VULGARIDAD. La psicología de los hombres mediocres caracterízase por rasgos comunes. La incapacidad de concebir una perfección impídeles formarse un ideal. Son rutinarios, honestos y mansos; piensan con la cabeza de los demás, comparten la ajena hipocresía moral y ajustan su carácter á las domesticidades convencionales. Están fuera de su órbita el ingenio, la virtud y la dignidad, privilegios de los caracteres excelentes; sufren de ellos y los desdeñan. Son ciegos para las auroras, opacos á las originalidades é insensibles á las emociones; ignoran la quimera, el anhelo y la pasión. Condenados á vegetar sin ideales, no sospechan que hay cumbres más allá de sus horizontes. El horror de lo desconocido los ata á mil prejuicios, tornándoles timoratos é indecisos; nada aguijonea su curiosidad; carecen de iniciativa y miran siempre al pasado, como si tuvieran los ojos en la nuca. Son incapaces de virtud; no la conciben ó les exige demasiado esfuerzo. Ningún afán de santidad alborota la sangre en su corazón; á veces no delinquen por incapacidad de afrontar el remordimiento. No vibran á las tensiones más altas de la energía; son fríos, aunque ignoren la serenidad; apáticos, sin ser previsores; acomodaticios siempre, nunca equilibrados. No saben estremecerse de escalofrío bajo una tierna caricia, ni avalancharse de indignación ante una ofensa. No viven su vida por sí mismos, sino para el fantasma que proyectan en la opinión de sus similares. Carecen de línea original; su personalidad se borra como un trazo de carbón bajo el esfumino, hasta desaparecer. Trocan su honor por una prebenda y olvidan su dignidad por evitarse un peligro; renuncian á la gloria misma si ella tiene por precio gritar la verdad frente al error de una turba. Su cerebro y su corazón están entorpecidos por igual, como los polos de un imán gastado. Cuando se arrebañan son peligrosos. La fuerza del número obvía su febledad individual: acomúnanse por millares para ensombrecer á cuantos no cristalizan en las retortas de la mediocridad ó desdeñan encadenar su mente con los infinitos eslabones de la rutina. Épocas hay en que el equilibrio social rompe en su favor; los ideales se agostan, la dignidad se ausenta. El ambiente tórnase refractario á todo afán de perfección. Los hombres mediocres tienen su primavera florida: hay un clima de la mediocridad. Los estados conviértense en mediocracias; la falta de aspiraciones, que mantengan el nivel de moral y de cultura, ahonda la ciénaga constantemente. Ningún idealismo es respetado. Si un filósofo pone su ideal en la verdad, tiene que luchar contra la rutina de los cerebros mediocres; si un santo persigue la virtud, se astilla contra los prejuicios morales del hombre honesto; si el artista sueña nuevas formas, ritmos ó armonías, ciérranle el paso las reglamentaciones oficiales de la belleza; si el enamorado quiere amar escuchando su corazón, se estrella contra las dogmáticas hipocresías del convencionalismo social; si un juvenil impulso de energía lleva á inventar, á crear, á regenerar, la vejez conservadora atájale el paso; si alguien, con gesto decisivo, enseña la dignidad, la turba de los serviles le ladra; al que sigue con pasión una ruta de perfeccionamiento, los envidiosos le carcomen con saña malévola; si el destino llama á un genio, á un santo ó á un héroe para reconstituir una raza ó un pueblo, las mediocracias tácitamente regimentadas le resisten é intentan borrarle de la historia para encumbrar á sus propios arquetipos. Todo idealismo encuentra en esos climas su Tribunal del Santo Oficio. La vulgaridad es el aguafuerte de la mediocridad. En la ostentación de lo mediocre reside la psicología de lo vulgar; basta insistir en los rasgos suaves de la acuarela para tener el aguafuerte. Diríase que es una reviviscencia de antiguos atavismos. Los hombres se vulgarizan cuando reaparece en su carácter lo que fué mediocridad en las generaciones ancestrales. Los vulgares son mediocres de razas primitivas. Habrían sido perfectamente adaptados en sociedades salvajes, pero carecen de la domesticación que les confundiría con sus contemporáneos. Se puede ser rutinario, honesto y manso, sin ser decididamente vulgar; el mediocre conserva una dócil aclimatación en su rebaño. La vulgaridad es un envilecimiento de los estigmas comunes á todo ser gregario; sólo aparece cuando las sociedades se desequilibran en desfavor del idealismo. Es el renunciamiento al pudor de lo innoble. Ningún ajetreo original la conmueve. Desdeña las dignidades altivas y los romanticismos comprometedores. Su mueca es fofa, su palabra muda, su mirar opaco. Ignora el perfume de la flor, la inquietud de las estrellas, la gracia de la sonrisa, el rumor de las alas. Es la inviolable trinchera opuesta al florecimiento del ingenio y del buen gusto; es el altar donde oficia Panurgo y cifra su ensueño Bertoldo en servirle de monaguillo. La vulgaridad es el blasón nobiliario de los hombres ensoberbecidos de su mediocridad; la custodian como al tesoro el avaro. Ponen su mayor jactancia en exhibirla, sin sospechar que es su afrenta. Estalla inoportuna en la palabra ó en el gesto, rompe en un sólo segundo el encanto preparado en muchas horas, aplasta bajo su zarpa toda eclosión luminosa del espíritu. Incolora, sorda, ciega, insensible, nos rodea y nos acecha; deléitase en lo grotesco, vive en lo turbio, se agita en las tinieblas. Es al espíritu lo que al cuerpo son los defectos físicos, la cojera ó el estrabismo: es incapacidad de pensar y de amar, ausencia de gusto, incomprensión de lo bello, desperdicio de la vida, toda la sordidez. La conducta, en sí misma, no es distinguida ni vulgar; la intención ennoblece los actos, los eleva, los idealiza y, en otros casos, determina su vulgaridad. Ciertos gestos, que en circunstancias ordinarias serían sórdidos, pueden resultar poéticos, épicos; cuando Cambronne, invitado por el enemigo á rendirse, responde su palabra memorable, se eleva á un escenario homérico y resulta sublime. Los hombres vulgares querrían pedir á Circe los brebajes con que transformó en cerdos á los compañeros de Ulises, para recetárselos á todos los que poseen un ideal. No constituyen una secta ó una clase. Los hay en todas partes y siempre que la ausencia de ideales produce un recrudecimiento de la mediocridad: entre la púrpura lo mismo que entre la escoria, en la avenida y en el suburbio, en los parlamentos y en las cárceles, en las universidades y en los pesebres. En ciertos momentos osan llamar ideales á sus apetitos, como si la urgencia de satisfacciones inmediatas pudiera confundirse con el afán de perfecciones infinitas. Los apetitos se hartan; los ideales nunca. Repudian las cosas líricas porque obligan á pensamientos muy altos y á gestos demasiado dignos. Son incapaces de epicureísmos: su frugalidad es un cálculo para gozar más tiempo de los placeres, reservando mayor perspectiva de goces para la vejez impotente. Su generosidad es siempre dinero dado á usura. Su amistad es una complacencia servil ó una adulación provechosa. Cuando creen practicar alguna virtud degradan la honestidad misma, afeándola con algo de miserable ó bajo que la reblandece. Admiran el utilitarismo. Puestos á elegir, nunca seguirán el camino que les indique su propia inclinación, sino el que les marca el cálculo de sus iguales. Ignoran que toda grandeza de espíritu exige la complicidad del corazón. Los ideales irradian siempre un gran calor; sus prejuicios, en cambio, son fríos, porque son ajenos. Un pensamiento no fecundado por la pasión es como los soles de invierno: alumbran, pero bajo sus rayos se puede morir helado. La bajeza del propósito rebaja el mérito de todo esfuerzo y aniquila las cosas elevadas. Excluyendo el ideal queda suprimida la posibilidad de lo sublime. La vulgaridad es un cierzo que hiela todo germen de poesía capaz de embellecer la vida. El hombre sin ideales hace del arte un oficio, de la ciencia un comercio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa, de la caridad una fiesta, del placer un sensualismo. La vulgaridad transforma el amor de la vida en pusilanimidad, la prudencia en cobardía, el orgullo en vanidad, el respeto en servilismo. Lleva á la ostentación, á la avaricia, á la falsedad, á la avidez, á la simulación; detrás del hombre mediocre asoma el antepasado salvaje que conspira en su interior, acosado por el hambre de atávicos instintos y sin otra aspiración que el hartazgo. En esas crisis, mientras la mediocridad tórnase atrevida y militante, los idealistas viven desorbitados, esperando otro clima. Enseñan á purificar la conducta en el filtro de un ideal; imponen su respeto á los que no pueden concebirlo. En el culto de los genios, de los santos y de los héroes, tienen su arma; despertándolo, señalando ejemplos á las inteligencias y á los corazones, puede amenguarse en las mediocracias la omnipotencia de la vulgaridad. En toda larva puede soñar una mariposa. Los hombres que vivieron en perpetuo florecimiento de virtud, revelan que la vida puede ser intensa y conservarse digna; dirigirse á la cumbre, sin encharcarse en lodazales tortuosos; encresparse de pasión, tempestuosamente, como el océano, sin que la vulgaridad enturbie las aguas cristalinas de la ola, sin que el rutilar de sus fuentes sea opacado por el limo. En una meditación de viaje, oyendo silbar el viento entre las jarcias, la humanidad nos pareció comparable á un velero que cruza el tiempo infinito, ignorando su punto de partida y su destino remoto. Sin velas, sería estéril la pujanza del viento; sin viento, de nada servirían las lonas más amplias. La mediocridad es el complejo velamen de las sociedades, la resistencia que éstas oponen al viento para utilizar su pujanza; la energía que infla las velas, y arrastra el buque entero, y lo conduce, y lo orienta, son los idealistas: siempre resistidos por aquélla. Así--, resistiéndolos, como las velas al viento--, los rutinarios aprovechan el empuje de los creadores. El progreso humano es la resultante de ese contraste perpetuo entre masas inertes y energías propulsoras. LA MEDIOCRIDAD INTELECTUAL I. EL HOMBRE RUTINARIO: PSICOLOGÍA DE LOS PANZA.--II. LOS ESTIGMAS MENTALES DE LA MEDIOCRIDAD.--III. LA MALEDICENCIA: UNA ALEGORÍA DE BOTTICELLI.--IV. EL ÉXITO Y LA GLORIA. I.--EL HOMBRE RUTINARIO: PSICOLOGÍA DE LOS PANZA. La Rutina es un esqueleto fósil cuyas piezas resisten á la carcoma de los siglos. No es hija de la experiencia; es su caricatura. La una es fecunda y engendra verdades; estéril la otra y las mata. En su órbita giran los espíritus mediocres. Evitan salir de ella y cruzar espacios nuevos; repiten que es preferible lo malo conocido á lo bueno por conocer. Ocupados en disfrutar lo existente, cobran horror á toda innovación que turbe su tranquilidad y les procure desasosiegos. La ciencia, el heroísmo, las originalidades, los inventos, la virtud misma, parécenles instrumentos del mal, en cuanto desarticulan los resortes de sus errores: como en los salvajes, en los niños y en las clases incultas. Acostumbrados á copiar escrupulosamente los prejuicios del medio en que viven, aceptan sin contralor las ideas destiladas en el laboratorio social: como ciertos enfermos de estómago inservible se alimentan con substancias ya digeridas en los frascos de las farmacias. Su impotencia para asimilar ideas nuevas los constriñe á frecuentar las antiguas. La Rutina, síntesis de todos los renunciamientos, es el hábito de renunciar á pensar. En los rutinarios todo es menor esfuerzo; la acidia aherrumbra su inteligencia. Cada hábito es un riesgo; la familiaridad aviene á las cosas detestables y á las personas indignas. Los actos que al principio provocaban pudor, acaban por parecer naturales; la retina percibe los tonos violentos como simples matices, el oído escucha las mentiras con igual respeto que las verdades, el corazón aprende á no agitarse por torpes acciones. Los prejuicios son creencias anteriores á la observación; los juicios, exactos ó erróneos, son consecutivos á ella. Todos los individuos poseen hábitos mentales; los conocimientos adquiridos facilitan los venideros y marcan su rumbo. En cierta medida nadie puede sustraérseles. No son prerrogativa de los hombres mediocres; pero en ellos representan siempre una pasiva obsecuencia al error ajeno. Los hábitos adquiridos por los hombres originales son genuinamente suyos, les son intrínsecos: constituyen su criterio cuando piensan y su carácter cuando actúan; son individuales é inconfundibles. Difieren substancialmente de la Rutina colectiva, siempre perniciosa, extrínseca al individuo, común al rebaño: consiste en contagiarse los prejuicios que infestan la cabeza de los demás. Aquéllos caracterizan á los hombres; ésta empaña á las sombras. El individuo se plasma los primeros; la sociedad impone la segunda. La educación oficial involucra ese peligro: intenta borrar toda originalidad poniendo iguales prejuicios en cerebros distintos. La acechanza persiste en la inevitable promiscuación mundana con hombres rutinarios. Flota en la atmósfera el contagio mental y acosa por todas partes; nunca se ha visto un tonto originalizado por contigüidad y es frecuente que un ingenio se amodorre entre pazguatos. Es más contagiosa la mediocridad que el talento. Los rutinarios razonan con la lógica de los demás. Disciplinados por el deseo ajeno, encajónanse en su casillero social y se catalogan como reclutas en las filas de un regimiento. Son dóciles á la presión del conjunto, maleables bajo el peso de la opinión pública que los achata como un inflexible laminador. Reducidos á vanas sombras, viven del juicio ajeno; se ignoran á sí mismos, limitándose á creerse como los creen los demás. Los hombres excelentes, en cambio, desdeñan la opinión ajena en la justa proporción en que respetan la propia, siempre más severa, ó la de sus iguales. Son zafios, sin creerse por ello desgraciados. Si no presumieran de razonables, su absurdidad enternecería. Oyéndoles hablar una hora parece que ésta tuviera mil minutos. La ignorancia es su verdugo, como lo fué otrora del esclavo y lo es aún del salvaje; ella los hace instrumentos de todos los fanatismos, dispuestos á la domesticidad, incapaces de gestos dignos. Enviarían en comisión á un lobo y un cordero, sorprendiéndose sinceramente si el lobo volviera solo. Carecen de buen gusto y de aptitud para adquirirlo. Si el humilde guía de museo no los detiene con insistencia, pasan indiferentes junto á una madona del Angélico ó á un retrato de Rembrandt; á la salida se asombran ante cualquier escaparate donde haya oleografías de bailarinas españolas ó coroneles americanos. Ignoran que el hombre vale por su saber; niegan que la cultura es la más honda fuente de la virtud. No intentan estudiar; sospechan, acaso, la esterilidad de su esfuerzo, como esas mulas que por la costumbre de marchar al paso han perdido el uso del galope. Su incapacidad de meditar acaba por convencerles de que no hay problemas difíciles y cualquier reflexión paréceles un sarcasmo; prefieren confiar en su ignorancia para adivinarlo todo. Basta que un prejuicio sea inverosímil para que lo acepten y lo difundan; cuando creen equivocarse podemos jurar que han cometido la imprudencia de pensar. La lectura prodúceles efectos de envenenamiento. Sus pupilas se deslizan frívolamente sobre centones absurdos; gustan de los más superficiales, de ésos en que nada podría aprender un espíritu claro, aunque resultan bastante profundos para empantanar al torpe. Tragan sin digerir, hasta el empacho mental; ignoran que el hombre no vive de lo que engulle, sino de lo que asimila. El atascamiento puede convertirlos en eruditos y la repetición darles hábitos de rumiante. Pero apiñar datos no es aprender; tragar no es digerir. La más intrépida paciencia no hace de un rutinario un pensador; la verdad hay que saberla amar y sentir. Las nociones mal digeridas sólo sirven para atorar el entendimiento. Pueblan su memoria con máximas de almanaque y las resucitan de tiempo en tiempo, como si fueran sentencias. Su cerebración precaria tartamudea pensamientos adocenados, haciendo gala de simplezas que son la espuma inocente de su tontería. Incapaces de espolonear su propia cabeza, renuncian á cualquier sacrificio, alegando la inseguridad del resultado; no sospechan que «hay más placer en marchar hacia la verdad que en llegar á ella». Sus creencias, amojonadas por los fanatismos de todos los credos, abarcan zonas circunscritas por supersticiones pretéritas. Llaman ideales á sus prejuicios y principios á sus preocupaciones, sin advertir que son simple rutina embotellada, parodias de razón, opiniones sin juicio. Representan al sentido común desbocado, sin el freno del buen sentido. Son prosaicos. No tienen afán de perfección: la ausencia de ideales impídeles poner en sus actos el grano de sal que poetiza la vida. Satúrales esa humana tontería que obsesionaba á Flaubert, insoportablemente. La ha descrito en muchos personajes, tanta parte tiene en la vida real. Homais y Bournisieu son sus prototipos; es imposible juzgar si es más tonto el racionalismo acometivo del boticario librepensador ó la casuística untuosa del eclesiástico profesional. Por eso los hizo felices, de acuerdo con su doctrina: «Ser tonto, egoísta y tener una buena salud, he ahí las tres condiciones para ser feliz. Pero si os falta la primera todo está perdido». Sancho Panza es la encarnación perfecta de esa vulgaridad humana: resume en su persona las más conspicuas proporciones de tontería, egoísmo y salud. En hora para él fatídica llega á maltratar á su amo, en una escena que á todas luces simboliza el desbordamiento villano de la mediocridad sobre el idealismo. Horroriza pensar que escritores españoles, creyendo mitigar con ello los estragos de la quijotería, hanse tornado apologistas del grosero Panza, oponiendo su bastardo sentido práctico á los quiméricos ensueños del caballero; hubo quien lo encontró cordial, fiel, crédulo, iluso, en grado que lo hiciera un símbolo ejemplar de pueblos. ¿Cómo no distinguir que el uno tiene ideales y el otro apetitos, el uno dignidad y el otro servilismo, el uno fe y el otro credulidad, el uno delirios originales de su cabeza y el otro absurdas creencias imitadas de la ajena? Á todos respondió Unamuno con honda emoción. En su aguda «vida de Quijote y Sancho» el conflicto espiritual entre el señor y el lacayo se resuelve en la evocación de las palabras memorables pronunciadas por el primero: «asno eres y asno has de ser y en asno has de parar cuando se te acabe el curso de la vida»; dicen los biógrafos que Sancho lloró, hasta convencerse de que para serlo faltábale solamente la cola. El símbolo es cristalino. La moraleja no lo es menos: frente á cada forjador de ideales se alinean impávidos mil Sanchos, como si para contener el advenimiento de la verdad hubieran de complotarse todas las huestes de la rutina. El resol de la originalidad ciega al hombre mediocre. Huye de los pensadores originales, albino ante su luminosa reverberación. Teme embriagarse con el perfume de su estilo. Si estuviese en su poder los proscribiría en masa, restaurando la Inquisición ó el Terror: aspectos equivalentes de un mismo celo dogmatista. Todos los rutinarios son intolerantes; su exigua cultura los condena á serlo. Defienden lo anacrónico y lo absurdo; no permiten que sus opiniones sufran el contralor de la experiencia. Llaman hereje al que busca una verdad ó persigue un ideal; los negros queman á Bruno y Servet, los rojos decapitan á Laplace y Chenier. Ignoran la sentencia de Shakespeare: «el hereje no es el que arde en la hoguera, sino el que la enciende». La tolerancia es virtud suprema en los que piensan. Es difícil para los mediocres; inaccesible. Exige un perpetuo esfuerzo de equilibrio ante el error de los demás; enseña á soportar esa consecuencia legítima de la falibilidad de todo juicio humano. El que ha fatigado mucho para formar sus creencias, sabe respetar el valor de las ajenas. La tolerancia es el respeto en los demás de una virtud propia; la firmeza de las convicciones reflexivamente adquiridas hace estimar en otros un mérito cuyo precio se conoce. Los hombres rutinarios desconfían de su imaginación, santiguándose cuando ésta les atribula con heréticas tentaciones. Reniegan de la verdad y de la virtud si ellas demuestran el error de sus prejuicios. Su más grave inquietud consiste en perturbarlos. Astrónomos hubo que se negaron á mirar el cielo á través del telescopio, temiendo ver desbaratados sus errores más firmes. En toda nueva idea presienten un peligro; si les dijeran que sus prejuicios son ideas originales, llegarían á creerlos peligrosos. Esa ilusión les hace decir paparruchas con la solemne prudencia de augures que temen desorbitar al mundo con sus profecías. Prefieren el silencio y la inercia; no pensar es su única manera de no equivocarse. Sus cerebros son casas de hospedaje, pero sin dueño; los demás piensan por ellos, agradecidos á ese favor. En todo lo que no hay prejuicios definitivamente consolidados, los rutinarios carecen de opinión. Sus ojos no saben distinguir la luz de la sombra, como los palurdos no distinguen el oro del dublé: confunden la tolerancia con la cobardía, la discreción con el servilismo, la complacencia con la indignidad, la simulación con el mérito. Llaman sensatos á los que suscriben mansamente los errores consagrados y conciliadores á los que renuncian á tener creencias propias. Toda opinión que revele una personalidad rectilínea paréceles peligrosa; la originalidad en el pensar les produce escalofríos. Comulgan en todos los altares, apelmazando creencias incompatibles y llamando eclecticismo á sus chafarrinadas; gustan de los juicios reticentes, conciliables con pareceres heteróclitos. Los temperamentos amorfos conmueven su complicidad más íntima; la maleabilidad de su espíritu los seduce y creen descubrir una agudeza particular en el arte de no comprometerse con juicios decisivos. No sospechan que la duda del hombre superior fué siempre de otra especie, antes ya de que lo explicara Descartes; es afán de rectificar los propios errores hasta aprender que toda verdad es falible y que los ideales admiten perfeccionamientos indefinidos. Los rutinarios, en cambio, no se corrigen ni se desconvencen nunca; sus prejuicios son como los clavos: cuanto más se golpean más se adentran. Les incomoda ver planteados en frases armoniosas algunos de los problemas que suelen aceptar en términos triviales, como si tuvieran pudor de la galana vestidura. Se tedian con los escritores que dejan rastro donde ponen la mano, denunciando una personalidad en cada frase, y mejor si intentan subordinar el estilo á las ideas; prefieren las desteñidas elucubraciones de los autores apampanados, exentas de las aristas que dan relieve á toda forma y cuyo mérito consiste en transfigurar vulgaridades mediante barrocos adjetivos. Los infolios desabridos les resultan profundos. Si un ideal parpadea en las páginas, si la pasión enciende en ellas vibraciones de ascua, si la verdad hace crujir el pensamiento en las frases, los libros parécenle material de hoguera. Cuando pueden ser un punto luminoso en el porvenir ó hacia la perfección, los rutinarios les desconfían. Veneran los mansos palimsestos, calcados sobre los que deletrea la humanidad desde que se inventó la lectura: los que confirman sus inocentes presunciones y halagan sus prejuicios. Su caja cerebral es un alhajero vacío. No pueden razonar por sí mismos, como si el seso les faltara. Una antigua leyenda cuenta que cuando el Creador pobló el mundo de hombres, comenzó por fabricar los cuerpos á guisa de maniquíes. Antes de lanzarlos á la circulación levantó sus calotas craneanas y llenó los cofres con diversas pastas divinas, amalgamando las aptitudes y cualidades del espíritu, buenas y malas. Fuera imprevisión al calcular las cantidades, ó desaliento al ver los primeros ejemplares de su obra maestra, quedaron muchos sin mezcla y fueron enviados al mundo sin nada dentro. Tal legendario origen explicaría la existencia de hombres cuya cabeza es un simple adorno del cuerpo. Viven de una vida que es no vivir. Crecen y mueren como las plantas. Exentos del trabajo de pensar por sí propios, no necesitan ser curiosos ni observadores. Son prudentes, por definición, de una prudencia desesperante. Si uno de ellos pasara junto al campanario inclinado de Pisa, se alejaría de él, temiendo ser aplastado. El hombre original es imprudente y se detiene á contemplarlo. Un genio suele ir más lejos: trepa al campanario, observa, medita, ensaya, hasta descubrir las leyes más altas de la física. Galileo. Si la humanidad hubiera contado solamente con ellos, nuestros conocimientos no excederían de los que tuvo el ancestral «hominidio» en las primitivas pampas americanas. La cultura es el fruto de la curiosidad, de esa inquietud misteriosa que invita á mirar el fondo de todos los abismos. El pavo no es curioso; nunca interroga á la naturaleza. Observa Ardigó que las personas vulgares pasan la vida entera viendo la luna en su sitio, arriba, sin preguntarse por qué está siempre allí, sin caerse; más bien creerán que el preguntárselo no es propio de un hombre cuerdo. Dirán que está allí porque es su sitio y encontrarán extraño que se busque la explicación de cosa tan natural. Sólo el hombre que cometa la incorrección de oponerse al sentido común, es decir, un original ó un genio--que en esto se parecen--, puede formular la pregunta sacrílega: ¿por qué la luna está allí y no se cae? Ese hombre que osa desconfiar de la rutina es Newton, un audaz á quien incumbe adivinar algún parecido entre la pálida lámpara suspendida en el cielo y la manzana que cae del árbol mecido por la brisa. Ningún rutinario habría descubierto que una misma fuerza hace girar la luna hacia arriba y caer la manzana hacia abajo. En esos hombres, inmunes á la pasión de la verdad, supremo ideal á que sacrificaron su vida pensadores y filósofos, no caben impulsos de perfección. Son como las aguas muertas; se pueblan de gérmenes nocivos y acaban por descomponerse. El que no cultiva su mente, va derecho á la disgregación del carácter. No desbastar la propia ignorancia es perecer en vida; los caracteres mediocres están muertos antes de morir. Las tierras fértiles se enmalezan cuando no son cultivadas; los espíritus rutinarios se pueblan de prejuicios, que los esclavizan. II.--LOS ESTIGMAS MENTALES DE LA MEDIOCRIDAD. En el verdadero hombre mediocre, la cabeza es un simple adorno del cuerpo. Si nos oye decir que sirve para pensar, cree que estamos locos. Diría que lo estuvo Pascal si leyera sus palabras decisivas: «Puedo concebir un hombre sin manos, sin pies; llegaría hasta concebirlo sin cabeza, si la experiencia no me enseñara que por ella se piensa. Es el pensamiento lo que caracteriza al hombre; sin él no podemos concebirlo.» (_Pensées_; XXIII.) Si de esto dedujéramos que quien no piensa no existe, la conclusión desternillaría de risa á cualquier hombre satisfecho de su mediocridad. Nacido sin el «esprit de finesse», desesperaríase en vano por adquirirlo. Carece de perspicacia adivinadora; está condenado á no adentrarse en las cosas ó en las personas. Su tontería no presenta soluciones de continuidad. Cuando la envidia le corroe, puede atornasolarse de agridulces perversidades; fuera de tal caso, diríase que el armiño de su estupidez no presenta una sola mancha de ingenio. El mediocre es solemne. En la pompa grandílocua de las exterioridades busca un disfraz para su íntima oquedad; reviste de fofa retórica los mínimos actos y pronuncia palabras insubstanciales, como si la Humanidad entera quisiese oirlas. Las mediocracias exigen de sus actores cierta seriedad convencional, resorte indispensable de la fantasmagoría colectiva. Los mediocres lo saben: se adaptan á ser esas vacuas «personalidades de respeto», certeramente acribilladas por Stirner y expuestas por Nietzsche á la burla de todas las posteridades. Nada hacen por dignificarse, afanándose por inflar su fantasma social. Esclavos de la sombra que sus apariencias han proyectado en la opinión de los demás, acaban por preferirla á sí mismos. Ese culto de la sombra oblígalos á vivir en continua alarma; suponen que basta un momento de distracción para comprometer la obra pacientemente elaborada en muchos años. Detestan la risa, temerosos de que el gas pueda escaparse por la comisura de los labios y el globo se desinfle. Destituirían á un funcionario del Estado si le sorprendieran leyendo á Bocaccio, Quevedo ó Rabelais; creen que el buen humor compromete la respetuosidad y estimula el hábito anarquista de reir. Constreñidos á vegetar en horizontes estrechos, llegan hasta desdeñar todo lo ideal y todo lo agradable, en nombre de lo inmediatamente provechoso. Su miopía mental impídeles comprender el equilibrio supremo entre la elegancia y la fuerza, la belleza y la sabiduría. «Donde creen descubrir las gracias del cuerpo, la agilidad, la destreza, la flexibilidad, rehusan los dones del alma: la profundidad, la reflexión, la sabiduría. Borran de la historia que el más sabio y el más virtuoso de los hombres--Sócrates--bailaba.» Esta aguda advertencia de Montaigne, en los _Ensayos_, mereció una corroboración de Pascal en sus _Pensamientos_: «Ordinariamente suele imaginarse á Platón y Aristóteles con grandes togas y como personajes graves y serios. Eran buenos sujetos, que jaraneaban, como los demás, en el seno de la amistad. Escribieron sus leyes y sus tratados de política para distraerse y divertirse; esa era la parte menos filosófica de su vida. La más filosófica era vivir sencilla y tranquilamente.» El hombre mediocre que renunciara á su solemnidad, quedaría desorbitado; no podría vivir. Son modestos, por principio. Pretenden que todos lo sean, exigencia tanto más fácil por cuanto la modestia sobra en ellos, desprovistos de méritos verdaderos. Consideran tan nocivo al que proclama las propias superioridades en voz alta como al que se ríe de sus convencionalismos suntuosos. Llaman modestia á la prohibición de reclamar los derechos naturales del genio, de la santidad ó del heroísmo. Las únicas víctimas de esa falsa virtud son los hombres excelentes, constreñidos á no pestañear mientras los mediocres empañan su gloria. Para los imbéciles nada más fácil que ser modestos: lo son por necesidad irrevocable; los más inflados lo fingen por cálculo, considerando que esa actitud es el complemento necesario de la solemnidad y deja sospechar la existencia de méritos pudibundos. Heine dijo: «Los charlatanes de la modestia son los peores de todos.» Y Goethe sentenció: «Solamente los bribones son modestos». Ello no obsta para que esa reputación sea un tesoro en las mediocracias. Se presume que el modesto nunca podrá ser original, ni alzará su palabra, ni tendrá opiniones peligrosas, ni desaprobará á los que gobiernan, ni blasfemará de los prejuicios: el hombre que se inviste de esa toga hipócrita renuncia á vivir más de lo que le permitan sus cómplices. Hay, es cierto, otra forma de modestia, estimable como virtud legítima: es el afán decoroso de no gravitar sobre los que nos rodean, sin declinar por ello la más leve partícula de nuestra dignidad. Tal modestia es un simple respeto de sí mismo y de los demás. Esos hombres son raros; comparados con los falsos modestos, son como los tréboles de cuatro hojas. Fracasados hay que se creen genios no comprendidos y se resignan á ser modestos para no estorbar á la mediocracia que puede hacerlos funcionarios; y son mediocres, lo mismo que los otros, con más la cataplasma de la modestia sobre las úlceras de su mediocridad. En ellos, como sentenció La Bruyère, «la falsa modestia es el último refinamiento de la vanidad.» La mentira de Tartarín es ridícula; pero la de Tartufo es ignominiosa. Adoran el sentido común, sin saber de seguro en qué consiste; confúndenlo con el buen sentido, que es su antítesis. Dudan cuando los demás resuelven dudar y son eclécticos cuando los otros lo son: llaman eclecticismo al sistema de los que, no atreviéndose á tener ninguna opinión, se apropian de todas un poco y creen así estar á cubierto de las más inesperadas contingencias. Temerosos de pensar, como si fincase en ello el pecado mayor de los siete capitales, pierden la aptitud para todo juicio; cuando un mediocre llega á juez, aunque comprenda que su deber es hacer justicia, se esclaviza á las rutinas del sistema y cumple con su oficio: no hacerla nunca y embrollarla con frecuencia. El temor de la exageración lo lleva á simpatizar con la apatía y la indiferencia; bueno es desconfiar del hipócrita que elogia todo y del fracasado que todo lo encuentra detestable; pero es cien veces menos estimable el hombre incapaz de un sí y de un no, el que vacila para admirar lo digno y detestar lo miserable. En el primer capítulo de los _Caracteres_ parece referirse á ellos La Bruyère, en un párrafo copiado por Hello: «Pueden llegar á sentir la belleza de un manuscrito que se les lee, pero no osan declararse en su favor hasta que hayan visto su curso en el mundo y escuchado la opinión de los presuntos competentes; no arriesgan su voto, quieren ser llevados por la multitud. Entonces dicen que han sido los primeros en aprobar la obra y cacarean que el público es de su opinión.» Temerosos de juzgar por sí mismos, se consideran obligados á dudar de los jóvenes; ello no les impide, después de su triunfo, decir que fueron sus descubridores. Entonces prodíganles juramentos de esclavitud, que llaman palabras de estímulo: son el homenaje de su pavor inconfesable. Su protección á toda superioridad ya irresistible, es un anticipo usurario sobre la gloria segura: prefieren tenerla propicia á sentirla hostil. Hacen mal por imprevisión ó por inconsciencia, como los niños que matan gorriones á pedradas. Traicionan por descuido. Comprometen por distracción. Son incapaces de guardar un secreto; confiárselo equivale á ocultar un tesoro en caja de vidrio. Si la vanidad no les tienta, suelen atravesar la penumbra sin herir ni ser heridos, llevando á cuestas cierto optimismo de Pangloss. Á fuerza de paciencia pueden adquirir alguna aptitud parcial, como esos autómatas perfeccionados que honran á la juguetería moderna: podría concedérseles una especie de talento sin talento, quisicosa del ser y del no ser, intermediaria entre una estupidez complicada y una habilidad inocente. Juzgan las palabras sin advertir que ellas se refieren á cosas; admiten con un nombre lo que repudian con otro. Creen aceptar una idea que no comprenden, rebelándose avergonzados ante sus naturales consecuencias. En sus juicios sustituyen la significación ficticia al sentido real; se convencen de lo que tiene un sitio marcado en su mollera y muéstranse esquivos á lo que no encaja en las denominaciones ó categorías que ya cuadriculan su espíritu. Son feligreses de la palabra; no ascienden á la idea ni conciben el ideal. Su mayor ingenio es siempre verbal y sólo llegan al chascarrillo, que es una prestidigitación de palabras; tiemblan ante los que pueden jugar con las ideas y producir esa suprema gracia del espíritu que es la paradoja. Mediante ésta se descubren los puntos de vista que permiten conciliar los contrarios y se enseña la única noción absoluta: toda verdad es relativa al que la cree y sus contrarias pueden, para otro, ser verdades al mismo tiempo. La mediocridad intelectual hace al hombre solemne, modesto, incoloro y obtuso. Esas cualidades le hacen temer el asombro, rehuir el peligro. Cuando no le envenena la vanidad y la envidia, diríase que duerme sin soñar. Pasea su vida por las llanuras; evita mirar desde las cumbres que escalan los videntes y asomarse á los abismos que sondan los elegidos. Vive entre los engranajes de la rutina. III.--LA MALEDICENCIA. Mientras se limitan á vegetar, agobiados como cariátides bajo el peso de sus atributos, los hombres mediocres escapan á la reprobación y á la alabanza. Circunscritos á su órbita, son tan respetables como los demás objetos que nos rodean. No hay culpa en nacer sin dotes excepcionales; no puede exigírseles que trepen las cuestas riscosas por donde ascienden los preclaros ingenios. Merecen la indulgencia de los espíritus privilegiados, que tampoco la rehusan á los imbéciles inofensivos. Éstos últimos, con ser más indigentes, podrían justificarse ante un optimismo risueño: zurdos en todo, rompen el tedio y hacen parecer la vida menos larga, divirtiendo á los ingeniosos y ayudándolos á andar el camino. Son buenos compañeros y desopilan el bazo durante la marcha; habría que agradecerles los servicios que prestan sin sospecharlo. Los mediocres, lo mismo que los imbéciles, son acreedores á esa amable tolerancia mientras se mantienen á la capa. Cuando renuncian á imponer sus rutinas son admirables ejemplares del rebaño humano, siempre dispuestos á ofrecer su lana á los pastores. Desgraciadamente, suelen olvidar su inferior jerarquía y pretenden tocar la zampoña, con la irrisoria pretensión de que otros marquen el paso á compás de sus desafinamientos. Tórnanse entonces peligrosos y nocivos. Detestan á los que no pueden igualar, como si les ofendieran con superarles. Sin alas para elevarse hasta ellos, deciden rebajarlos; la exigüidad del propio valimiento les induce á roer el mérito ajeno. Clavan sus dientes en toda reputación que les humilla, sin sospechar que nunca es más vil la conducta humana; basta ese rasgo para distinguir al doméstico del digno, al ignorante del sabio, al hipócrita del virtuoso, al villano del gentil hombre. Los lacayos pueden hozar en la fama; los hombres excelentes no saben envenenar la vida ajena. Ninguna escena alegórica posee más honda elocuencia: _La calumnia_ invita á meditar con doloroso recogimiento; en toda la Galería de los Oficios parecen resonar las palabras que Sandro Botticelli--no lo dudemos--quiso poner en labios de la Verdad, para consuelo de la víctima: en su encono está la medida de tu mérito... La Inocencia yace, en el centro del cuadro, acoquinada bajo el infame gesto de la Calumnia. La Envidia la precede; el Engaño y la Hipocresía la acompañan. Todas las pasiones viles y traidoras suman su esfuerzo implacable para el triunfo del mal. El Arrepentimiento mira de través hacia el opuesto extremo, donde está, como siempre, sola y desnuda, la Verdad; contrastando con el salvaje ademán de sus enemigas, ella levanta su índice al cielo en una tranquila apelación á la justicia divina. Y mientras la víctima junta sus manos y las tiende hacia ella, en una súplica infinita y conmovedora, el juez Midas presta sus vastas orejas á la Ignorancia y la Sospecha. En esta apasionada reconstrucción de un cuadro de Apeles, descrito por Luciano, parece adquirir dramáticas firmezas el suave pincel que desborda dulzuras en la «Virgen del Granado» y el «San Sebastián,» invita al remordimiento con «La Abandonada,» santifica la vida y el amor en la «Alegoría de la Primavera» y el «Nacimiento de Venus.» Los mediocres, más inclinados á la hipocresía que al odio, prefieren la maledicencia sorda á la calumnia violenta. Sabiendo que ésta es criminal y arriesgada, optan por la primera, cuya infamia es subrepticia y sutil. La una es audaz; la otra cobarde. El calumniador desafía el castigo, se expone; el maldiciente lo esquiva. El uno se aparta de la mediocridad, es antisocial, es delincuente; el otro se encubre en la complicidad de sus iguales, manteniéndose en la penumbra. Los maldicientes florecen doquiera: en los cenáculos, en los clubs, en las academias, en las familias, en las profesiones, acosando á todos los que perfilan alguna originalidad. Hablan á media voz, con recato, constantes en su afán de taladrar la dicha ajena, sembrando á puñados la semilla de todas las yerbas venenosas. La maledicencia es una serpiente que se insinúa en la conversación de los envilecidos: sus vértebras son nombres propios, articuladas por los verbos más equívocos del diccionario para arrastrar un cuerpo cuyas escamas son calificativos pavorosos. Vierten la infamia en todas las copas transparentes, con la serenidad de Borgias; las manos que la manejan parecen de prestidigitadores, diestras en la manera y amables en la forma. Una sonrisa, un levantar de espaldas, un fruncir la frente como suscribiendo á la posibilidad del mal, bastan para macular la probidad de un hombre ó el honor de una mujer. El maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores, está seguro de la impunidad: por eso es despreciable. No afirma, pero insinúa; llega hasta desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de hacerlas en esa forma. Miente con espontaneidad, como respira. Sabe seleccionar lo que converge á la detracción. Dice distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe. No respeta las virtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña que asoma como una erupción en sus labios irritados, hasta que de toda la boca, hecha una pústula, el interlocutor espera ver salir, en vez de lengua, un estilete. Sin cobardía, no hay maledicencia. El que puede gritar cara á cara una injuria, el que denuncia á voces un vicio ajeno, el que acepta los riesgos de sus decires, no es un maldiciente. Para serlo es menester temblar ante la idea del castigo posible y cubrirse con las máscaras menos sospechosas. Los peores son los que maldicen elogiando: templan su aplauso con arremangadas reservas, más graves que las peores imputaciones. Tal bajeza en el pensar es una insidiosa manera de practicar el mal, de efectuarlo potencialmente, sin el valor de la acción rectilínea. Si estos basiliscos parlantes poseen algún barniz de cultura, pretenden encubrir su infamia con el pabellón de la espiritualidad. Vana esperanza; están condenados á perseguir la gracia y tropezar con la perfidia. Su burla no es sonrisa, es mueca. El ejercicio puede tornarles fácil la malignidad zumbona, pero ella no se confunde con la ironía sagaz y justa. La ironía es la perfección de la gracia, una convergencia de intención y de sonrisa, aguda en la oportunidad y justa en la medida; es un cronómetro, no anda mucho, sino con precisión. Eso ignora el mediocre. Le es más fácil ridiculizar una sublime acción que imitarla. En las sobremesas subalternas su dicacidad urticante puede confundirse con la gracia, mientras le ampara la complicidad maldiciente; pero fáltale el aticismo sano del que todo perdona en fuerza de comprenderlo todo y esa inteligencia cristalina que permite descifrar la verdad en la entraña misma de las cosas que el vaivén mundano somete á nuestra experiencia. Esos ofidios tienen malignidades perversas por su misma falta de hidalguía; disfrazan de mesurada condolencia el encono de su inferioridad humillada. Se alimentan de diminutas perfidias; suponen que, á fuer de pequeñas, no se advertirá que son infames. Por eso los calumniadores minúsculos son más terribles, como las fuerzas moleculares que nadie ve y carcomen los metales más nobles. Ciertos asesinos llegan á sentir un pánico indefinible cuando ven vaciarse á borbotones las venas de una herida; el maldiciente lo ignora al sembrar sus añagazas de esterquilinio. No lo necesita; sabe que tiene á su espalda un innumerable jabardillo de cómplices, regocijados cada vez que un espíritu omiso los acomuna contra una estrella. El mediocre parlante es peor por su moral que por su estilo; su lengua centuplícase en copiosidades acicaladas y las palabras ruedan sin la traba de la ulterioridad. El escritor mediocre, en cambio, es peor por su estilo que por su moral. Acosa tímidamente á los que envidia; en sus collonadas se nota la temperancia del miedo, como si le urticaran los peligros de la responsabilidad. Abunda entre los malos escritores, aunque no todos los mediocres consiguen serlo; muchos se limitan á ser terriblemente aburridos, acosándonos con volúmenes que podrían terminar en el primer párrafo. Sus páginas están embalumadas de lugares comunes, como los ejercicios de las guías políglotas. Describen dando tropiezos contra la realidad; son objetivos que operan y no retortas que destilan; se desesperan pensando que la calcomanía no figura entre las bellas artes. Si acometen la literatura, diríase que Vasco de Gama emprende el descubrimiento de todos los lugares comunes, sin vislumbrar el cabo de una buena esperanza; si chapalean la ciencia, su andar es de mula montañesa, deteniéndose á rumiar el pienso pastado medio siglo antes por sus predecesores. Esos fieles de la rapsodia y de la paráfrasis practican una pudibunda modestia, que es la mentira convencional de los mediocres; se admiran entre sí, con solidaridad de logia, execrando cualquier soplo de ciclón ó revoloteo de águila. Palidecen ante el orgullo desdeñoso de los hombres cuyos ideales no sufren inflexiones; fingen no comprender esa virtud de santos y de sabios, supremo desprecio de todas las mentiras veneradas por la mediocridad. El escritor mediocre, tímido y prudente, resulta inofensivo. Solamente la envidia puede encelarle; entonces prefiere hacerse crítico. La maledicencia oral tiene, en cambio, eficacias inmediatas, pavorosas. Está en todas partes y agrede en cualquier momento. Cuando se reúnen espíritus pazguatos, para turnarse en decires sin interés para quien los dice y quien los escucha, el terreno es propicio para que el más alevoso comience á maldecir de algún ilustre, rebajándolo hasta su propio nivel. La eficacia de la difamación arraiga en la complacencia tácita de quienes la escuchan, en la cobardía colectiva de cuantos pueden escucharla sin indignarse. Moriría si ellos no le hicieran una atmósfera vital. Ése es su secreto. Semejante á la moneda falsa: es circulada sin escrúpulos por muchos que no tendrían el valor de acuñarla. Las lenguas más acibaradas son las de aquéllos que tienen menos autoridad moral, como enseña Molière desde la primera escena del _Tartufo_: «Ceux de qui la conduite offre le plus á rire. Sont toujours sur autrui les premiers á médire.» Diríase que empañan la reputación ajena para disminuir el contraste con la propia. Eso no excluye que existan casquivanos cuya culpa es inconsciente; maldicen por ociosidad ó por diversión, sin sospechar dónde conduce el camino en que se aventuran. Al contar una falta ajena ponen cierto amor propio en ser interesantes, aumentándola, adornándola, pasando insensiblemente de la verdad á la mentira, de la torpeza á la infamia, de la maledicencia á la calumnia. ¿Para qué evocar las palabras memorables de la comedia de Beaumarchais? IV.--EL ÉXITO Y LA GLORIA. El hombre mediocre que se aventura en la liza social tiene una sola finalidad: el éxito. No sospecha que existe otra cosa, la gloria, ambicionada solamente por los caracteres superiores. El éxito es un triunfo efímero, al contado; la gloria es definitiva, inmarcesible en los siglos. El éxito se mendiga; la gloria se conquista. El mediocre es un cortesano de la mediocracia en que vive; triunfa humillándose, reptando, á hurtadillas, en la sombra, disfrazado, apuntalándose en la complicidad de innumerables similares. El hombre de mérito se adelanta á su tiempo, la pupila puesta en un ideal; se impone dominando, iluminando, fustigando, en plena luz, á cara descubierta, sin humillarse, ajeno á todos los embozamientos del servilismo y de la intriga. El éxito es, para el genio, un accidente; puede ser su peligro. Cuando la multitud clava sus ojos por vez primera en él, y le aplaude, la lucha empieza: desgraciado quien se olvida á sí mismo para pensar solamente en los demás. Hay que poner más lejos la intención y la esperanza, resistiendo las tentaciones del éxito inmediato; la gloria es más difícil, pero más digna. El hombre excelente se reconoce porque es capaz de renunciar al éxito si en ello está la condición de la gloria, ó si tiene por precio una partícula de su dignidad. El mediocre, incapaz de orgullo, pone su vanidad en perseguir el éxito, indignamente si es necesario; sabe que su sombra lo necesita. El genio, en cambio, se revela por la perennidad de su irradiación: como si fuera su vida un perpetuo amanecer. Para éste, el éxito es un peldaño accidental en su ascensión; para aquél, todo consiste en trepar el peldaño, sin sospechar siquiera que existe una cumbre. Flota en la atmósfera como una nube, sostenido por el viento de la mediocridad ajena; puede abocadear por la adulación lo que otros desean conquistar por sus méritos. El que obtiene un éxito inmerecido debe temblar: fracasará después, cien veces, en cada cambio de viento. Los nobles ingenios sólo confían en sus alas, luchan, salvan los obstáculos, triunfan. Sus éxitos son propiamente suyos; mientras el mediocre se entrega al rebaño que le arrastra, el superior va contra él con energías inagotables, hasta despejar su camino. Merecido ó no, el éxito es el alcohol de los que combaten. La primera vez embriaga; después se convierte en imprescindible necesidad. El espíritu se aviene á él insensiblemente. El primer éxito, grande ó pequeño, es perturbador. Se siente una indecisión extraña, un cosquilleo moral que deleita y molesta al mismo tiempo, como la emoción del adolescente que se encuentra á solas por vez primera con una mujer amada: es tierna y violenta, estimula é inhibe, instiga y amilana. Mirar de frente al éxito, equivale á asomarse á un precipicio: se retrocede á tiempo ó se cae en él para siempre. El éxito es un abismo irresistible, como una boca juvenil que invita al beso; pocos retroceden. Inmerecido, es un castigo para el mediocre: es un filtro que envenena su vanidad y le hace infeliz para siempre; el hombre superior, en cambio, acepta como simple anticipación de la gloria ese pequeño tributo de la mediocridad, vasalla de sus méritos. Se presenta bajo cien aspectos, tienta de mil maneras. Nace por un accidente inesperado, llega por caminos invisibles. Basta el simple elogio de un maestro estimado, el aplauso ocasional de una multitud, la conquista fácil de una hermosa mujer; todos se equivalen, embriagan lo mismo. Corriendo el tiempo, tórnase imposible eludir el hábito de esta embriaguez; lo único difícil es iniciar la costumbre, como para todos los vicios. Después no se puede vivir sin el tósigo vivificador y esa ansiedad atormenta la existencia del que no tiene alas para ascender sin la ayuda de cómplices y de pilotos. Para el hombre mediocre hay una certidumbre absoluta: sus éxitos son ilusorios y fugaces, por humillante que le haya sido obtenerlos. Ignorando que el árbol espiritual tiene frutos, se preocupa de cosechar la hojarasca; vive de lo aleatorio, acechando las ocasiones propicias. Sin ver más allá, se juzga como á los otros, por el éxito. Mientras el hombre superior siente su fuerza en sí mismo y en sus ideales, el mediocre se mira reflejado en la opinión que merece á los demás; se creería un imbécil si supiera que le tienen por tal. Los grandes cerebros lo buscan por la senda exclusiva del mérito. Saben que en las mediocracias conviene seguir otros caminos; por eso no se sienten nunca vencidos, ni sufren de un contraste más de lo que gozan de un éxito: ambos son obra de los demás. La gloria depende de ellos mismos. El éxito les parece un simple reconocimiento de su derecho, un impuesto de admiración que los mediocres les pagan en vida. Taine conoció el goce del maestro que ve concurrir á sus lecciones un tropel de alumnos; Mozart ha narrado las delicias del compositor oyendo sus melodías en los labios del transeúnte que silba para darse valor al atravesar de noche una encrucijada solitaria; Musset confiesa que fué una de sus grandes voluptuosidades oir sus versos recitados por mujeres bellas; Castelar comentó la emoción del orador que escucha el aplauso frenético tributado por miles de hombres. El fenómeno es común, sin ser nuevo. Julio César, al historiar sus campañas, trasunta la ebriedad infinita del que conquista pueblos y aniquila hordas; los biógrafos de Beethoven narran su impresión profunda cuando se volvió á contemplar las ovaciones que su sordera le impedía oir, al estrenar su novena sinfonía; Stendhal ha dicho, con su ática gracia original, las fruiciones del amador afortunado que ve sucesivamente á sus pies, temblorosas de fiebre y ansiedad, á cien mujeres. El éxito es benéfico si es merecido; exalta la personalidad, la estimula. Tiene otra virtud mayor: destierra la envidia, ponzoña incurable en los espíritus mediocres. Triunfar á tiempo, merecidamente, es el más favorable rocío para cualquier germen de superioridad moral. El triunfo es un bálsamo de los sentimientos, una lima eficaz contra las asperezas del carácter. El éxito es el mejor lubrificante del corazón; el fracaso es su más urticante corrosivo. La fama es el pleonasmo del éxito; da transitoriamente la ilusión de la gloria. Es su forma espúrea y subalterna, extensa pero no profunda, esplendorosa pero fugaz. Es más que el simple éxito accesible al común de los mediocres; pero es menos que la gloria, exclusivamente reservada á los hombres superiores. Es oropel, piedra falsa, luz de artificio. Manifestación directa del entusiasmo gregario, es, por eso mismo, inferior: aplauso de multitud. Tiene algo de frenesí inconsciente y comunicativo. La gloria de los pensadores, filósofos y artistas, que traducen su genialidad mediante la palabra escrita, es lenta, pero estable; sus admiradores están dispersos, ninguno aplaude á solas. En el teatro y en la asamblea la gloria es rápida y barata, aunque ilusoria; los oyentes se sugestionan recíprocamente, suman su entusiasmo y estallan en ovaciones. Por eso cualquier histrión de tres al cuarto puede conocer el triunfo más de cerca que Aristóteles ó Bacon; la intensidad, que es el éxito, está en razón inversa de la duración, que es la gloria. Tales aspectos caricaturescos de la celebridad dependen de una aptitud secundaria del triunfador ó de un estado pasajero de la mentalidad colectiva. Amenguada la aptitud ó traspuesta la circunstancia, vuelven á la mediocridad y asisten en vida á sus propios funerales. Entonces pagan cara su notoriedad; vivir con perpetua nostalgia de la gloria es su martirio. Los hijos del éxito pasajero deberían morir al caer en la orfandad. Algún poeta melancólico escribió que es hermoso vivir de recuerdos: frase absurda. Ello equivale á agonizar. Es la dicha del gastrónomo obligado al ayuno, del pintor maniatado por la ceguera, del jugador que mira el tapete y no puede arriesgar una sola ficha. En la vida se es actor ó público, timonel ó galeote. Es tan doloroso pasar del timón al remo, como salir del escenario para ocupar una butaca, aunque ésta sea de primera fila. El que ha conocido el éxito no sabe resignarse á la obscuridad; ésa es la parte más cruel de toda preeminencia fundada en el capricho ajeno ó en aptitudes físicas transitorias. El público oscila con la moda; el físico se gasta. La fama de un orador, de un esgrimista ó de un comediante, sólo dura lo que una juventud; la voz, las estocadas y los gestos se acaban alguna vez, dejando lo que en el bello decir dantesco representa el dolor sumo: recordar en la miseria el tiempo feliz. Para estos triunfadores accidentales, el instante en que se disipa su error debería ser el último de la vida. Volver á la realidad es una suprema tristeza. Preferible es que un Otelo excesivo mate de veras sobre el tablado á una Desdémona próxima á envejecer, ó desnucarse el acróbata en un salto prodigioso, ó rompérsele un aneurisma al orador mientras habla á cien mil hombres que aplauden, ó ser apuñalado un don Juan por la amante más hermosa y sensual. La vida vale por sus horas de dicha. Convendría despedirse de ella sonriendo y gozando, mirándola de frente, con dignidad, con la sensación de que se ha merecido vivirla hasta el último instante. Toda ilusión que se desvanece deja tras sí una sombra indisipable. El éxito y la celebridad no son la gloria; nada más falaz que la sanción de los contemporáneos y de las muchedumbres. Por eso repiten los moralistas: la fama tiene caprichos y la gloria secretos. Compartiendo las rutinas y las debilidades de la mediocridad que les rodea, los mediocres pueden convertirse en arquetipos de la masa amorfa, prohombres entre sus iguales; pero mueren con ellos. Los genios, los santos y los héroes desdeñan toda sumisión al presente, puesta la proa hacia un remoto ideal: resultan prohombres en la historia. La integridad moral y la excelencia de carácter son virtudes estériles en los ambientes mediocres, más asequibles á los apetitos del doméstico que á las altiveces del digno: en ellos se incuba el éxito. La gloria es póstuma; nunca ciñe de laureles la sien del que se ha complicado en las rutinas de su tiempo; tardía á menudo, aunque siempre segura, suele ornar las frentes de cuantos miraron al porvenir y sirvieron á un ideal, practicando aquel lema que asumió el ginebrino: _vitam impendere vero_. LA MEDIOCRIDAD MORAL I. EL HOMBRE HONESTO.--II. LA MORAL DE TARTUFO.--III. LOS TRÁNSFUGAS DE LA HONESTIDAD.--IV. LOS SENDEROS DE LA VIRTUD: EL CORAZÓN Y EL CEREBRO.--V. LA SANTIDAD. I.--EL HOMBRE HONESTO. La mediocridad moral es impotencia para la virtud y cobardía para el vicio. Si hay mentes que parecen maniquíes articulados con rutinas, abundan corazones semejantes á mongolfieras infladas de prejuicios. La honestidad del hombre mediocre equidista del bien y del mal; niega al segundo sin afirmar al primero. Puede aborrecer el crimen sin admirar la santidad: incapaz de iniciativa para entrambos. La garra del pasado ásele del corazón, estrujándole en germen todo gesto libertario. Sus prejuicios son los documentos arqueológicos de la psicología social: residuos de virtudes crepusculares, supervivencias de morales extinguidas. Las mediocracias de todos los tiempos son enemigas de la santidad y de la virtud: prefieren al hombre honesto. Error ó mentira, conviene disiparlo. Honestidad no es virtud, aunque tampoco sea vicio. Se puede ser honesto sin sentir un afán de perfección: sobra para ello con no ostentar el mal. Para ser virtuoso no basta lo segundo, es indispensable lo primero. Entre el vicio, que es una lacra, y la virtud, que es una excelencia, fluctúa la honestidad: patrimonio común de los mediocres morales. La virtud eleva al hombre sobre la moral de su rebaño; resiste activamente á ella. El virtuoso presiente alguna forma de perfección futura y le sacrifica los automatismos consolidados por el hábito. El honesto, en cambio, es pasivo, circunstancia que le asigna un nivel moral superior al del vicioso, aunque permanece por debajo de quien practica activamente alguna virtud y orienta su vida hacia algún ideal. Limitándose á respetar los prejuicios que le asfixian, mide la moral con el doble decímetro de sus iguales, á cuyas fracciones resultan irreductibles las tendencias inferiores de los encanallados y las aspiraciones conspicuas de los virtuosos. Si aquél no llegara á asimilar los prejuicios, hasta saturarse de ellos, la sociedad le castigaría como delincuente por su conducta deshonesta; si pudiera sobreponérseles, su talento moral ahondaría surcos dignos de imitarse. La mediocridad está en no dar escándalo ni servir de ejemplo. La virtud representa la aristocracia del corazón; la honestidad es democrática; el vicio es caótico. Por eso el talento moral está en la virtud, lo mediocre en la honestidad y lo inferior en el vicio. El hombre honesto puede practicar acciones cuya indignidad sospecha, toda vez que á ello se sienta constreñido por la fuerza de los prejuicios, que son discordancias entre los hábitos adquiridos y las variaciones nuevas. Las acciones que ya son malas en el juicio original de los virtuosos, pueden seguir siendo buenas ante el colectivo de la grey. El hombre superior practica la virtud tal como la juzga, eludiendo los prejuicios que acoyundan á la multitud honesta; el mediocre sigue llamando bien á lo que ya ha dejado de serlo, por incapacidad de forjar el bien del porvenir. Sentir con el corazón de los demás equivale á pensar con cabeza ajena. La virtud suele ser un gesto audaz, como todo lo original; la honestidad es un harapiento uniforme que se endosa resignadamente. El mediocre teme á la opinión pública con la misma obsecuencia con que el zascandil teme al infierno; nunca tiene la audacia de parecer vicioso, ni aun cuando la apariencia del vicio es condición intrínseca de una virtud no comprendida. Renuncia á ella por los sacrificios que implica. Olvida que no hay perfección sin esfuerzo: sólo pueden mirar al sol de frente los que osan clavar su pupila sin temer la ceguera. Los corazones menguados no cosechan rosas en su huerto, por temor á las espinas; los virtuosos saben que es necesario acometer las más punzantes para coger las flores mejor perfumadas. El honesto es enemigo del santo, como el rutinario lo es del genio; á éste le llama «loco» y al otro lo juzga «amoral». Y se explica: los mide con su propia medida, en que ellos no caben. En su diccionario, «cordura» y «moral» son los nombres que él reserva á su propia mediocridad. Para su moral de sombras, el hipócrita es honesto; el virtuoso y el santo, que la exceden, parécenle «amorales», y con esta calificación les endosa veladamente cierta inmoralidad... Son hombres de pacotilla, hechos con retazos de catecismo y con sobras de vergüenza: el primer oferente los puede comprar á bajo precio. Con frecuencia mantiénense honestos por conveniencia; algunas veces por simplicidad: el prurito de la tentación no inquieta su tontería banal. Enseñan que es necesario ser como los demás; el virtuoso anhela ser mejor. Cuando nos dicen al oído que renunciemos al ensueño é imitemos al rebaño, no tienen valor de aconsejarnos derechamente la apostasía del propio ideal para complicarnos en la merienda ajena. La mediocridad predica: «no hagas mal y serás honesto». El talento moral tiene otras exigencias: «persigue una perfección y serás virtuoso». La honestidad está al alcance de todos; la virtud es de pocos elegidos. El hombre honesto aguanta el freno con que lo sujetan sus cómplices; el hombre virtuoso se eleva sobre ellos con un golpe de ala. La mediocridad moral es una resignación: simple falta de iniciativa, muchas veces, para practicar el mal. La honestidad puede ser industria, la virtud excluye el cálculo. No hay diferencia entre el cobarde que modera sus acciones por miedo al castigo y el codicioso que las estimula por la esperanza de una recompensa; ambos llevan en partida doble sus cuentas corrientes con los prejuicios sociales. El que persigue una prebenda ó tiembla ante un peligro es indigno de nombrar la virtud: por ella se arriesgan en la proscripción ó la miseria. No diremos por eso que el virtuoso es infalible. Pero la virtud implica una capacidad de rectificaciones espontáneas, el reconocimiento leal de los propios errores como una lección para los demás, la firme rectitud de la conducta ulterior. El que paga una culpa con muchos años de virtud, es como si no hubiera pecado: se purifica. En cambio, el mediocre no reconoce sus yerros ni se avergüenza de ellos, agravándolos con el impudor, subrayándolos con la reincidencia, duplicándolos con el aprovechamiento de los resultados. Predicar la honestidad sería excelente si no fuera un renunciamiento á la virtud, cuyo norte es la perfección incesante. Su elogio ha empañado el culto del honor en las burguesías igualitarias y es la prueba más segura del descenso moral de una sociedad. Encumbrando al mediocre se afrenta al superior; por el honesto se olvida al virtuoso. Los espíritus acomodaticios llegan á detestar la dignidad y la firmeza á fuerza de transigir con el servilismo y la hipocresía. Admirar al hombre honesto es rebajarse; adorarlo es envilecerse. Stendhal reducía la honestidad á una simple forma de miedo; conviene agregar que no es un miedo al mal en sí mismo, sino á la reprobación de los demás; por eso es compatible con una total ausencia de escrúpulos para todo acto que no tenga sanción expresa ó pueda permanecer ignorado. «J'ai vu le fond de ce qu' on appelle les honnêtes gens: c'est hideux», decía Talleyrand, preguntándose qué sería de los hombres honestos si el interés ó la pasión entraran en juego. Su temor del vicio y su impotencia para la virtud se equivalen; son simples beneficiarios de la mediocridad moral que les rodea. Llaman mérito á su mansedumbre. No son asesinos, pero no son héroes; no roban, pero no dan media capa al desvalido; no son traidores, pero no son leales; no asaltan en descubierto, pero no defienden al asaltado; no violan vírgenes, pero no redimen caídas; no conspiran contra la sociedad, pero no cooperan al común engrandecimiento. Frente á la honestidad hipócrita de los mediocres--propia de mentes rutinarias y de caracteres domesticados--, existe una heráldica moral cuyos blasones son la virtud y la santidad. Es la antítesis de la tímida obsecuencia á los prejuicios que paraliza el corazón de los temperamentos vulgares y degenera en esa apoteosis de la platitud sentimental que caracteriza la irrupción de todas las burguesías. La virtud quiere fe, entusiasmo, pasión, arrojo: de ellos vive. Los quiere en la intención y en las obras. No la hay cuando los actos desmienten las palabras, ni cabe nobleza donde la intención se arrastra. Por eso la mediocridad moral es más nociva en los hombres conspicuos y en las clases privilegiadas. El sabio que traiciona á su verdad, el filósofo que vive fuera de su moral y el noble que deshonra su cuna, descienden á la más ignominiosa de las villanías; son menos disculpables que el truhán encenagado en el delito. Los privilegios de la cultura y del nacimiento imponen al que los disfruta una lealtad ejemplar para consigo mismo. La nobleza que no está en nuestro afán de perfección es inútil que perdure en vanos títulos y pergaminos; noble es el que revela en sus actos un respeto por su rango y no el que alega su alcurnia para justificar actos innobles. Por la virtud, nunca por la honestidad, se miden los valores de la aristocracia moral. II.--LA MORAL DE TARTUFO. La hipocresía es el arte de amordazar la dignidad; ella hace enmudecer los escrúpulos en los espíritus incapaces de resistir la tentación del mal. Es falta de virtud para renunciar á él y de coraje para asumir su responsabilidad. Es el guano que fecundiza los temperamentos mediocres, permitiéndoles prosperar en la mentira: como esos árboles cuyo ramaje es más frondoso cuando crecen á inmediaciones de las ciénagas. Hiela, donde pasa, todo noble germen de ideal: zarzagán del entusiasmo. Los hombres rebajados por ella viven sin ensueño, ocultando sus intenciones, enmascarando sus sentimientos, dando saltos como el eslizón. Tienen la certidumbre de que sus actos son indignos, vergonzosos, nocivos, arrufianados, irredimibles. Por eso es insolvente su moral: implica siempre una simulación de la virtud. Los hipócritas ignoran la perfección; más aún, la aborrecen con tanto énfasis como al crimen desembozado. Ninguna fe los impulsa é ignoran el valor de las creencias rectilíneas. Esquivan la responsabilidad de sus acciones, son audaces en la traición y tímidos en la lealtad. Conspiran embozados y agreden en la sombra, escamotean vocablos ambiguos, alaban con reticencias ponzoñosas y difaman con afelpada suavidad. Nunca lucen un penacho que sea galardón inconfundible: cierran todas las rendijas de su espíritu por donde podría asomar desnuda su personalidad, sin el ropaje social de la mentira. Todo hombre se esfuerza por simular las aptitudes y cualidades que considera ventajosas para acrecentar la sombra que proyecta en su escenario. Así como los ingenios exiguos simulan el talento intelectual, embalumándose de refinados artilugios y defensas, los sujetos de moralidad indecisa simulan el talento moral, soslayando de esmerilada virtud su honestidad insípida. Los caracteres hipócritas ignoran el veredicto del propio tribunal interior; persiguen el salvoconducto otorgado por los cómplices de sus prejuicios convencionales. Es seductora la apariencia de la virtud; el hipócrita suele aventajarse de ella mucho más que el verdadero virtuoso. Pululan esos hombres respetados en fuerza de no descubrírseles bajo el disfraz; bastaría acercarse á ellos, un solo minuto, para advertir su doblez y trocar en desprecio la estimación. Viven de su sombra, cuyo tamaño se mide por la distancia á que se les contempla. Pero el psicólogo reconoce al hipócrita. Ciertos rasgos distinguen al virtuoso del simulador; mientras éste es un custodio de los prejuicios que fermentan en su medio, aquél posee algún talento que le permite sobreponerse á ellos. Todo apetito numulario encela la acucia del hipócrita. No retrocede ante las arterías, es fácil á los besamanos fementidos, sabe oliscar el deseo de los amos, se da al mejor oferente, prospera á fuerza de marañas. Triunfa sobre los sinceros, toda vez que el éxito estriba en aptitudes viles: el hombre leal es con frecuencia su víctima. Cada Sócrates encuentra su Mélètos y cada Cristo su Judas. La hipocresía tiene matices. Si el mediocre moral se aviene á vegetar en su honestidad lucífuga, no cae bajo el escalpelo del psicólogo: su hipocresía es un simple reflejo de oblicuas mentiras que infestan la moral colectiva. Su culpa está en agitarse dentro de su basta condición, pretendiendo parodiar á los virtuosos. Chapaleando en los muladares de la intriga su honestidad se mancilla, rueda al vicio y se encanalla en pasiones innoblemente contenidas. Tórnase capaz de todos los rencores. Supone simplemente honesto, como él, á todo santo ó virtuoso; no descansa en amenguar sus méritos. Intenta igualar abajo, no pudiendo hacerlo arriba. Persigue á los caracteres superiores, pretende confundir sus excelencias con las propias mediocridades, desahoga sordamente una envidia que no confiesa, en la penumbra, ensalobrándose, babeando sin morder, mintiendo sumisión y amor á los mismos que detesta y carcome. Su mediocridad está agitada por escrúpulos que le obligan á avergonzarse en secreto; descubrirle es el más cruel de los suplicios. Es su castigo. El odio es loable si lo comparamos con la hipocresía. En ello se distinguen la subrepticia medrosidad del mediocre y la adamantina lealtad del hombre digno. Alguna vez éste se encrespa y pronuncia palabras que son un estigma ó un epitafio; pero su rugido es la luz de un relámpago fugaz y no deja escorias en su corazón, se desahoga por un gesto violento, sin envenenarle. Las naturalezas viriles poseen un exceso de fuerza plástica cuya función regeneradora cura prontamente las más hondas heridas y trae el perdón. La juventud tiene entre sus preciosos atributos la incapacidad de dramatizar largo tiempo las pasiones antisociales; el hombre que ha perdido la aptitud de borrar sus odios está ya viejo, irreparablemente. Sus heridas son tan imborrables como sus canas. Y, como éstas, puede teñirse el odio: la hipocresía es la tintura de esas canas morales. Sin fe en creencia alguna, el hipócrita profesa las más provechosas. Atafagado por preceptos que entiende mal, su moralidad parece un hueco armazón recubierto con remiendos de catecismo; por eso, para conducirse, necesita la muleta de alguna religión. Prefiere las que afirman el dogma del purgatorio y ofrecen redimir las culpas por dinero. Su aritmética de ultratumba le permite disfrutar más tranquilamente los beneficios de su hipocresía; su religión es una actitud y no un sentimiento, es una mueca que oculta intenciones malévolas. Por eso suele exagerarla: es fanático. En los santos y en los virtuosos, la religión y la moral pueden correr parejas; en los hipócritas, la conducta baila en compás distinto del que marcan los mandamientos. Las mejores máximas teóricas se convierten pronto en acciones abominables; cuanto más se pudre la moral práctica, tanto mayor es el esfuerzo por rejuvenecerla con harapos de santidad abstracta. Por eso es declamatoria y suntuosa la retórica de Tartufo, arquetipo del género, cuya creación pone á Molière entre los más geniales psicólogos de todos los tiempos. No olvidemos la historia de ese oblicuo devoto á quien el sincero Orgon recoge piadosamente y que sugestiona á toda su familia. Cleanto, un joven, se atreve á desconfiar de él; Tartufo consigue que Orgon expulse de su hogar á ese mal hijo y se hace legar sus bienes. Y no basta: intenta seducir á la consorte de su huésped. Para desenmascarar tanta infamia, su esposa se resigna á celebrar con Tartufo una entrevista, á la que Orgon asiste oculto. El hipócrita, creyéndose solo, expone los principios de su casuística perversa; hay acciones prohibidas por el cielo, pero es fácil arreglar con él estas contabilidades; según convenga pueden aflojarse las ligaduras de la conciencia, rectificando la maldad de los actos con la pureza de las doctrinas. Y para retratarse de una vez, agrega: _En fin votre scrupule est facile à détruire: Vous êtes assurée ici d'un plein secret, Et le mal n'est jamais que dans l'éclat qu'on fait; Le scandale du monde est ce que fait l'offense Et ce n'est pas pécher que pécher en silence._ Ésa es su moral, sintetizada en cinco versos, que son su pentateuco. La del hombre virtuoso es otra: está en la intención y en el fin de las acciones, en los hechos mejor que en las palabras, en la conducta ejemplar y no en la oratoria untuosa. Sócrates y Cristo fueron virtuosos contra la religión de su tiempo, los dos murieron á manos de un fanatismo que estaba ya divorciado de toda moral. La santidad está siempre fuera de la hipocresía colectiva. La exageración de las formas religiosas suele coincidir con la aniquilación de todos los idealismos en las naciones y en las razas; la historia marca esa intersección en la decadencia de las castas gobernantes, y dice que el tartufismo apuntala siempre la degeneración moral de las mediocracias. En esas horas de crisis, la fe agoniza en el fanatismo decrépito y alienta formidablemente en los ideales que renacen frente á él, inquietos, irrespetuosos, demoledores, aunque predestinados con frecuencia á caer en nuevos fanatismos y á oponerse á los ideales venideros. El hipócrita está constreñido á guardar las apariencias, con tanto afán como pone el virtuoso en cuidar sus ideales. Conoce de memoria los pasajes pertinentes del _Sartor Resartus_; por ellos admira á Carlyle, tanto como otros por su culto á _Los héroes_. El respeto de las formas hace que los hipócritas de cada época y país adquieran rasgos comunes; hay una «manera» peculiar que trasunta el tartufismo en todos sus adeptos, como hay «algo» que denuncia el parentesco entre los afiliados á una tendencia artística ó escuela literaria. Ese estigma común á los hipócritas, que permite reconocerlos no obstante los matices individuales impuestos por el rango ó la fortuna, es su profunda animadversión á la verdad. La hipocresía es más honda que la mentira: ésta puede ser accidental, aquélla es permanente. El hipócrita transforma su vida entera en una mentira metódicamente organizada. Hace lo contrario de lo que dice, toda vez que ello le reporte un beneficio inmediato; vive traicionando á sus palabras, como esos poetas que disfrazan con largas crenchas la cortedad de su inspiración. El hábito de la mentira paraliza los labios del hipócrita cuando llega la hora de pronunciar una verdad; así como la pereza es la clave de la rutina y la avidez el móvil del servilismo, la mentira es el prodigioso instrumento de la hipocresía. Nunca ha escuchado la Humanidad palabras más nobles que las de Tartufo; pero jamás un hombre ha producido acciones más disconformes con ellas. Sea cual fuere su rango social, en la privanza ó en la proscripción, en la opulencia ó en la miseria, el hipócrita está siempre dispuesto á adular á los poderosos y á engañar á los humildes, mintiendo á entrambos. El que se acostumbra á pronunciar palabras falsas, acaba por faltar á la propia sin repugnancia, perdiendo toda noción de lealtad consigo mismo. Los hipócritas ignoran que la verdad es la condición fundamental de la virtud. Olvidan la sentencia multisecular de Apolonio: «De siervos es mentir, de libres decir verdad»; todo hipócrita está predispuesto á adquirir sentimientos serviles y carácter doméstico. Es el lacayo de todos los que le rodean, el esclavo de mil amos, de un millón de amos, de todos los cómplices de su mediocridad. El que miente es traidor: sus víctimas le escuchan, suponiendo que dice la verdad. El mentiroso conspira contra la quietud ajena, falta al respeto á todos, siembra la inseguridad y la desconfianza. Con mirar ojizaino persigue á los sinceros, creyéndolos sus enemigos naturales. Aborrece la sinceridad. Dice que ella es fuente de escándalo y de anarquía, como si pudiera culparse á la escoba de que existan las basuras. En el fondo sospecha que el hombre sincero es fuerte é individualista, fincando en ello su altivez inquebrantable: su contradición con la hipocresía es una actitud de resistencia al mal que le acosa por todas partes. Se defiende contra la domesticación y el descenso común. Y dice su verdad como puede, cuando puede, donde puede. Pero la sabe decir. Muchos santos enseñaron á morir por ella. El disfraz sirve al débil; sólo se finge lo que se cree no tener. Hablan más de nobleza los nietos de truhanes; la virtud suele asomar en labios desvergonzados; la altivez sirve de estribillo á los envilecidos; la caballerosidad es la ganzúa de los estafadores; la temperancia figura en el catecismo de los viciosos. Suponen que de tanto oropel se adherirá alguna partícula á su sombra. Y, en efecto, ésta se va modificando en la constante labor; la máscara es benéfica en las mediocracias contemporáneas, magüer los que la usen carezcan de autoridad moral ante los hombres virtuosos. Éstos no creen al hipócrita, descubierto una vez; no le creen nunca, ni pueden dejar de creerle cuando sospechan que miente: quien es desleal con la verdad no tiene por qué ser leal con la mentira. El hábito de la ficción desmorona á los caracteres hipócritas vertiginosamente, como si cada nueva mentira los empujara hacia el precipicio. Nada detiene á una avalancha en la pendiente. Su vida se polariza en la ostentación de falsas virtudes ó en esa abyecta honestidad por cálculo que es simple sublimación del vicio. El culto de las apariencias lleva á desdeñar la realidad. El hipócrita no aspira á ser virtuoso, sino á parecerlo; no admira intrínsecamente la virtud, quiere ser contado entre los virtuosos por las prebendas y honores que tal condición puede reportarle. Faltándoles la osadía de practicar el mal, á que están inclinados, algunos conténtanse con sugerir que ocultan sus virtudes por modestia; pero jamás consiguen usar con desenvoltura el antifaz. Sus manejos insidiosos asoman por alguna parte, como las clásicas orejas bajo la corona de Midas. La virtud y el mérito son incompatibles con el tartufismo; la observación induce á desconfiar de esas misteriosas excelencias morales. Ya enseñaba Horacio que «la virtud oculta difiere poco de la obscura holgazanería». (_Od._, IV, 9, 29.) No teniendo valor para la verdad es imposible tenerlo para la justicia. En vano los hipócritas viven jactándose de una gran ecuanimidad y haciendo aspavientos para adquirir prestigios catonianos: su mediocridad les impide ser jueces toda vez que puedan comprometerse con un fallo. Prefieren tartajear sentencias bilaterales y ambiguas, diciendo que hay luz y sombra en todas las cosas: no lo hacen, empero, por filosofía, sino por incapacidad de responsabilizarse de sus juicios. Dicen que éstos deben ser relativos, aunque en lo íntimo de su mollera creen infalibles sus opiniones, por estar calcadas en los prejuicios de los demás. No osan proclamar su propia suficiencia; prefieren acomodarse á las opiniones suscriptas por el rebaño, avanzando en la vida sin más brújula que el éxito, ofreciendo el flanco y bordejeando, esquivos á poner la proa frente al obstáculo más leve. Los hombres leales son objeto de su odio acendrado, pues con su rectitud humillan á los oblicuos; pero el hipócrita sonríe servilmente á las miradas que lo torturan, aunque siente el vejamen: se contrae á estudiar los defectos de los hombres virtuosos para filtrar pérfidos venenos en el homenaje que á todas horas está obligado á tributarles. Difama sordamente y en secreto á los mismos que inciensa en público; traiciona siempre á los que alaba. Hay que temblar cuando el hipócrita sonríe: viene tanteando la empuñadura de algún estilete oculto bajo su capa. Entibia toda amistad con sus dobleces: nadie puede confiar en su recalcitrante simulación. Día por día se aflojan sus anastomosis con las personas que le rodean; su sensibilidad escasa impídele caldearse en la ternura ajena y va palideciendo como una planta que no recibe sol, agostado su corazón en un invierno prematuro. Sólo piensa en sí mismo, y esa es su pobreza suprema; sus sentimientos se empequeñecen hasta vegetar en los invernáculos de la mentira y de la vanidad. Mientras los caracteres dignos florecen en un perpetuo olvido de su ayer y de su mañana, pensando en cosas nobles, los hipócritas se repliegan sobre sí mismos, sin darse, sin gastarse, retrayéndose, atrofiándose. Su falta de intimidades les impide toda expansión; viven obsesionados por el temor de que su mediocridad moral asome á la superficie. Saben que bastaría una leve brisa para descorrer el velo que los enmascara de virtud. No pudiendo confiar en nadie, los hipócritas viven cegando las fuentes de su propio corazón: no sienten la raza, la patria, la clase, la familia ni la amistad. Ajenos á todo y á todos, pierden el sentimiento de la solidaridad social, hasta caer en sórdidas caricaturas del egoísmo. El hipócrita mide su generosidad por las ventajas que de ella obtiene; concibe la beneficencia como una industria lucrativa para su reputación. Antes de dar, investiga si tendrá notoriedad su donativo; figura en primera línea en todas las suscripciones públicas, pero no abriría su mano en la sombra. Invierte su dinero en un bazar de caridad como si comprara acciones de una empresa; eso no le impide ejercer la usura en privado ó sacar provecho del hambre ajena. Su indiferencia al mal del prójimo puede arrastrarle á complicidades indignas. Para satisfacer alguno de sus apetitos no vacilará ante las más grises intrigas, sin preocuparse de que ellas tengan consecuencias imprevistas. Una palabra del hipócrita basta para enemistar á dos amigos ó para distanciar á dos amantes. Sus armas son poderosas por lo invisibles; con una sospecha falsa puede envenenar una felicidad, destruir una armonía, quebrar una concordancia. Su cariño por la mentira le hace acoger benévolamente cualquier infamia, desenvolviéndola en la sombra hasta lo infinito, subterráneamente, sin ver el rumbo ni medir cuán hondo, tan irresponsable como esas alimañas que cavan al azar sus madrigueras, cortando las raíces de las flores más delicadas. Indigno de la confianza ajena, el hipócrita vive desconfiando de todos, hasta caer en el supremo infortunio de la susceptibilidad. Un terror ansioso lo acoquina frente á los hombres sinceros, creyendo escuchar en cada palabra un reproche merecido; en ello no hay dignidad, sino remordimiento. En vano pretenderían engañarse á sí mismos, confundiendo la susceptibilidad con la delicadeza; aquélla nace del miedo y ésta es hija del orgullo. Difieren como la cobardía y la prudencia, como el cinismo y la sinceridad. La desconfianza del hipócrita es una caricatura de la delicadeza del orgulloso; este sentimiento puede tornar susceptible al hombre de méritos excelentes, toda vez que desdeña dignidades cuyo precio es un servilismo y cuyo camino es la adulación. El hombre digno puede exigir respeto para ese valor moral que no manifiesta por los modos vulgares de la protesta estéril; esa exigencia le torna despreciativo frente á los hipócritas domesticados. Es raro el caso. Frecuentísima es, en cambio, la susceptibilidad del hipócrita que teme verse desenmascarado por los sinceros. Sería extraño que conservaran tal delicadeza, única sobreviviente en el naufragio de las demás. El hábito de fingir es incompatible con esos matices del orgullo; la mentira es opaca á cualquier resplandor de dignidad. La conducta de los mediocres no puede conservarse adamantina; los expedientes equívocos se encadenan hasta ahogar los últimos escrúpulos. Á fuerza de pedir á los demás sus prejuicios, endeudándose moralmente con la sociedad, pierden el temor de pedir otros bienes materiales y olvidan que las deudas torpemente contraídas esclavizan al hombre. Cada préstamo no devuelto es un nuevo eslabón remachado á su cadena; se le hace imposible vivir dignamente en una ciudad donde hay calles que no puede cruzar y entre personas cuya mirada no puede sostener ó cuyo encuentro teme. La mentira y la hipocresía convergen á estos renunciamientos, quitando al hombre su libertad de espíritu y su independencia de conducta. Las deudas contraídas por vanidad ó por vicio, obligan á fingir y engañar; el que las acumula, renuncia á toda dignidad. Hay otras consecuencias del tartufismo. Dúctil á la intriga, ignora las firmezas de la rectitud. Suele tener cómplices, pero no tiene amigos; la hipocresía no ata por el corazón, sino por el interés. Los hipócritas, forzosamente utilitarios y oportunistas, están siempre dispuestos á abdicar cualquier ideal en homenaje á un beneficio inmediato; eso les veda la amistad con espíritus superiores. El gentilhombre tiene siempre un enemigo en el mediocre; la reciprocidad de sentimientos y de aspiraciones sólo es posible entre iguales. El hombre excelente no puede entregarse nunca á su amistad; el mediocre acechará la ocasión para afrentarlo con alguna infamia, vengando su propia inferioridad. La Bruyère escribió una máxima imperecedera: «En la amistad desinteresada hay placeres que no pueden alcanzar los que nacieron mediocres»; éstos no necesitan amigos sino cómplices, buscándolos entre los que conocen esos secretos resortes descriptos por Renouvier como una simple «solidaridad del mal». Si el hombre sincero se entrega á los hipócritas, éstos aguaitan la hora propicia para traicionarlo; por eso la amistad es difícil para los grandes espíritus y la intimidad tórnaseles imposible cuando se elevan demasiado sobre el nivel común. Los hombres eminentes por su carácter, su talento ó su virtud, necesitan infinita sensibilidad y tolerancia para ser capaces de amistad; cuando poseen esos atributos nada pone límites á su ternura y su devoción. Entre hombres excelentes la amistad crece despacio y prospera mejor cuando arraiga en el reconocimiento de méritos recíprocos; entre hombres vulgares crece inmotivadamente, pero permanece raquítica, fundándose á menudo en la complicidad del vicio ó de la intriga. Por eso la política puede crear cómplices, pero nunca amigos; muchas veces lleva á cambiar éstos por aquéllos, olvidando que cambiarlos con frecuencia equivale á no tenerlos. Mientras en los hipócritas las complicidades se extinguen con el interés que las determina, en los caracteres leales la amistad dura tanto como los méritos que la inspiran. Siendo desleal, el hipócrita es también ingrato. Invierte las fórmulas del reconocimiento: aspira á la divulgación de los favores que hace, sin ser por ello sensible á los que recibe. Multiplica por mil lo que da y divide por un millón lo que acepta. Ignora la gratitud,--virtud de elegidos,--esa inquebrantable cadena remachada para siempre en los corazones sensibles por los que saben dar á tiempo y cerrando los ojos. Á veces son ingratos sin saberlo, por simple error de su contabilidad sentimental. Para evitar la ingratitud ajena sólo se les ocurre no practicar el bien; cumplen su decisión sin esfuerzo, limitándose á ejercer sus formas ostensibles, en la proporción que pueda convenir á su sombra. Sus sentimientos son otros; el hipócrita sigue siendo honesto aunque practique la ingratitud. La psicología de Tartufo sería incompleta si olvidáramos que coloca en lo más hermético de sus tabernáculos todo lo que anuncia el florecer de pasiones inherentes á la condición humana. Frente al pudor instintivo, casto por definición, los hipócritas han organizado un pudor convencional, que es impúdico y corrosivo. La capacidad de amar, cuyas efervescencias santifican la vida misma, eternizándola, les parece inconfesable, como si el beso febril de dos bocas amantes fuera menos natural que el beso del sol cuando enciende las corolas de las flores. Mantienen oculto y misterioso todo lo concerniente al amor, como si el convertirlo en delito no acicatara la tentación de los castos; pero esa pudibundez visible no les prohibe ensayar invisiblemente las abyecciones más torpes. Se escandalizan de la pasión sin renunciar al vicio, limitándose á disfrazarlo ó encubrirlo. Encuentran que el mal no está en las cosas mismas, sino en las apariencias, formándose una moral para sí y otra para los demás, como las casadas que se creen honestas aunque tengan varios amantes y reprochan severamente á la que ama á uno solo sin tener marido. No tiene límites esta escabrosa frontera de la hipocresía. Celosos catones de las costumbres, persiguen como deshonestas las más puras exhibiciones de la belleza artística. Pondrían una hoja de parra en la mano de la Venus Medicea, como otrora injuriaron telas y estatuas para velar las más divinas desnudeces de Grecia y del Renacimiento. Esos espíritus vulgares confunden la castísima armonía de la belleza plástica con la intención obscena que los asalta al contemplarla: no advierten que la perversidad está siempre en ellos, nunca en la obra de arte. El pudor de los hipócritas es la peluca de su calvicie moral. III.--LOS TRÁNSFUGAS DE LA HONESTIDAD. Mientras el hipócrita merodea en la penumbra, el inválido moral se refugia en la obscuridad. En el crepúsculo medra el vicio, que la mediocridad ampara; en la noche irrumpe el delito, reprimido por leyes que la sociedad forja. Desde la hipocresía consentida hasta el crimen castigado, la transición es insensible: la noche se incuba en el crepúsculo. De la honestidad convencional se pasa á la infamia gradualmente, por matices leves y concesiones sutiles. En eso está el peligro de la conducta acomodaticia y vacilante. Los tránsfugas de la moral son rebeldes á la domesticación; desprecian la prudente cobardía de Tartufo. Ignoran su equilibrismo, no saben simular, agreden los prejuicios consagrados; y como la sociedad no puede tolerarlos sin comprometer su propia existencia, ellos tienden sus guerrillas, desembozadamente, contra ese mismo orden social cuya custodia obsesiona á los mediocres. Comparado con el inválido moral, el hombre honesto parece una alhaja. Esa distinción es necesaria; hay que hacerla en su favor, seguros de que él la reputará honrosa. Si es incapaz de ideal, también lo es de crimen; sabe disfrazar sus instintos, encubre el vicio, elude el delito. En los otros, en cambio, toda perversidad brota á flor de piel, como una erupción pustulosa; son incapaces de sostenerse en la hipocresía, como los idiotas lo son de embalsarse en la rutina. Los honestos se esfuerzan por merecer el purgatorio; los delincuentes se han decidido por el infierno, embistiendo sin escrúpulos ni remordimientos contra el armazón de prejuicios y leyes que la sociedad les opone. Cada agregado humano cree que «la» verdadera moral es «su» moral, olvidando que hay tantas como rebaños de hombres. Se es infame, vicioso, honesto ó virtuoso, con relación á la moralidad del grupo, variable en el tiempo y en el espacio. La «moral» no es una realidad, no tiene existencia esotérica, como no lo es la «sociedad» abstractamente considerada. El bien y el mal serían idénticos si se les considerara en sí mismos, objetivamente, como atributos de ciertos hechos; se diferencian en nuestro juicio humano. Si dos sujetos tiran una moneda al aire y apuestan «á cara ó cruz», la cara es el bien de uno y el mal de otro, lo mismo que la cruz; la moneda, en sí, es una y no representa al bien ni al mal. Esos conceptos básicos de la ética son juicios elementales que acompañan á los conceptos de útil y nocivo, son movedizas sombras chinescas que los fenómenos reales proyectan en la psiquis social: calificaciones que ella hace de fenómenos indiferentes en sí mismos. Esa calificación se transmuta continuamente, transformándose sin cesar el bien en mal y viceversa. Sus cánones no son absolutos ni inviolables; se transforman obedeciendo al enmarañado determinismo de la evolución social. En cada ambiente y en cada momento histórico existe un criterio medio que sanciona como buenos ó malos, honestos ó delictuosos, permitidos ó inadmisibles, los actos individuales que son útiles ó nocivos á la vida colectiva. En cada momento histórico ese criterio medio es la subestructura de la moral, variable siempre. Las morales no nacen de principios abstractos; la pequeñez de nuestro espíritu, frente al espacio y al tiempo infinitos, suele inducirnos en el error de suponer que existen dogmas eternos é inmutables. Sus fórmulas, aplicadas á la calificación de un acto ó de una conducta, son conceptos efímeros establecidos por cada sociedad, que los deforma y subvierte cuando la conveniencia colectiva lo exige. Un acto no es honesto ni delictuoso en sí mismo, sino ante el juicio de la sociedad en que se produce. Por eso, cuando las condiciones de lucha por la vida se transforman, modifícase la apreciación de ciertos actos y varía su interpretación. Ésa es la única teoría natural del delito, como acto antisocial: los delincuentes son individuos incapaces de adaptar su conducta á la moralidad media de la sociedad en que viven. Son inferiores; tienen el «alma de la especie», pero no adquieren el «alma social». Divergen de la mediocridad, pero en sentido opuesto á los hombres excelentes, cuyas variaciones originales determinan una desaptación evolutiva en el sentido de la perfección. Son innúmeros. Todas las formas corrosivas de la degeneración desfilan en su caleidoscopio, como si al conjuro de un maléfico exorcismo se convirtieran en pavorosa realidad los más sórdidos ciclos de un infierno dantesco: parásitos de la escoria social, fronterizos de la infamia, comensales del vicio y de la deshonra, tristes que se mueven acicateados por sentimientos anormales, espíritus que sobrellevan la fatalidad de herencias enfermizas y sufren la carcoma inexorable de las miserias ambientes. Irreductibles é indomesticables, aceptan como un duelo permanente la vida en sociedad. Pasan por nuestro lado impertérritos y sombríos, llevando sobre las frentes fugitivas el estigma de su destino involuntario y en los mudos labios la mueca oblicua del que escruta á sus semejantes con ojo enemigo. Parecen ignorar que son las víctimas de un complejo determinismo, superior á todo freno ético; súmanse en ellos los desequilibrios transfundidos por una herencia malsana, las deformes configuraciones morales plasmadas en el medio social y las mil circunstancias ineludibles que atraviésanse al azar en su existencia. La ciénaga en que chapalean su conducta asfixia los gérmenes posibles de todo sentido moral, desarticulando las últimas anastomosis que los vinculan al solidario consorcio de los mediocres. Viven adaptados á una moral aparte, con panoramas de sombrías perspectivas, esquivando los clarores luminosos y escurriéndose entre las penumbras más densas; fermentan en el agitado aturdimiento de las grandes ciudades modernas, retoñan en todas las grietas del edificio social y conspiran sordamente contra su estabilidad, ajenos á las normas de conducta características del hombre mediocre, eminentemente conservador y disciplinado. La imaginación nos permite alinear sus torvas siluetas sobre un lejano horizonte donde la lobreguez crepuscular vuelca sus tonos violentos de oro y de púrpura, de incendio y de hemorragia: desfile de macabra legión que marcha atropelladamente hacia la ignominia. En esa pléyade anormal culminan por su virulencia los fronterizos del delito. Su débil sentido moral les impide conservar intachable su conducta, sin caer por ello en plena delincuencia: son los imbéciles de la honestidad, distintos del idiota moral que rueda á la cárcel. No son delincuentes ante la ley, pero son incapaces de mantenerse honestos; pobres espíritus, de carácter claudicante y voluntad relajada, no saben poner vallas seguras á los factores ocasionales, á las sugestiones del medio, á la tentación del lucro fácil, al contagio imitativo. Viven solicitados por tendencias opuestas, oscilando entre el bien y el mal, como el asno de Buridán. Son caracteres conformados minuto por minuto en el molde inestable de las circunstancias. Ora son auxiliares permanentes del vicio y del delito, ora delinquen á medias por incapacidad de ejecutar un plan completo de conducta antisocial, ora tienen suficiente astucia y previsión para llegar al borde mismo del manicomio y de la cárcel, sin caer. Estos sujetos de moralidad incompleta, larvada, accidental ó alternante, representan las etapas de transición entre la honestidad y el delito, la zona de interferencia entre el bien y el mal, socialmente considerando. Carecen del equilibrismo oportunista que salva del naufragio á los hombres mediocres. Un estigma irrevocable impídeles conformar sus sentimientos á los criterios morales de su sociedad. En algunos es producto del temperamento nativo; son los delincuentes natos ó locos morales, incapaces de organizarse una personalidad mediocre y mantenerse honestos; pululan en las cárceles y viven como enemigos dentro de la sociedad que los hospeda. En muchos la degeneración moral es adquirida, fruto de la educación; en ciertos casos deriva de la lucha por la vida en un medio social desfavorable á su esfuerzo; son mediocres desorganizados, caídos en la ciénaga por obra del azar, capaces de comprender su desventura y avergonzarse de ella, como la fiera que ha errado el salto. En otros hay una inversión de los valores éticos, una perturbación del juicio que impide medir el bien y el mal con el cartabón aceptado por la sociedad; son invertidos morales, inaptos para estimar la honestidad y el vicio. Instables hay, por fin, cuyo carácter traduce la ausencia de sólidos cimientos que los aseguren contra el oscilante vaivén de los apremios materiales y la alternativa inquietante de las tentaciones deshonestas. Esos inválidos no sienten la coerción del rebaño; su moralidad inferior chapalea en el vicio hasta el momento de rodar al delito. Algunos son extrasociales, como el vagabundo ó el loco. Otros son antisociales, como el delincuente y el sectario. Los primeros, en su gran mayoría, para nada cuentan en la historia de la sociedad; paralíticos de la voluntad ó del carácter, enfermos de la inteligencia ó del sentimiento, son animales descarriados de la grey humana, condenados á vegetar una semivida cuyos más nobles resortes están enmohecidos. En muchos de los segundos, en cambio, la incapacidad de adaptarse á la mentalidad social se traduce por una conducta delictuosa; el animal no se limita á aislarse del rebaño, se rebela contra él, compromete el orden de cosas establecido para salvaguardar la vida y los intereses de sus componentes. Son tristes siempre, siniestros con frecuencia. Complejos estudios han florecido en los últimos cincuenta años, dilatando pavorosamente los dominios estrechos de la primitiva patología mental. Los alienistas empíricos de antaño no sospechaban la existencia de innumerables variedades que hoy pueblan la zona del desequilibrio y la anormalidad, fluctuando desde la demencia y el delito hasta la avaricia y el misticismo, sin excluir los tipos intérlopes: el prestamista, el proxeneta, la ramera ó el difamador. No caben ellos en el marco de la mediocridad; su incapacidad de imitar á los que les rodean, de domesticarse en la disciplina social, impídeles fundirse con la masa amorfa y equilibrada que constituye «el rebaño de los que pasan en los siglos sin nombre y sin número.» Estos inadaptables son moralmente inferiores al hombre mediocre. Sus matices son variados: actúan en la sociedad como los insectos dañinos en la naturaleza. El rebaño teme á estos violadores de su hipocresía. Los mediocres no les perdonan el impudor de su infamia y organizan contra ellos un complejo armazón defensivo de códigos, jueces y presidios. Á través de siglos y de siglos su esfuerzo ha sido ineficaz; constituyen una horda extranjera y hostil dentro de su propio terruño, audaz en la acechanza, embozada en el procedimiento, infatigable en la tramitación aleve de sus programas trágicos. Algunos confían su vanidad al filo de la cuchilla subrepticia, siempre alertas para blandirla con fulgurante presteza contra el corazón ó la espalda; otros deslizan furtivamente su ágil garra sobre el oro ó la gema que tientan su avidez con seducciones irresistibles; éstos violentan, como infantiles juguetes, los obstáculos con que la prudencia del mediocre custodia el tesoro acumulado en interminables etapas de ahorro y de sacrificio; aquéllos denigran vírgenes inocentes para lucrar, ofreciendo los encantos de su cuerpo venusto á la insaciable lujuria de sensuales y libertinos; muchos succionan la entraña de la miseria en inverosímiles aritméticas de usura, como tenias solitarias que nutren su inextinguible voracidad en los jugos icorosos del intestino social enfermo; otros sobornan conciencias inexpertas para explotar los riquísimos filones de la ignorancia y el fanatismo. Todos son equivalentes en el desempeño de su parasitaria función antisocial, idénticos todos en la inadaptación de sus sentimientos más elementales. Converge en ellos una inveterada complicidad de instintos y de perversiones que hace de cada conciencia una pústula, arrastrándolos á malvivir del vicio y del delito. Sea cual fuere, sin embargo, la orientación de su inferioridad biológica ó social, encontramos una pincelada común en todos los hombres que permanecen bajo el nivel de la mediocridad: la ineptitud constante para adaptarse á las condiciones que, en cada colectividad humana, limitan la lucha por la vida. Carecen de la aptitud que permite al hombre mediocre imitar los prejuicios y las hipocresías de la sociedad en que vejeta. IV.--LOS SENDEROS DE LA VIRTUD: EL CORAZÓN Y EL CEREBRO. La honestidad es una imitación; la virtud es una originalidad. Solamente los innovadores poseen talento moral y es obra suya cualquier ascenso hacia la perfección; el rebaño se limita á seguir sus huellas, incorporando á la honestidad banal lo que fué antes virtud de pocos. Y siempre rebajándola. Hemos distinguido al deshonesto del mediocre, que se enorgullece de ser honesto frente á aquél. Insistamos en que la honestidad no es la virtud; él se esfuerza por confundirlas, sabiendo que la segunda le es inaccesible. La virtud es otra cosa. Es activa; excede infinitamente en variedad, en originalidad, en coraje, á la práctica rutinaria de esos prejuicios morales que libran al mediocre de la infamia ó de la cárcel. Ser honesto implica someterse á las convenciones corrientes: sírvele de maestra la hipocresía. Ser virtuoso significa á menudo ir contra ellas, exponiéndose á que los honestos consideren enemigo de toda moral al que lo es solamente de sus prejuicios. Si el sereno ateniense hubiera adulado á sus conciudadanos, la historia helénica no estaría manchada por su condena y el sabio no habría bebido la cicuta; pero no sería Sócrates. Su virtud consistió en resistir los prejuicios de los demás. Si viviéramos entre dignos y santos, la opinión ajena podría evitarnos tropiezos y caídas; pero es cobardía, viviendo entre mediocres, rebajarse al común nivel por miedo de atraerse sus iras. Hacer como todos, puede implicar hacer lo indigno; el progreso moral tiene como condición adelantarse á su tiempo, como cualquier otro progreso. Si existiera una moral eterna--y no tantas morales cuantos son los pueblos--podría tomarse en serio la leyenda bíblica del árbol cargado de frutos del bien y del mal. Sólo tendríamos dos tipos de hombres: el bueno y el malo, el honesto y el deshonesto, el normal y el inferior, el moral y el inmoral. Pero no es así. Los juicios de valor se transforman: el bien de hoy es el mal de ayer, el mal de hoy es el bien de mañana. No es el hombre moralmente mediocre--el honesto--quien determina las transformaciones de la moral: él vive perfectamente adaptado á los dogmatismos corrientes en su medio. Son los virtuosos y los santos, inconfundibles con él. Precursores, apóstoles, mártires, inventan formas superiores del bien, las enseñan, las predican, las imponen. Toda moral futura es un producto de esfuerzos individuales, obra de caracteres excelentes que conciben y practican perfecciones inaccesibles al hombre honesto. En eso consiste el talento moral, que forja la virtud, y el genio moral, que crea la santidad. Sin estos hombres originales no se concebiría la transformación de las costumbres; conservaríamos los sentimientos y acciones de los primitivos seres humanos. Toda evolución moral es un esfuerzo del talento virtuoso hacia la perfección futura; nunca inerte condescendencia de la mediocridad para con el pasado. La evolución de las virtudes depende de todos los factores morales é intelectuales. El cerebro suele anticiparse al corazón; pero nuestros sentimientos influyen más intensamente que nuestras ideas en la formación de los criterios morales. El hecho es más notorio en las sociedades que en los individuos. Ha podido afirmar Sighele que, si resucitase un griego ó un romano, su cerebro permanecería atónito ante nuestra cultura intelectual, pero su corazón podría latir al unísono con muchos corazones contemporáneos. Sus ideas sobre el universo, el hombre y las cosas contrastarían con las nuestras, pero sus sentimientos ajustaríanse en gran parte á las palpitaciones del sentir moderno. En un siglo cambian las ideas fundamentales de la ciencia y la filosofía: los sentimientos centrales de la moral colectiva sólo sufren leves oscilaciones, porque los atributos biológicos de la especie humana varían lentamente. Nos fuerzan á sonreir los conocimientos infantiles de los clásicos; pero sus sentimientos nos conmueven, sus virtudes nos entusiasman, sus héroes nos admiran y nos parecen honrados por los mismos atributos que hoy nos harían honrarlos. Entonces, como ahora, los hombres de ideas más opuestas practicaban análogas virtudes, frente á la mediocridad de su tiempo. El fondo sentimental no varía; lo que se trasmuta incesantemente es la forma intelectual que lo transforma en juicio de valor, dándole fuerza ética. Hay un progreso moral colectivo. Muchos dogmatismos, que fueron antes virtudes, son juzgados más tarde como prejuicios. En cada momento histórico las virtudes coexisten con los prejuicios; el talento moral practica las primeras; la honestidad mediocre se aferra á los segundos. Los grandes virtuosos, cada uno á su modo, combaten contra prejuicios; son sus enemigos al predicar una elevación moral en la forma que su cultura y su temperamento les sugieren. Aunque por distintos caminos, y partiendo de premisas racionales antagónicas, todos se proponen mejorar las virtudes en sentido propicio al enaltecimiento del hombre: son igualmente enemigos de los prejuicios de su tiempo. Los virtuosos no igualan á los santos; la sociedad opone demasiados obstáculos á su esfuerzo. Pensar el porvenir no implica practicarlo totalmente; basta la firme intención de marchar hacia él. Los que piensan como profetas pueden verse obligados á proceder como filisteos en muchos de sus actos. La virtud es un esfuerzo real hacia lo que se concibe como perfección potencial; nunca llega á ser la perfección misma. La evolución moral es lenta, pero segura. La virtud arrastra y enseña; los honestos se resignan á imitar alguna parte de las excelencias que practican los virtuosos. Cuando se afirma que somos mejores que nuestros abuelos, sólo quiere expresarse que lo somos ante nuestra moral contemporánea. Fuera más exacto decir que diferimos de ellos. Sobre necesidades materiales, perennes en la especie, organízanse conceptos de perfección que varían á través de los tiempos; sobre las necesidades transitorias de cada sociedad se elabora el arquetipo de virtud más útil á su progreso. Mientras el ideal absoluto permanece indefinido y ofrece escasas oscilaciones en el curso de siglos enteros, el concepto concreto de las virtudes se va plasmando en las variaciones reales de la vida social. Los mediocres practican rutinariamente la honestidad corriente, sin esfuerzo alguno por mejorarse; los virtuosos ascienden por mil senderos hacia cumbres que se alejan sin cesar, hacia el infinito. Sobre cada uno de los sentimientos útiles para la vida humana puede florecer una virtud, una forma de talento moral. Hay filósofos que meditan durante largas noches insomnes, sabios que sacrifican su vida en los laboratorios, patriotas que mueren por la libertad de sus conciudadanos, altivos que renuncian todo favor que tenga por precio su dignidad, madres que sufren la miseria custodiando el honor de sus hijos. El hombre mediocre no conoce esas virtudes: se limita á ser honesto, adhiriendo á todas las hipocresías, cumpliendo las leyes por temor de las penas que amenazan á quien las viola, trabajando con afán de lucro ó sed de vanidad, guardando la honra por no arrostrar las consecuencias de perderla. Así como hay una gama de intelectos, cuyos tonos fundamentales son la inferioridad, la mediocridad y el talento,--aparte del idiotismo y el genio, que ocupan sus extremos,--hay también una jerarquía moral representada por términos equivalentes. En el fondo de esas desigualdades hay una profunda heterogeneidad de temperamentos. La conformación á los catecismos ajenos resulta fácil para los hombres débiles, crédulos, timoratos, sin grandes deseos, sin pasiones vehementes, sin necesidad de independencia, sin irradiación de su personalidad; es inconcebible, en cambio, en las naturalezas idealistas y fuertes, capaces de pasiones vivas, bastante intelectuales para no dejarse engañar por la mentira de los demás. Aquéllos no sienten la coacción moral del rebaño, pues la hipocresía es su clima propicio; éstos sufren, luchando entre sus inclinaciones y el falso concepto del deber impuesto por la sociedad. La mediocridad moral á que se ajustan los hombres honestos, nunca esclaviza al hombre moralmente superior. «Puede acordársele--dice Remy de Gourmont--el valor de una moda á la que uno se resigna para no llamar la atención, pero sin interesar el ser íntimo y sin hacerle ningún sacrificio profundo». En esa disconformidad con la hipocresía colectivamente organizada consiste la virtud, que es individual, á la contra de la caridad y la beneficencia mundanas, simples caricaturas colectivas, donde la miseria de los corazones tristes alimenta la vanidad de los cerebros vacíos. Los temperamentos capaces de virtud difieren por su intensidad. El primer germen de perfección moral se manifiesta en una decidida preferencia por el bien: haciéndolo, enseñándolo, admirándolo. La bondad es el primer esfuerzo hacia la virtud: el hombre bueno, esquivo á las hipócritas condescendencias permitidas por la honestidad, lleva en sí una partícula de santidad. El «buenismo» es la moral de los pequeños virtuosos; su prédica es plausible, siempre que enseñe á evitar la cobardía: su peligro. Hay excesos de bondad que no podrían distinguirse del envilecimiento; hay falta de justicia en la moral del perdón sistemático. Está bien perdonar una vez y sería inicuo no perdonar ninguna; pero el que perdona dos veces se hace cómplice de los malvados. No sabemos qué hubiera hecho Cristo si le hubiesen abofeteado la segunda mejilla que ofreció al que le afrentaba la primera: los evangelistas no osaron plantearse este problema. Enseñemos á perdonar; pero enseñemos también á no ofender. Será más eficiente. Enseñémoslo con el ejemplo, no ofendiendo. Admitamos que la primera vez se ofende por ignorancia; pero creemos que la segunda suele ser por maldad. El mal no se corrige con la complacencia ó la complicidad; es nocivo como los venenos y debe oponérsele antídotos eficaces: la reprobación y el desprecio. Los pequeños virtuosos prefieren la práctica del bien á su prédica. Mientras los hipócritas recetan la austeridad, reservando la indulgencia para sí mismos, ellos evitan los sermones y enaltecen su propia conducta. Para los demás encuentran una disculpa, en la debilidad humana ó en la tentación del medio: «tout comprendre c'est tout pardonner»; sólo son severos consigo mismos. Nunca olvidan sus propias culpas y errores; y si no olvidan las ajenas, tampoco se preocupan de atormentarlas con su odio, pues saben que el tiempo las castiga fatalmente, por esa gravitación que abisma á los perversos como si fueran globos desinflados. Su corazón es sensible á las pulsaciones de los ajenos, abriéndose á toda hora para adulcir las penas de un desventurado y previniendo sus necesidades para ahorrarle la humillación de pedir ayuda; hacen siempre todo lo que pueden, poniendo en ello tal afán que trasluce el deseo de haber hecho más y mejor. Aprueban y estimulan cualquier germen de cultura, prodigando su aplauso á toda idea original y compadeciendo á los ignorantes sin reproches inoportunos; su cordialidad sincera con los espíritus humildes no está corroída por la urbanidad convencional. Esas pequeñas virtudes son usuales, de aplicación frecuente, cuotidiana; sirven para distinguir al bueno del mediocre y difieren tanto de la honestidad como el buen sentido difiere del sentido común. Importan una elevación sobre la mediocridad; los que saben practicarlas merecen los elogios que tan pródigamente se les tributan. Desde Platón y Plutarco está hecha su apología; ello no impide su asidua reiteración por escritores que glosan en estilo menos decisivo la socorrida frase de Hugo: «Il se fait beaucoup de grandes actions dans les petites luttes. Il y a des bravoures opiniatres et ignorées qui se défendent pied á pied dans l'ombre contre l'envahissement fatal des nécessités. Noble et mistérieux triomphe qu'aucun regard ne voit, qu'aucune renommée ne paye, qu'aucune fanfare ne salue. La vie, le malheur, l'isolement, l'abandon, la pauvreté, sont des champs de bataille qui ont leurs héros; héros obscurs plus grands parfois que les héros illustres». No olvidemos, sin embargo, que esas virtudes son pequeñas; es grave error oponerlas á las grandes. Ellas revelan una loable tendencia, pero no pueden compararse con el asiduo celo de perfección que convierte la bondad en virtud. Para esto se requiere cierta intelectualidad superior; las mentes exiguas no pueden concebir un gesto trascendente y noble, ni sabría ejecutarlo un carácter amorfo. Á los que dicen: «no hay tonto malo», podría respondérseles que la incapacidad del mal no es bondad. Aún está por resolverse el antiguo litigio que proponía á elegir entre un imbécil bueno y un inteligente malo; pero está seguramente resuelto que la imbecilidad no es una presunción de virtud, ni la inteligencia lo es de perversidad. Ello no impide que muchos mediocres protesten contra el ingenio y la ilustración, glosando la paradoja de Rousseau, hasta inferir de ella que la escuela puebla las cárceles y que los hombres más buenos son los torpes é ignorantes. Sócrates enseñó--hace de esto algunos años--que la Ciencia y la Virtud se confunden en una sola y misma resultante: la Sabiduría. Para hacer el bien, basta verlo claramente; no lo hacen los que no lo ven; nadie sería malo sabiéndolo. El hombre más inteligente y más ilustrado puede ser el más bueno; «puede» serlo, aunque no siempre lo sea. En cambio el torpe y el ignorante no pueden serlo nunca, irremisiblemente. La moralidad es tan importante como la inteligencia en la composición global del carácter. Los más grandes espíritus son los que asocian las luces del intelecto con las magnificencias del corazón. La «grandeza de alma» es bilateral. Son raros esos talentos completos ó poliédricos; son excepcionales esos genios. Así lo enseñan los epítomes de psicología escolar. Los caracteres perfectamente equilibrados son rarezas. Los hombres excelentes brillan por esta ó aquella aptitud, sin resplandecer en todas; hay asimismo talentos de alguna aptitud intelectual, que no lo son en virtud alguna, y hombres virtuosos que no asombran por sus dotes intelectuales. Ambas formas de talento, aunque distintas y cada una multiforme, son igualmente necesarias y merecen el mismo homenaje. Pueden observarse aisladas; suelen germinar al unísono en el hombre excelente. Aisladas poco valen. La virtud es inconcebible en el imbécil y el ingenio es infecundo en el desvergonzado. La subordinación de la moralidad á la inteligencia es un renunciamiento de toda dignidad; el más ingenioso de los hombres sería detestable cuando pusiera su ingenio al servicio de la rutina, del prejuicio ó del servilismo: sus triunfos serían su vergüenza, no su gloria. Por eso dijo Cicerón, ha muchos siglos: «Cuanto más fino y culto es un hombre, tanto más repulsivo y sospechoso se vuelve si pierde su reputación de honesto». (_De Offic._, II, 9.) Verdad es que el tiempo perdona sus vicios á los genios y á los héroes, capaces de exceder con el bien que hacen al mal que no dejaron de hacer; pero ellos son excepciones raras y en vida habría que medirlos con el criterio de la posteridad: la transcendente magnitud de su obra. Esas nociones suprimen algunos problemas inocentes, como el de fallar si son preferibles los que crean, inventan y perfeccionan en las ciencias y en las artes, ó los que poseen un admirable conjunto de energías morales que impulsa á jugar el porvenir y la vida en defensa de la dignidad y la justicia. Entre los talentos intelectuales y los talentos morales, estos últimos suelen ser preferidos con razón, conceptuándolos más necesarios. «El talento superior es el talento moral», ha escrito Smiles, glosando al inagotable M. de la Palisse. De ese parangón está excluido, _a priori_, el hombre mediocre, pues sólo tiene rutinas en el cerebro y prejuicios en el corazón. La apoteosis del tonto bueno encamínase, evidentemente, á protestar, como lo hacía Cicerón, contra los que pretenden consentir al ingenio un absurdo derecho á la inmoralidad. El sistema es equívoco; igualmente injusto sería desacreditar á los santos más ejemplares fundándose en que existen simuladores de la virtud. Es capcioso oponer el ingenio y la moral, como términos inconciliables. ¿Sólo podría ser virtuoso el rutinario ó el imbécil? ¿Sólo podría ser ingenioso el deshonesto ó el degenerado? La humanidad debiera sonrojarse ante estas preguntas. Sin embargo, ellas son insinuadas por catequistas igualitarios que adulan á la mediocridad, buscando el éxito ante su número infinito. El sofisma es sencillo. De muchos grandes hombres se cuentan anomalías morales ó de carácter, que no suelen contarse del mediocre y del imbécil; luego, aquéllos son inmorales y éstos son virtuosos. Aunque las premisas fuesen exactas, la conclusión sería ilegítima. Si se concediera--y es mentira--que los grandes ingenios son forzosamente inmorales, no habría por qué otorgar al mediocre y al imbécil el privilegio de la virtud, reservado al talento moral. Pero la premisa es falsa. Si se cuentan desequilibrios de los genios y no de los mediocres, no es porque éstos sean faros de virtud, sino por una razón muy sencilla: la historia solamente se ocupa de los primeros, ignorando á los segundos. Por un poeta alcoholista hay diez millones de mediocres que beben como él; por un filósofo uxoricida hay quinientos mil uxoricidas que no son filósofos; por un sabio experimentador, cruel con un perro ó una rana, hay una incontable cohorte de cazadores y toreros que le aventajan en impiedad. ¿Y qué dirá la historia? Hubo un poeta alcoholista, un filósofo uxoricida y un sabio cruel: los millones de mediocres no tienen biografía. Moreau de Tours equivocó el rumbo; Lombroso se extravió; Nordau hizo de la cuestión una simple polémica literaria. No comulguemos con ruedas de molino; la premisa es falsa. Los que han visitado cien cárceles pueden asegurar que había en ellas cincuenta mil hombres de inteligencia mediocre ó inferior, junto á cinco ó veinte hombres de talento. No han visto á un solo hombre de genio. Volvamos al sano concepto socrático, hermanando la virtud y el ingenio, aliados antes que adversarios. Una elevada inteligencia es siempre propicia al talento moral y éste es la condición misma de la virtud. Sólo hay una cosa más vasta, ejemplar, magnífica, el golpe de ala que eleva hacia lo desconocido hasta entonces, remontándonos hasta las cimas eternas de esta aristocracia moral: son los genios que enseñan virtudes no practicadas hasta la hora de sus profecías ó que practican las conocidas con intensidad extraordinaria. Si un hombre encarrila en absoluto su vida hacia un ideal, eludiendo ó contrastando todas las contingencias materiales que contra él conspiran, ese hombre se eleva sobre el nivel mismo de las más altas virtudes. Entra á la santidad. V.--LA SANTIDAD. La santidad existe: los genios morales son los «santos» de la humanidad. La evolución de los sentimientos colectivos, representados por los conceptos de bien y de virtud, se opera por intermedio de hombres extraordinarios. En ellos se resume ó polariza alguna tendencia inmanente del continuo devenir moral. Algunos legislan y fundan religiones, como Manou, Confucio, Moisés ó Budha, en civilizaciones primitivas, cuando los estados son teocracias; otros predican y viven su moral, como Sócrates, Zenón ó Cristo, confiando la suerte de sus nuevos valores á la eficacia del ejemplo; los hay, en fin, que transmutan racionalmente las doctrinas, como Antistenes, Epicuro ó, Spinoza. Sea cual fuere el juicio que á la posteridad merezcan sus enseñanzas, todos ellos son inventores, fuerzas originales en la evolución del bien y del mal, en la metamorfosis de las virtudes. Son siempre hombres extraordinarios, genios, los que las enseñan. Los talentos morales perfeccionan ó practican de manera excelente esas virtudes por ellos creadas; los mediocres morales se limitan á imitarlas tímidamente. Toda santidad es excesiva, desbordante, obsesionadora, absorbente, incontrastable: es genio. Se es santo por temperamento y no por cálculo, por corazonadas firmes, más que por doctrinarismos racionales: así lo fueron todos. El inflexible absolutismo del profeta ó del apóstol es simbólico; sin él no tendríamos la iluminada firmeza del virtuoso ni la obediencia disciplinada del honesto. Los santos no son los factores prácticos de la vida social, sino las masas mediocres que imitan débilmente su fórmula. No fué Francisco un instrumento eficaz de la beneficencia, virtud cristiana que el tiempo reemplazará por la solidaridad social; sus efectos normales son producidos por innumerables individuos que serían incapaces de practicarla por iniciativa propia, y que de su exaltación sublime reciben sugestiones, tendencias y ejemplos, graduándolos, difundiéndolos. El santo de Asís muere de consunción, obsesionado por su virtud, sin cuidarse de sí mismo; entrega su vida á su ideal; los mediocres que practican la beneficencia por él predicada cumplen una obligación, tibiamente, sin perturbar su tranquilidad en holocausto á los demás. La santidad crea ó renueva. «La extensión y el desarrollo de los sentimientos sociales y morales--dice Ribot--, se han producido lentamente y por obra de ciertos hombres que merecen ser llamados _inventores_ en moral. Esta expresión puede sonar extrañamente á ciertos oídos de gente imbuida de la hipótesis de un conocimiento del bien y del mal innato, universal, distribuido á todos los hombres y en todos los tiempos. Si en cambio se admite una moral que se va haciendo, es necesario que ella sea la creación, el descubrimiento de un individuo ó de un grupo. Todo el mundo admite inventores en geometría, en música, en las artes plásticas ó mecánicas; pero también ha habido hombres que por sus disposiciones morales eran muy superiores á sus contemporáneos, y han sido promotores, iniciadores. Es importante observar que la concepción teórica de un ideal moral más elevado, de una etapa á pasar, no basta; se necesita una emoción poderosa que haga obrar y, por contagio, comunique á los otros su propio _élan_. El avance es proporcional á lo que se siente y no á lo que se piensa.» Por esto el genio moral es incompleto mientras no actúa; la simple visión de ideales magníficos no implica la santidad, que está en el ejemplo, más bien que en la doctrina; pero no fuera de su creación original. Los titulados santos de ciertas religiones rara vez son creadores; son simples virtuosos ó alucinados, que el interés del culto y la política eclesiástica disfrazan de genios, atribuyéndoles una santidad nominal. En la historia del sentimiento religioso sólo son genios los que fundan ó transmutan, pero de ninguna manera los que organizan órdenes, establecen reglas, repiten un credo, practican una norma ó difunden un catecismo. El santoral católico es irrisorio. Junto á pocas vidas que merecen la hagiografía de un Fra Domenico Cavalca, muchas hay que no interesan al moralista ni al psicólogo. Numerosas tientan la curiosidad de los alienistas ó son homenajes de los concilios al fanatismo de ciegos rebaños. Pongamos más alta la santidad: donde señale una orientación inconfundible en la historia de la moral. Y para eso cada hora en la humanidad tiene un clima, una atmósfera y una temperatura que sin cesar varían. Cada clima es propicio al florecimiento de ciertas virtudes; cada atmósfera se carga de creencias que señalan su orientación intelectual; cada temperatura marca los grados de fe con que se acentúan determinados ideales y aspiraciones. Una humanidad que evoluciona no puede tener ideales inmutables, sino incesantemente perfectibles, cuyo poder de transformación sea infinito como la vida. La virtud del pasado no es la virtud del presente; los santos de mañana no serán los mismos de ayer. Cada momento del equilibrio entre los hombres y la naturaleza requiere cierta forma de santidad que sería estéril si no fuera oportuna, pues las virtudes se van plasmando en las variaciones de la vida social. En el amanecer de los pueblos, cuando los hombres viven luchando á brazo partido con la naturaleza avara, es indispensable ser fuertes y valientes para ejercer la hegemonía ó asegurar la libertad del grupo; entonces la cualidad suprema es la excelencia física y la virtud del coraje se transforma en culto de héroes, equiparados á los dioses. La santidad está en el heroísmo. En las grandes crisis de renovación moral, cuando la apatía ó la decadencia amenazan disolver un pueblo ó una raza, la virtud excelente entre todas es la integridad del carácter, que permite vivir ó morir por un ideal fecundo para el común engrandecimiento. La santidad está en el apostolado. En las plenas civilizaciones más sirve á la humanidad el que descubre una nueva ley de la naturaleza, ó enseña á dominar alguna de sus fuerzas, que quien culmina por su temperamento de héroe ó de apóstol. Por eso el prestigio rodea á las virtudes intelectuales: la santidad está en la sabiduría. Los ideales éticos no son exclusivos del sentimiento religioso; no lo es la virtud; ni la santidad. Sobre cada sentimiento pueden ellos florecer. Cada época tiene sus ideales, sus virtuosos y sus santos: héroes, apóstoles ó sabios. Las naciones llegadas á cierto nivel de cultura santifican en sus grandes pensadores á los portaluces y heraldos de su grandeza espiritual. Si el ejemplo supremo para los que combaten lo dan los héroes y para los que creen los apóstoles, para los que piensan lo dan los filósofos. En la moral de las sociedades que se forman, culminan Alejandro, César ó Napoleón; y cuando se renuevan, Sócrates, Cristo ó Bruno; pero llega un momento en que los santos se llaman Aristóteles, Bacon y Goethe. La santidad varía á compás del ideal. Los espíritus cultos conciben la santidad en los pensadores, tan luminosa como en los héroes y en los apóstoles; en las sociedades modernas el «santo» es un anticipado visionario de teorías ó profeta de hechos, que la posteridad confirma, aplica ó realiza. Se comprende que, á sus horas, haya santidad en servir á un ideal en los campos de batalla ó desafiando la hipocresía, como en los supremos protagonistas de una _Iliada_ ó de un _Evangelio_; pero se afirma que también es santo, de otros ideales, el poeta, el sabio ó el filósofo que viven eternos en su _Divina Comedia_, en su _Novum Organum_ ó en su _Origen de las Especies_. Si es difícil mirar un instante la cara de la muerte que amenaza paralizar nuestro brazo, lo es más resistir toda una vida los prejuicios y rutinas que amenazan asfixiar nuestra inteligencia. La humanidad asciende sin reposo hacia remotas cumbres, entre nieblas que se espesan y disipan. Los más las ignoran, esclavos de los comunes prejuicios; pocos elegidos pueden verlas, en ciertas horas propicias, y poner un Ideal en las cimas lejanas, aspirando á aproximársele. Orientada por una exigua constelación de visionarios, las generaciones remontan desde la rutina hacia Verdades cada vez menos inexactas y desde el prejuicio hacia Virtudes cada vez menos imperfectas. Todos los caminos de la santidad conducen hacia el punto infinito que marca su imaginaria convergencia. LOS CARACTERES MEDIOCRES I. HOMBRES Y SOMBRAS.--II LA DOMESTICACIÓN DE LOS MEDIOCRES: GIL BLAS DE SANTILLANA.--III LA VANIDAD Y EL ORGULLO.--IV LA DIGNIDAD. I.--HOMBRES Y SOMBRAS. Desprovistos de alas y de penacho, los caracteres mediocres son incapaces de volar hasta una cumbre ó de batirse contra un rebaño. Su vida es perpetua complicidad con la ajena. Son hueste mercenaria del primer hombre firme que sepa uncirlos á su yugo. Atraviesan el mundo cuidando su sombra é ignorando su personalidad. Nunca llegan á individualizarse; ignoran el placer de exclamar «yo soy», frente á los demás. No existen solos. Su amorfa estructura los obliga á borrarse en una raza, en un pueblo, en un partido, en una secta, en una bandería: siempre á embadurnarse de otros. Apuntalan todas las rutinas y prejuicios consolidados á través de siglos. Así medran. Siguen el camino de las menores resistencias, nadando á favor de toda corriente y variando con ella; en su rodar aguas abajo no hay mérito: es simple incapacidad de nadar aguas arriba. Flotan porque saben adaptarse á la hipocresía social, como tenias en una entraña. Son refractarios á todo gesto digno; le son hostiles. Conquistan «honores» y alcanzan «dignidades», en plural; han inventado el inconcebible plural del honor y la dignidad, por definición singulares é inflexibles. Viven de los demás y para los demás: sombras de una grey. Su existencia es el accesorio de focos que la proyectan; carecen de luz, de arrojo, de fuego, de emoción. Todo es, en ellos, prestado. Los caracteres excelentes ascienden á la propia dignidad, nadando contra todas las corrientes rebajadoras, cuyo reflujo acosan y contrastan. Frente á los otros se les reconoce de inmediato, nunca borrados por esa brumazón moral en que aquéllos se destiñen. Su personalidad es toda brillo y arista: _Firmeza y luz, como cristal de roca_, breves palabras que sintetizan su definición perfecta. No la dieron mejor Teofrasto ó la Bruyère. Han creado su vida y servido un Ideal, perseverando en su ruta, sintiéndose dueños de sus acciones, templándose por grandes esfuerzos: seguros en sus creencias, leales á sus afectos, fieles á su palabra. Nunca se obstinan en el error, sin traicionar por ello á la verdad. Ignoran el impudor de la inconstancia y la insolencia de la ingratitud. Pujan contra los obstáculos y afrontan las dificultades. Son respetuosos en la victoria y se dignifican en la derrota: como si para ellos la belleza estuviera en la lid y no en su resultado. Siempre, invariablemente, ponen la mirada alto y lejos; tras lo actual fugitivo divisan un Ideal más respetable cuanto más distante. Estos optímates son contados; cada uno vive por un millón. Poseen una firme línea moral, sirviéndoles de esqueleto ó de armadura. Son alguien. Su fisonomía es la propia y no puede ser de nadie más; son inconfundibles, capaces de imprimir su sello indeleble en mil iniciativas fecundas. La multitud mediocre los teme, como la llaga al cauterio; sin advertirlo, empero, los adora con su desdén. Son los verdaderos amos de la sociedad, los que agreden el pasado y preparan el porvenir, los que destruyen y plasman. Son los actores del drama social, con energía inagotable. Poseen el don de resistir á la masa y pueden librarse de su tiranía niveladora. Por ellos la Humanidad vive y progresa. Son siempre excesivos; centuplican las cualidades que los demás sólo poseen en germen. La hipertrofia de una idea ó una pasión los hace inadaptables á su medio, exagerando su pujanza; mas, para la sociedad, realizan una función armónica y vital. Sin ellos se inmovilizaría el progreso humano, estancándose como velero sorprendido en alta mar por la bonanza. De ellos, solamente de ellos, suelen ocuparse la historia y el arte, interpretándolos como arquetipos de la Humanidad. El hombre que piensa con su propia cabeza y la sombra que refleja los pensamientos de su rebaño, parecen pertenecer á mundos distintos. Hombres y sombras: difieren como el cristal y la arcilla. El cristal tiene una forma preestablecida en su propia composición química; cristaliza en ella ó no, según los casos; pero nunca tomará otra forma que la propia. Al verlo sabemos lo que es, inconfundiblemente. De igual manera el hombre superior es siempre uno, en sí, aparte de los demás. Si el clima social le es propicio conviértese en núcleo de energías sociales, proyectando sobre el medio sus características propias, á la manera del cristal que en una solución saturada provoca nuevas cristalizaciones semejantes á sí mismo, creando formas de su propio sistema geométrico. La arcilla, en cambio, carece de forma propia y toma la que le imprimen las circunstancias exteriores, los seres que la presionan ó las cosas que la rodean; conserva el rastro de todos los surcos y el hoyo de todos los dedos, como la cera, como la masilla; será cúbica, esférica ó piramidal, según la modelen. Así los caracteres mediocres: sensibles á las coerciones del medio en que viven, incapaces de servir una fe ó una pasión. Las creencias son el esqueleto del carácter; el hombre que las posee firmes y elevadas, lo tiene excelente. Las sombras no creen. La personalidad está en perpetua evolución y el carácter individual es su delicado instrumento; hay que templarlo sin descanso en las fuentes de la cultura y del amor. Nace, en parte, con nosotros: el temperamento. Se educa después: la experiencia. Lo que heredamos implica cierta fatalidad, que la educación corrige y orienta. Los hombres están predestinados á conservar su línea propia entre las presiones coercitivas de la sociedad; las sombras no tienen resistencia, se adaptan á los demás hasta desfigurarse, domesticándose. El carácter se expresa por actividades que constituyen la conducta. Cada ser humano tiene el correspondiente á sus creencias; si es «firmeza y luz», como dijo el poeta, la firmeza está en los sólidos cimientos de su cultura y la luz en su elevación moral. Los elementos intelectuales no bastan para determinar su orientación; la febledad del carácter depende tanto de la mediocridad moral como de aquéllos, ó más. Sin algún ingenio es imposible ascender por los senderos de la virtud; sin alguna virtud son inaccesibles los del ingenio. En la acción van de consuno. La fuerza de las creencias está en no ser puramente racionales; pensamos con el corazón y con la cabeza. Ellas no implican un conocimiento exacto de la realidad; son simples juicios á su respecto, susceptibles de ser corregidos ó reemplazados. Son nuestras verdades actuales; cada verdad es una opinión contingente y provisoria. Todo juicio implica una afirmación; el juicio negativo es una creencia, lo mismo que el afirmativo. Toda negación es, en sí misma, afirmativa; negar es afirmar una negación. La actitud es idéntica: se cree lo que se afirma ó se niega. Lo contrario de la afirmación no es la negación, es la duda. Para afirmar ó negar es indispensable creer. Ser alguien es creer intensamente; pensar es creer; amar es creer; odiar es creer; luchar es creer; vivir es creer. Las creencias son los móviles de toda actividad humana. No necesitan ser evidentes: creemos con anterioridad á todo razonamiento y cada nueva noción es adquirida á través de creencias ya preformadas. La duda debiera ser más común, faltándonos criterios de certidumbre absoluta; la primera actitud, sin embargo, es una adhesión á lo que se presenta á nuestra experiencia. La manera espontánea de pensar las cosas consiste en creerlas tales como las sentimos; los niños, los salvajes, los ignorantes y los espíritus débiles son accesibles á todos los errores, juguetes frívolos de las personas, las cosas y las circunstancias. Cualquiera desvía á los bajeles sin gobierno. Sus creencias son como los clavos, que se meten de un solo golpe; las convicciones firmes entran como los tornillos, poco á poco, á fuerza de observación y de estudio. Cuesta más trabajo adquirirlas; pero mientras los clavos ceden al primer estrujón vigoroso, los tornillos resisten y mantienen de pie la personalidad. El ingenio y la cultura corrigen las fáciles ilusiones primitivas y las rutinas impuestas por el rebaño al individuo: la amplitud del saber permite á los hombres formarse ideas propias. Vivir arrastrado por las ajenas equivale á no vivir. Los mediocres son obra de los demás y están en todas partes: manera de no ser nadie y no estar en ninguna. Sin unidad no se concibe un carácter. Cuando falta, el hombre es amorfo ó inestable; vive zozobrando como frágil barquichuelo en un océano. Esa unidad debe ser efectiva en el tiempo; depende, en gran parte, de la coordinación de las creencias. Ellas son fuerzas dinamógenas y activas, sintetizadoras de la personalidad. La historia natural del pensamiento humano sólo estudia creencias, no certidumbres. La especie, las razas, las naciones, los partidos, los grupos, son animados por necesidades materiales que las engendran, más ó menos conformes á la realidad, pero siempre determinantes de su acción. Creer es la forma natural de pensar para vivir. La unidad de las creencias permite á los hombres obrar de acuerdo con el propio pasado: es un hábito de independencia y la condición del hombre libre, en el sentido relativo que el determinismo consiente. Sus actos son ágiles y rectilíneos, pueden preveerse en cada circunstancia; siguen sin vacilaciones un camino trazado: todo concurre á que custodien su dignidad y se formen un ideal. Siempre están prontos para el esfuerzo y lo realizan sin zozobra. Se sienten libres cuando rectifican sus yerros y más libres aún al manejar sus pasiones. Quieren ser independientes de todos, sin que ello les impida ser tolerantes: el precio de su libertad no lo ponen en la sumisión de los demás. Siempre hacen lo que quieren, pues sólo quieren lo que está en sus fuerzas realizar. Han sabido pulir la obra de sus educadores y nunca creen terminada la propia cultura. Diríase que ellos mismos se han hecho como son, viéndoles recalcar en todos los actos el propósito de asumir su responsabilidad. Las creencias del hombre son hondas, arraigadas en vasto saber; le sirven de timón seguro para marchar por una ruta que él conoce y no oculta á los demás; cuando cambia de rumbo es porque sus creencias se transforman por una nueva experiencia y al calor de más profundas meditaciones. Las creencias de la sombra son surcos arados en el agua, incapaces de resistir el roce de la ola más blanda; cualquier ventisca las desvía; su opinión es tornadiza como veleta y sus cambios obedecen á solicitaciones groseras de conveniencias inmediatas. Los hombres evolucionan según varían sus creencias y pueden cambiarlas mientras siguen aprendiendo; las sombras acomodan las propias á sus apetitos y pretenden encubrir la indignidad con el nombre de evolución. Si dependiera de ellas, esta última palabra equivaldría á desequilibrio ó desvergüenza; muchas veces á traición. Creencias firmes, conducta firme. Ése es el criterio para apreciar el carácter: las obras. Lo dice el bíblico poema: «Iudicaberis ex operibus vestris», seréis juzgados por vuestras obras. ¡Cuántos hay que parecen hombres y sólo valen por las posiciones alcanzadas en las piaras mediocráticas! Vistos de cerca, examinadas sus obras, son menos que nada, valores negativos. Sombras. II.--LA DOMESTICACIÓN DE LOS MEDIOCRES. Gil Blas de Santillana es una sombra: su vida entera es un proceso continuo de domesticación social. Si alguna línea propia permitía diferenciarle de su rebaño, todo el estercolero social se vuelca sobre él para borrarla, complicando su insegura unidad en una cifra inmensa. El rebaño le ofrece infinitas ventajas. No sorprende que él las acepte á cambio de ciertos renunciamientos compatibles con su estructura moral. No le exige cosas inverosímiles; bástale su condescendencia pasiva, su alma de siervo. Los hombres resisten las tentaciones. Las sombras resbalan por la pendiente: si alguna partícula de originalidad les estorba, la eliminan para confundirse mejor en los demás. Parecen sólidas y se ablandan, ásperas y se suavizan, ariscas y se amansan, calurosas y se entibian, resplandecientes y se opacan, ardientes y se apaciguan, viriles y se afeminan, erguidas y se achatan. Mil sórdidos lazos las acechan desde que toman contacto con la mediocridad: aprenden á medir sus virtudes y á practicarlas con parsimonia. Cada apartamiento les cuesta un desengaño, cada desvío les vale una desconfianza. Amoldan su corazón á los prejuicios y su inteligencia á las rutinas: la domesticación les facilita la lucha por la vida. La mediocridad aborrece al digno y adora al lacayo. Gil Blas la encanta; simboliza al «hombre práctico» que de toda situación saca partido y en toda villanía tiene provecho. Persigue á Stockmann, el enemigo del pueblo, con tanto afán como pone en admirar á Gil Blas: le recoge en la cueva de bandoleros y le encumbra favorito en las cortes. Es un hombre de corcho: flota. Ha sido salteador, alcahuete, ratero, prestamista, asesino, estafador, fementido, ingrato, hipócrita, traidor, curandero: tan varios encenagamientos no le impiden ascender hasta la piara y otorgar sonrisas desde esa cumbre. Es perfecto en su género. Su secreto es simple: es un animal doméstico. Entra al mundo como siervo y sigue siendo servil hasta la muerte, en todas las circunstancias y situaciones: nunca tiene un gesto altivo, jamás acomete de frente un obstáculo. El buen lenguaje clásico llamaba doméstico á todo hombre que servía. Y era justo. El hábito de la servidumbre trae consigo sentimientos de domesticidad, en los cortesanos lo mismo que en los pueblos. Habría que copiar por entero el elocuente _«Discurso sobre la servidumbre voluntaria»_, escrito por La Boétie en su adolescencia y transmitido á la gloria por el admirativo elogio de Montaigne. Desde él hasta Sergi, miles de páginas fustigan la subordinación á los dogmatismos sociales, el acatamiento incondicional de los prejuicios admitidos, el respeto de las jerarquías adventicias, la disciplina ciega á la imposición colectiva, el homenaje decidido á todo lo que representa el orden vigente, la sumisión sistemática á la voluntad de los poderosos: todo lo que refuerza la domesticación y tiene por consecuencia inevitable el servilismo. Los caracteres excelentes son indomesticables: tienen su norte puesto en su Ideal. Su «firmeza» los sostiene; su «luz» los guía. Las sombras degeneran. Fácilmente se licua la cera; jamás el cristal pierde su arista. La mediocridad es un préstamo hecho por la grey al individuo; la originalidad es una virtud intrínseca. Los mediocres encharcan su sombra cuando el medio los instiga; los superiores se encumbran en la misma proporción en que se rebaja su ambiente. En la dicha y en la adversidad, amando y despreciando, entre risas y entre lágrimas, cada hombre firme tiene un modo peculiar de comportarse, que es su síntesis: el carácter. Las sombras ignoran esa unidad de conducta que permite prever el gesto en todas las ocasiones. Para Zenón, el estoico, el carácter es fuente de la vida y della manan todas nuestras acciones. Es buen decir, pero impreciso. En sus definiciones los moralistas no concuerdan con los psicólogos: aquéllos catonizan como predicadores y éstos describen como naturalistas. Es una síntesis: hay que insistir en ello. El carácter es un exponente de toda la personalidad y no de algún elemento aislado. En los mismos filósofos, que desarrollan sus aptitudes de modo parcial, el carácter parece depender exclusivamente de condiciones intelectuales. Vano error: su conducta es el trasunto de cien otros factores. Pensar es vivir. Los nobles aleteos serían imposibles sin una organización sistemática de su moral y su voluntad, haciendo converger á su objeto los más vehementes anhelos de perfección humana. El investigador de una verdad se sobrepone á la sociedad en que vive: trabaja para ella y piensa por todos, anticipándose, contrariando sus rutinas. Tiene una personalidad social, adaptada para las funciones que no puede ejercitar en una ermita; pero sus sentimientos sociales no le imponen complicidad en lo turbio. En su anastomosis con el rebaño conserva libres el corazón y el cerebro, mediante algo propio que nunca se desorienta: el que posee un carácter no se domestica. Gil Blas medra entre los hombres desde que el rebaño humano existe; han protestado contra él los idealistas de todos los tiempos. Los románticos, envueltos en sublime desdén, han enfestado contra los temperamentos serviles: «Lorenzaccio» estruja con palabras ilevantables la cobardía de los pueblos avenidos á la servidumbre. Y no le van en zaga los individualistas, cuyo más alto vuelo lírico alcanzara Nietzsche: sus más hermosas páginas son un código de moral antimediocre, una exaltación de cualidades inconciliables con la disciplina social. El espíritu gregario, por él acerbamente fustigado, tiene un disector elocuentísimo en Palante: exhibe las solidarias complicidades con que los mediocres resisten las iniciativas de los originales, agrupándose en modos diversos según sus intereses de clase, jerarquía ó funciones. Donde hubo esclavos y siervos se plasmaron caracteres serviles. Vencido, no lo mataban: lo hacían trabajar en provecho propio. Uncido al yugo, tembloroso ante el látigo, el esclavo doblábase bajo coyundas que grababan en su carácter la domesticidad. Algunos--dice la historia--fueron rebeldes ó alcanzaron dignidades: su rebeldía fué siempre un gesto de animal hambriento y su éxito fué el precio de complicidades en vicios de sus amos. Llegados al ejercicio de alguna autoridad, practicaron la deslealtad y la ingratitud: tornáronse despóticos, desprovistos de ideales que los detuvieran ante ninguna infamia, como si quisieran con sus abusos olvidar la servidumbre sufrida anteriormente. Gil Blas fué el más bajo de los favoritos. El tiempo y el ejercicio adaptan á la vida servil. El hábito de resignarse para medrar crea resortes cada vez más sólidos, automatismos que destiñen para siempre todo rasgo individual. El quitamotas Gil Blas se mancha de estigmas que lo hacen inconfundible con el hombre digno. Aunque emancipado, sigue siendo lacayo y da rienda suelta á bajos instintos. La costumbre de obedecer engendra una mentalidad doméstica. El que nace de siervos la trae acentuada, según Aristóteles. Hereda hábitos serviles y no encuentra ambiente propicio para formarse un carácter. Las vidas iniciadas en la servidumbre no adquieren dignidad. Los antiguos tenían mayor desprecio por los hijos de siervos, reputándolos moralmente peores que los adultos reducidos al yugo por deudas ó en las batallas; suponían que heredaban la domesticidad de sus padres, intensificándola en la ulterior servidumbre. Eran despreciados por sus amos. Esto se repite en cuantos países hubieron una raza esclava inferior. Es legítimo. Con humillante desprecio son mirados los mulatos y mestizos, descendientes de antiguos esclavos, en todas las naciones de raza blanca que han abolido la esclavitud; su afán por disimular su ascendencia servil demuestra que reconocen la indignidad hereditaria condensada en ellos. Ese menosprecio es justo. Así como el antiguo esclavo tornábase vanidoso é insolente si trepaba á cualquier posición donde pudiera mandar, los mulatos contemporáneos se ensoberbecen en las inorgánicas mediocracias sudamericanas, captando funciones y honores que hartan los apetitos acumulados en domesticidades seculares. La clase crea idénticas desigualdades que la raza. Los siervos fueron tan domésticos como los esclavos; la revolución francesa dió libertad política á sus descendientes, más no supo darles esa libertad moral que es el resorte de la dignidad. El burgués merece el desprecio del aristócrata, más que el odio del proletario aspirante á la burguesía; no hay peor jefe que el antiguo asistente, ni peor amo que el antiguo lacayo. Las aristocracias son lógicas al desdeñar á los advenedizos: los consideran descendientes de criados enriquecidos y suponen que han heredado su domesticidad al mismo tiempo que las talegas. Esas inclinaciones serviles, arraigadas en el fondo mismo de la herencia étnica ó social, son bien vistas por las mediocracias contemporáneas, que nivelan políticamente al servil y al digno. Ha variado el nombre, pero la cosa subsiste: la domesticación de los mediocres se continúa en las sociedades modernas. Lleva más de un siglo la abolición legal de la esclavitud ó la servidumbre; los países no se creerían civilizados si la conservaran en sus códigos. Eso no tuerce las costumbres; el esclavo y el siervo siguen existiendo, por temperamento ó por mediocridad de carácter. No son propiedad de sus amos, pero buscan la tutela ajena, como á la querencia los animales extraviados. La psicología gregaria no se transmuta declarando los derechos del hombre; la libertad, la igualdad y la fraternidad son ficciones que halagan á los espíritus mediocres, sin redimirlos de su mediocridad. Hay inclinaciones que sobreviven á todas las leyes igualitarias y hacen amar el yugo ó el látigo. Las leyes no pueden dar hombría á la sombra, carácter al amorfo, dignidad al envilecido, iniciativa á los imitadores, virtud al honesto, intrepidez al manso, afán de libertad al servil. Por eso, en plena democracia, los caracteres mediocres buscan naturalmente su bajo nivel: se domestican. En ciertos sujetos, sin carácter desde el cáliz materno hasta la tumba, la conducta no puede seguir normas constantes. Son peligrosos porque su ayer no dice nada sobre su mañana; obran á merced de impulsos accidentales, siempre aleatorios. Si poseen algunos elementos válidos, ellos están dispersos, incapaces de síntesis; la menor sacudida pone á flote sus atavismos de salvaje y de primitivo, depositados en los surcos más profundos de su personalidad. Sus imitaciones son frágiles y poco arraigadas. Por eso son antisociales, incapaces de elevarse á la honesta condición de animales de rebaño. Á otros desgraciados, sin irreparables lagunas del temperamento, la sociedad les mezquina su educación domesticadora. Las grandes ciudades pululan de niños moralmente desamparados, presa de la miseria, sin hogar, sin escuela. Viven tanteando el vicio y cosechando la corrupción, sin el hábito de la mediocre honestidad y sin el ejemplo luminoso de la virtud. Embotada su inteligencia y coartadas sus mejores inclinaciones, tienen la voluntad errante, incapaz de sobreponerse á las convergencias fatales que pugnan por hundirlos. Y si pasan su infancia sin rodar á la charca, tropiezan después con nuevos obstáculos. El trabajo, creando el hábito del esfuerzo, sería la mejor escuela del carácter; pero la sociedad enseña á odiarlo, imponiéndolo precozmente, como una ignominia desagradable ó un envilecimiento infame, bajo la esclavitud de yugos y de horarios, ejecutado por hambre ó por avaricia, hasta que el hombre huye de él como de un castigo: sólo podrá amarlo cuando sea una gimnasia espontánea de sus gustos y de sus aptitudes. Así la sociedad completa su obra; los que no naufragan por la educación malsana escollan en el trabajo embrutecedor. En la compleja actividad moderna toléranse las voluntades claudicantes: sus incongruencias quedan veladas mientras sus actos se refieren á los vulgares automatismos de la vida diaria; pero cuando una circunstancia nueva los obliga á buscar una solución, la personalidad se agita al azar y revela sus vicios intrínsecos. Esos degenerados son indomesticables. Los mediocres, como Gil Blas, carecen de contralor sobre su propia conducta y olvidan que la más leve caída puede ser el paso inicial hacia una degradación completa. Ignoran que cada esfuerzo de dignidad consolida nuestra firmeza: cuanto más peligrosa es la verdad que hoy decimos, tanto más fácil será mañana pronunciar otras á voz en cuello. En las mediocracias todo conspira contra las virtudes civiles: los hombres se corrompen los unos á los otros, se imitan en lo intérlope, se estimulan en lo turbio, se justifican recíprocamente. Una atmósfera tibia entorpece al que cede por vez primera á la tentación de lo injusto; las consecuencias de la primera falta pueden ir hasta lo infinito. Los mediocres no pueden evitarla; en vano harían el propósito de volver al buen sendero y enmendarse. Para las sombras no hay rehabilitación; prefieren excusar las desviaciones leves, sin advertir que ellas preparan las hondas. Todos los hombres conocen esas pequeñas flaquezas, que de otro modo fueran perfectos desde su origen; pero mientras en los caracteres firmes pasan como un roce que no deja rastro, en los mediocres aran un surco por donde se facilita la recidiva. Ésa es la vía del envilecimiento. Los virtuosos la ignoran; los honestos se dejan tentar. Como á Gil Blas, sólo les cuesta la primera caída; después siguen cayendo como el agua en las cascadas, á saltitos, de pequeñez en pequeñez, de flaqueza en flaqueza, de curiosidad en curiosidad. Los remordimientos de la primera culpa ceden á la necesidad de ocultarla con otras; los espíritus mediocres no se amedrentan. Su carácter se disocia y ellos se tuercen, andan á ciegas, tropiezan, dan barquinazos, adoptan expedientes, disfrazan sus intenciones, acceden por senderos tortuosos, buscan cómplices diestros para avanzar en la tiniebla. Después de los primeros tanteos se marcha de prisa, hasta que las raíces mismas de su moral se aniquilan, borrándose toda creencia y empañándose la dignidad. Así resbalan por la pendiente, aumentando la cohorte de lacayos y parásitos: centenares de Gil Blas carcomen las bases de la sociedad que ha pretendido modelarlos á su imagen y semejanza. Los hombres sin ideales son incapaces de resistir las acechanzas que las mediocracias siembran en su camino. Cuando han cedido á la tentación quedan cebados, como las fieras que conocen el sabor de la sangre humana. Por la circunstancia de pensar siempre con la cabeza de la sociedad, el doméstico es el puntal más seguro de todos los prejuicios políticos, religiosos, morales y sociales. Gil Blas está siempre con las manos congestionadas por el aplauso á los ungidos y con el arma filosa para agredir al que encarna una innovación. El panurgismo y la intolerancia son los colores de su escarapela, cuyo respeto exige de todos. Es incalculable la infinitud de gentes domésticas que nos rodea. Cada funcionario tiene un rebaño voraz, sumiso á su capricho, como los hambrientos al de quien los harta. Si fuesen capaces de vergüenza, los adulones vivirían más enrojecidos que las amapolas; lejos de eso, pasean su domesticidad y están orgullosos de ella, exhibiéndola con donaire, como luce la pantera las aterciopeladas manchas de su piel. La domesticación realízase de cien maneras, tentando sus apetitos. En los límites de la influencia oficial, los medios de aclimatación se multiplican, especialmente en los países apestados de funcionarismo. Los mediocres no resisten; ceden á esa hipnotización. La pérdida de su dignidad iníciase cuando abren el ojo á la prebenda que estremece su estómago ó nubla su vanidad, inclinándose ante las manos que hoy le otorgan el favor y mañana le manejarán la rienda. Aunque ya no hay servidumbre legal, muchos sujetos, libres de la domesticidad forzosa, se avienen á ella voluntariamente, por vocación implícita en su flaqueza. Están mancillados desde la cuna; aun no habiendo menester de beneficios, son instintivamente serviles. Los hay en todas las clases sociales. El precio de su indignidad varía con el rango y se traduce en formas tan diversas como las personas que la ejercitan. Alentando á Gil Blas, rebájase el nivel moral de los pueblos y de las razas; no es tolerancia estimular el abellacamiento. La cotización del mérito decae. La mansedumbre silenciosa es preferida á la dignidad altiva. La piel se cubre de más afeites cuando es menos sólida la columna vertebral; las buenas maneras son más apreciadas que las buenas acciones. Si el de Santillana se enguanta para robar, merece la admiración de todos; si Stockmann se desnuda para salvar á un náufrago, lo condenan por escándalo. En los pueblos domesticados llega un momento en que la virtud es un ultraje á las costumbres... Las sombras, cubiertas de moho igualitario, viven con el anhelo de castrar á los caracteres firmes y decapitar á los pensadores alados, no perdonándoles el lujo de ser viriles ó tener cerebro. La falta de virilidad es elogiada como un refinamiento, lo mismo que en los caballos de paseo. La ignorancia parece una coquetería, como la duda elegante que inquieta á ciertos fanáticos sin ideales. Los méritos conviértense en contrabando peligroso, obligados á disculparse y ocultarse, como si ofendieran por su sola existencia. Cuando el hombre digno empieza á despertar recelos, el arrebañamiento es grave; cuando la dignidad parece absurda y es cubierta de ridículo, la domesticación de los mediocres ha llegado á sus extremos. III.--LA VANIDAD Y EL ORGULLO. El hombre es. La sombra parece. El hombre pone su honor en el mérito propio y es juez supremo de sí mismo; asciende á la dignidad. La sombra pone el suyo en la estimación de los demás y renuncia á juzgarse; desciende á la vanidad. Hay una moral del honor y otra de su caricatura: ser ó parecer. Cuando un ideal de perfección impulsa á ser mejores, ese culto de los propios méritos consolida en los hombres la dignidad; cuando el afán de parecer arrastra á cualquier abajamiento, el culto de la sombra enciende la vanidad. Del amor propio nacen las dos: hermanas por su origen, como Abel y Caín. Y más enemigas que ellos, irreconciliables. Son formas diversas de amor propio. Siguen caminos divergentes. La una florece sobre el orgullo, celo escrupuloso puesto en el respeto de sí mismo; la otra nace de la soberbia, apetito de culminación ante los demás. El orgullo es una arrogancia originada por nobles motivos y quiere aquilatar el mérito; la soberbia es una desmedida presunción y busca alargar la sombra. Catecismos y diccionarios han colaborado á la mediocrización moral, subvirtiendo los términos que designan lo eximio y lo vulgar. Donde los padres de la Iglesia decían _superbia_, como los antiguos, fustigándola, tradujeron los zascandiles orgullo, confundiendo sentimientos distintos. De allí el equivocar la vanidad con la dignidad, que es su antítesis, y el intento de tasar á igual precio los hombres y las sombras, con desmedro de los primeros. En su forma embrionaria revélase el amor propio como deseo de elogios y temor de censuras: una exagerada sensibilidad á la opinión de los demás. En los caracteres mediocres, conformados á las rutinas y los prejuicios corrientes, el deseo de brillar en su medio y el juicio que sugieren al pequeño grupo que les rodea, son estímulos para la acción. La simple circunstancia de vivir arrebañados predispone á perseguir la aquiescencia ajena; la estima propia es favorecida por el contraste ó la comparación con los demás. Trátase hasta aquí de un sentimiento normal. Pero los caminos divergen. En los dignos el propio juicio antepónese á la aprobación ajena; en los mediocres se postergan los méritos y se cultiva la sombra. Los primeros viven para sí; los segundos vegetan para los otros. Aquéllos pueden alentar un Ideal y soñar una perfección; éstos se acomodan á lo que favorezca el éxito. Si el hombre no viviera en mesnadas, el amor propio sería dignidad en todos; lo es solamente en los caracteres firmes. Los mediocres, forzados á venerar su sombra, precipítanse en lo turbio. Las preocupaciones igualitarias, reinantes en las mediocracias contemporáneas, exaltan á los domésticos. El brillo de la gloria sobre las frentes elegidas deslumbra á los ineptos, como el hartazgo del rico encela al miserable. El elogio del mérito es un estímulo para su simulación. Obsesionados por el éxito, é incapaces de soñar la gloria, muchos impotentes se envanecen de méritos ilusorios y virtudes secretas que los demás no reconocen; créense actores de la comedia humana; entran á la vida construyéndose un escenario, grande ó pequeño, bajo ó culminante, sombrío ó luminoso; viven con perpetua preocupación del juicio ajeno sobre su sombra. Consumen su existencia sedientos de distinguirse en su órbita, de ocupar á su mundo, de cultivar la atención ajena por cualquier medio y de cualquier manera. La diferencia, si la hay, es puramente cuantitativa entre la vanidad del escolar que persigue diez puntos en los exámenes, la del político que sueña verse aclamado ministro ó presidente, la del novelista que aspira á ediciones de cien mil ejemplares y la del asesino que desea ver su retrato en los periódicos. La exaltación del amor propio, peligrosa en los espíritus vulgares, es útil al hombre que sirve un Ideal. Éste la cristaliza en dignidad; aquéllos la degeneran en vanidad. El éxito envanece á los mediocres, nunca al excelente. Esa anticipación de la gloria hipertrofia la personalidad en los hombres superiores: es su condición natural. ¿El atleta no tiene, acaso, biceps excesivos hasta la deformidad? La función hace el órgano. El «yo» es el órgano propio de la originalidad: absoluta en el genio. Lo que es absurdo en el mediocre, en el hombre superior es un adorno: simple exponente de fuerza. EL músculo abultado no es ridículo en el atleta; lo es, en cambio, toda adiposidad excesiva, por monstruosa é inútil: como la vanidad del insignificante. Ciertos hombres de genio habrían sido incompletos sin su megalomanía. Su orgullo nunca excede á la vanidad de los imbéciles. La aparente diferencia guarda proporción con el mérito. Á un metro y á simple vista nadie ve la pata de una hormiga, pero todos perciben la garra de un león; lo propio ocurre con el egotismo ruidoso de los hombres y la desapercibida soberbia de las sombras más densas. No pueden confundirse. El vanidoso vive comparándose con los que le rodean, envidiando toda excelencia ajena y carcomiendo toda reputación que no puede igualar; el orgulloso no se compara con los que juzga inferiores y pone su mirada en tipos ideales de perfección que están muy alto y encienden su entusiasmo. El orgullo, subsuelo indispensable de la dignidad, imprime á los hombres cierto bello gesto que las sombras censuran. Para ello el babélico idioma de los vulgares ha enmarañado la significación del vocablo, acabando por ignorarse si designa un vicio ó una virtud. Todo es relativo. Si hay méritos el orgullo es un derecho; si no los hay se trata de vanidad. El hombre que afirma un Ideal y se perfecciona hacia él, desprecia, con eso, la atmósfera inferior que le asfixia; es un sentimiento natural, cimentado por una desigualdad efectiva y constante. Para los mediocres sería más grato que no les enrostraran esa humillante diferencia; pero olvidan que ellos son sus enemigos, constriñendo su tronco robusto como la hiedra á la encina, para ahogarle en el número infinito. El digno está obligado á burlarse de las mil rutinas que el servil adora bajo el nombre de principios; su conflicto es perpetuo. La dignidad es un rompeolas opuesto por el individuo á la marea de mediocridad que le acosa. Es aislamiento de la multitud y desprecio de sus pastores, casi siempre esclavos del propio rebaño. IV.--LA DIGNIDAD. El que aspira á parecer renuncia á ser. En pocos hombres súmanse el ingenio y la virtud en un total de dignidad: forman una aristocracia natural, siempre exigua frente al número infinito de espíritus omisos. Credo supremo de todo idealismo, la dignidad es unívoca, intangible, intransmutable. Es síntesis de todas las virtudes que aceran al hombre y borran la sombra: donde ella falta no existe el sentimiento del honor. Y así como los pueblos sin dignidad son rebaños, los individuos sin ella son esclavos. Los temperamentos adamantinos--_firmeza y luz_--apártanse de toda complicidad niveladora, buscan en sí mismos la sanción de sus actos, desafían la opinión ajena si con ello han de salvar la propia, declinan todo bien mundano que requiera una abdicación, entregan su vida misma antes que traicionar sus ideales. Van rectos, solos, sin contaminarse en facciones y huestes, convertidos en viviente protesta contra todo abellacamiento ó servilismo. Las sombras vanidosas se mancornan para disculparse en el número, rehuyendo las íntimas sanciones de su conciencia; los seres domesticados son incapaces de gestos viriles, fáltales coraje. La dignidad implica valor moral. Los pusilánimes son impotentes, como los aturdidos; los unos reflexionan cuando conviene obrar, y los otros obran sin haber reflexionado. La insuficiencia del esfuerzo equivale á la desorientación del impulso: el mérito de las acciones se mide por el afán que cuestan y no por sus resultados. Sin coraje no hay honor. Todas sus formas implican dignidad y virtud. Con su ayuda los sabios acometen la exploración de lo ignoto, los moralistas minan las sórdidas fuentes del mal, los osados se arriesgan para violar la altura y la extensión, los justos se adiamantan en la fortuna adversa, los firmes resisten la tentación y los severos el vicio, los mártires van á la hoguera por desenmascarar una hipocresía, los santos mueren por un Ideal. Para anhelar una perfección es indispensable: «el coraje--sentenció Lamartine--es la primera de las elocuencias, es la elocuencia del carácter.» Noble decir. El que aspira á ser águila debe mirar lejos y esforzarse para volar alto; el que se resigna á arrastrarse como un gusano renuncia al derecho de protestar si lo aplastan. La febledad y la ignorancia favorecen la domesticación de los caracteres mediocres, adaptándolos á la vida mansa; el coraje y la cultura exaltan el individualismo de los excelentes, floreciéndolos de dignidad. El lacayo pide; el digno merece. Aquél solicita del favor lo que éste espera del mérito. Ser digno significa no pedir lo que se merece, ni aceptar lo inmerecido. Mientras los serviles trepan entre las malezas del favoritismo, los austeros ascienden por la escalinata de sus méritos. Ó no ascienden por ninguna. La dignidad estimula toda perfección del hombre; la vanidad acicatea cualquier éxito de la sombra. El digno ha escrito un lema en su blasón: lo que tiene por precio una partícula de honor, es caro. El pan sopado en la adulación, que engorda al servil, envenena al digno. Prefiere, éste, perder un derecho á obtener un favor; mil daños le serán más leves que medrar indignamente. Cualquier herida es transitoria y puede dolerle una hora; la más leve domesticidad le remordería por toda la vida. Cuando el éxito no depende de los propios méritos, bástale conservarse erguido, incólume, irrevocable en la propia dignidad. En las bregas domésticas, la obstinada sinrazón suele triunfar del mérito sonriente; la pertinacia del mediocre es proporcional á su acorchamiento. Los caracteres dignos desdeñan cualquier favor; se estiman superiores á lo que puede darse sin mérito. Prefieren vivir crucificados sobre su orgullo á prosperar arrastrándose; querrían que al morir su Ideal les acompañase blanquivestido y sin manchas de abajamientos, como si fueran á desposarlo más allá de la muerte. Los caracteres dignos permanecen solitarios, sin lucir en el anca ninguna marca de hierro; son como el ganado levantisco que hociquea los tiernos tréboles de la campiña virgen, sin aceptar la fácil ración de los pesebres. Si su pradera es árida no importa; en libre oxígeno aprovechan más que en cebadas copiosas, con la ventaja de que aquél se toma y éstas se reciben de alguien. Prefieren estar solos. Saben que juntarse es rebajarse. Cada flor englobada en un ramillete pierde su perfume propio. Obligado á vivir entre desemejantes, el digno mantiénese ajeno á todo lo que estima inferior. Descartes dijo que se paseaba entre los hombres como si ellos fueran árboles; y Banville escribió de Gautier: «Era de aquéllos que, bajo todos los regímenes, son necesaria é invenciblemente libres: cumplía su obra con desdeñosa altivez y con la firme resignación de un dios desterrado». Ignora el hombre digno las aterciopeladas cobardías que dormitan en el fondo de los caracteres serviles; no sabe desarticular su cerviz. Su respeto por el mérito le obliga á desacatar toda sombra que carece de él, á agredirla si amenaza, á castigarla si hiere. Cuando es anodina la muchedumbre que impide sus anhelos y no tiene adversarios que fazferir, el digno se refugia en sí mismo, se atrinchera en sus ideales y calla, temiendo estorbar con sus palabras á las sombras que lo escuchan. Y mientras cambia el clima, como es fatal en la alternativa de las estaciones, espera anclado en su orgullo, como si éste fuera el puerto natural y más seguro para su dignidad. Vive con la obsesión de no depender de nadie; sabe que sin independencia material el honor está expuesto á mil mancillas. Todo parásito es un siervo; todo mendigo es un doméstico. El hambriento puede ser rebelde: no es nunca un hombre libre. Enemiga poderosa de la dignidad es la miseria: ella hace trizas los caracteres mediocres é incuba las peores servidumbres. El que ha atravesado dignamente una pobreza es un heroico ejemplar de carácter. Suprema es la indignidad de los que adulan teniendo fortuna; ésta les redimiría de todas las domesticidades, si no fuesen esclavos de la vanidad. El pobre no puede vivir su vida, tantos son los compromisos de la indigencia; redimirse de ella es comenzar á vivir. Todos los hombres altivos viven soñando una modesta independencia material; la miseria es mordaza que traba la lengua y paraliza el corazón. Hay que escapar de sus garras para elegirse el Ideal más alto, el trabajo más agradable, la mujer más bella, los amigos más leales, los horizontes más risueños, el aislamiento más tranquilo. La pobreza impone el enrolamiento social; el individuo se inscribe en un gremio, más ó menos jornalero, más ó menos funcionario, contrayendo deberes y sufriendo presiones denigrantes que le empujan á domesticarse. Enseñaban los estoicos el secreto de la dignidad: contentarse con lo que se tiene, restringiendo las propias necesidades. Un hombre libre no espera nada de otros. No necesita pedir. La felicidad que da el dinero está en no tener que preocuparse de él; por ignorar ese precepto no es libre el avaro, ni es feliz. Los bienes que tenemos son la base de nuestra independencia; los que deseamos son la cadena remachada sobre nuestra esclavitud. La fortuna aumenta la gracia de los espíritus cultivados y torna insolente la vulgaridad de los palurdos. Los únicos bienes intangibles son los que acumulamos en el cerebro y en el corazón; cuando ellos faltan ningún tesoro los sustituye. Los orgullosos tienen el culto de su dignidad; quieren poseerla inmaculada, libre de remordimientos, sin flaquezas que la envilezcan ó rebajen. Á ella sacrifican bienes, honores, éxitos: todo lo que es propicio al crecimiento de la sombra. Para conservar la estima propia no vacilan en afrontar la opinión de los mansos y embestir sus prejuicios; pasan por indisciplinados ó peligrosos entre los que en vano intentan malear su altivez. Estos hombres son raros en las mediocracias modernas, cuya chatura moral los inclina á la misantropía y al menosprecio de los serviles; tienen cierto aire desdeñoso y aristocrático que desagrada á los vanidosos más culminantes, pues los humilla y avergüenza. «Inflexibles y tenaces, porque llevan en el corazón una fe sin dudas, una convicción que no trepida, una energía indómita que á nada cede ni teme, suelen tener asperezas urticantes para los hombres amorfos. En algunos casos pueden ser altruistas, ó porque cristianos en la más alta acepción del vocablo, ó porque profundamente afectivos; presentan entonces uno de los caracteres más sublimes, más espléndidamente bellos y que tanto honran á la naturaleza humana. Son los santos del honor, los poetas de la dignidad. Siendo héroes, perdonan las cobardías de los demás; victoriosos siempre ante sí mismos, compadecen á los que en la batalla de la vida siembran, hecha girones, su propia dignidad. Si la estadística pudiera decirnos el número de hombres que poseen este carácter en cada nación, esa cifra bastaría, por sí sola, mejor que otra cualquiera, para indicarnos el valor moral de un pueblo.» La dignidad, afán de autonomía, lleva á reducir la dependencia de otros á la medida de lo indispensable, siempre enorme. La Bruyère, que vivió como intruso en la domesticidad cortesana de su siglo, supo medir el altísimo precepto que encabeza el _Manual_ de Epicteto, á punto de apropiárselo textualmente sin amenguar con ello su propia gloria: «Se faire valoir par des choses qui ne dependent point des autres, mais de soi seul, ou renoncer à se faire valoir.» Esa máxima le parece inestimable y de recursos infinitos en la vida, útil para los virtuosos y los que tienen ingenio, tesoro intrínseco de los caracteres excelentes; es, en cambio, proscrita donde reina la mediocridad, «pues desterraría de las Cortes las tretas, los cabildeos, los malos oficios, la bajeza, la adulación y la intriga.» Las naciones no se llenarían de serviles domesticados, sino de varones excelentes que legarían á sus hijos menos vanidades y más nobles ejemplos. Amando los propios méritos más que la prosperidad indecorosa, crecería el amor á la virtud, el deseo de la gloria, el culto por ideales de perfección incesante: en la admiración por los genios, los santos y los héroes. Esa dignificación moral de los hombres señalaría en la historia el ocaso de las sombras. LA ENVIDIA I. LA PASIÓN DE LOS MEDIOCRES.--II. LOS SACERDOTES DEL MÉRITO.--III. LOS ROEDORES DE LA GLORIA.--IV. UN CASTIGO DANTESCO. I.--LA PASIÓN DE LOS MEDIOCRES. La envidia es una adoración de los hombres por las sombras, del mérito por la mediocridad. Es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada por la gloria ajena. Es el grillete que arrastran los fracasados. Es el acíbar que paladean los impotentes. Es un venenoso humor que mana de las heridas abiertas por la realidad en el flanco de las almas torpes. Por sus horcas caudinas pasan, tarde ó temprano, los que viven esclavos de su vanidad; desfilan lívidos de angustia, torvos, avergonzados de su propia tristura, sin sospechar que sus lamentaciones envuelven una consagración inequívoca del mérito ajeno. La inextinguible hostilidad de los mediocres sirve de pedestal á los genios, los santos y los héroes. Es la más innoble de las torpes lacras que afean á los caracteres vulgares. El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno; esta pasión es el estigma psicológico de una humillante inferioridad, sentida, reconocida. No basta ser inferior para envidiar, pues todo hombre lo es de alguien en algún sentido; es necesario sufrir del bien ajeno, de la dicha ajena, de cualquier culminación ajena. En ese sufrimiento está el núcleo moral de la envidia: muerde el corazón como un ácido, lo carcome como una polilla, lo corroe como la herrumbre al metal. Entre las malas pasiones ninguna la aventaja. Plutarco decía--y lo repite La Rochefoucauld--que existen almas corrompidas hasta jactarse de vicios infames; ninguna ha tenido el coraje de confesarse envidiosa. Reconocer la propia envidia implica, á la vez, declararse inferior al envidiado; trátase de pasión tan abominable, y tan universalmente detestada, que avergüenza al más impúdico y se hace lo indecible por ocultarla. Sorprende que Ribot no la haya estudiado en su volumen sobre las pasiones, limitándose á mencionarla como un caso particular de los celos. Fué siempre tanta su difusión y su virulencia que ya la mitología greco-latina le atribuye origen sobrehumano, haciéndola nacer de las tinieblas nocturnas. El mito le asigna cara de vieja horriblemente flaca y exangüe, cubierta la cabeza de víboras en vez de cabellos. Su mirada es hosca y los ojos hundidos; los dientes negros y la lengua untada con tósigos fatales; en una mano ase tres serpientes, y en la otra una hidra ó una tea; incuba en su seno un monstruoso reptil que la devora continuamente y le instila su veneno; está agitada; no ríe; el sueño nunca cierra los párpados sobre sus ojos irritados. Todo suceso feliz la aflige ó atiza su congoja; destinada á sufrir, es el verdugo implacable de sí misma. Es pasión traidora y propicia á la hipocresía. Es al odio como la ganzúa á la espada; la emplean los que no tienen brazo robusto y corazón valiente. En los ímpetus del odio puede palpitar el gesto de la garra que en un altivo estremecimiento destroza y aniquila; en la subrepticia reptación de la envidia sólo se percibe el arrastramiento tímido del que busca morder el talón. Teofrasto creyó que la envidia se confunde con el odio ó nace de él, opinión ya enunciada por Aristóteles, su maestro. Plutarco abordó la cuestión, preocupándose de establecer diferencias entre las dos pasiones (_Obras morales_, II, 576, edición Didier). Dice que á primera vista se confunden; parecen brotar de la maldad, y cuando se asocian tórnanse más fuertes, como las enfermedades que se complican. Ambas sufren del bien y gustan del mal ajeno; pero esta semejanza no basta para confundirlas, si atendemos á sus diferencias. Sólo se odia lo que se cree malo ó nocivo; en cambio, toda prosperidad excita la envidia, como cualquier resplandor irrita los ojos enfermos. Se puede odiar á las cosas y á los animales; sólo se puede envidiar á los hombres. El odio puede ser justo, motivado; la envidia es siempre injusta, pues la prosperidad no daña á nadie. Estas dos pasiones, como plantas de una misma especie, se nutren y fortifican por causas equivalentes: se odia más á los más perversos y se envidia más á los más meritorios. Por eso Temístocles decía, en su juventud, que aún no había realizado ningún acto brillante, porque todavía nadie le envidiaba. Así como las cantáridas prosperan sobre los trigales más rubios y los rosales más florecientes, la envidia alcanza á los hombres más famosos por su carácter y por su virtud. El odio no es desarmado por la buena ó la mala fortuna; la envidia sí. Un sol que ilumina perpendicularmente desde el más alto punto del cielo reduce á nada ó muy poco la sombra de los objetos que están debajo: así, observa Plutarco, el brillo de la gloria achica la sombra de la envidia y la hace desaparecer. El odio que clama y asalta es temible; la envidia que calla y conspira es repugnante. Algún libro admirable dice que ella es como las caries de los huesos; ese libro es la Biblia, casi de seguro, ó debiera serlo. Las palabras más crueles que un valiente arroja á la cara no ofenden la centésima parte de las que el envidioso va sembrando constantemente á la espalda. Ignora las reacciones del odio y expresa su inquina tartajeando, incapaz de encresparse en ímpetus viriles: diríase que su boca está amargada por una hiel que no consigue arrojar ni tragar. Así como el aceite apaga la cal y aviva el fuego, el bien recibido contiene el odio en los nobles espíritus y exaspera la envidia en los indignos. El envidioso es ingrato, como luminoso el sol, la nube opaca y la nieve fría: lo es naturalmente. El odio es rectilíneo y no teme la luz; la envidia es torcida y trabaja en la sombra. Envidiando se sufre más que odiando: como esos tormentos enfermizos que tórnanse terroríficos de noche, amplificados por el horror de las tinieblas. El odio puede hervir en los grandes corazones; puede ser justo y santo; lo es muchas veces, cuando quiere borrar la tiranía, la infamia, la indignidad. La envidia es de corazones pequeños. La conciencia del propio mérito suprime toda menguada villanía; el hombre que se siente superior no puede envidiar, ni envidia nunca el loco feliz que vive con delirio de las grandezas. Su odio está de pie y ataca de frente. César aniquiló á Pompeyo, sin rastrerías; Donatello venció con su _Cristo_ al de Brunelleschi, sin abajamientos; Nietzsche fulminó á Wagner, sin envidiarlo. Así como la genialidad presiente la gloria y da á sus predestinados cierto ademán apocalíptico, la certidumbre de un obscuro porvenir vuelve miopes y reptiles á los mediocres. Por eso los hombres sin méritos siguen siendo envidiosos á pesar de los éxitos obtenidos por su sombra mundana, como si un remordimiento interior les gritara que los usurpan sin merecerlos. Esa conciencia de su mediocridad es su tormento; comprenden que sólo pueden permanecer en la cumbre impidiendo que otros lleguen hasta ellos y los descubran. La envidia es una defensa de las sombras contra los hombres. Con los distingos enunciados los clásicos aceptan el parentesco entre la envidia y el odio, sin confundir ambas pasiones. Conviene sutilizar el problema distinguiendo otras que se les parecen: la emulación y los celos. La envidia, sin duda, arraiga como ellas en una tendencia afectiva, pero posee caracteres propios que permiten diferenciarla. Se envidia lo que otros ya tienen y se desearía tener, sintiendo que el propio es un deseo sin esperanza; se cela lo que ya se posee y se teme perder; se emula en pos de algo que otros también anhelan, teniendo la posibilidad de alcanzarlo. Un ejemplo tomado en las fuentes más notorias ilustrará la cuestión. Envidiamos la mujer que el prójimo posee y nosotros deseamos, cuando sentimos la imposibilidad de disputársela. Celamos la mujer que nos pertenece, cuando juzgamos incierta su posesión y tememos que otro pueda compartirla ó quitárnosla. Competimos sus favores en noble emulación, cuando vemos la posibilidad de conseguirlos en igualdad de condiciones con otro que á ellos aspira. La envidia nace, pues, del sentimiento de inferioridad respecto de su objeto; los celos derivan del sentimiento de posesión comprometido; la emulación surge del sentimiento de potencia que acompaña á toda noble afirmación de la personalidad. Por deformación de la tendencia egoísta algunos hombres están naturalmente inclinados á envidiar á los que poseen tal superioridad por ellos codiciada en vano; la envidia es mayor cuando más imposible se considera la adquisición del bien codiciado. Es el reverso de la emulación; ésta es una fuerza propulsora y fecunda, siendo aquélla una rémora que traba y esteriliza los esfuerzos del envidioso. Bien lo comprendió Bartrina, en su admirable quintilla: «La envidia y la emulación parientes dicen que son; aunque en todo diferentes, al fin también son parientes el diamante y el carbón.» La emulación es siempre noble: el odio mismo puede serlo algunas veces. La envidia es una cobardía propia de los débiles, un odio impotente, una incapacidad manifiesta de competir ó de odiar. El talento, la belleza, la energía, quisieran verse reflejados en todas las cosas é intensificados en proyecciones innúmeras; la estulticia, la fealdad y la impotencia sufren tanto ó más por el bien ajeno que por la propia desdicha. Por eso toda superioridad es admirativa y toda subyacencia es envidiosa. Admirar es sentirse crecer en la emulación de los más grandes: un Ideal preserva de la envidia. El que escucha ecos de voces proféticas al leer los escritos de los grandes pensadores; el que siente grabarse en su corazón, con caracteres profundos como cicatrices, su clamor visionario y divino; el que se extasía contemplando las supremas creaciones plásticas; el que goza de íntimos escalofríos frente á las obras maestras accesibles á sus sentidos, y se entrega á la vida que palpita en ellas, y se conmueve hasta cuajársele de lágrimas los ojos, y el corazón bullicioso se le arrebata en fiebres de emoción: ése tiene un noble espíritu y puede incubar el deseo de crear tan grandes cosas como las que sabe admirar. El que no se conmueve leyendo á Dante, mirando á Leonardo, oyendo á Beethoven, puede jurar que la Naturaleza no ha encendido en su cerebro la antorcha suprema, ni paseará jamás sin velos ante sus ojos miopes que no saben admirarla en las obras de los genios. La emulación presume un afán de equivalencia, implica la posibilidad de un nivelamiento; saluda á los fuertes que van camino de la gloria, marchando ella también. Sólo el impotente, convicto y confeso, emponzoña su espíritu mediocre hostilizando la marcha de los que no puede seguir. Toda la psicología de la envidia está sintetizada en una fábula, digna de incluirse en los libros de lectura infantil. Un ventrudo sapo graznaba en su pantano cuando vió resplandecer en lo más alto de las toscas á una luciérnaga. Pensó que ningún ser tenía derecho de lucir cualidades que él mismo no poseería jamás. Mortificado por su propia impotencia saltó hasta ella y la cubrió con su vientre helado. La inocente luciérnaga osó preguntarle: ¿Por qué me tapas? Y el sapo, congestionado por la envidia, sólo acertó á interrogar á su vez: ¿Por qué brillas? II.--LOS SACERDOTES DEL MÉRITO. Siendo la envidia un culto del mérito, los envidiosos son sus naturales sacerdotes. El propio Homero encarnó ya, en Tersites, el envidioso de los tiempos heroicos; como si sus lacras físicas fuesen exiguas para exponerlo al baldón eterno, en un simple verso nos da la línea sombría de su moral, diciéndolo enemigo de Aquiles y de Ulises: puede medirse por las excelencias de las personas que envidia. Shakespeare trazó una silueta definitiva en su Yago feroz, almácigo de infamias y cobardías, capaz de todas las traiciones y de todas las falsedades. El envidioso pertenece á una especie moral raquítica, mezquina, digna de compasión ó de desprecio. Sin coraje para ser malo, se resigna á ser vil. Rebaja á los otros, desesperando de la propia elevación. La familia ofrece variedades infinitas, por la combinación de otros estigmas con el fundamental. El envidioso pasivo es solemne y sentencioso; el activo es un escorpión atrabiliario. Pero, lúgubre ó bilioso, nunca sabe reir de risa inteligente y sana. Su mueca es falsa: ríe á contrapelo. ¿Quién no los codea en su mundo intelectual? El envidioso pasivo es de cepa servil. Si intenta practicar el bien, se equivoca hasta el asesinato: diríase que es un miope cirujano predestinado á herir los órganos vitales y respetar la víscera cancerosa. No retrocede ante ninguna bajeza cuando un astro se levanta en su horizonte: persigue al mérito hasta dentro de su tumba. Es serio, por incapacidad de reirse; le atormenta la alegría de los satisfechos. Proclama la importancia de la solemnidad y la practica; sabe que sus congéneres aprueban tácitamente esa hipocresía que escuda la irremediable inferioridad de toda la especie. Tiene prejuicios aterradores: no vacila en sacrificarles la vida de sus propios hijos, empujándoles, si es necesario, en el mismo borde de la tumba. En la «Comedia Humana», Balzac pudo llamarle Pandolfo y hacerle miope á cualquiera esperanza, ciego á todo porvenir. Como hombre mediocre es un esclavo de su miopía, un prisionero de su tiempo. El envidioso activo posee una elocuencia intrépida, disimulando con niágaras de palabras su estiptiquez de ideas. Pretende sondar los abismos del espíritu ajeno, sin haber podido nunca desenredar el propio. Es un Horacio para alabar la mediocridad y oponerla al genio; parece poseer mil lenguas, como el clásico monstruo rabelesiano. Por todas ellas destila su insidiosidad de viborezno en forma de elogio reticente, pues la viscosidad urticante de su falso loar es el máximum de su valentía moral. Se multiplica hasta lo infinito; tiene mil piernas y se insinúa doquiera; siembra la intriga entre sus propios cómplices, y, llegado el caso, los traiciona. Sabiéndose de antemano repudiado por la gloria, se refugia en esas academias donde se empampanan de vanidad los mediocres; si alguna inexplicable paternidad complica la quietud de su estéril madurez intelectual, podéis jurar que su obra es fruto del esfuerzo ajeno. Y es cobarde para ser completo; vive declamando su admiración y su cariño á los mismos que mataría con la intención si ello fuera posible; se arrastra ante los que turban sus noches con la aureola del ingenio luminoso, besa la mano del que le conoce y le desprecia, se humilla ante él. Se sabe inferior; su vanidad sólo aspira á desquitarse con las frágiles compensaciones de la zangamanga á ras de tierra. Á pesar de sus temperamentos heterogéneos, el destino suele agrupar á los envidiosos en camarillas ó en círculos, sirviéndoles de argamasa el común sufrimiento por la dicha ajena. Allí desahogan su pena íntima difamando á los envidiados y vertiendo toda su hiel como un homenaje á la superioridad del talento que los humilla. Son capaces de envidiar á los grandes muertos, como si los detestaran personalmente. Hay quien envidia á Sócrates y quien á Napoleón, creyendo igualarse á ellos rebajándolos; para eso endiosarán á un Brunetière ó un Boulanger. Pero esos placeres malignos poco amenguan su irreprochable desventura, que está en sufrir de toda felicidad y en martirizarse de toda gloria. Rubens lo presintió al pintar la envidia, en un cuadro de la Galería Medicea, sufriendo entre la pompa luminosa de la inolvidable regencia. El envidioso cree marchar al calvario cuando observa que otros escalan la cumbre. Muere en el tormento de envidiar al que lo ignora ó desprecia: gusano que se arrastra sobre el zócalo de una estatua. Todo rumor de alas parece estremecerlo, como si fuera una burla á sus vuelos gallináceos. Maldice la luz, sabiendo que en sus propias tinieblas no amanecerá un solo día de gloria. ¡Si pudiera organizar una cacería de águilas ó decretar un apagamiento de astros! Todo lo que causa felicidad puede ser objeto de envidia. La ineptitud para satisfacer un deseo ó hartar un apetito determina esta pasión que hace sufrir del bien ajeno. El criterio para valorar lo envidiado es puramente subjetivo: cada hombre se cree la medida de los demás, según el juicio que tiene de sí mismo. Se sufre la envidia apropiada á las inferioridades que se sienten, sea cual fuere su valor objetivo. El rico puede sentir emulación ó celos por la riqueza ajena; pero envidiará el talento. La mujer bella tendrá celos de otra hermosura; pero envidiará á las ricas. Es posible sentirse superior en cien cosas é inferior en una sola; éste es el punto frágil por donde tienta su asalto la envidia. El sujeto descollante encuentra su cohorte de envidiosos en la esfera de sus colegas más inmediatos, entre los que desearían descollar de idéntica manera. Es un accidente inevitable de toda culminación profesional, aunque en algunas es más célebre: los cómicos y las rameras tendrían el privilegio, si no existiesen los médicos. La «invidia medicorum» es memorable desde la antigüedad: la conoció Hipócrates. El arte la ha descrito con frecuencia, para deleite de los enfermos sobrevivientes á sus drogas. El motivo de la envidia se confunde con el de la admiración, siendo ambas dos aspectos de un mismo fenómeno. Sólo que la admiración nace en el fuerte y la envidia en el subalterno. Envidiar es una forma aberrante de rendir homenaje á la superioridad ajena. El gemido que la insuficiencia arranca á la vanidad es una forma especial de alabanza. Toda culminación es envidiada. En la mujer la belleza. El talento y la fortuna en el hombre. En ambos la fama y la gloria, cualquiera sea su forma. La envidia femenina suele ser afiligranada y perversa; la mujer da su arañazo con uña afilada y lustrosa, muerde con dientecillos orificados, estruja con dedos pálidos y finos. Toda maledicencia le parece escasa para traducir su despecho; en ella debió pensar el griego Apeles cuando representó á la Envidia guiando con mano felina á la Calumnia. La que ha nacido bella--y la Belleza para ser completa requiere, entre otros dones, la gracia, la pasión y la inteligencia--tiene asegurado el culto de la envidia. Sus más nobles superioridades serán adoradas por las envidiosas; en ellas clavarán sus incisivos, como sobre una lima, sin advertir que su desdén las convierte en vestales de la gloria ajena. Mil lenguas viperinas le quemarán el incienso de sus críticas; las miradas oblicuas de las sufrientes fusilarán su belleza por la espalda; las almas tristes le elevarán sus plegarias en forma de calumnias, torvas como el remordimiento que no las detiene pero las atosiga. Quien haya leído la séptima metamorfosis, en el libro segundo de Ovidio, no olvidará jamás que, á instancia de Minerva, fué Aglaura transfigurada en roca, castigando así su envidia de Hersea, la amada de Mercurio. Allí está escrita la más perfecta alegoría de la envidia, devorando víboras para alimentar sus furores, como no la perfiló ningún otro poeta de la era pagana. El hombre vulgar envidia la fortuna y las posiciones burocráticas. Cree que ser adinerado y funcionario es el supremo ideal de los demás, partiendo de que lo es suyo. El dinero permite al mediocre satisfacer sus vanidades más inmediatas; el destino burocrático le asigna un sitio en el escalafón del estado y le prepara ulteriores jubilaciones. De allí que el proletario envidie al burgués, sin renunciar á substituirlo; por eso mismo la escala del presupuesto es una jerarquía de envidias, perfectamente graduadas por las cifras de las prebendas. El talento--en todas sus formas intelectuales y morales: como dignidad, como carácter, como energía--es el tesoro más envidiado entre los hombres. Hay en el mediocre un sórdido afán de nivelarlo todo, un obtuso horror á la individualización excesiva; perdona al portador de cualquier sombra moral, perdona la cobardía, el servilismo, la mentira, la hipocresía, la esterilidad, pero no perdona al que sale de las filas dando un paso adelante. Basta que el talento permita descollar en la política ó en la ciencia, en las artes ó en el amor, para que los mediocres se estremezcan de envidia. Así se forma en torno de cada astro una nebulosa grande ó pequeña, camarilla de maldicientes ó legión de difamadores; los envidiosos necesitan aunar esfuerzos contra su ídolo, de igual manera que para afear una belleza venusina aparecen por millares las pústulas de la viruela. La dicha de los fecundos martiriza á los eunucos vertiendo en su corazón gotas de hiel que lo amargan por toda la existencia; su dolor es la gloria involuntaria de los otros, la sanción más indestructible de su talento en la acción ó en el pensar. Las palabras y las muecas del envidioso se pierden en la ciénaga donde se arrastra, como silbidos de reptiles que saludan el vuelo sereno del águila que pasa en la altura. Sin oírlos. III.--LOS ROEDORES DE LA GLORIA: LA CRÍTICA. Todo el que se siente capaz de crearse un destino con su talento y su esfuerzo está inclinado á admirar el esfuerzo y el talento en los demás; el deseo de la propia gloria no puede sentirse cohibido por el legítimo encumbramiento ajeno. El que tiene méritos sabe lo que cuestan y los respeta; estima en los otros lo que desearía se le estimara á él mismo. El mediocre ignora esa admiración abierta; muchas veces se resigna á aceptar el triunfo que desborda las restricciones de su envidia. Pero aceptar no es amar. Resignarse no es admirar. Los espíritus alicortos son malévolos; los grandes ingenios son admirativos. Éstos saben que los dones naturales no se transmutan en talento ó en genio sin un esfuerzo, que es la medida de su mérito. Saben que cada paso hacia la gloria ha costado trabajos y vigilias, meditaciones hondas, tanteos sin fin, consagración tenaz, á ese pintor, á ese poeta, á ese filósofo, á ese sabio; y comprenden que ellos han consumido acaso su organismo, envejeciendo prematuramente; y la biografía de los grandes hombres les enseña que muchos renunciaron al reposo ó al pan, sacrificando el uno y el otro á ganar tiempo ó comprar un libro para iluminar sus reflecciones. Esa conciencia de lo que el mérito importa, lo hace respetable. El envidioso, que lo ignora, ve el resultado á que otros llegan y él no, sin sospechar de cuantas espinas está sembrado el camino de la gloria. Todo escritor mediocre es candidato á criticastro. La incapacidad de crear le empuja á destruir. Su falta de inspiración le induce á rumiar el talento ajeno, empañándolo con especiosidades que denuncian su irreparable ultimidad. Los grandes ingenios son ecuánimes para criticar á sus iguales, como si reconocieran en ellos una consanguineidad en línea directa; en el émulo no ven nunca un rival. Los grandes críticos son óptimos autores que escriben sobre temas propuestos por otros, como los versificadores con pie forzado; la obra ajena es una ocasión para exhibir las ideas propias. El verdadero crítico enriquece las obras que estudia y en todo lo que toca deja un rastro de su personalidad. Los criticastros son, de instinto, enemigos de la obra; desean achicarla por la simple razón de que ellos no la han escrito. Ni sabrían escribirla cuando el criticado les contestara: hazla mejor. Tienen las manos trabadas por la cinta métrica; su afán de medir á los demás responde al sueño de rebajarlos hasta su propia medida. Son, por definición, prestamistas, parásitos, viven de lo ajeno; cuando un gran escritor es erudito se lo reprochan como una falta de originalidad y si emplea una frase que usaron otros le llaman plagiario, olvidando que nunca lo es quien señala las fuentes de su sabiduría. El criticastro mediocre es incapaz de enhilar tres ideas fuera del hilo que la rutina le enhebra; su oronda ignorancia le obliga á confundir el mármol con la chiscarra y la voz con el falsete, inclinándole á suponer que todo escritor original es un heresiarca. Los intelectos mediocres darían lo que no tienen por saber escribir tanto como baste para afiliarse á la crítica. Es el sueño de los que no pueden crear. Permite una maledicencia medrosa y que no compromete, hecha de mendacidad prudente, restringiendo las perversidades para que resulten más agudas, sacando aquí una migaja y dando allí un arañazo, velando todo lo que puede ser objeto de admiración, rebajando siempre con la oculta esperanza de que puedan aparecer á un mismo nivel los críticos y los criticados. El escritor original sabe que atormenta á los mediocres, aguzándoles ese instinto que los torna heliófobos ante el brillo ajeno; esa desesperación de los fracasados es el laurel que mejor premia su luminosa inquietud. Á la gloria de un Homero llega siempre apareada la ridiculez de un Zoilo. En cada género de actividad intelectual fermentan estos seculares verdugos de la originalidad: no perdonan al que incuba en su cerebro esa larva sediciosa. Viven para mancillarlo, sueñan su exterminio, conspiran con una intemperancia de terroristas y esgrimen sórdidas armas que harían sonrojar á un paquidermo. Ven un peligro en cada astro y una amenaza en cada gesto; tiemblan pensando que existen hombres originales é indisciplinados, capaces de subvertir rutinas y prejuicios, de encender nuevos planetas en el cielo, de arrancar su fuerza á los rayos y á las cataratas, de infiltrar nuevos ideales á las razas envejecidas, de suprimir la distancia, de violar la gravedad, de estremecer á los gobiernos... Cuando se eleva un astro ellos asoman en todos los puntos cardinales para cantarle el homenaje involuntario de su difamación. Aparecen por docenas, por millares, como liliputienses en torno de un gigante. Los contrabajistas de arrabal oprobiarán la gloria de los supremos sinfonistas. Gacetilleros anodinos consumarán bibliografías sobre algún lejano pensador que los ignora. Muchos que en vano han intentado acertar una mancha de color, dejarán caer su chorro de prosa como si un robinete de pus se abriera sobre telas que vivirán en los siglos. Cualquier promiscuador de palabras enfestará contra el que no sea un panarra ó un pravo. Las mujeres feas demostrarán que la belleza es repulsiva y las viejas sostendrán que la juventud es insensata; vengarán su desgracia en el amor diciendo que la castidad es suprema entre todas las virtudes, cuando ya en vano se harían biltroteras para ofrecer la propia á los transeúntes. Y los demás, todos en coro, repetirán que el genio, la santidad y el heroísmo son aberraciones, locura, epilepsia, degeneración, negarán el ingenio, la virtud y la dignidad, pondrán á esos talentos por debajo de su propia penumbra, sin advertir que donde el genio se resobra el mediocre no llega. Si á éste le dieran á elegir entre ser Shakespeare ó Sarcey no vacilaría un minuto: murmuraría del primero con la firma del segundo. Los espíritus rutinarios son rebeldes á la admiración: no reconocen el fuego de los astros porque nunca han tenido en sí una chispa. Jamás se entregan de buena fe á los ideales ó las pasiones que les toman del corazón; prefieren oponerles mil razonamientos para privarse del placer de admirarlos. Confundirán todo lo equívoco con todo lo cristalino, la mansedumbre con la dignidad, la honestidad con la virtud, la vanidad con el orgullo, rebajando todo ideal hasta las bajas intenciones que supuran en sus cerebros impropios. Desmenuzarán todo lo bello, olvidando que el trigo molido en harina no puede ya germinar en áureas espigas, frente al sol. «Es un gran signo de mediocridad--dijo Leibnitz--elogiar siempre moderadamente.» Pascal decía que los espíritus vulgares no encuentran diferencias entre los hombres: se descubren más tipos originales á medida que se posee mayor ingenio. El verdadero mediocre es parvificente; admira un poco todas las cosas, pero nada le merece una admiración decidida. El que no admira lo mejor, no puede mejorar. El que ve los defectos y no las bellezas, las culpas y no los méritos, las discordancias y no las armonías, muere en el bajo nivel donde vejeta con la ilusión de ser un crítico. Los que no saben admirar no tienen porvenir, están inhabilitados para ascender hacia una perfección ideal. Es una cobardía aplacar la admiración; hay que cultivarla como un fuego sagrado, evitando que la envidia la cubra con su pátina ignominiosa. La maledicencia escrita es inofensiva. El tiempo es un sepulturero ecuánime: entierra en una misma fosa á los críticos injustos y á los malos autores. La mediocridad acosa colectivamente á los originales; siendo éstos contados y aquella innumerable, el número y la complicidad pueden contrastar el éxito: pero no consiguen impedir la gloria. Mientras los criticastros murmuran, el genio crece; á la larga aquéllos quedan oprimidos y éste siente deseos de compadecerlos, para impedir que sigan muriendo á fuego lento. El verdadero castigo de los críticos está en la muda sonrisa de los pensadores. El que critica á un alto espíritu tiende la mano esperando una limosna de celebridad; basta ignorarle y dejarle con la mano tendida, negándole la notoriedad que le conferiría el desdén. El silencio del genio mata al mediocre; su indiferencia le asfixia. Algunas veces supone que le han tomado en cuenta y que se advierte su presencia; sueña que le han nombrado, aludido, refutado, injuriado. Pero todo es un simple sueño; debe resignarse á envidiar desde la penumbra, de donde no le saca el hombre superior. El que tiene conciencia de su mérito no se presta á inflar la vanidad del primer indigente que le sale al paso pretendiendo distraerle, obligándole á perder su tiempo; elije sus adversarios entre sus iguales, entre sus condignos. Los hombres superiores pueden inmortalizar con una palabra á sus lacayos ó á sus sicarios. Hay que evitar esa palabra; de muchos criticastros sólo tenemos noticia porque algún genio los honró con su desprecio. IV.--UNA ESCENA DANTESCA: SU CASTIGO. El castigo de los envidiosos estaría en cubrirlos de favores, para hacerles sentir que su envidia es recibida como un homenaje y no como un estiletazo; los bienes que el envidioso recibe constituyen su más desesperante humillación. Si no es posible agasajarle, es necesario ignorarle; tomar cuenta de su infamia sería hacerle favor. El envidioso es la primera víctima de su propio veneno; la envidia le devora como el cáncer á la víscera, le ahoga como la hiedra á la encina. Por eso el Poussin, en una tela admirable, pintó á este monstruo mordiéndose los brazos y sacudiendo la cabellera de serpientes que le amenazan sin cesar. Dante consideró á los envidiosos indignos del infierno. En la sabia distribución de penas y castigos los recluyó en el purgatorio, lo que se aviene á su condición mediocre. Yacen acoquinados en un círculo de piedra cenicienta, sentados junto á un paredón lívido como sus caras llorosas, cubiertos por cilicios, formando un panorama de cementerio viviente. El sol les niega su luz: tienen los ojos cosidos con alambres, porque nunca pudieron ver el bien del prójimo. Habla por ellos la noble Sapía, desterrada por sus conciudadanos; fué tal su envidia, que sintió loco regocijo cuando ellos fueron derrotados por los florentinos. Y hablan otros, con voces trágicas, mientras lejanos fragores de trueno recuerdan la palabra que Caín pronunció después de matar á Abel. Porque el primer asesino de la leyenda bíblica tenía que ser un envidioso. Llevan todos el castigo en su culpa. El espartano Antistenes, al saber que le envidiaban, contestó con acierto: peor para ellos, tendrán que sufrir el doble tormento de sus males y de mis bienes. Los únicos gananciosos son los envidiados; es satisfactorio sentirse adorar de rodillas. Es necesario provocar la envidia, estimularla, acosarla, para tener la dicha de escuchar sus plegarias. No ser envidiado es una garantía inequívoca de mediocridad. LA VEJEZ NIVELADORA I. LAS CANAS.--II. ETAPAS DE LA DECADENCIA.--III. LA BANCARROTA DE LOS INGENIOS.--IV. LA PSICOLOGÍA DE LA VEJEZ.--V. VIRTUD DE LA IMPOTENCIA. I.--LAS CANAS. Encanecer es una cosa muy triste; las canas son un mensaje de la Naturaleza que nos advierte la proximidad del crepúsculo. Y no hay remedio. Arrancarse la primera--¿quién no lo hace?--es como quitar el badajo á la campana que toca el _Angelus_, pretendiendo con ello prolongar el día. Las canas visibles corresponden á otras más graves que no vemos; el cerebro y el corazón, todo el espíritu y toda la ternura, encanecen al mismo tiempo que la cabellera. El alma de fuego bajo la ceniza de los años es una metáfora literaria, desgraciadamente incierta. La ceniza ahoga á la llama y protege á la brasa. El ingenio es la llama; la brasa es la mediocridad. Las verdades generales no son irrespetuosas; dejan entreabierta una rendija por donde escapan las excepciones particulares. ¿Por qué no decir la conclusión desconsoladora? Ser viejo es ser mediocre, con rara excepción. La máxima desdicha de un hombre superior es sobrevivirse á sí mismo, nivelándose con los demás. ¡Cuántos se suicidarían si pudieran advertir ese pasaje terrible del hombre que piensa al hombre que vegeta, del que empuja al que es arrastrado, del que ara surcos nuevos al que se esclaviza en las huellas de la rutina! Vejez y mediocridad suelen ser desdichas paralelas. El «genio y figura, hasta la sepultura», es una excepción muy rara en los hombres de ingenio excelente, si son longevos; suele confirmarse cuando mueren á tiempo, antes de que la fatal opacidad crepuscular empañe los deslumbramientos del espíritu. En general, si mueren tarde, una pausada neblina comienza á velar su mente con los achaques de la vejez; si la muerte se empeña en no venir, los genios tórnanse extraños á sí mismos, supervivencia que los lleva á no comprender su propia obra. Les sucede como á un astrónomo que perdiera su telescopio y acabara por dudar de sus anteriores descubrimientos, al verse imposibilitado para confirmarlos á simple vista. La decadencia del hombre que envejece está representada por una regresión sistemática de la intelectualidad. Al principio la vejez mediocriza á todo hombre superior; más tarde la decrepitud inferioriza al viejo ya mediocre. Tal afirmación es un simple corolario de verdades biológicas. La personalidad humana es una formación continua, no una entidad fija; se organiza y se desorganiza, evoluciona é involuciona, crece y se amengua, se intensifica y se agota. Hay un momento en que alcanza su máxima plenitud; después de esa época es incapaz de acrecentarse y pronto suelen advertirse los síntomas iniciales del descenso, los parpadeos de la llama interior que se apaga. Cuando el cuerpo se niega á servir todas nuestras intenciones y deseos, ó cuando éstos son medidos en previsión de fracasos posibles, podemos afirmar que ha comenzado la vejez. Detenerse á meditar una intención es matarla; el hielo invade traidoramente el corazón y la personalidad más libre se amansa y domestica. La rutina es el estigma mental de la vejez; el ahorro es su estigma social. El hombre envejece cuando el cálculo utilitario reemplaza á la alegría juvenil. Quien se pone á mirar si lo que tiene le bastará para todo su porvenir posible, ya no es joven; cuando opina que es preferible tener de más á tener de menos, está viejo; cuando su afán de poseer excede á su posibilidad de vivir, ya está moralmente decrépito. La avaricia es una exaltación de sentimientos egoístas propios de la vejez. Muchos siglos antes de estudiarla Ribot y Rogues de Fursac, el propio Cicerón escribió palabras definitivas: «Nunca he oído decir que un viejo haya olvidado el sitio en que había ocultado su tesoro.» (_De Senectute_, c. 7). Y debe ser verdad, si tal dijo quien se propuso defender los fueros y alegrías de la vejez. Las canas son avaras y la avaricia es un árbol estéril: la humanidad perecería si tuviese que alimentarse de sus frutos. La moral burguesa del ahorro ha envilecido á generaciones y pueblos enteros; hay graves peligros en predicarla; esa pasión de coleccionar bienes que no se disfrutan se acrecienta con los años, al revés de las otras. El que es maniestrecho en la juventud llega hasta asesinar por dinero en la vejez. La avaricia seca el corazón, lo cierra á la fe, al amor, á la esperanza, al ideal. Si un avaro poseyera el sol, dejaría el universo á obscuras para evitar que su tesoro se gastase. Además de aferrarse á lo que tiene, el avaro se desespera por tener más, sin límite; es más miserable cuanto más tiene; para soterrar talegas que no disfruta, renuncia á la dignidad ó al bienestar; ese afán de perseguir lo que no gozará nunca constituye la más siniestra de las miserias. La avaricia iguala á la envidia. Es la pústula moral de los corazones envejecidos. II.--ETAPAS DE LA DECADENCIA. La personalidad individual se constituye por sobreposiciones sucesivas de la experiencia. Se ha señalado una «estratificación del carácter»; la palabra es exacta y merece conservarse para ulteriores desenvolvimientos. En sus capas primitivas y fundamentales yacen las inclinaciones recibidas hereditariamente de los antepasados: la «mentalidad de la especie». En las capas medianas encuéntranse las sugestiones educativas de la sociedad: la «mentalidad social». En las capas superiores florecen las variaciones y perfeccionamientos recientes de cada uno, los rasgos personales que no son patrimonio colectivo: la «mentalidad individual». Así como en las formaciones geológicas las sedimentaciones más profundas contienen los fósiles más antiguos, las primitivas bases de la personalidad individual guardan celosamente el capital común á la especie y á la sociedad. Cuando los estratos recientemente constituidos van desapareciendo por obra de la vejez, el psicólogo comienza á descubrir la mentalidad del mediocre, del niño y del salvaje, cuyas vulgaridades, simplezas y atavismos reaparecen á medida que las canas van reemplazando á los cabellos. Inferior, mediocre ó superior, todo hombre adulto atraviesa un período estacionario, durante el cual perfecciona sus aptitudes adquiridas, pero no adquiere nuevas. Más tarde la inteligencia entra á su ocaso. Las funciones del organismo empiezan á decaer á cierta edad. Esas declinaciones corresponden á inevitables procesos histológicos de regresión orgánica. Las funciones mentales, lo mismo que las otras, decaen cuando comienzan á enmohecerse los engranajes celulares de nuestros centros nerviosos. Es evidente que el individuo ignora su propio crepúsculo: ningún viejo admite que su inteligencia haya disminuído. El que esto escribe hoy, creerá, probablemente, lo contrario cuando tenga más de sesenta años. Pero objetivamente considerado, el hecho es indiscutible, aunque podrá haber discrepancia para señalar límites generales á la edad en que la vejez desvencija nuestros resortes. Se comprende que para esta función, como para todas las demás del organismo, la edad de envejecer difiere de individuo á individuo; los sistemas orgánicos en que se inicia la involución son distintos en cada uno. Hay quien envejece antes por sus órganos digestivos, circulatorios ó psíquicos; y hay quien conserva íntegras algunas de sus funciones hasta más allá de los límites comunes. La longevidad mental es un accidente; no es la regla. La vejez inequívoca es la que pone más arrugas en el espíritu que en la frente. La juventud no es simple cuestión de estado civil y puede sobrevivir á alguna cana: es un don de vida expresiva y febril. Muchos adolescentes no lo tienen y algunos viejos desbordan de él. Hay hombres que nunca han sido jóvenes; en sus corazones, prematuramente agostados, no encontraron calor las opiniones extremas ni aliento las exageraciones románticas. En esos mediocres, la única precocidad es la vejez. Hay, en cambio, espíritus de excepción que guardan algunas originalidades hasta sus años últimos, envejeciendo tardíamente. Pero, en unos antes y en otros después, despacio ó de prisa, el tiempo consuma su obra y transforma nuestras ideas, sentimientos, pasiones, energías, según el antiguo decir de Boileau: «El tiempo, que cambia todo, cambia también nuestros humores». El proceso de involución intelectual sigue el mismo curso que el de su organización, pero invertido. Primero desaparece la «mentalidad individual», más tarde la «mentalidad social», y, por último, la «mentalidad de la especie». La vejez comienza por hacer de todo individuo un hombre mediocre. La mengua mental puede, sin embargo, no detenerse allí. Los engranajes celulares del cerebro siguen enmoheciéndose, la actividad de las asociaciones neuronales se atenúa cada vez más y la obra destructora de la decrepitud es más profunda. Los achaques siguen desmantelando sucesivamente las capas del carácter, desapareciendo una tras otra sus adquisiciones secundarias, las que reflejan la experiencia social. El anciano se «inferioriza», es decir, vuelve poco á poco á su primitiva mentalidad infantil, conservando las adquisiciones más antiguas de su personalidad, que son, por ende, las mejor consolidadas. Es notorio que la infancia y la senectud se tocan; todos los idiomas consagran esta observación en refranes harto conocidos. Ello explica las profundas transformaciones psíquicas de los viejos; el cambio total de sus sentimientos (especialmente los sociales y altruistas), la pereza progresiva para acometer empresas nuevas (con discreta conservación de los hábitos consolidados por antiguos automatismos) y la duda ó la apostasía de las ideas más personales (para volver primero á las ideas comunes en su medio y luego á las profesadas en la infancia ó por los antepasados). La mejor prueba de ello--que los ignorantes suelen citar contra la «ciencia»--la encontramos en los hombres de más elevada mentalidad y de cultura mejor disciplinada; es frecuente en ellos un cambio radical de opiniones acerca de los más altos problemas filosóficos, á medida que la vejez hace decaer las aptitudes originalmente definidas durante la edad viril. III.--LA BANCARROTA DE LOS INGENIOS. Este cuadro no es exagerado ni esquemático. La marcha progresiva del proceso impide advertir esa evolución en las personas que nos rodean; es como si una claridad se apagara tan de á poco que pudiera llegarse á la obscuridad absoluta sin advertir en momento alguno la transición. Á la natural lentitud del fenómeno agréganse las diferencias que él reviste en cada individuo. Los mediocres, que sólo llegan á adquirir un reflejo de la mentalidad social, poco tienen que perder en esta inevitable bancarrota: es el empobrecimiento de un pobre. Y cuando, en plena senectud, su mentalidad social se reduce á la mentalidad de la especie, inferiorizándose, á nadie sorprende ese pasaje de la pobreza á la miseria. En el hombre superior, en el talento ó en el genio, se notan claramente esos estragos. ¿Cómo no llamaría nuestra atención un antiguo millonario que paseara á nuestro lado sus postreros andrajos? El hombre superior deja de serlo, se nivela. Sus ideas propias, organizadas en el período de perfeccionamiento, tienden á ser reemplazadas por ideas comunes ó inferiores. El genio nunca es tardío, aunque pueda revelarse tardíamente su fruto; las obras pensadas en la juventud y escritas en la vejez, pueden no mostrar decadencia, pero siempre la revelan las obras pensadas en la vejez misma. Leemos la segunda parte del «Fausto» por respeto al autor de la primera; no podemos salir de ello sin recordar que «nunca segundas partes fueron buenas», adagio inapelable si la primera fué obra de juventud y la segunda es fruta de vejez. Haeckel señala en Kant un ejemplo acabado de esta metamorfosis psicológica. El joven Kant, verdaderamente «crítico», había llegado á la convicción de que las tres grandes potencias del misticismo: Dios, libertad é inmortalidad del alma, eran insostenibles ante la «razón pura»; el Kant envejecido, «dogmático», encontró, en cambio, que esos tres fantasmas son postulados de la «razón práctica», y, por lo tanto, indispensables. Cuanto más se predica la vuelta á Kant, en el contemporáneo arreciar del neokantismo, tanto más ruidosa é irreparable preséntase la contradicción entre el joven y el viejo Kant. El mismo Spencer, monista como el que más, acabó por entreabrir una puerta al dualismo con su «incognoscible». Virchow, en plena juventud, creó la patología celular, sin sospechar que terminaría renegando sus ideas de naturalista filósofo. Lo mismo que él hicieron Wallace, Romanes, Du-Bois Reymond y C. E. Baer. Para citar tan sólo á muertos de ayer, hase visto á Lombroso caer en sus últimos años en ingenuidades infantiles, explicables por su debilitamiento mental, á punto de llorar conversando con el alma de su madre en un trípode espiritista. James, que en su juventud fué portavoz de la psicología evolucionista y biológica, acabó por enmarañarse en especulaciones morales que sólo él comprendió. Y, por fin, Tolstoy, cuya juventud fué pródiga de admirables novelas y escritos, que le hicieron clasificar como escritor anarquista, en los últimos años escribió artículos adocenados que no firmaría un gacetillero vulgar, para extinguirse en esa peregrinación mística que puso en ridículo las horas últimas de su vida física. La mental había terminado mucho antes. IV.--PSICOLOGÍA DE LA VEJEZ. La sensibilidad se atenúa en los viejos y se embotan sus vías de comunicación con el mundo que les rodea; los tejidos se endurecen y tórnanse menos sensibles al dolor físico. El viejo tiende á la inercia, busca el menor esfuerzo; así como la pereza es una vejez anticipada, la vejez es una pereza que llega fatalmente en cierta hora de la vida. Anatómica y fisiológicamente, su característica es una atrofia de los elementos superiores (musculares y nerviosos), con desarrollo de los inferiores (conjuntivos); una parte de los capilares se obstruye y amengua el aflujo sanguíneo á los tejidos; el peso y el volumen del sistema nervioso central se reduce, como el de todos los tejidos propiamente vitales; la musculatura flácida impide mantener el cuerpo erecto; los movimientos pierden su agilidad y su precisión. En el cerebro disminuyen las permutas nutritivas, se alteran las transformaciones químicas y el tejido conjuntivo prolifera, haciendo degenerar las células más nobles. Roto el equilibrio de los órganos, no puede subsistir el equilibrio de las funciones: la disolución de la vida intelectual y afectiva sigue ese curso fatal, perfectamente estudiado por Ribot en el último capítulo de su _Psicología de los sentimientos_. Á medida que envejece, tórnase el hombre infantil, tanto por su ineptitud creadora como por su achicamiento moral. Al período expansivo sucede el de concentración; la incapacidad para el asalto perfecciona la defensa. La insensibilidad física se acompaña de analgesia moral; en vez de participar del dolor ajeno, el viejo acaba por no sentir ni el propio; la ansiedad de prolongar su vida parece advertirle que una fuerte emoción puede gastar energía, y se endurece contra el dolor, como la tortuga se retrae bajo su caparazón cuando presiente un peligro. Así llega á sentir un odio oculto por todas las fuerzas vivas que crecen y avanzan, un sordo rencor contra todas las primaveras. La psicología de la vejez denuncia ideas obsesivas y absorbentes. Todo viejo cree que los jóvenes le desprecian y desean su muerte para suplantarle. Traduce tal manía por hostilidad á la juventud, considerándola muy inferior á la de su tiempo, así como las nuevas costumbres á que no puede adaptarse. Aun en las cosas pequeñas exige la parte más grande, contrariando toda iniciativa, desdeñando las corazonadas y escarneciendo los ideales, sin recordar que en otro tiempo pensó, sintió é hizo todo lo que ahora considera comprometedor ó detestable. Ésa es la verdadera psicología del hombre que envejece. La edad «atenúa ó anula el celo, el ardor, la aptitud para creer, descubrir ó simplemente saborear el arte, para tener la curiosidad despierta. Omito las rarísimas excepciones que exigirían, cada una, un examen particular. Para la mayoría de los hombres, el debilitamiento vital suprime de seguida el gusto de esas cosas superfluas. Señalemos, también, con la vejez, la hostilidad decidida contra las innovaciones: nuevas formas artísticas, nuevos descubrimientos, nuevas maneras de plantear ó tratar los problemas científicos. El hecho es tan notorio, que no exige pruebas. Ordinariamente, en estética sobre todo, cada generación reniega á la que le sigue. La explicación común de ese «misoneísmo», es la existencia de hábitos intelectuales ya organizados. Ellos serían conmovidos por un contraste violento, si tuvieran una capacidad de emoción ó de pasión. Esto último es lo que falta en los viejos, por apagamiento de la vida afectiva. Agrega Ribot que á esa disolución de los sentimientos superiores sigue la de todos los sentimientos altruístas y la de los egoaltruistas, perdurando hasta el fin los egoístas, cada vez más aislados y predominantes en la personalidad del viejo. Ellos mismos naufragan en la ulterior senilidad. Los diversos elementos del carácter disuélvense en orden inverso al de su formación. Los que han llegado al fin son menos activos, dejan impresiones poco persistentes, son adventicios, incoordinados. Esto revélase en la regresión de la memoria en los viejos; los fantasmas de las primeras impresiones juveniles siguen rondando en su mente, cuando ya han desaparecido los más cercanos, los del día anterior. La falta de plasticidad hace que los nuevos procesos psíquicos no dejen rastros, ó muy débiles, mientras los antiguos se han grabado hondamente en materia más sensible y sólo se borran con la destrucción de los órganos. Con la facultad de crecer de los neurones en el hombre joven, y su poder de crear nuevas asociaciones, explicaría Cajal la capacidad de adaptación del hombre y su aptitud para cambiar sus sistemas ideológicos; la detención de las funciones neuronales en los ancianos, ó en los adultos de cerebro atrofiado por falta de ilustración ú otra causa, permite comprender las convicciones inmutables, la inadaptación al medio moral y las aberraciones misoneístas. Se concibe, igualmente, que la amnesia, la falta de asociación de ideas, la torpeza intelectual, la imbecilidad, la demencia, puedan producirse cuando--por causas más ó menos mórbidas--la articulación entre los neurones llega á ser floja; es decir, cuando sus expansiones se debilitan y dejan de estar en contacto, ó cuando las esferas mnemónicas se desorganizan parcialmente. Para formular esta hipótesis Cajal ha tenido en cuenta la conservación mayor de las antiguas memorias juveniles; las vías de asociación creadas hace mucho tiempo y ejercitadas durante algunos años, han adquirido indudablemente una fuerza mayor por haber sido organizadas en la época en que los neurones poseían su más alto grado de plasticidad. Sin conocer la histología de los centros nerviosos, Lucrecio (III, 452) observó que la ciencia y la experiencia pueden crecer andando la vida, pero la vivacidad, la prontitud, la firmeza, y otras loables cualidades se marchitan y languidecen al sobrevenir la vejez: Ubi jam validis quassatum est viribus aevi corpus, et obtusis ceciderunt viribus artus, claudicat ingenium, delirat linguaque mensque. Montaigne, viejo, estimaba que á los veinte años cada individuo ha anunciado lo que de él puede esperarse y afirma que ningún alma obscura hasta esa edad se ha vuelto luminosa después; recuerda el proverbio usual en el Delfinado: «Si l'épine ne pique pas en naissant, à peine piquera-t-elle jamais», y agrega que casi todas las grandes acciones de la historia han sido realizadas antes de los treinta años. (_Essais_, lib. I, cap. LVII.) Á distancia de siglos un espíritu absolutamente diverso llega á las mismas conclusiones. «El descubrimiento del segundo principio de la energética moderna fué hecho por un joven: Carnot tenía veintiocho años al publicar su Memoria. Mayer, Joule y Helmoltz tenían veinticinco, veintiséis y veinticinco, respectivamente; ninguno de estos grandes innovadores había llegado á los treinta años cuando se dió á conocer. Las épocas en que sus trabajos aparecieron no representan el momento en que fueron concebidos; hubieron de pasar algunos años antes de que tuviesen desarrollo suficiente para ser expuestos y de que ellos encontraran medios de publicarlos. Asombra la juventud de estos maestros de la ciencia; estamos acostumbrados á considerarla como privilegio de una edad más avanzada, y nos parece que todos ellos han faltado al respeto á sus mayores, permitiéndose abrir nuevos caminos á la verdad. Se dirá que la solución de esos problemas por verdaderos muchachos fué una singular y excepcional casualidad; fácil es comprobar que ocurre lo mismo en todos los dominios de la ciencia: la gran mayoría de los trabajos que señalaron horizontes nuevos fueron la obra de jóvenes que acababan de transponer los veinte años. No es éste el sitio para buscar las causas y las consecuencias de ese hecho; pero es útil recordarlo, pues aunque señalado más de una vez, está muy lejos de ser reconocido por los que se dedican á educar la juventud. Los trabajos de hombres jóvenes son de carácter principalmente innovador; el mecanismo de la instrucción pública no debe ser obstáculo á ellos... permitiéndoles desde temprano desarrollar libremente sus aptitudes en los institutos superiores, en vez de agotar prematuramente, como ocurre ahora, un gran número de talentos científicos originales.» (W. Ostwald: _L'Energie_, cap. V). Y para que sus conclusiones no parezcan improvisadas el eminente filósofo las ha desenvuelto en su último libro (_Les grands hommes_), donde el problema del genio juvenil está analizado con criterio experimental. Por eso las academias suelen ser cementerios donde se glorifica á hombres que ya han dejado de existir para su ciencia ó para su arte. Es natural que á ellas lleguen los muertos ó los agonizantes; dar entrada á un joven significaría enterrar á un vivo. V.--LA VIRTUD DE LA IMPOTENCIA. Será verdad lo que se afirma desde Lucrecio y Montaigne hasta Ribot y Ostwald; pero los viejos no renunciarán á sus protestas contra los jóvenes, ni éstos acatarán en silencio la hegemonía de las canas. Los viejos olvidan que fueron jóvenes y éstos parecen ignorar que serán viejos: el camino á recorrer es siempre el mismo, de la originalidad á la mediocridad, y de ésta á la inferioridad mental. ¿Cómo sorprendernos, entonces, de que los jóvenes revolucionarios terminen siendo viejos conservadores? ¿Y qué de extraño en la conversión religiosa de los ateos llegados á la vejez? ¿Cómo podría el hombre, activo y emprendedor á los treinta años, no ser apático y prudente á los ochenta? ¿Cómo asombrarnos de que la vejez nos haga avaros, misántropos, regañones, cuando nos va entorpeciendo paulatinamente los sentidos y la inteligencia, como si una mano misteriosa fuera cerrando una por una todas las ventanas entreabiertas frente á la realidad que nos rodea? La ley es dura, pero es ley. Nacer y morir son los términos inviolables de la vida; ella nos dice con voz firme que lo normal no es nacer ni morir en la plenitud de nuestras funciones. Nacemos para crecer; envejecemos para morir. Todo lo que la Naturaleza nos ofrece para el crecimiento, nos lo sustrae preparando la muerte. Sin embargo, los viejos protestan de que no se les respeta bastante, mientras los jóvenes se desesperan por lo excesivo de ese respeto. La historia es de todos los tiempos. Cicerón escribió su _De Senectute_ con el mismo espíritu con que hoy Faguet escribe ciertas páginas de su ensayo sobre _La Vieillesse_. Aquél se quejaba de que los viejos fueran poco respetados en el imperio; éste se queja de que lo sean menos en la democracia. Asombran las palabras de Faguet cuando afirma que los viejos no son escuchados, pretendiendo ver en ello la negación de una competencia más. Alega que en los pueblos primitivos, como hoy entre los salvajes, son los viejos los que gobiernan: la gerontocracia se explica donde no hay más ciencia que la experiencia y los viejos lo saben todo, pues cualquier caso nuevo les resulta conocido por haber visto muchos similares. Dice Faguet que el libro, puesto en manos de los jóvenes, es el enemigo de la experiencia que monopolizan los viejos. Y se desespera porque el viejo ha caído en ridículo, aunque comete la imprudencia de juzgarle con verdad: _convenons de bonne grâce qu'il prête à cela; il est entêté, il est maniaque, il est verbeux, il est conteur, il est ennuyeux, il est grondeur et son aspect est désagréable_: ningún joven ha escrito una silueta más sintética que esa, incluida en su volumen sobre el culto de la incompetencia. Faguet opina que el viejo está desterrado de las mediocracias contemporáneas. Grave error, que sólo prueba su vejez. Toda democracia es propicia á la mediocridad y enemiga de cualquier excelencia individual; por eso los jóvenes originales no participan del gobierno hasta que hayan perdido su arista propia. La vejez los nivela, rebajándolos hasta los modos de pensar y sentir que son comunes á su grupo social. Por esto las funciones directivas han sido en toda época patrimonio de la edad madura; la «opinión pública» de los pueblos, de las clases ó de los partidos, suele encontrar en los hombres que fueron superiores y empiezan ya á decaer el exponente más inequívoco de su mediocridad. En la juventud, son considerados peligrosos. Mientras el individuo superior piensa con su propia cabeza, no puede pensar con la cabeza de la sociedad. No hay, pues, la falta de respeto que, en sus vejeces respectivas, señalaron Platón, Aristóteles y Montesquieu, antes que Faguet. Afirmar que por el camino de la vejez se llega á la mediocridad es la aplicación simple de un principio regresivo que rige á todos los organismos vivos y los prepara á la muerte. ¿Por qué extrañarnos de esa decadencia mental si estamos acostumbrados á ver desteñir las hojas y deshojarse los árboles cuando el otoño llega perseguido por el invierno? Admiremos á los viejos por las superioridades que hayan poseído en la juventud. No incurramos en la simpleza de esperar una vejez santa, heroica ó genial tras una juventud equívoca, mansa y opaca; la vejez siega todas las originalidades con su hoz niveladora. Esos mediocres representativos, que ascienden al gobierno y á las dignidades después de haber pasado sus mejores años en la inercia ó en la orgía, en el tapete verde ó entre rameras, en la expectativa apática ó en la resignación humillada, sin una palabra viril y sin un gesto altivo, esquivando la lucha, temiendo los adversarios, y renunciando los peligros, no merecen la confianza de sus contemporáneos ni tienen derecho de catonizar. Sus palabras grandilocuentes parecen pronunciadas en falsete y mueven á risa. Los hombres de carácter elevado no hacen á la vida la injuria de malgastar su juventud, ni confían á la incertidumbre de las canas la iniciación de obras que sólo pueden concebir las mentes frescas y realizar los brazos viriles. La experiencia complica la tontería de los mediocres, pero no puede convertirlos en genios; la vejez no abuena al perverso, lo torna inútil para el mal. El diablo no sabe más por viejo que por diablo. Si se arrepiente no es por santidad, sino por impotencia. LA MEDIOCRACIA I. EL CLIMA DE LA MEDIOCRIDAD.--II. LA POLÍTICA DE LAS PIARAS.--III. DEMAGOGOS Y ARISTARCOS: LAS DOS FÓRMULAS DE LA INJUSTICIA.--IV. LA ARISTOCRACIA DEL MÉRITO: «LA JUSTICIA EN LA DESIGUALDAD.» I.--EL CLIMA DE LA MEDIOCRIDAD. En raros momentos la pasión caldea la historia y los idealismos se exaltan: cuando las naciones se constituyen y cuando se renuevan. Primero es secreta ansia de libertad, lucha por la independencia más tarde, luego crisis de consolidación institucional, después vehemencia de expansión ó pujanza de imperialismo. Los genios hablan con palabras líricas; plasman los estadistas sus planes visionarios; ponen los héroes su corazón en la balanza del destino. Es, empero, fatal que los pueblos tengan largas intercadencias de encebadamiento. La historia no conoce un solo caso en que altos ideales trabajen con ritmo continuo la evolución de una raza. Hay horas de palingenesia y las hay de apatía, como vigilias y sueños, días y noches, primaveras y otoños, en cuyo alternarse infinito se divide la continuidad del tiempo. En ciertas horas la nación se aduerme dentro del país. El organismo vegeta; el espíritu se amodorra. Los apetitos acosan á los ideales, tornándose dominadores y agresivos. No hay astros en el horizonte ni oriflamas en los campanarios. Ningún clamor de pueblo se percibe; no resuena el eco de grandes voces animadoras. Todos se apiñan en torno de los manteles oficiales para alcanzar alguna migaja de la merienda. Es el clima de la mediocridad. Los estados tórnanse mediocracias. Entra á la penumbra toda tendencia idealista, intelectual, estética, el culto por la verdad, el afán de admiración, la fe en creencias firmes, la exaltación de ideales, la lealtad, el orgullo, la originalidad, el desinterés, la abnegación, todo lo que está en el camino de la virtud y de la santidad, del talento y del genio, de la dignidad y del heroísmo. En un mismo diapasón utilitario se templan todos los espíritus. Se habla por refranes, como discurría Panza; se cree por catecismos, como predicaba Tartufo; se vive de expedientes, como enseñó Gil Blas. El culto de la rutina, de los prejuicios y de las domesticidades encuentra fervorosos adeptos en los que pretenden representar á los rebaños militantes; los más encumbrados portavoces de las mediocracias resultan esclavos de su clima. Son actores á quienes les está prohibido improvisar: de otro modo romperían el molde á que se ajustan las demás piezas del mosaico. Platón no concibió la mediocridad ni estudió al hombre mediocre. Sin quererlo, al decir de la democracia: «Es el peor de los buenos gobiernos, pero es el mejor entre los malos», definió la mediocracia. Han transcurrido siglos; la sentencia conserva su verdad. Las democracias contemporáneas, vistas de fuera, son refractarias á la culminación de todo ideal. Son estados sin ser naciones; países, no patrias. En cada comarca una oligarquía de mediocres detenta los engranajes del mecanismo oficial, excluyendo de su seno á cuantos desdeñan aceptar la complicidad de sus empresas. Aquí son castas advenedizas, allí sindicatos industriales, acullá facciones de parlaembaldes. Son gavillas y se titulan partidos. Intentan disfrazar con ideales su monopolio del Estado. Son bandoleros que buscan la encrucijada más impune para explotar á la sociedad. Políticos mediocres hay en todos los tiempos y bajo todos los regímenes. Pero encuentran mejor clima en las burguesías sin ideales. Donde todos creen poder hablar, callan los sabios; la mediocridad prefiere escuchar á los más viles embaidores. Cuando el ignorante se cree igualado al estudioso, el bribón al apóstol, el boquirroto al elocuente y el burdégano al digno, la escala del mérito desaparece en una oprobiosa nivelación de villanía. Eso es la mediocracia: todos pretenden hablar y creen decir lo que piensan, aunque cada uno sólo acierta á repetir dogmas sectarios ó auspiciar voracidades oligárquicas. Esa chatura moral es más grave que la aclimatación á la tiranía; nadie puede volar donde todos se arrastran. Conviénese en llamar urbanidad á la hipocresía, distinción al amaricamiento, cultura á la timidez, tolerancia á la complicidad; la mentira proporciona estas denominaciones equívocas. Y los que así mienten son enemigos de sí mismos y de la patria, deshonrando en ella á sus padres y á sus hijos, carcomiendo la dignidad común. En esos paréntesis de alcornocamiento aventúranse las mediocracias por senderos innobles. La obsesión de acumular tesoros materiales, ó el torpe afán de usufructuarlos en la holganza, borra del espíritu colectivo todo rastro de ensueño. Los países dejan de ser patrias. Cualquier ideal agoniza ó muere; van desmereciendo el ingenio y el mérito. Los filósofos, los sabios y los artistas están de más; la pesadez de la atmósfera cierra sus alas y dejan de volar. Su presencia estorba á traficantes y judíos, á todos los que trabajan por lucrar, á los esclavos del ahorro ó de la avaricia. Las cosas del espíritu son despreciadas. No siéndole propicio el clima sus cultores son contados. No llegan á inquietar á las mediocracias; están proscritos dentro del país, que mata á fuego lento sus ideales, sin necesitar desterrarlos. Cada hombre queda preso entre mil sombras que lo rodean y lo paralizan. Siempre hay mediocres, son perennes. Lo que varía es su prestigio y su influencia. En los climas líricos muéstranse humildes, son tolerados; nadie los nota, no osan inmiscuirse en nada. Cuando se entibian los ideales y se reemplaza lo cualitativo por lo cuantitativo, se empieza á contar con ellos. Apercíbense entonces de su número, se cuentan, se mancornan en grupos, se arrebañan en partidos. Crecen en la justa medida en que el clima se atempera. Las ficciones democráticas igualan el sabio al analfabeto, el señor al lacayo, el poeta al prestamista: cada uno tiene un voto y el supremo derecho es votar. La mediocridad se condensa, conviértese en sistema, es incontrastable. Encúmbranse gañanes, pues no florecen genios: las creaciones y las profecías son imposibles si no están en el alma de la época. La aspiración de lo mejor no es privilegio de todas las generaciones. Tras una que ha realizado un gran esfuerzo, arrastrada ó conmovida por un genio, la siguiente descansa y se dedica á vivir de glorias pasadas, conmemorándolas sin fe; las facciones dispútanse los manejos administrativos, compitiendo en manosear todos los ideales. La ausencia de éstos se disfraza con exceso de pompa y de palabras; acállase cualquier protesta con la participación en los festines; se proclaman las mejores intenciones y se practican bajezas abominables; se miente la democracia; se miente la ciencia; se miente el arte; se miente la justicia; se miente el carácter. Todo se miente con la anuencia de todos; cada hombre pone precio á su complicidad, un precio razonable que oscila entre un empleo y una decoración. Los gobernantes no crean tal estado de cosas y de espíritus: lo representan. Cuando las naciones dan en bajíos, los ideales son suplantados por voracidades insaciables: alguna facción de mediocres se apodera del engranaje constituido ó reformado por hombres geniales. Florecen legisladores, pululan archivistas, cuéntanse los funcionarios por legiones: las leyes se multiplican, sin reforzar por ello su eficacia. Las ciencias conviértense en mecanismos oficiales, en institutos y academias donde el genio no se forma jamás y al mismo ingenio se le impide que crezca: su presencia humillaría con la fuerza del contraste. Las artes tórnanse industrias patrocinadas por el Estado, reaccionario en sus gustos y adverso á toda previsión de nuevos ritmos ó de nuevas formas; la imaginación de artistas y poetas parece aguzarse en descubrir las grietas del presupuesto y filtrarse por ellas. En tales épocas los astros no surgen. Huelgan: la sociedad no los necesita; bástale su cohorte de funcionarios. El nivel de los gobernantes desciende hasta marcar el cero: la mediocracia es una confabulación de los ceros contra las unidades. Cien políticos mediocres, juntos, no valen un estadista genial. Sumad diez ceros, cien, mil, todos los de las matemáticas y no tendréis cantidad alguna, ni siquiera negativa. Los políticos mediocres marcan el cero absoluto en el termómetro de la historia, conservándose limpios de infamia y de virtud. Roque gobernando la ínsula: equidistante de Nerón y de Marco Aurelio. Una apatía conservadora caracteriza á esos períodos; entíbiase la ansiedad de las cosas elevadas, prosperando á su contra el afán de los suntuosos formulismos. Los gobernantes que no piensan parecen prudentes; los que nada hacen titúlanse reposados; los que no roban resultan alhajas. El concepto del mérito se torna negativo: las sombras son preferibles á los hombres. Se busca lo originariamente mediocre ó lo mediocrizado por la senilidad. En vez de héroes, genios ó santos, anúncianse los apacibles administradores, milagrosos arquetipos de la mediocridad reinante, como aquel Popeo Sabino _par negotiis neque supra_. Pero el estadista, el filósofo, el poeta, los que realizan, predican y anuncian alguna parte de un ideal, están ausentes. Nada tienen que hacer. La tiranía del clima es absoluta: nivelarse ó sucumbir. La regla conoce pocas excepciones en la historia. Las mediocracias negaron siempre las virtudes, las bellezas, las grandezas, dieron el veneno á Sócrates, el leño á Cristo, el puñal á César, el destierro á Dante, la cárcel á Bacon, el fuego á Bruno; y mientras escarnecían á esos hombres ejemplares, aplastándolos con su saña ó armando contra ellos algún brazo enloquecido, ofrecían su servidumbre á pomposos pavoreales ó ponían su hombro para sostener las más torpes tiranías. Á un precio: que éstas garantizaran á las clases hartas la tranquilidad necesaria para usufructuar sus riquezas. En esas épocas de lenocinio la autoridad es fácil de ejercitar: las cortes se pueblan de serviles, apandillados por batos enflautadores. Mesnadas de retóricos parlotean _pane lucrando_: aspirantes á algún bajalato y pulchinelas de perilustres barrizales, en cuyas conciencias está siempre colgado el albarán ignominioso. Las mediocracias apuntálanse en los apetitos de los que ansían vivir de ellas y en el miedo de los que temen perder la pitanza. La indignidad civil es ley en esos climas. Todo hombre declina su personalidad al convertirse en funcionario: no lleva visible la cadena al pie, como el esclavo, pero la arrastra ocultamente, amarrada en su intestino. Ciudadanos de una patria son los capaces de vivir por su esfuerzo, sin la cebada oficial. Cuando todo se sacrifica á ésta, sobreponiendo los apetitos á las aspiraciones, el sentido moral se degrada y la decadencia se aproxima. En vano se buscan remedios en la glorificación del pasado. De ese atafagamiento los pueblos no despiertan loando lo que fué, sino sembrando el porvenir y reconstituyendo el culto del mérito. Los países son expresiones geográficas y los estados son equilibrios de instituciones. Una patria es mucho más y es otra cosa: sincronismo de espíritus y de corazones, temple uniforme para el esfuerzo, homogénea disposición para el sacrificio, simultaneidad en la aspiración de la grandeza y en el deseo de la gloria. Donde falta esa comunidad de esperanzas no hay patria, no puede haberla: hay que tener ensueños comunes, desear juntos grandes cosas y sentirse decididos á realizarlas, con la seguridad de que ninguno se quedará en mitad del camino contando sus talegas. No basta acumular riquezas para crear una patria: Cartago no lo fué. Era una empresa. Las áureas minas, las industrias afiebradas y las lluvias generosas hacen de un país un estado rico: se necesitan ideales de cultura para que en él haya una patria. Mientras un país no es patria, sus habitantes no constituyen una nación. El sentimiento de la nacionalidad sólo existe en los que se sienten acomunados para perseguir un mismo ideal: las naciones más homogéneas son las que cuentan más hombres capaces de sentirlo y de servirlo. Es más intenso y perfeccionado en las mentes conspicuas. La capacidad de ideales, exigua en los mediocres, impídeles ver en el patriotismo el más alto ideal; el _déclassé_, ajeno á la nación, tampoco lo concibe; el esclavo y el siervo tienen un país natal. Sólo el digno y el libre pueden tener una patria. Pueden tenerla. Rara vez la tienen. El sentimiento nace en muchos, pero permanece rudimentario; en pocos elegidos llega á ser dominante y vivificador, anteponiéndose á pequeñas sordideces de piara ó de cofradía. Cuando los intereses de la mediocridad sobrepónense á los ideales de los espíritus cultos, que constituyen el alma de una nación, el sentimiento nacional se corrompe: la patria es explotada como una empresa. Cuando se vive hartando los propios apetitos y nadie piensa que en cada ingenio original puede estar una partícula de la gloria común, la nación se abisma. Los ciudadanos vuelven á la condición de habitantes. La patria á la de país. Y eso ocurre periódicamente: como si la pupila de la nación necesitara parpadear en su mirada hacia el porvenir. Y los caracteres mediocres aprovechan ese paréntesis de sombra para culminar, mientras los genios tórnanse invisibles. Todo se dobla y abaja, desapareciendo la molicie individual en la común: diríase que en la culpa colectiva se esfuma la responsabilidad de cada uno. Cuando el conjunto se dobla, como en el barquinazo de un buque, parece, por relatividad, que ninguna cosa se doblara. Sólo quien se levanta, y mira desde otro plano á los que navegan, advierte su descenso, como si frente á ellos fuese un punto inmóvil: un faro en la costa. II.--LA POLÍTICA DE LAS PIARAS. El instrumento de esa contaminación general es, en nuestra época, el sistema parlamentario: todas las formas de parlamentarismo. Antes presumíase que para gobernar se requería cierta ciencia y el arte de aplicarla; ahora se ha convenido que Gil Blas, Tartufo y Sancho son los árbitros inapelables de esa ciencia y de ese arte. La política se degrada, conviértese en profesión. Los espíritus subalternos florecen en los establos del sufragio universal. En la bajamar sube lo rahez y se acorchan los traficantes. Toda excelencia desaparece, eclipsada por la mediocridad. Se instaura una moral hostil á la firmeza y propicia al relajamiento. El gobierno va á manos de gentualla que abocada el presupuesto. Abájanse los adarves y álzanse los muladares. El lauredal se agosta y los cardizales se multiplican. Los palaciegos se mancornan con los malandrines. Progresan funámbulos y volatineros. Nadie piensa, donde todos lucran; nadie sueña, donde todos tragan. Lo que antes era estigma de infamia ó cobardía, tórnase jactancia de astucia; lo que otrora mataba, ahora vivifica, como si hubiera una aclimatación al ridículo; sombras envilecidas se levantan y parecen hombres; la improbidad se pavonea y ostenta, en vez de ser vergonzante y pudorosa. Lo que en las patrias se cubría de vergüenza, en los países cúbrese de honores. Las jornadas electorales son humillantes en los países mediocrizados: enjuagues de mercenarios ó pugilatos de aventureros, cuando no arrebatos de sectarios. Su justificación está á cargo de electores inocentes, que van á la parodia como á una fiesta del ideal. Las facciones son adversas á todas las originalidades. Hombres ilustres pueden ser víctimas del voto de la canalla: los partidos adornan sus listas con ciertos nombres respetados, sintiendo la necesidad de parapetarse tras el blasón intelectual de algunos selectos. Cada piara se forma un estado mayor que disculpe la pretensión de gobernar á su país, encubriendo las restantes vanidades ó piraterías con el pretexto de sostener intereses de partidos. Las excepciones no son toleradas en homenaje á las virtudes: las piaras no admiran ninguna superioridad. Explotan el prestigio del pabellón para dar paso á su mercancía de contrabando; descuentan en el banco del éxito merced á la firma prestigiosa. Por cada hombre de mérito hay docenas de sombras insignificantes. Aparte esas excepciones, que existen en todas partes, la masa de «elegidos del pueblo» es subalterna y profesional, pelma de vanidosos, deshonestos y serviles. Los primeros derrochan su fortuna por acceder al Parlamento. Ricos terratenientes ó poderosos industriales pagan á peso de oro los votos coleccionados por agentes impúdicos; señorzuelos advenedizos abren sus alcancías para comprarse el único diploma accesible á su mentalidad amorfa; asnos enriquecidos aspiran á ser tutores de pueblos, sin más capital que su constancia y sus millones. Necesitan ser alguien; creen conseguirlo incorporándose á las piaras. Los deshonestos son legión; asaltan el Parlamento para entregarse á especulaciones lucrativas. Venden su voto á empresas que muerden las arcas del Estado; prestigian proyectos de grandes negocios con el erario, cobrando sus discursos á tanto por minuto; pagan con destinos y dádivas oficiales á sus electores; comercian su influencia al menudeo para obtener concesiones en favor de su clientela. Su gestión política suele ser tranquila: un hombre de negocios está siempre con la mayoría. Apoya á todos los gobiernos. Los serviles merodean por los Congresos en virtud de la flexibilidad de sus espinazos. Lacayos de un grande hombre, ó instrumentos ciegos de su piara, no osan discutir la jefatura del uno ó las consignas de la otra. No se les pide talento, elocuencia ó probidad: basta con la certeza de su panurgismo. Viven de luz ajena, satélites sin calor y sin pensamiento, uncidos al carro de su cacique, dispuestos siempre á batir palmas cuando él habla y á ponerse de pie llegada la hora de una votación. En las democracias más novicias, llamadas repúblicas por burla, los congresos puéblanse de mansos protegidos de las oligarquías dominantes. Medran piaras sumisas, serviles, incondicionales, afeminadas: las mayorías miran al porquero esperando una guiñada ó una seña. Si alguno se aparta está perdido; los que se rebelan son proscritos sin apelación. Hay casos aislados de ingenio y de carácter, soñadores de algún apostolado ó representantes de fanatismos colectivos; si el tiempo no los domestica, ellos sirven á los demás, justificándolos con su presencia, aquilatándolos. Es de ilusos creer que el mérito abre las puertas de los parlamentos envilecidos. Los partidos--ó el gobierno en su nombre--operan una selección entre sus miembros, á expensas del mérito y en favor de la intriga. Un soberano cuantitativo y sin ideales prefiere candidatos que tengan su misma complexión moral: por simpatía y por conveniencia. Las más abstrusas fórmulas de la química orgánica parecen balbuceos infantiles frente á las vueltacaras del parlamentario mediocre. El desprecio de los hombres probos no le amedrenta jamás. Confía en el rebaño amorfo: el bajo nivel del representante halaga la insensatez del representado. Por eso los inservibles se adaptan maravillosamente á los _desiderata_ del sufragio universal; la grey se prosterna ante los fetiches más huecos y los rellena con su complicada tontería. Los cómplices, grandes ó pequeños, aspiran á convertirse en funcionarios. La burocracia es una masonería de voracidades en acecho. Desde que se inventaron los «Derechos del Hombre» todo imbécil los sabe de memoria; un elector considérase apto para cualquier destino en el vastísimo engranaje burocrático, suponiendo que la igualdad ante la ley implica una equivalencia de aptitudes. Ese afán de vivir á expensas del Estado rebaja la dignidad, enseñando que el mérito es inútil frente á la influencia. Cada demócrata que cruza las calles de prisa, preocupado, á pie, en automóvil, de blusa, enguantado, joven, maduro, á cualquier hora, podéis asegurar que está domesticándose, envileciéndose: busca una recomendación ó la lleva en su faltriquera. El funcionarismo crece con la democracia. Otrora, cuando fué necesario delegar parte de sus funciones, los monarcas elegían á hombres de mérito, experiencia y fidelidad. Pertenecían casi todos á la casta feudal; los grandes cargos la vinculaban á la causa del señor. Junto á esa, formábanse pequeñas burocracias locales. Creciendo las instituciones de gobierno el funcionarismo creció, llegando á ser una clase, una rama de las oligarquías dominantes. Para impedir que fuese altiva, la reglamentaron, quitándole toda iniciativa y ahogándola en la rutina. Á su afán de mando se opuso una sumisión exagerada. La pequeña burocracia no varía; la grande, que es su llave, cambia con la piara que gobierna. Con el sistema parlamentario se la esclavizó por partida doble: del ejecutivo y del legislativo. Ese juego de influencias bilaterales converge á empequeñecer la dignidad de los funcionarios. El mérito queda excluido en absoluto; basta la influencia. Con ella se asciende por caminos equívocos. La característica del zafio es creerse apto para todo, como si la buena intención salvara la incompetencia. Flaubert ha contado en páginas eternas la historia de dos mediocres que ensayan lo ensayable: Buvard y Pécuchet. Nada hacen bien, pero á nada renuncian. Ellos pueblan las mediocracias; son funcionarios de cualquier función, creyéndose órganos valederos para las más contradictorias fisiologías. Consecuencias inmediatas del funcionarismo son la servilidad y la adulación. Existen desde que hubo poderosos y favoritos. Bajo cien formas se observa la primera, implícita en la desigualdad humana: donde hubo hombres diferentes, algunos fueron dignos y otros domésticos. El excesivo comedimiento y la afectación de agradar al amo engendran esas carcomas del carácter. No son delitos ante las leyes, ni vicios para la moral de ciertas épocas: son compatibles con la «honestidad». Pero no con la «virtud». Nunca. Por eso, si bien no llevan á la cárcel, jamás conducen á la gloria. La sensibilidad á los elogios es legítima en sus orígenes. Ellos son una medida indirecta del mérito; se fundan en la estimación, el reconocimiento, la amistad, la admiración ó el amor. El elogio sincero y desinteresado no rebaja á quien lo otorga ni ofende á quien lo recibe, aun cuando es injusto. Puede ser un error; no es una indignidad. La adulación lo es siempre: es desleal é interesada. El deseo de la privanza induce á complacer á los poderosos; la conducta del adulón mira á eso y todo lo sacrifica su ánimo servil. Su inteligencia sólo se aguza para oliscar el deseo del amo: subordina sus gustos á los de su dueño, pensando y sintiendo como él lo ordena; su personalidad no está abolida, pero poco falta. Pertenece á la raza de los «cobardes felices», como los bautizó Lecomte de Lisle. La adulación es una injusticia. Engaña. Es despreciable siempre el adulón, aun cuando lo hace por una especie de benevolencia banal ó por el deseo de agradar á cualquier precio. Racine (_Fedra_, IV, 6) lo creyó un castigo divino: _Détestables flatteurs, présent le plus funeste Que puisse faire aux rois la colère celeste._ No sólo se adula á reyes y poderosos. El que adula al pueblo no es menos vil. En las mediocracias hay miserables afanes de popularidad, más degradantes que el servilismo. Para obtener el favor cuantitativo de los lacayos se les miente bajas alabanzas disfrazadas de ideal: más cobardes porque se dirigen á plebes que no saben controlar el embuste. Halagar á los ignorantes y merecer su aplauso hablándoles sin cesar de sus derechos, jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento á la propia dignidad. En los climas mediocres, mientras las masas escuchan á los charlatanes, los gobernantes prestan oído á los quitamotas. Los vanidosos viven fascinados por esta sirena que los arrulla sin cesar, acariciando su sombra; pierden todo criterio para juzgar sus propios actos y los ajenos; la intriga los aprisiona; la adulación de los serviles los arrastra á cometer ignominias: como esas mujeres que alardean su hermosura y acaban por prestarla á quienes la adulcen con elogios desmedidos. El verdadero mérito es desconcertado por la adulación: tiene su orgullo y su pudor, como la castidad. Los grandes hombres dicen de sí, naturalmente, elogios que en labios ajenos los harían sonrojar; las grandes sombras gozan oyendo las alabanzas que temen no merecer. Las mediocracias fomentan ese vicio de siervos. Todo el que piensa con cabeza propia, ó tiene un corazón altivo, se aparta del tremedal donde prosperan los envilecidos. «El hombre excelente--escribió La Bruyère--no puede adular; cree que su presencia importuna en las cortes, como si su virtud ó su talento fuesen un reproche á los que gobiernan.» Y de su apartamiento aprovechan los que palidecen ante sus méritos, como si existiera una perfecta compensación entre la ineptitud y el rango, entre las domesticidades y los avanzamientos. De tiempo en tiempo alguno de los mejores se yergue entre todos y dice la verdad, como sabe y como puede, para que no se extinga ni se subvierta, transmitiéndola al porvenir. Es la virtud cívica: lo mediocre y lo innoble son calificados con justeza; á fuerza de velar los nombres acabaría por perderse en los espíritus la noción de las cosas indignas. Los Tartufos, enemigos de toda luz estelar y de toda palabra sonora, persígnanse ante el herético que devuelve sus nombres á las cosas. Si dependiera de ellos la sociedad se transformaría en una cueva de mudos, cuyo silencio no interrumpiese ningún clamor vehemente y cuya sombra no rasgara el resplandor de ningún astro. Todo idealista ha leído con lírica emoción las tres historias admirables que cuenta Vigny en su «Stello» imperecedero. Tener un ideal es crimen que no perdonan las mediocracias. Muere Gilbert; muere Chatterton; muere Andrés Chenier. Los tres son asesinados por los gobiernos, con arma distinta según los regímenes. El idealista es inmolado en los imperios absolutos lo mismo que en las monarquías constitucionales y en las repúblicas democráticas. Quien vive para un ideal no puede servir á ninguna mediocracia. Todo conspira allí para que el pensador, el filósofo y el artista se desvíen de su ruta; cuando se apartan de ella la pierden para siempre. Temen por eso la política, sabiendo que es el Walhala de los mediocres. En su red pueden caer prisioneros. Pero cuando reina otro clima y el destino los lleva al poder, gobiernan contra los serviles y los rutinarios: rompen la monotonía de la historia. Sus enemigos lo saben; nunca un genio ha sido encumbrado por una mediocracia. Llegan contra ella, á desmantelarla, cuando se prepara un porvenir. III.--DEMAGOGOS Y ARISTARCOS. El progresivo advenimiento de la democracia, desde el ignominioso escándalo de la Bastilla hasta el arrebañamiento actual de los lacayos en rebeldía, ha mentido la igualdad de los más para impedir la culminación de los mejores. Es indiferente que se trate de monarquías ó repúblicas. El siglo XIX ha unificado el régimen político, en su esencia, nivelando todos los sistemas, democratizándolos. Un pensador eminente glosó esa verdad: la democracia no tolera las excepciones ilustres. Si el genio es un soliloquio magnífico, una voz de la naturaleza en que habla toda una nación ó una raza, ¿no es un privilegio excesivo que uno ahueque la voz en nombre de todos? La democracia reniega de tales soberanos que se encumbran sin plebiscitos y no aducen derechos divinos. Lo que en él era Verbo tórnase palabra y es distribuida entre todos, que, juntos, creen razonar mejor que uno solo. La civilización parece concurrir á ese lento y progresivo destierro del hombre extraordinario, ensanchando é iluminando las medianías. Cuando los más no sabían pensar, justo era que uno lo hiciese por todos, facultad suprema aunque expuesta á peligrosos excesos. Pero el hombre providencial es innecesario á medida que los más piensan y quieren. «En tanta difusión de la soberanía, se pregunta: ¿qué necesidad hay de grandes epopeyas pensadas, realizadas ó escritas?» Ésa parece, transitoriamente, su fórmula y podría traducirse así: en la medida en que se difunde el régimen democrático restríngese la función de los hombres superiores. Sería verdad inconcusa, definitiva, si el devenir democrático fuese una orientación natural de la historia y si, en caso de serlo, se efectuase con ritmo permanente, sin tropiezos. Y no es así. No lo ha sido nunca; ni lo será, según parece. La naturaleza se opone á toda nivelación, viendo en la igualdad la muerte; necesita del genio más que del imbécil y del talento más que de la mediocridad. La historia no confirma la presunción de la democracia: no suprime á Leonardo para endiosar á Panza ni aplasta á Bertoldo para endiosar á Goethe. Unos y otros tienen su razón de vivir, ni prospera el uno en el clima del otro. El genio, en su oportunidad, es tan irreemplazable como el mediocre en la propia; mil, cien mil mediocres no harían entonces lo que un genio. Cooperan á su obra los idealistas que les preceden ó siguen; nunca los conservadores, que son sus enemigos naturales, ni las masas rutinarias, que pueden ser su instrumento pero no su guía. Es irónico repetir que los estados no necesitan al gobernante genial sino al mediocre. En las horas solemnes los pueblos todo lo esperan de los grandes hombres; en las épocas decadentes bastan los vulgares. El culto del gobernante honesto es propio de mercaderes que temen al malo, sin concebir al superior. ¿Por qué la historia renegaría del genio, del santo y del héroe? Hay un clima que excluye al genio y busca al fatuo: en la chatura crepuscular de las mediocracias, mientras las academias se pueblan de miopes y de funcionarios, gobiernan el estado los charlatanes ó los pollipavos. Pero hay otro clima en que ellos no sirven; entonces puéblase de astros el horizonte. En la borrasca toma el timón un Sarmiento y pilotea un pueblo hacia su Ideal; en la aurora mira lejos un Ameghino y descubre fragmentos de alguna Verdad en formación. Y todo varía en sus dominios; fórmase en su rededor, como el halo en torno de los astros, una particular atmósfera donde su palabra resuena y su chispa ilumina: es el clima del genio. Y uno sólo piensa y hace: marca un evo. Al lema de la democracia, «igualdad ó muerte», replica la naturaleza: «la igualdad es la muerte.» Aquel dilema es absurdo. Si fuera posible una constante nivelación, si hubieran sucumbido alguna vez todos los individuos diferenciados, los originales, la humanidad no existiría. No habría podido existir como término culminante de la serie biológica. Nuestra especie ha salido de las precedentes como resultado de la selección natural; sólo hay evolución donde pueden seleccionarse las variaciones descollantes de los individuos. Igualar todos los antropoides sería negar la humanidad; igualar todos los hombres sería negar el progreso de la especie humana. Negar la civilización misma. Queda el hecho actual y contingente: el advenimiento progresivo del régimen democrático, en las monarquías y en las repúblicas, ha favorecido su descenso político durante el último siglo. Abstractamente, la democracia subvierte la naturaleza; prácticamente, es una ficción siempre. Es una mentira de algunos que pretenden ser todos: el pueblo. Aunque en ella creyeron por momentos Lamartine, Heine y Hugo, nadie más infiel que los poetas idealistas al verbo de la equivalencia universal; los más le son abiertamente hostiles. Otra es la posición del problema. Es sencilla. Jamás ha existido una democracia efectiva. Los regímenes que adoptaron tal nombre fueron ficciones. Las pretendidas democracias de todos los tiempos han sido y serán confabulaciones de profesionales para oprimir á las masas inferiores y excluir á los hombres eminentes. Han sido siempre mediocracias. La premisa de su mentira es la existencia de un «pueblo» capaz de asumir la soberanía del Estado. No hay tal: las masas de pobres é ignorantes no tienen aptitud para gobernarse: cambian de pastores. La igualdad es un equívoco ó una paradoja, según los casos. Los más grandes teóricos del ideal democrático han sido de hecho individualistas y partidarios de la selección natural: _perseguían la aristocracia del mérito contra los privilegios de las castas_. Aquel ingenuo trovador que cantó «Ved en trono á la noble igualdad», creía hablar en nombre de una democracia y lo hacía en el de nacientes oligarquías indígenas que se aprestaban á suplantar á las castas coloniales. Lejos estuvo el poeta de sentir lo que necesitaba pregonar á los humildes, para inducirles á cambiar de amo; tan superficial era su fe democrática que sólo acertó á calificar de «noble» á la igualdad, ¡por antítesis!, y en vez de entregarla al pueblo para que la disfrutara, la puso en un «trono», como si con ella quisiera simbolizar la desigualdad eterna. La democracia es un espejismo, como todas las abstracciones que pueblan la fantasía de los ilusos ó forman el capital de los mendaces. El pueblo está ausente de ella. Los que invocan derechos igualitarios son simples mediocres enemigos de toda superioridad ó diferencia. Las castas aristocráticas no son mejores; en ellas hay, también, crisis de mediocridad y tórnanse mediocracias. Los demócratas persiguen la justicia para todos y se equivocan buscándola en la igualdad; los aristócratas buscan el privilegio para los mejores y acaban por reservarlo á los más ineptos. Aquéllos borran el mérito en la nivelación; éstos lo burlan atribuyéndolo á una clase. Ambos son, de hecho, enemigos de toda selección natural. Tanto da que el pueblo sea domesticado por oligarquías de blasonados ó de advenedizos: en ambas están igualmente proscritas la dignidad y los ideales. Así como las tituladas democracias no lo son, las pretendidas aristocracias no pueden serlo. El mérito estorba en las Cortes lo mismo que en las tabernas. Toda aristocracia pudo ser selectiva en su origen. Suele serlo: es respetable el que inicia con sus méritos una alcurnia ó un abolengo. Es evidente la desigualdad humana en cada tiempo y lugar; hay siempre hombres y sombras. Los hombres deben gobernar á las sombras; son la aristocracia natural de su tiempo y su derecho es indiscutible. Es justo, porque es natural. En cambio es ridículo el concepto de las aristocracias tradicionales: conciben la sociedad como un botín reservado á una casta, que usufructúa sus beneficios sin estar compuesta por los mejores hombres de su tiempo. ¿Por qué los deudos, familiares y lacayos de los que fueron otrora los más aptos seguirán participando de un poder que no han contribuido á crear? ¿En nombre de la herencia? Si las aptitudes se heredan, ese privilegio les resulta inútil y podrían renunciarlo; si no se heredan, es injusto y deben perderlo. Conviene que lo pierdan. Toda oligarquía es la antítesis de una aristocracia natural; con el andar del tiempo resulta su más vigoroso obstáculo. El derecho divino que invocan los unos, es mentira; lo mismo que los derechos del hombre, invocados por los otros. Aristarcos y demagogos son igualmente mediocres y obstan á la selección de las aptitudes superiores, nivelando toda originalidad, cohibiendo todo ideal. Una concesión podría hacerse. Los países sin casta aristocrática son más propicios á la mediocrización; evidentemente. En ellos se constituyen oligarquías de advenedizos, que tienen todos los defectos y las presunciones de la nobleza, sin poseer sus cualidades. En su improvisación, fáltales la mentalidad del gran señor, compuesta por atributos inexplicables que fincan en una cultura de siglos: hay gentes de calidad y hombres que tienen clase, como los caballos de carrera. Son más esquivos al rebajamiento. En sus prejuicios la dignidad y el honor tienen más parte que en los del advenedizo. Es una diferencia que los preserva de muchos envilecimientos. ¿Es preferible obedecer á castas que tienen la rutina del mando ó á pandillas minadas por hábitos de servidumbre? El privilegio tradicional de la sangre irrita á los demócratas y el privilegio numérico del voto repugna á los aristócratas. La cuna dorada no da aptitudes; tampoco las da la urna electoral. La peor manera de combatir la mentira democrática sería aceptar la mentira aristocrática; en los dos casos trátase de idénticos mediocres con distinta escarapela. Las masas inferiores--que podrían ser el «pueblo»--y los hombres excelentes de cada sociedad--que son la «aristocracia natural»--, suelen permanecer ajenos á su estrategia. Entre los demócratas embalumados de igualdad hay audaces lacayos que pretenden suplantar á sus amos con la ayuda de las turbas fanatizadas; entre los aristócratas enmohecidos de tradición hay vanidosos que ansían reducir á sus sirvientes con la ayuda de los hombres de mérito. La historia se repite siempre: las masas y los idealistas son víctimas propiciatorias en esas disputas entre mediocres enguantados ó descamisados. IV.--LA ARISTOCRACIA DEL MÉRITO. La degeneración mediocrática, que caracteriza Faguet como un «culto de la incompetencia», no depende del régimen político, sino del clima moral de las épocas decadentes. Cura cuando desaparecen sus causas; nunca por reformas legislativas, que es absurdo esperar de los propios beneficiarios. En vano son ensayadas por los tontos ó simuladas por los bribones: las leyes no crean un clima. El derecho efectivo es una resultante concreta de la moral. La apasionada protesta de los individualistas puede ser un grito de alarma, lanzado en la sombra; pero el ensueño de enaltecer una mediocracia resulta ilusorio en las épocas de domesticación moral y de hartazgo. Las facciones prefieren escuchar el falso idealismo de sus fetiches envejecidos, como si en viejos odres pudiera contenerse el vino nuevo. Hay que esperar mejores tiempos, sin pesimismos excesivos, con la certidumbre de que la reacción llega inevitablemente á cierta hora: los hombres superiores la esperan custodiando su dignidad y trabajando para su ideal. Cuando la mediocridad agota los últimos recursos de su incompetencia, naufraga. La catástrofe devuelve su rango al mérito y reclama la intervención del genio. El mismo encanallamiento mediocrático contribuye á restaurar, de tiempo en tiempo, las fuerzas vitales de cada civilización. Hay una _vis medicatrix naturae_ que corrige el abellacamiento de las naciones: la formación intermitente de sucesivas aristocracias del mérito. El privilegio vuelve á las manos mejores. Se respeta su legitimidad, se enaltecen esas raras cualidades individuales que implican la orientación original hacia ideales nuevos y fecundos. Todo renacimiento se anuncia por el respeto de las diferencias, por su culto. La mediocridad calla, impotente; su hostilidad tórnase feble, aunque innúmera. Si tuviera voz rebajaría el mérito mismo, otorgándolo á ras de tierra. De lo útil á todos, no saben decidir los más: nunca fué el rutinario juez del idealista, ni el ignorante del sabio, ni el honesto del virtuoso, ni el servil del digno. Toda excelencia encuentra su juez en sí misma. El mérito de cada uno se aquilata en la opinión de sus iguales. Hay aristocracia natural cuando el esfuerzo de las mentes más aptas converge á guiar los comunes destinos de la nación. No es prerrogativa de los ingenios más agudos, como querrían algunos, en cuyo oído resuena como un eco esa «aristocracia intelectual» que fué la quimera de Renán. En la aristocracia del mérito corresponde tanta parte á la virtud y al carácter como á la inteligencia; de otro modo sería incompleta y su esfuerzo ineficaz. Un régimen donde el mérito individual fuese estimado por sobre todas las cosas, sería perfecto. Excluiría la influencia de toda mediocridad numérica ú oligárquica. No habría intereses creados. El voto anónimo tendría tan exiguo valor como el blasón fortuito. Los hombres se esforzarían por ser cada vez más desiguales entre sí, prefiriendo cualquier originalidad creadora á la más tradicional de las rutinas. Sería posible la selección natural y los méritos de cada uno aprovecharían á la sociedad entera. El agradecimiento de los menos útiles estimularía á los favorecidos por la naturaleza. Las sombras respetarían á los hombres. El privilegio se mediría por la eficacia de las aptitudes y se perdería con ellas. Transparente, es, pues, el credo político del idealismo experimental. Se opone á la democracia del número, que busca la justicia en la igualdad: afirmando el privilegio en favor del mérito. Y á la aristocracia oligárquica, que asienta el privilegio en los intereses creados, se opone también: afirmando el mérito como base natural del privilegio. La aristocracia del mérito es el régimen ideal frente á las mediocracias que ensombrecen la historia. Tiene su fórmula absoluta: _la justicia en la desigualdad_. LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA[1] I. LAS SOMBRAS DEL CREPÚSCULO--II. EL TRINOMIO MENTAL DEL ARQUETIPO.--III. LA MORTAJA DE LA INSIGNIFICANCIA. I.--LAS SOMBRAS DEL CREPÚSCULO. Los prohombres de las mediocracias equidistan del bárbaro legendario--Tiberio ó Facundo--y del genio transmutador--Marco Aurelio ó Sarmiento. El genio crea instituciones y el bárbaro las viola: los mediocres las respetan, impotentes para forjar ó destruir. Esquivos á la gloria y rebeldes á la infamia, se reconocen por una circunstancia inequívoca: sus cubicularios más propincuos no osan llamarlos genios por temor al ridículo y sus adversarios no podrían sentarlos en cáncana de imbéciles sin flagrante injusticia. Son perfectos en su clima; sosláyanse en la historia á merced de cien complicidades y conjugan en su persona todos los atributos del ambiente que los repuja. Amerengados por equívocas jerarquías militares, por opacos títulos universitarios ó por la almidonada improvisación de alcurnias advenedizas, acicalan en su espíritu las rutinas y prejuicios que acorchan las creederas de la mediocridad dominante. Son pasicortos siempre; su marcha no puede en momento alguno compararse al vuelo de un condor ni á la reptación de una serpiente. Todas las piaras inflan algún ejemplar predestinado á posibles culminaciones. Seleccionan el acabado prototipo entre los que comparten sus pasiones ó sus voracidades, sus fanatismos ó sus vicios, sus prudencias ó sus hipocresías. No son privilegio de tal casta ó partido: su liviandad alcornocal flota en todas las ciénagas políticas. Piensan con la cabeza de algún rebaño y sienten con su corazón. Productos de su clima, son irresponsables: ayer de su oquedad, hoy de su preeminencia, mañana de su ocaso. Juguetes, siempre, de ajenas voluntades. Entre ellos eligen las repúblicas sus presidentes, buscan los tiranos sus favoritos, nombran los reyes sus ministros, entresacan los parlamentarios sus gabinetes. Bajo todos los regímenes: en las monarquías absolutas, en las repúblicas oligárquicas y en las demagogias parlamentarias. Siempre que desciende la temperatura espiritual de una raza, de un pueblo ó de una clase, encuentran propicio clima los obtusos y los seniles. Las mediocracias evitan las cumbres y los abismos. Intranquilas bajo el sol meridiano y timoratas en la noche, buscan sus arquetipos en la penumbra. Temen la originalidad y la juventud; adoran á los que nunca podrán volar ó tienen ya las alas enmohecidas. Adventicias jaurías de mediocres, vinculadas por la trahilla de comunes apetitos, osan llamarse partidos. Rumian un credo, fingen un ideal, atalajan fantasmas consulares y reclutan una hueste de lacayos. Eso basta para disputar á codo limpio el acaparamiento de las prebendas gubernamentales. Cada grey elabora su mentira, erigiéndola en dogma infalible. Los tunantes suman esfuerzos para enaltecer la prohombría de su fantasma: llámase lirismo á su ineptitud, decoro á su vanidad, ponderación á su pereza, prudencia á su pusilanimidad, fe á su fanatismo, ecuanimidad á su impotencia, distracción á sus vicios, liberalidad á su briba, sazón á su marchitez. La hora los favorece: las sombras se alargan cuanto más avanza el crepúsculo. En cierto momento la ilusión ciega á muchos, acallando toda veraz disidencia. De esas baraúndas mediocráticas salen á flote unos ú otros arquetipos, aunque no siempre los menos inservibles. La irresponsabilidad colectiva borra la cuota individual del yerro: nadie se sonroja cuando todas las mejillas pueden reclamar su parte en la común vergüenza. Las oligarquías mediocráticas ofrecen á diario el espectáculo. Un distinguido publicista, que vive sus intimidades,--J. M. Ramos Mexía--lo describe en imprudente agua fuerte: «La causa de la persistente notoriedad y del relativo éxito que, en la vida, suelen tener ciertos grupos de mediocres, consiste en propiedades de fácil articulación de los unos con los otros, resultando una firmeza de columna vertebral y constituyendo verdaderos mecanismos de nutrición colectiva. Así asociados, y á pesar de su inferioridad mental, no necesitan de ningún aparato de perfeccionamiento para adquirir el sentido de las conveniencias vitales.» Viven durante años en acecho; escúdanse en rencores políticos ó en prestigios mundanos, echándolos como agraz en el ojo á los inexpertos. Mientras yacen aletargados por irredimibles ineptitudes, simúlanse proscritos por misteriosos méritos. Claman contra los abusos del Poder, aspirando á cometerlos en beneficio propio. En la mala racha, los facciosos siguen oropelándose mutuamente, sin que la resignación al ayuno disminuya la magnitud de sus apetitos. Esperan su turno, mansos bajo el torniquete. Se repiten la máxima de De Maistre: «Savoir attendre est le grand moyen de parvenir», glosada como virtud suprema de los arquetipos: el «don de espera», que los expone á alelarse en una vejez almibarada. La paciente expectativa converge á la culminación de los menos inquietantes. Rara vez un hombre superior los apandilla con muñeca vigorosa, convirtiéndolos en comparsa que medra á su sombra; cuando les falta ese dominador absoluto, desorbítanse como asteroides de un sistema planetario cuyo sol se extingue. Todos se confabulan entonces, en tácita transacción, prestando su hombro á los que pueden aguantar más alabanzas en justa equivalencia de méritos ambiguos. El grupo los infla con solidaridad de logia; cada cómplice conviértese en una hebra de la telaraña tendida para captar el gobierno. Su armazón es simple convergencia de ocultas debilidades: «Una cierta tendencia asociativa duplica sus fuerzas. En virtud de la ley por la cual los semejantes buscan á los semejantes, todo mediocre se siente atraído por su homónimo mental. De allí procede ese género de epidemicidad de la insignificancia intelectual que suele hacer estragos en la sociedad en ciertas épocas de calamitosa incultura. Para ese ambiente el talento deja de ser un valor real; la imitación, que es más chillona y alegre, halaga el sentido embotado de las muchedumbres, mucho más que la realidad discreta. En tales circunstancias, la solución no está en tener talento ó cualidades de otro género, sino al contrario, en no tenerlas para poder subir: aptitudes defensivas y aquel poder de mimetismo concurrente que hace de la vida un carnaval solemne, en el cual los inútiles aprovechan de su accidental cotización para aplastar con su vientre la excelsitud del cerebro alado; tanto más fácilmente cuanto que la miope simplicidad popular confunde á menudo las anfractuosidades del intestino con las circunvoluciones cerebrales». Compréndese la arrevesada selección de las facciones oligárquicas y el pomposo envanecimiento del «pavo» que ellas consagran. Sus encomiastas, empeñados en purificarlo de toda mancha pecaminosa, intentan obstruir la verdad llamando romanticismo á su reiterada incompetencia para todas las empresas, orgullo á su vanidad, idealismo á su acidia. El tiempo disipa el equívoco devolviendo su nombre á esos dos vicios arracimados en un mismo tronco: el orgullo es compatible con el idealismo, pero el primero es la antítesis de la vanidad y el segundo lo es de la acidia. Repujados los prohombres de hojalatería, acaban de azogarles con demulcentes crisopeyas. Orificando las caries de su dentadura moral, sus lacras llegan á parecer coqueterías, como las arrugas de las cortesanas. Ungiéndolos árbitros del orden y de la virtud, declaran prescritas sus viejas pústulas: incondicionalismos para con los regímenes más turbios, intérlopes pasiones de garito, ridículos infortunios de donjuanismo epigramático. Sus labios abrévanse en aquella agua del Leteo que borra la memoria del pasado; no advierten que después de chapalear en el vicio todo puritanismo huele á encima, como los guantes que pasan por el limpiador. Donde medran oligarquías bajo disfraces democráticos, prosperan esos pavorreales apampanados, tensos por la vanidad: un travieso los desinflaría si los pinchase al pasar, descubriendo la nada absoluta que retoza en su interior. Vacuo no significa alígero; nunca fué la tontería cartabón de santidad. Sin sangre de hienas, que han menester los tiranos, tampoco tiénenla de águilas, propia de iluminados; corre en sus venas una linfa tontivana, propia en estirpe de pavos y quintaesenciada en el real, simbólica ave que suma candorosamente la zoncería y la fatuidad. Son termómetros morales de ciertas épocas: cuando la mediocridad incuba pollipavos no tienen atmósfera los aguiluchos. El memo llega á parecer omniscio y adquiere los ornamentos necesarios para advenir al poder: entrégase á ejercitarlo como un tartamudo á quien confiaran la declamación de un poema. La resignada mansedumbre explica ciertas culminaciones mediocráticas: el porvenir de algunos arquetipos estriba en ser admirados en contra de alguien. Huyen para agrandarse. Con muchos lustros de andar á la birlonga no borran sus culpas; en su paso descúbrese una inveterada pusilanimidad que rehuye escaramuzas con enemigos que le han humillado hasta sangrar. No hay virtud sin gallardía; no la demuestra quien esquiva con temblorosos alejamientos la batalla por tantos años ofrecida á su dignidad. Ese acoquinamiento no es, por cierto, el clásico valor gauchesco de los coroneles americanos, ni se parece al gesto del león agazapado para pegar mejor el salto. Ellos vagamundean con el «don de espera del batracio optimista», de que habla su biógrafo. El hombre digno puede enmudecer cuando recibe una herida, temiendo acaso que su desdén exceda á la ofensa; pero llega su sentencia, y llega en estilo nunca usado para adular ni para pedir, más hiriente que cien espadas. Cada verbo es una flecha cuyo alcance finca en la elasticidad del arco: la firmeza moral de la dignidad. Y el tiempo no borra una sílaba de lo que así se habla. En vano los arquetipos interrumpen sus humillados silencios con inocuas pirotecnias verbales; de tarde en tarde los cómplices pregonan alguna misteriosa lucubración tartamudeada, ó no, ante asambleas que ciertamente no la escucharon. Ellos no atinan á sostener la reputación con que los exornan: desertan el parlamento el día mismo en que los eligen, como si temieran ponerse en descubierto y comprometer la estrategia de los empresarios de su fama. Complétase la inflazón de estos aerostatos confiándoles subalternas diplomacias de festival, en cuya aparatosidad suntuaria pavonean sus huecas vanidades. Sus cómplices adivínanle algún talento diplomático ó perspicacias internacionalistas, hasta complicarles en lustrosas canonjías donde se apagan en tibias penumbras, junto al resplandecer de sus colaboradores más contiguos. Nunca desalentadas, las oligarquías reinciden, esperando que los tontos acertarán un golpe en el clavo después de afirmar cien en la herradura. Ungidos emisarios ante la nación más hermana, su casuística de sacristía envenena hondos afectos, como si por arte de encantamiento germinaran cizañas inextinguibles en los corazones de los pueblos. Archiveros y papelistas se confabulan para encelar el fervor de los ingenuos y captar la confianza de los rutinarios. «Si el defensivo puede agregar á su solemnidad y á su silencio la colaboración de la calumnia biográfica, tan útil y tan benéfica cuando procede de amigos interesados, el «aparato» se completa á maravilla y sus efectos transcendentales escapan á los límites de la vida privada; los simples goces de la canonjía subalterna se dilatan hasta la celebridad mundial y sobre el erial de su mente franciscana, esos amigos calumniadores levantan enormes fábricas, monumentos de arquitectura híbrica...» Plutarquillos bien rentados transforman en miel su acíbar, quintaesenciando en alabanzas sus vinagres más crónicos, como si hipotecaran su ingenio descontando prebendas futuras. Rellenan con vanos artilugios la oquedad del tonto, sin sospechar la insuficiencia del disfraz. Ni el pavo parece águila ni corcel la mula: se les reconoce al pasar, viendo su moco eréctil ú oyendo el chacoloteo de su herradura. Su gravitación negativa seduce á los caracteres domesticados: no piensan, no roban, no oprimen, no sueñan, no asesinan, no faltan á misa, ¿qué más? Cuando las facciones forjan tal Fénix, lo encumbran como su símbolo perfecto. Poseen cosméticos para sus fisonomías arrugadas: la grandílocua rancidez de programas á cuyo pie buscaríase de inmediato la firma de Bertoldo, si los vastos soponcios no traslucieran prudentes reticencias de Tartufo. Es preferible que estén cuajados de vulgaridades y escritos en pésimo estilo; gustan más á los mediocres. Un programa abstracto es perfecto: parece idealista y no lastima las ideas que cree tener cada cómplice. De cada cien, noventa y nueve mienten lo mismo: la grandeza del país, los sagrados principios democráticos, los intereses del pueblo, los derechos del ciudadano, la moralidad administrativa. Todo ello, si no es desvergüenza consuetudinaria, resulta de una tontería enternecedora; simula decir mucho y no significa nada. El miedo á las ideas concretas ocúltase bajo el antifaz de las vaguedades cívicas. No se avergüenzan de escalar el poder á horcajadas sobre la ignominia. Obtemperan á toda villanía que converja á su objeto: cuando hablan de civismo su aliento apesta al pantano originario. Su moral encubre el vicio, por el simple hecho de aprovecharlo. Empujados por torcidos caminos, siguen sembrando en los mismos surcos. Para aprovechar á los indignos han tenido que humillárseles mansamente; los honores que no se conquistan hay que pagarlos con abajamientos. «No puede ser virtuoso el engendrado en un vientre impuro», dicen las escrituras; los que se encumbran cerrando los ojos é implicándose en mañas de estercolero, sufriendo los manoseos de los majagranzas, mintiéndose á sí mismos para hartar la acucia de toda una vida, no pueden redimirse del pecado original, aunque, Faustos insubordinados, pretendan escapar al maleficio de sus Mefistófeles. El pueblo los ignora; está separado de ellos por el celo de las facciones oligárquicas. Para prevenirse de achaques indiscretos retráense de la circulación: como si de cerca no resistieran al cateo de los curiosos. Mantiénense ajenos á todo estremecimiento de raza. En ciertas horas las turbas pueden ser sus cómplices: el pueblo nunca. No podría serlo: en las mediocracias desaparece. Diríase que consiente porque no existe, substituido por cohortes que medran. Depositarios del alma de las naciones, los pueblos son entidades espirituales inconfundibles con las piaras democráticas. Ninguna multitud es pueblo: no lo sería la unanimidad de los mediocres. Aparece en los países que un ideal convierte en naciones y reside en la convergencia moral de los que sienten la patria más alta que las oligarquías, los partidos y las sectas. El pueblo--antítesis de todos los rebaños--no se cuenta por números. Está donde un solo hombre no se complica en el abellacamiento común; frente á las huestes domesticadas ó fanáticas ese único hombre libre, él solo, es todo: pueblo y nación y raza y humanidad. II.--EL TRINOMIO MENTAL DEL ARQUETIPO. Los arquetipos de la mediocracia pasan por la historia con la pompa superficial de fugitivas sombras chinescas. Jamás llega á sus oídos un insulto ó una loa, nunca se les dice «héroes» ó «tiranos»; en la fantasía popular despiertan un eco uniforme, que en todas partes se repite: «¡el pavo!», en una síntesis más definitiva que una lápida. Su trinomio psicológico es simple: vanidad, impotencia y favoritismo. Viven de aspavientos, que sólo atañen á las formas. La austera sobriedad del gesto es atributo de los hombres; la suntuosidad de las apariencias es galardón de las sombras. Después de incubar sus ansias, temblorosos de humildad ante sus cómplices, núblanse de humos y empavésanse de fatuidades; olvidan que envanecerse de un rango es confesarse inferior á él. Acumulan rumbosos artificios para alucinar las imaginaciones domésticas; rodéanse de lacayos, adoptan pleonásticas nomenclaturas, centuplican los expedientes, pavonéanse en trenes lujosos, navegan en complicados bucentauros, sueñan con recepciones allende los océanos. Ofrecen ambos flancos á la risueña ironía de los burlones, poniendo en todo cierta fastuosidad de segunda mano, que recuerda las cortes y señorías de opereta. Su énfasis melodramático cuadraría á personajes de Hugo y haría cosquillas al egotismo voltairiano de Stendhal. Hay su razón: «Esa vacía cuba cerebral--dice su biógrafo--tiene que llenarse de doradas virutas para que la penetrante radiografía popular no vaya á descubrir su completa orfandad de ideas; todos los huecos, y son muchos, están repletos con la arena estéril, pero pesada, que imita á las auríferas; dentro del obscuro meandro está preparado y armado ese ilusionismo, con los cubiletes mentales que la vanidad les sugiere.» En su adonismo contemplativo no cabe la ambición, que es enérgico esfuerzo por acrecentar en obras los propios méritos. El ambicioso quiere ascender hasta donde sus propias alas puedan levantarlo; el vanidoso cree encontrarse ya en las supremas cumbres codiciadas por los demás. La ambición es bella entre todas las pasiones, mientras la vanidad no la envilece; por eso es respetable en los genios y ridícula en los tontos. Empavónanse de permanentes altisonancias. Sospechan que existen ideales y se fingen sus servidores: incurren siempre en los más conformes á lo moral de su mediocracia. Sospechan la verdad, á veces, porque ella entra á todas partes, más sutil que la adulación; pero la mutilan, la atenúan, la corrompen, con acomodaciones, con muletas, con remiendos que la disfrazan. En ciertos casos, la verdad puede más que ellos; salta á la vista á pesar suyo y es su castigo. Se paramentan de buenas intenciones cuando menos fuerzas van teniendo para convertirlas en actos; la innata pavada se trasunta en sus parloteos puritanos. Tórnase cómica la ineptitud en su disfraz de idealismo; son deleznables los vagos principios que aplican á compás de oportunistas conveniencias. El tiempo descubre á los que tienen la moral en pieza, para mostrarla, aunque de su paño jamás corten un traje para cubrir su mediocridad. Son tributarios del séptimo pecado capital: en su impotencia hay pereza. Renuncian la autoridad y conservan la pompa; aquélla podría bruñir el mérito, ésta apacienta la vanidad. Gustan de holgar; desisten de hacer lo que no podrían; evitan toda firme labor; se apartan de cualquier combate, declarándose espectadores. Pueden practicar el mal por inercia y el bien por equivocación; se entregan á los acontecimientos por incapacidad de orientarlos. «Les paresseux--decía Voltaire--ne sont jamais que des gens médiocres, en quelque genre que ce soit.» Por detestables que sean los gobernantes, nunca son peores que cuando no gobiernan. El mal que hacen los tiranos es un enemigo visible; la inercia de los poltrones, en cambio, implica un misterioso abandono de la función por el órgano, la acefalía de las mediocracias, la muerte de la autoridad por una caquexia inaccesible á los remedios. Gran inconsciencia es gobernar pueblos cuando la enfermedad ó la vejez quitan al hombre el gobierno de sí mismo. La falta de inspiraciones intrínsecas tórnales sensibles á la coacción de los conspiradores, á la intriga de los domésticos, á la adulación de los palaciegos, á los apremios de los cotahures, á las intimidaciones de los gacetilleros, á las influencias de las sacristías. Su conducta trasluce febledad con cuantos les acechan; ni basta para ocultarlo su aparatoso enfestar contra molinos de viento. Cuando llegan al poder lo renuncian de hecho, convencidos de su impotencia para usarlo; se entregan al curso de la ría, como los nadadores incipientes. Jinetes de potros cuyo voltigeo ignoran, cierran los ojos y abandonan las riendas: esa ineptitud para asirlas con sus manos inexpertas, llámanla sumisión á la democracia. El favoritismo es su esclavitud frente á cien intereses que los acosan; ignoran el sentimiento de la justicia y el respeto del mérito. El verdadero justo resiste á la tentación de no serlo cuando en ello tiene un beneficio; el mediocre cede siempre. Profesa una abstracta equidad en los casos que no hieren al valimiento de sus cómplices; pero se complica de hecho en todas las zirigañas de los serviles. Nunca, absolutamente, puede haber justicia en preferir el lacayo al digno, el oblicuo al recto, el ignorante al estudioso, el intrigante al gentilhombre, el medroso al valiente. Ésa es la regla de las mediocracias: anteponer el valimiento al mérito. En el favoritismo se empantanan los que pisan firme y avanzan los que se arrastran mansos: como en los tembladerales. Cuando el mérito enrostra sus yerros á los arquetipos, arguyen éstos humildemente que no son infalibles; pero está su vileza en subrayar la disculpa con tentadores ofrecimientos, acostumbrados á comerciar el honor. No puede ser juez quien confunde el diamante con la bazofia: «equivocarse es una culpa», sentenció Epicteto. En las mediocracias se ignora que la dignidad nunca llega de hinojos á los estrados de los que mandan. Repiten con frecuencia el legendario juicio de Midas. Pan osó comparar su flauta de siete carrizos con la lira de Apolo. Propuso una lid al dios de la armonía y fué árbitro el anciano rey frigio. Resonaron los acordes rústicos de Pan y Apolo cantó á compás de sus melopeyas divinas. Decidieron todos que la flauta era incomparable á la lira, unánimes todos menos el rey, que reclamó la victoria para aquélla. De pronto crecieron entre sus cabellos dos milagrosas orejas: Apolo quedó vengado y Pan se refugió en la sombra. El juez, confuso, quiso ocultarlas bajo su corona. Las descubrió un cubiculario; corrió á un lejano valle, cavó un pozo y contó allí su secreto. Pero la verdad no se entierra: florecieron rosales que, agitados por las brisas, repiten eternamente que Midas tiene orejas de asno. La historia castiga con tanta severidad como la leyenda: una página de crónica dura más que un rosal. Nadie pregunta si los carceleros de Bacon, los ustores de Bruno y los burladores de Colón, fueron bribones ó reblandecidos. Su condena es la misma é ilevantable. La justicia es el respeto del mérito. Un Marco Aurelio sabe que en cada generación hay diez ó veinte espíritus privilegiados, y su genio consiste en usarlos á todos, con sus cualidades y defectos; un Panza los excluye de su ínsula, usando á los que se domestican, es decir, á los peores como carácter y moralidad. Siempre son injustos los mediócratas: escuchan al servil sin interrogar al digno. Nunca piden favor los que merecen justicia. Ni lo aceptan. Encuentran natural que los pravos prefieran á sus similares, como dice el publicista. «La torpeza del burgués, mortificado por la natural soberbia de la superioridad, busca consagrar á su igual, cuyo acceso le es fácil y en cuya psicología encuentra los medios de ser satisfecho y comprendido.» Hora llega en que las injusticias se pagan con formidables intereses compuestos, irremisiblemente. Hechas á uno sólo, amenazan á todos los mejores; dejarlas impunes significa hacerse su cómplice. Pronto ó tarde se saldan sus trabacuentas, aunque sus errores no se finiquiten jamás; los arquetipos de las mediocracias aprenden en carne propia que por un clavo se pierde una herradura. Como á Midas el divino Apolo, los dignos castiganlos con la perennidad de su palabra: si dicen verdad ella dura en el tiempo. Ésa es su espada; rara vez la sacan, pues pronto se gasta un arma que se desenvaina con frecuencia: si lo hacen va recta al corazón, como la del romance famoso. Y el rencor de los lacayos evidencia la seguridad de la punta que toca al amo. Para ser completos, son sensibles á todos los fanatismos. Los más rezan con los mismos labios que usan para mentir, como Tartufo; inseguros de arrostrar en la tierra la sanción de los dignos, desearían postergarla para el cielo. Si en su poder estuviera cortarían la lengua á los sofistas y las manos á los escritores; cerrarían las bibliotecas para que en ellas no conspirasen ingenios originales. Prefieren la adulación del ignorante al consejo del sabio. Subyacen á todos los dogmas. Si coroneles, usan escapulario en vez de espada; si políticos, consultan la Monita Secreta para interpretar las Magnas Cartas de las naciones. Bajo su imperio la hipocresía--más funesta que la desvergüenza--tórnase sistema. En ese combate incesante, renovado en tantos dramas ibsenianos, los amorfos conviértense en columnas de la sociedad, y el que desnuda una sombra parece un sedicioso enemigo del pueblo. Todos los avisados golpéanse el pecho para medrar. Las huestes de sacristía crecen y crecen, absorbiendo, minando, ensanchándose: como un herpes moral que se agranda en silencio hasta manchar ignominiosamente la fisonomía de toda una época. III.--LA MORTAJA DE LA INSIGNIFICANCIA. Las mediocracias niegan á sus arquetipos el derecho de elegir su oportunidad. Los atalajan en el gobierno cuando su organismo vacila y su cerebro se apaga: quieren al inservible ó al romo. Hombres repudiados en la juventud, son consagrados en la vejez: á esa edad en que las buenas intenciones son un cansancio de las malas costumbres. Eligen á los que usaron esclavizarse de su vientre, comiendo hasta hartarse y bebiendo hasta aturdirse, devastando su salud en noches blancas, rebajando su dignidad en la insolvencia de los tapetes verdes, tornándose impropios para todo esfuerzo continuado y fecundo, preparando esas decrepitudes en que el riñón se fosiliza y el hígado se almibara. Ésa es la mejor garantía para el rebaño rutinario; su odio á la originalidad lo impele hacia los hombres que empiezan á momificarse en vida. Mientras la vejez va borrando los últimos rasgos personales de los arquetipos, sus cómplices se confabulan para ocultar su progresivo reblandecimiento, eximiéndole de toda faena y adminiculándole de ingenuas ficciones. Poco á poco el carcamal huye de sus residencias naturales y se aisla; regatea las ocasiones de mostrarse en plena luz, exhibiéndose en reducidos escenarios oligárquicos: vidrieras donde los pavorreales pueden exhibir los cien ojos de Argos plantados en su cola. Inciertos ya para pensar, necesitan más que nunca el zahumerio de todos los incensarios: la adulonería acaba por cubrirlos de lubrificantes. Las apologías se redoblan á medida que ellos van desapareciendo, disueltos como enormes azucarillos. El crepúsculo sobreviene implacable, á fuego lento, gota á gota, como si el destino quisiera desnudar su vaciedad pieza por pieza, demostrándola á los más empecinados, á los que podrían dudar si murieran de golpe, sin ese pausado desteñimiento. Son sombras al servicio de sus huestes contiguas. Aunque no vivan para sí tienen que vivir para ellas, mostrándose de lejos para atestiguar que existen, y evitando hasta la ráfaga de aire que podría doblarlos como á la hoja de un catálogo abandonado á la intemperie. Aunque desfallezcan no pueden abandonar la carga; en vano el remordimiento repetirá á sus oídos las clásicas palabras de Propercio: «Es vergonzoso cargarse la cabeza con un fardo que no puede llevarse: pronto se doblan las rodillas, esquivas al peso» (III, IX, 5). Los arquetipos sienten su esclavitud: deben morir en ella, si es menester, custodiados por los cómplices que alimentaron su vanidad. Las casas de gobierno pueden ser su féretro; las facciones lo saben y se disputan sus vices, que aguaitan en acecho. Sus nombres quedan enumerados en las cronologías; desaparecen en la historia. Sus descendientes y beneficiarios esfuérzanse en vano por alargar su sombra y vivir de ella. Basta que un hombre libre los denuncie para que la posteridad los amortaje; sobra una sola crónica para borrar las adulaciones de los palaciegos, en vano acendradas en la hora fúnebre. Algunos hartos comensales, no pudiendo referirse á lo que fueron, atrévense á elogiar lo que pudieron ser..., creen que muere una esperanza, como si ésta fuera posible en organismos minados por las carcomas de la juventud y los almibaramientos de la vejez. Es natural que muera con cada uno su piara: túrnanse muchas en cada era de penumbra. La mediocridad las tira como viejos naipes cuyas cartas ya están marcadas por los tahures, entrando á tallar con otros nuevos, ni mejores ni peores. Los dignos, ajenos á la partida cuyas trampas ignoran, se apartan de todas las piaras, esperando otro clima ó preparándolo. Y no manchan sus labios nombrando á los arquetipos: sería, acaso, inmortalizarlos. NOTAS: [1] Así como para loar el genio ha elegido el autor dos ejemplares luminosos de su «patria», Sarmiento y Ameghino, para caracterizar al arquetipo de las mediocracias ha encontrado un ejemplar perfecto en el actual presidente de su «país.» Lo que no es su intención ocultar. LOS FORJADORES DE IDEALES I. EL CLIMA DEL GENIO.--II. EL GENIO PRAGMÁTICO: SARMIENTO.--III. EL GENIO REVELADOR: AMEGHINO--IV. LA MORAL DEL GENIO. I.--EL CLIMA DEL GENIO. La desigualdad es fuerza y esencia de toda selección. No hay dos lirios iguales, ni dos águilas, ni dos orugas, ni dos hombres: todo lo que vive es incesantemente desigual. En cada primavera florecen unos árboles antes que otros, como si fueran preferidos por la Naturaleza que sonríe al sol fecundante; en ciertas etapas de la historia humana, cuando se plasma un pueblo, se crea un estilo ó se intuye una doctrina, algunos hombres excepcionales anticipan su visión á la de todos, la concretan en un Ideal y la expresan de tal manera que perdura en los siglos. Heraldos, la humanidad los escucha; profetas, los cree; capitanes, los sigue; santos, los imita. Llenan una era ó señalan una ruta: sembrando algún germen fecundo de nuevas verdades, poniendo su firma en destinos de razas, creando armonías, forjando bellezas. La genialidad es una coincidencia. Surge como chispa luminosa en el punto donde se encuentran las más excelentes aptitudes de un hombre y la necesidad social de aplicarlas al desempeño de una misión trascendente. El hombre extraordinario asciende á la genialidad cuando encuentra clima propicio: la semilla mejor necesita de la tierra más fecunda. La función implica el órgano: el genio hace actual lo que en su clima es potencial. Ningún filósofo, estadista, sabio ó poeta alcanza la genialidad mientras en su medio se siente exótico ó inoportuno; necesita condiciones propicias de tiempo y de lugar para que su aptitud desempeñe una función. El ambiente constituye el «clima» del genio y la oportunidad marca su «hora». Sin ellos ningún cerebro excepcional puede elevarse á la genialidad; pero el uno y la otra no bastan para creerla en un cerebro mediocre. Nacen muchos ingenios excelentes en cada siglo. Uno, entre cien, encuentra tal clima y tal hora que lo destina fatalmente á la culminación: es como si la buena semilla cayera en terreno fértil y en vísperas de lluvia. Ése es el secreto de su gloria: coincidir con la oportunidad que necesita de él. Se entreabre y crece, sintetizando un ideal implícito en el porvenir inminente ó remoto: presintiéndolo, instituyéndolo, enseñándolo, iluminándolo, imponiéndolo. El genio no es un azar ni una enfermedad; ni es, tampoco, un capricho intercalado en el curso de la historia. Es una convergencia de aptitudes personales y de circunstancias infinitas. Cuando una raza, un arte, una ciencia ó un credo preparan su advenimiento ó atraviesan por una renovación fundamental, él aparece, extraordinario, personificando nuevas orientaciones de los pueblos ó de las ideas. Las anuncia como artista ó profeta, las desentraña como inventor ó filósofo, las emprende como conquistador ó estadista. Sus obras le sobreviven y permiten reconocer su huella á través del tiempo. Es rectilíneo é incontrastable porque encuentra su clima y su hora: vuela y vuela, superior á todos los obstáculos, hasta alcanzar la genialidad. Llegando á deshoras viviría inquieto, fluctuante, desorientado; sería siempre intrínsecamente un ingenio, podría llegar al talento si se acomodara á alguna de sus vocaciones adventicias, pero no sería un genio. No podría serlo. Nunca. Otorgar ese título á cuantos descuellan por determinada aptitud, significa confundir en una misma jerarquía á todos los que se elevan sobre la mediocridad; es tan inexacto como llamar idiotas á todos los hombres inferiores. El genio y el idiota son los términos extremos de una escala infinita. Por haberlo olvidado mueven á sonreir las estadísticas y las conclusiones de los Moreau y los Lombroso. Reservemos el título á pocos elegidos. Son animadores de una época, transfundiéndose, algunas veces, en su generación y con más frecuencia en las sucesivas, herederas legítimas de su estilo, de sus ideas ó de sus obras. La adulación prodiga á manos llenas el rango de genios á los poderosos, confundiendo con águilas los pavos. Imbéciles hay que se lo otorgan á sí mismos, desesperados por demostrar que la tortuga es ave alada. Hay una medida exacta para apreciar la genialidad: si es legítima se reconoce por su obra, honda en su raigambre y vasta en su floración. Si poeta, canta un ideal; si sabio, lo define; si santo, lo enseña; si héroe, lo ejecuta. El ingenio es una esperanza; el genio es su realización. Pueden adivinarse en un hombre joven las más conspicuas aptitudes para alcanzar la genialidad; pero es difícil pronosticar si las circunstancias convergerán á que ellas se conviertan en obras. Y, mientras no las vemos, toda apreciación es caprichosa. Por eso, y porque ciertas obras geniales no se realizan en minutos, sino en años, un hombre de genio puede pasar desconocido en su tiempo y ser consagrado por la posteridad. Los contemporáneos no suelen marcar el paso á compás del genio; pero si éste ha cumplido su obra, una nueva generación estará habilitada para comprenderlo. En vida, muchos hombres de genio son ignorados, proscriptos, desestimados ó escarnecidos. En la lucha por el éxito pueden triunfar los mediocres, pues mejor sirven á las mediocracias reinantes; pero en la lucha por la gloria sólo se computan las obras inspiradas por un ideal y consolidadas por el tiempo. Triunfan los genios. Su victoria no está en el homenaje transitorio que pueden otorgarle ó negarle los demás, sino en sí mismos, en la capacidad para efectuar su obra ó cumplir su misión. Duran á pesar de todo, aunque Sócrates beba la cicuta, Cristo muera en la cruz, ó Bruno agonice en la hoguera: fueron los órganos vitales de funciones necesarias en la historia de los pueblos ó de las doctrinas. Y el genio se reconoce por la remota eficacia de su esfuerzo ó de su ejemplo, más que por las frágiles sanciones de los contemporáneos. La magnitud de la obra genial se calcula por la vastedad de su horizonte y la extensión de sus aplicaciones. En ello suele fundarse cierta jerarquía de los diversos órdenes del genio, considerados como perfeccionamientos extraordinarios del intelecto y la voluntad. Ninguna clasificación es justa en cuanto á la función social del genio ó á la excelencia de las aptitudes geniales. Variando el clima y la hora puede ser más ó menos fatal la aparición de uno ú otro orden de genialidad: la más oportuna es siempre la más fecunda. Conviene renunciar á toda estratificación jerárquica de los genios, afirmando su diferencia y admirándolos por igual: más allá de cierto nivel todas las cumbres son excelsas. Nadie, que no fueran ellos mismos, podría creerse habilitado para decretarles rangos y desniveles. Ellos se despreocupan de estas pequeñeces; el problema es insoluble por definición. Ni jerarquías ni especies: la genialidad no se clasifica. El hombre que la alcanza, encontrando su clima y llegando á su hora, es el abanderado de un ideal. Siempre es definitivo: es un hito en la evolución de su pueblo ó de su arte. Las historias adocenadas suelen ser crónicas de capitanes y conquistadores; las otras formas de genialidad entran en ellas como simples accidentes. Y no es justo. Homero, Miguel Ángel, Cervantes y Goethe vivieron en sus siglos más altos que los emperadores: por cada uno de ellos se mide la grandeza de su tiempo. Marcan fechas memorables, personificando aspiraciones inmanentes de su clima intelectual. El golpe de ala es tan necesario para sentir ó pensar un Ideal como para predicarlo ó ejecutarlo: todo Ideal es una síntesis. Las grandes transmutaciones históricas nacen como videncias líricas de los genios artísticos, se transfunden en la doctrina de los pensadores y se realizan por el esfuerzo de los estadistas. Así la genialidad, de simple actitud individual, deviene función en los pueblos y florece en circunstancias irremovibles, fatalmente. La exégesis del genio es enigmática si se limita á estudiar la biología de los hombres geniales. Ésta sólo revela algunos resortes de su aptitud, y no siempre evidentes. Algunos pesquisan sus antepasados, remontando si pueden en los siglos, por muchas generaciones, hasta apelmazar un puñado de locos y degenerados, como si en la conjunción de los siete pecados capitales pudiera estallar la chispa que enciende el Ideal de una época. Eso es convertir en doctrina una superchería, dar visos de ciencia á falaces sofismas. Ni, por ésto, veremos en ellos simples productos del medio, olvidando sus singulares atributos. Ni lo uno ni lo otro. Si tal hombre nace en tal clima y llega en tal hora oportuna, su aptitud, apropiada á entrambos, se desenvuelve hasta la genialidad. El genio es una fuerza que actúa en función del medio. Probarlo es fácil. Dos veces la muerte y la gloria se dieron la mano sobre un cadáver argentino. Fué la primera cuando Sarmiento se apagó en el horizonte de la cultura continental; fué la segunda al cegarse en Ameghino las fuentes más hondas de la ciencia americana. Pocas tumbas, como las suyas, han visto florecer y entrelazarse á un tiempo mismo el ciprés y el laurel, como si en el parpadeo crepuscular de sus organismos se hubieran encendido lámparas votivas consagradas á la glorificación eterna de su genio. Merecen tal nombre; cumplieron una función social, realizando obra decisiva y fecunda. Nadie podrá pensar en la educación ni en la cultura de este continente, sin evocar el nombre de Sarmiento, su apóstol y sembrador: ni pudo mente alguna comparársele, entre los que le sucedieron en el gobierno y en la enseñanza. En el desarrollo de las doctrinas evolucionistas marcan un hito las concepciones de Ameghino; será imposible no advertir la huella de su paso, y quien lo olvide renunciará á conocer muchos dominios de la ciencia explorados por él. II.--EL GENIO PRAGMÁTICO: SARMIENTO. Sus pensamientos fueron tajos de luz en la penumbra de la barbarie americana, entreabriendo la visión de cosas futuras. Pensaba en tan alto estilo que parecía tener, como Sócrates, algún demonio familiar que alucinara su inspiración. Cíclope en su faena, vivía obsesionado por el afán de educar; esa idea gravitaba en su espíritu como las grandes moles incandescentes en el equilibrio celeste, subordinando á su influencia todas las masas menores de su sistema cósmico. Tenía la clarividencia del ideal y había elegido sus medios: organizar civilizando, elevar educando. Todas las fuentes fueron escasas para saciar su sed de aprender; todas las inquinas fueron exiguas para cohibir su inquietud de enseñar. Erguido y viril siempre, asta bandera de sus propios ideales, siguió las rutas por do le guiara el destino, previendo que la gloria se incuba en regazos de auroras fecundadas por los sueños de los que miran más lejos. América le esperaba. Cuando urge construir ó transmutar, fórmase el clima del genio: su hora suena como fatídica invitación á llenar una página de luz. El hombre extraordinario se revela auroralmente, como si obedeciera á una predestinación irrevocable. _Facundo_ es el clamor de la cultura moderna contra el crepúsculo feudal. Crear una doctrina justa vale ganar una batalla para la verdad; presentir un ritmo de civilización cuesta más que acometer una conquista. Todo ideal puede servirse con el verbo profético. Un libro es más que una intención: es un gesto. Su palabra parece bajar de un Sinaí. El hombre extraordinario encuadra, por entonces, su espíritu en el doble marco de la cordillera muda y del mar clamoroso. En alas del austro llegan hasta él gemidos de pueblos que llenan de angustia su corazón y parecen ensombrecer el cielo taciturno de su frente que incuba un relampaguear de profecías. La pasión enciende las dantescas hornallas en que forja sus páginas y ellas retumban con sonoridad plutoniana en todos los ámbitos de su patria. Para medirse busca al más grande enemigo, Rozas, que era también genial en su medio y en su tiempo: por eso hay ritmos apocalípticos en los apóstrofes de _Facundo_, asombroso enquiridión que parece un reto de águila á águila, lanzado por sobre las cumbres más conspicuas del planeta. Su verbo es anatema: tan fuerte es el grito que, por momentos, la prosa se enronquece. La vehemencia crea su estilo, tan suyo que siendo castizo no parece español. Sacude á todo un continente con la sola fuerza de su pluma, adiamantada por la santificación del peligro y del destierro. Cuando un ideal se plasma en un alto espíritu, bastan gotas de tinta para fijarlo en páginas decisivas; y ellas, como si en cada línea llevasen una chispa de incendio desvastador, llegan al corazón de miles de hombres, desorbitan sus rutinas, encienden sus pasiones, polarizan su actitud hacia el ensueño naciente. La prosa del visionario vive: palpita, agrede, conmueve, derrumba, aniquila. En sus frases diríase que se vuelca el alma de la nación entera, como un alud. Un libro, fruto de imperceptibles vibraciones cerebrales del genio, tórnase tan decisivo para la civilización de una raza como la irrupción tumultuosa de infinitos ejércitos. Y su verbo es sentencia: queda mortalmente herida una era de barbarie simbolizada en un nombre propio. El genio se encumbra así para hablar, intérprete de la historia. Sus palabras no admiten rectificación y escapan á la crítica. Los poetas debieran pedir sus ritmos á las mareas del Océano para loar líricamente la perennidad del gesto magnífico. La política puso á prueba su firmeza: gran hora fué aquélla en que su Ideal se convirtió en acción. Presidió la República contra la intención de todos: obra de un hado benéfico. Arriba vivió batallando como abajo, siempre agresor y agredido. Cumplía una función histórica. Por eso, como el héroe del romance, su trabajo fué la lucha, su descanso fué pelear. Se mantuvo ajeno y superior á todos los partidos, incapaces para contenerlo. Todos lo reclamaban y lo repudiaban alternativamente. Ninguno, grande ó pequeño, podía ser toda una generación, todo un pueblo, toda una raza. Sarmiento sintetizaba una era en nuestra latinidad americana. Su acercamiento á las facciones, compuestas por amalgamas de mediocres, tenía reservas y reticencias, eran simples tanteos hacia un fin claramente previsto, para cuya consecución necesitó ensayar todos los medios. Genio ejecutor, el mundo parecíale pequeño para abarcarle entre sus brazos; sólo pudo ser suyo el lema inequívoco: «las cosas hay que hacerlas; mal, pero hacerlas». Ninguna empresa le pareció indigna de su esfuerzo; en todas ellas llevó como única antorcha su Ideal. Habría preferido morir de sed antes que abrevarse en el manantial de la rutina. Miguelangelesco escultor de la civilización, tuvo siempre libres las manos para modelar instituciones é ideas, libres de cenáculos y de partidos, libres para golpear tiranías, para aplaudir virtudes, para sembrar verdades á puñados. Entusiasta por la Patria, cuya grandeza supo mirar como la de una propia hija, fué también despiadado con sus vicios, cauterizándolos con la serena crueldad de un cirujano. La unidad de su obra es profunda y absoluta, no obstante las aparentes contradicciones entre su conducta y su medio. Entre alternativas extremas, Sarmiento conservó la línea de su carácter hasta la muerte. Su madurez siguió la orientación de su juventud; llegó á los ochenta años perfeccionando las originalidades que había adquirido á los treinta. Se equivocó innumerables veces, tantas como sólo puede concebirse en un hombre que vivió pensando siempre. Cambió mil veces de opinión, porque nunca dejó de vivir. Su espíritu salvaje y divino parpadeaba como un faro, con alternativas perturbadoras. Era un mundo que se obscurecía y se alumbraba sin sosiego: incesante sucesión de amaneceres y de crepúsculos fundidos en el todo uniforme del tiempo. En ciertas épocas pareció nacer de nuevo con cada aurora; pero supo oscilar hasta lo infinito sin dejar nunca de ser él mismo. Miró siempre hacia el porvenir, como si el pasado hubiera muerto á su espalda; el ayer no existía, para él, frente al mañana. Los hombres y pueblos en decadencia viven acordándose de dónde vienen; los hombres geniales y los pueblos fuertes sólo necesitan saber dónde van. Vivió inventando doctrinas ó forjando instituciones, creando siempre, en continuo derroche de imaginación creadora. Nunca tuvo paciencias resignadas, ni esa imitativa mansedumbre del mediocre que se acomoda para vegetar tranquilamente. La adaptación social depende del equilibrio entre lo que se inventa y lo que se imita; mientras el hombre vulgar es imitativo y se adapta perfectamente, el hombre de genio es creador y con frecuencia inadaptado. La adaptación es mediocrizadora; rebaja al individuo á los modos de pensar y sentir que son comunes á la masa, borrando sus rasgos propiamente personales. Pocos hombres, al finalizar su vida, se libran de ella; muchos suelen ceder cuando los resortes del espíritu sienten la herrumbre de la vejez. Sarmiento fué una excepción. Había nacido «así» y quiso vivir como era, sin desteñirse en el semitono de los demás. En horas crueles, cuando los mediocres le agredían para desbaratar sus ideales de cultura, en vano intentaría Sarmiento rebelarse á su destino. Una fatalidad incontrastable lo había elegido portavoz de su tiempo, hostigándole á perseverar sin tregua hasta el borde mismo de la tumba. En pleno arreciar de la vejez siguió pensando por sí mismo, siempre alerta para avalancharse contra los que desplumaban el ala de sus grandes ensueños: habría osado desmantelar la tumba más gloriosa si en ello hubiera entrevisto la esperanza de que algo resucitaría de entre las cenizas. Había gestos de águila prisionera en los desequilibrios de Sarmiento. Fué «inactual» en su medio; el genio importa siempre una anticipación. Su originalidad pareció rayana en desequilibrio. Lo había, ciertamente: mas no era intrínseco en su personalidad, sino extrínseco, entre ella y su medio. Su inquietud no era inconstancia, su labor no era agitación. Su genio era una suprema cordura en todo lo que á sus ideales tocaba. Parecía lo contrario por contraste con la niebla de mediocridad que le circuía. Tenía los descompaginamientos que la vida moderna hace sufrir á todos los caracteres militantes; pero la revelación más indudable de su genialidad está en la eficacia de su obra, á pesar de los aparentes desequilibrios. Personificó la más grande lucha entre el pasado y el porvenir del continente, asumiendo con exceso la responsabilidad de su destino. Nada le perdonan los enemigos del Ideal que él representa; todo le exigen los partidarios. El equilibrio del mediocre es exiguo comparado con el del genio; aquél soporta un trabajo igual á uno y éste lo emprende igual á mil. Para ello necesita una rara fineza y una absoluta precisión ejecutiva. Donde los otros se apunan, ellos trepan; cobran mayor pujanza cuando arrecian las borrascas: parecen águilas planeantes en su atmósfera natural. La incomprensión de estos detalles ha hecho que en todo tiempo se atribuyeran taras psicopáticas á los hombres de genio, concretándose al fin la consabida hipótesis de su parentesco con la locura, tan cómoda para afrentar á cuantos se elevan sobre los comunes procesos del raciocinio rutinario y de la actividad doméstica. Pero se olvida que inadaptado no quiere decir alienado: no puede el genio consistir en adaptarse á la mediocridad. El culto de la bestia sana redundaría en beneficio de los sujetos más insignificantes, si se aceptara la doctrina que los declara predestinados á la degeneración ó el manicomio. Es falso que el talento y el genio pueblen los asilos; si ha habido, por acaso, diez hombres excelentes, encontráronse á su lado un millón de mediocres y pobres diablos. Es evidente que los alienistas estudiarán la biografía de los diez é ignorarán la del millón. Y para enriquecer sus catálogos de genios enfermos incluirán en sus listas á hombres ingeniosos, cuando no á simples desequilibrados intelectuales que son «imbéciles con la librea del genio». Estos personajes, que viven á horcajadas sobre el muro que separa la cárcel del manicomio, son la antítesis misma del talento y del genio; su deficiente moralidad es uno de tantos estigmas de su desequilibrio. Los hombres como Sarmiento pueden caldearse por la excesiva función que desempeñan; los ignorantes confunden su pasión con la locura. Pero juzgados en la evolución de las razas y de los grupos sociales, ellos se presentan como casos de perfeccionamiento activo, en beneficio de la civilización y de la especie. El devenir humano sólo aprovecha de los originales; se opera entre individuos diferenciados. El desenvolvimiento de una personalidad genial es una simple variación sobre los caracteres adquiridos por el grupo social; gracias á ella aparecen nuevas y distintas energías, que son el comienzo de líneas de divergencia y sirven de materia á la selección natural. La desarmonía de un Sarmiento es un progreso; sus discordancias son rebeliones á las rutinas de los mediocres. Cualquier sentido se de á la palabra, locura implica siempre disgregación, desequilibrio, solución de continuidad. Con breve razonamiento refutó Bovio á la escuela psiquiátrica. El genio se abstrae; el alienado se distrae. La abstracción ausenta de los demás; la distracción ausenta de sí mismo. Cada proceso ideativo es una serie. En cada serie hay un término medio y un proceso lógico. Entre las diversas series hay saltos y faltan los términos medios. El genio, moviéndose recto y rápido dentro de una misma serie, abrevia los términos medios é intuye la relación lejana; el loco, saltando de una serie á otra, privado de términos medios, disparata en vez de razonar. Ésa es la aparente analogía entre genio y locura; parece que en el movimiento de ambos faltaran los términos medios; pero, en rigor, el genio vuela, el loco salta. El uno sobreentiende muchos términos medios, el otro no ve ninguno. En el genio, el espíritu se ausenta de los demás; en la locura, se ausenta de sí mismo. «La sublime locura del genio es, pues, relativa al vulgo; éste, frente al genio, no es cuerdo ni loco, es simplemente la mediocridad, es decir, la media lógica, la media alma, el medio carácter, la religiosidad convencional, la moralidad acomodaticia, la politiquería menuda, el idioma usual, la nulidad de estilo». La ingenuidad de las masas ignorantes tiene parte decisiva en la confusión. Acogen con facilidad la insidia de los mediocres y proclaman loco al hombre mejor de su tiempo. Algunos se libran de esta etiqueta: son aquéllos cuya genialidad es discutible, concediéndoseles apenas algún talento especial en grado excelso. No así los indiscutibles, que viven en brega perpetua, como Sarmiento. Cuando empezó á envejecer, sus propios adversarios aprendieron á tolerarlo, aunque sin el gesto magnánimo de una admiración agradecida. Le siguieron llamando «el loco Sarmiento». ¡El loco Sarmiento! Esas palabras enseñan más que cien libros sobre la fragilidad del juicio social. Cabe desconfiar de los diagnósticos formulados por los contemporáneos sobre los hombres que no se avienen á marcar el paso en las filas; las medianías, sorprendidas por resplandores inusitados, sólo atinan á justificarse con epítetos despectivos. Conviene confesar esa gran culpa: ningún argentino ilustre sufrió más burlas de sus conciudadanos. No hay vocablo injurioso que no haya sido empleado contra él: era tan grande que no bastó un diccionario entero para difamarle ante la posteridad. Las retortas de la envidia destilaron las más exquisitas quintaesencias; conoció todas las oblicuidades de los astutos y todos los soslayos de los impotentes. La caricatura le mordió hasta sangrar, como á ningún otro: el lápiz tuvo, vuelta á vuelta, firmezas de estilete y matices de ponzoña. Como las serpientes que estrangulan á Laocoonte en la obra maestra del Belvedere, mil tentáculos subalternos y anónimos acosaron su titánica personalidad, robustecida por la brega. El rebaño ceñía á Sarmiento por todas partes, con la fuerza del número, irresponsable ante el porvenir. Y él marchaba sin contar los enemigos, desbordante y hostil, ebrio de batallar en una atmósfera grávida de tempestades, sembrando á todos los vientos, en todas las horas, en todos los surcos. Le ahogaba el motejo de los que no le comprendían; la videncia del juicio póstumo era el único lenitivo á las heridas que sus contemporáneos le prodigaban. Su vida fué un perpetuo florecimiento de esperanzas en un matorral de espinas. Para conservar intactos sus atributos, el genio necesita períodos de recogimiento; el contacto prolongado con la mediocridad despunta las ideas originales y corroe los caracteres más adamantinos. Por eso, con frecuencia, toda superioridad es un destierro. Los grandes pensadores son solitarios; parecen proscriptos en su propio medio. Se mezclan á él para combatir ó predicar, un tanto excéntricos cuando no hostiles, sin entregarse nunca totalmente á gobernantes, sectas ó multitudes. Muchos ingenios eminentes, arrollados por la marea colectiva, pierden ó atenúan su originalidad, empañados por la sugestión del medio. Los prejuicios más hondamente arraigados en el individuo subsisten y prosperan; las ideas nuevas, por ser adquisiciones personales de reciente formación, se marchitan. Para defender sus frondas más tiernas el genio busca aislamientos parciales en sus invernáculos propios. Si no quiere nivelarse demasiado, necesita de tiempo en tiempo mirarse por dentro, sin que esta defensa de su originalidad equivalga á una misantropía. Lleva consigo las palpitaciones de una época ó de una generación, que son su finalidad y su fuerza: cuando se retira se encumbra. Desde su cima formula con firme claridad aquel sentimiento, doctrina ó esperanza que en todos se incuba sordamente. En él adquieren claridad meridiana los confusos rumores que serpentean en la inconsciencia de sus contemporáneos. Tal, más que en ningún otro genio de la historia, se plasmó en Sarmiento el concepto de la civilización de su raza, en la hora que preludiaba el surgir de la nacionalidad entre el caos de la barbarie. Para pensar mejor Sarmiento vivió solo entre muchos, ora expatriado, ora proscripto dentro de su país, europeo entre argentinos y argentino en el extranjero, provinciano entre porteños y porteño entre provincianos. Dijo Leonardo que es destino de los hombres de genio estar ausentes en todas partes. Viven más altos y fuera del torbellino común, desconcertando á sus contemporáneos. Son inquietos: la gloria y el reposo nunca fueron compatibles. Son apasionados: disipan los obstáculos como los primeros rayos del sol licuan la nieve caída en una noche primaveral. En la adversidad no flaquean: redoblan su pujanza, se aleccionan. Y siguen tras su Ideal, hiriendo á unos, despreciando á otros, adelantándose á todos, sin rendirse, tenaces, como si fuera lema suyo el viejo adagio: sólo está vencido el que confiesa estarlo. En eso finca su genialidad. Ésa es la locura divina que Erasmo elogió en páginas imperecederas y que la mediocridad de su tiempo enrostró al gran varón que honra á la raza de todo un continente. Sarmiento parecía agigantarse bajo el filo de las hachas... III.--EL GENIO REVELADOR: AMEGHINO. Sabio y filósofo, Ameghino fué pupila que supo ver en la noche, antes de que amaneciera para todos. Creó: fué su misión. Lo mismo que Sarmiento, llegó en su clima y á su hora. Por singular coincidencia ambos fueron maestros de escuela, autodidactas, sin título universitario, formados fuera de la urbe metropolitana, en contacto inmediato con la naturaleza, ajenos á todos los alambicamientos exteriores de la mentira mundana, con las manos libres, la cabeza libre, el corazón libre, las alas libres. Diríase que el genio florece mejor en las montañas solitarias, acariciado por las tormentas, que son su atmósfera natural; se agosta en los invernáculos del Estado, en sus universidades domesticadas, en sus laboratorios bien rentados, en sus academias fósiles y en su funcionarismo jerárquico. Fáltale allí el aire libre y la plena luz que sólo da la naturaleza: el encebadamiento precoz enmohece los resortes de la imaginación creadora y despunta las mejores originalidades. El genio nunca ha sido una institución oficial. Su vasta obra, en nuestro continente y en nuestra época, tiene caracteres de fenómeno natural. ¿Por qué un hombre, en Luján, da en juntar huesos de fósiles y los baraja entre sus dedos, como un naipe compuesto con millares de siglos, y acaba por arrancar á esos mudos testigos la historia de la tierra, de la vida, del hombre, como si obrara por predestinación ó por fatalidad? Tenía que ser un genio argentino, porque ningún otro punto de la superficie terrestre contiene una fauna fósil comparable á la nuestra; tenía que ser en nuestro siglo, porque otrora le habría faltado el asidero de las doctrinas darwinistas que le sirven de fundamento; no podía ser antes de ahora, porque el clima intelectual del país no fué propicio á ello hasta que lo fecundó el apostolado de Sarmiento; y tenía que ser Ameghino, y ningún otro hombre de su tiempo. ¿Cuál otro reunía en tan alto grado su aptitud para la observación y el análisis, su capacidad para la síntesis y la hipótesis, su resistencia para el enorme esfuerzo prolongado durante tantos años, su desinterés por todas las mediocres vanidades que hacen del hombre un funcionario, pero matan al pensador? Ninguna convergencia de rutinas detiene al genio en su oportunidad. Aunque son fuerzas todopoderosas, porque obran continua y sordamente, el genio las domina: antes ó después, pero en dominarlas radica la realización de su obra. Las resistencias, que desalientan al mediocre, son su estímulo: crece á la sombra de la envidia ajena. La mediocridad puede conspirar contra él, movilizando en su contra la detracción y el silencio. Sigue su camino, lucha, sin caer, sin extraviarse, dionisíacamente seguro. El genio no fracasa nunca. El que no ha creado no es genio, no llegó á serlo, fué una ilusión disipada. No quiere esto decir que viva del éxito, sino que su marcha hacia la gloria es fatal, á pesar de todos los contrastes. El que se detiene prueba impotencia para marchar. Algunas veces el hombre genial vacila y se interroga ansiosamente sobre su propio destino: cuando muerden su talón los envidiosos ó cuando le adulan los hipócritas. Pero en dos circunstancias se ilumina ó se desencadena: en la hora de la inspiración y en la hora de la diatriba. Cuando descubre una verdad parece que en sus pupilas brillara una luz eterna; cuando amonesta á los envilecidos diríase que refulge en su frente la soberanía de una generación. Firme y serena voluntad necesitó Ameghino para cumplir su función genial. Pero nada puede crearse sin materia y sin energía: sin saberlo y sin quererlo nadie crea cosas que valgan ó duren. La imaginación no basta para dar vida á la obra: la voluntad la engendra. En este sentido--y en ningún otro--el desarrollo de la aptitud nativa requiere «una larga paciencia» para que el ingenio se convierta en talento ó se encumbre en genialidad. Por eso los hombres excepcionales tienen un valor moral y son algo más que objetos de curiosidad: «merecen» la admiración que se les profesa. Si su aptitud es un don de la naturaleza, desarrollarla implica un esfuerzo ejemplar. Por más que sus gérmenes sean instintivos é inconscientes, las obras no se hacen solas. El tiempo es el aliado del genio; el trabajo completa las iniciativas de la inspiración. Los que han sentido el esfuerzo de crear saben lo que cuesta. Determinado el Ideal, hay que realizarlo: en la raza, en la ley, en el mármol, en la palabra. Tan magno esfuerzo explica el escaso número de obras maestras. Si la imaginación creadora es necesaria para concebirlas, requiérese para ejecutarlas otra rara virtud: la voluntad tenaz, que Newton bautizó como simple paciencia, sin medir los falsos corolarios de su apotegma. Falsas doctrinas, acariciadas por mediocres, enseñan que la imaginación es superflua y secundaria, atribuyendo el genio á lo que fué virtud de bueyes en el simbolismo mitológico. No. Sin aptitudes extraordinarias, la paciencia no produce un Ameghino. Un imbécil, en cincuenta años de constancia, sólo conseguirá fosilizar su imbecilidad. El hombre de genio, en el tiempo que dura un relámpago, intuye su Ideal: toda su vida marcha tras él, persiguiendo la quimera entrevista. Las aptitudes esenciales son nativas y espontáneas; en Ameghino se revelaron por una precocidad de «ingenio» anterior á toda experiencia. Eso no significa que todos los precoces puedan llegar á la genialidad, ni siquiera al talento. Muchos son desequilibrados y suelen agostarse en plena primavera; pocos perfeccionan sus aptitudes hasta convertirlas en talento; rara vez coinciden con la hora propicia y ascienden á la genialidad. Sólo es genio quien las convierte en obra luminosa, con esa fecundidad superior que implica alguna madurez; los más bellos dones requieren ser cultivados, como las tierras más fértiles necesitan ararse. Estériles resultan los espíritus brillantes que desdeñan todo esfuerzo, tan absolutamente estériles como los imbéciles laboriosos; no da cosechas el campo fértil no trabajado, ni las da el campo estéril por más que se le are. Ése es el profundo sentido moral de la paradoja que identifica el genio con la paciencia, aunque sean inadmisibles sus corolarios absurdos. La misma significación originaria de la palabra genio presupone algo como una inspiración transcendental. Todo lo que huele á cansancio, no siendo fatiga de vuelo alígero, es la antítesis del genio. Solamente puede acordarse este supremo homenaje á aquél cuyas obras denuncian menos el esfuerzo del amanuense que una especie de don imprevisto y gratuito, algo que opera sin que él lo sepa, por lo menos con una fuerza y un resultado que exceden á sus intenciones ó fatigas. Para griegos y latinos «genio» quería decir «demonio»: era aquel espíritu que acompaña, guía ó inspira á cada hombre desde la cuna hasta la tumba. Con la acepción que hoy se da, universalmente, á la palabra «genio», los antiguos no tuvieron ninguna; para expresarla anteponían al sustantivo «ingenio» un adjetivo que expresara su grandeza ó culminación. No es posible proclamar genios á todos los hombres superiores. Hay tipos intermediarios. Los modernos distinguen zurdamente al hombre de genio del hombre de talento. Olvidan la aptitud inicial de ambos: el «ingenio», es decir una capacidad superior á la mediana. Presenta una gradación infinita y cada uno de sus grados es susceptible de educarse ilimitadamente. Permanece estéril y desorganizado en los más, sin implicar siquiera talento. Este último es una perfección alcanzada por pocos, una originalidad particular, una síntesis de coordinación, inaccesible al hombre mediocre, sin ser por eso equivalente á la genialidad. Rara vez la máxima intensificación del ingenio crea, presagia, realiza ó inventa; sólo entonces su obra adquiere significación social y un Ameghino asciende á la genialidad. La especie, con ser exigua, presenta infinitas variedades: tantas, casi, como ejemplares. La contraria doctrina jamás se preocupó de distinguir entre los hombres superiores, á punto de catalogar entre los genios á muchos hombres de talento y aun á ciertos ingenios desequilibrados que son su caricatura. Ensayó Nordau una discreta diferenciación de tipos. Llama genio al hombre que crea nuevas formas de actividad no emprendidas antes por otros ó desarrolla de un modo enteramente propio y personal actividades ya conocidas; y talento al que practica formas de actividad, general ó frecuentemente practicadas por otros, mejor que la mayoría de los que cultivan esas mismas aptitudes. Este juicio diferencial tiene en cuenta la obra realizada y la aptitud del que la realiza. El genio implica un desarrollo orgánico primitivamente superior; el talento adquiere por el ejercicio una integral excelencia de ciertas disposiciones que en su ambiente posee la mayoría de los sujetos normales. Por eso entre la inteligencia y el talento sólo hay una diferencia cuantitativa, que es cualitativa entre el talento y el genio. No es así, aunque parezca. El talento es mucho más que una mediocridad complicada; no puede ascender hasta él la inteligencia común. Implica, en algún sentido, cierta forma de «ingenio», que la educación convierte en talento de su propio género. Las mentes más preclaras, en cambio, llegarán ó no á la genialidad, según lo determinen circunstancias extrínsecas: su obra revelará si tuvieron funciones decisivas en la vida ó en la cultura de su pueblo. En otro terreno plantea Ferri la diferencia, queriendo permanecer fiel á su escuela. Dice que el genio posee, acentuado, un franco desequilibrio ó anormalidad; su producción científica ó artística se adelanta mucho á su época; sus creaciones ó descubrimientos son profundos y radicales. El hombre de talento, en cambio, es más equilibrado y su degeneración física y mental es menor; no es un precursor decidido, sino más bien un coordinador de elementos dispersos, cuya amalgama produce un resultado nuevo, aunque sin la verdadera y profunda novedad de la ideación genial. Las conclusiones son buenas; no así las premisas. Son, sin duda, geniales: Cervantes, Miguel Ángel, Wagner, Dante, Napoleón, Sarmiento, Ameghino; son talentosos: Flaubert, Canova, Verdi, Hugo, Washington, Wallace. Existen tipos intermedios: los hombres que poseen un «talento genial», como Bismark, Mozart ó Spencer; pero eso no impide la distinción de ambos tipos. Prácticamente un vegetal difiere de un animal y un hombre de un gorila, aunque existan especies intermediarias. Ambos convienen igualmente al progreso humano. Su labor se integra. Se complementan como la hélice y el timón: el talento trepana sin sosiego las olas inquietas y el genio marca el rumbo hacia imprevistos horizontes. La obra de Ameghino es creadora: eso la caracteriza. Donde no hay creación no hay genio. Crear es inventar. Ya lo expresó Voltaire. El genio revélase por una aptitud inventiva ó creadora aplicada á cosas vastas ó difíciles. En la vida social, en las ciencias, en las artes, en las virtudes, en todo, se manifiesta con anticipaciones audaces, con una facilidad espontánea para salvar los obstáculos entre las cosas y las ideas, con una firme seguridad para no desviarse de su camino. En ciertos casos descubre lo nuevo; en otros acerca lo remoto y percibe relaciones entre las cosas distantes, como lo definió Ampère. Ni consiste simplemente en inventar ó descubrir: las invenciones que se producen por casualidad, sin ser expresamente pensadas, no requieren aptitudes geniales. El genio descubre lo que escapa á siglos ó generaciones, las leyes que expresan una relación entre las cosas: induce lo inesperado, señala puntos que sirven de centro á mil desarrollos y abre caminos en la infinita exploración de la naturaleza. ¿En qué consiste? ¿No es soplo divino, no es demonio, no es enfermedad? Nunca. Es más sencillo y más excepcional á la vez. Más sencillo, porque depende de una complicada estructura histológica del cerebro y no de entidades fantásticas; más excepcional, porque el mundo pulula de enfermos y rara vez se anuncia un Ameghino. Cuanto mejor cerebrado está el hombre, tanto más alta y magnífica es su función de pensar. Ignórase todavía el mecanismo íntimo de los procesos intelectuales superiores. Los acompañan, sin duda, modificaciones de las células nerviosas: cambios de posición de los neurones y permutas químicas muy complicadas. Para comprenderlas deberían conocerse las actividades moleculares y sus variables relaciones, además de la histología exacta y completa de los centros cerebrales. Esto no basta: son enigmas la naturaleza de la actividad nerviosa, las transformaciones de energía que determina en el momento que nace, durante el tiempo que se propaga y mientras se producen los fenómenos que acompañan á la complejísima función de pensar. Los conocimientos científicos distan de ese límite. Mientras la química y la fisiología celular permitan llegar al fin, existe ya la certidumbre de que esa, y ninguna otra, es la vía para explicar las aptitudes supremas de un Ameghino, en función de su medio. Nacemos diferentes; hay una variadísima escala desde el idiota hasta el genio. Se nace en una zona de ese espectro, con aptitudes subordinadas á la estructura y la coordinación de las células que intervienen en el pensamiento; la herencia concurre á dar un sistema nervioso, agudo ú obtuso, según los casos. La educación puede perfeccionar esas capacidades ó aptitudes cuando existen; no puede crearlas cuando faltan: Salamanca no las presta. Cada uno tiene la sensibilidad propia de su histoquímica nerviosa; los sentidos son la base de la memoria, de la asociación, de la imaginación: de todo. Es el oído lo que hace al músico; el ojo lleva la mano del pintor. El poder de concebir está subordinado al de percibir: cada hombre tiene la memoria y la imaginación que corresponde á sus percepciones predominantes. La memoria no hace al genio, aunque no le estorba; pero ella y el razonamiento, cimentado en sus datos, no crean nada superior á lo real que percibimos. La fecundidad creadora requiere el concurso de la imaginación, elemento absoluto para sobreponer á la realidad algún Ideal. Cuando, pues, se define el genio como «un grado exquisito de sensibilidad nerviosa», se enuncia la más importante de sus condiciones; pero la definición es incompleta. La sensibilidad es un instrumento puesto al servicio de sus aptitudes imaginativas. En los genios estéticos es evidente la superintendencia de la imaginación sobre los sentidos; no lo es menos en los genios especulativos, como Ameghino, y en los genios pragmáticos, como Sarmiento. Gracias á ella se conciben los problemas, se adivinan las soluciones, se inventan las hipótesis, se plantean las experiencias, se multiplican las combinaciones. Hay imaginación en la Paleontología de Ameghino, como la hay en la física de Ampère y en la Cosmología de Laplace; y la hay en la visión civilizadora de Sarmiento, como en la política de César ó en la de Richelieu. Todo lo que lleva la marca del genio es obra de la imaginación, ya sea un capítulo del «Quijote» ó un plan de campaña de Napoleón; no digamos de los sistemas filosóficos, tan absolutamente imaginativos como las creaciones artísticas. Más aún: son poemas, y su valor se mide por la imaginación de sus creadores. En Ameghino la genialidad se traduce por una absoluta unidad y continuidad del esfuerzo, en toda la gestación de sus doctrinas, que es la antítesis de la locura. También él fué tratado como loco, sobre todo en su juventud. Con bonhomía risueña recordaba las burlas de vecinos y niños de su escuela, cuando le veían dirigirse, azada al hombro, hacia las márgenes del Luján; para esas mentes sencillas tenía que estar loco ese maestro que pasaba días enteros cavando la tierra y desenterrando huesos de animales extraños, como si algún delirio le transformara en sepulturero de edades extinguidas. Cambiando de ambientes, sin asimilarse á ninguno, consiguió pasar más desapercibido y atenuar su reputación de inadaptado. Basta leer su inmensa obra--centenares de monografías y de volúmenes--para comprender que sólo presenta los desequilibrios inherentes á su exuberancia. Sus descubrimientos, grandes y útiles, nunca fueron elaborados al acaso ni en la inconsciencia, sino por una vasta preparación; no fueron frutos de un cerebro carcomido por la herencia ó los tóxicos, sino de engranajes perfectamente entrenados; no ocurrencias, sino cosechas de siembras previas; jamás casualidades, sino claramente previstos y anunciados. El genio es una alta armonía; necesita serlo. Es paradoja ridícula sospechar un degenerado en todo grande hombre; es absurdo suponer caídos bajo el nivel común á esos mismos que la admiración de los siglos coloca por encima de todos. Las obras geniales sólo pueden ser realizadas por cerebros mejores que los demás; el proceso de la creación, aunque tenga fases inconscientes, sería imposible sin una clarividencia de su finalidad. Antes que improvisarse en horas de ocio, opérase tras largas meditaciones y es oportuno, llegando á tiempo de servir como premisa ó punto de partida para nuevas doctrinas y corolarios. Nunca tal equilibrio de la obra genial será más evidente que en la de Ameghino: si hubiéramos de juzgar por ella, el genio se nos presentaría como la suprema excelsitud en su propio dominio mental. Esto no excluye que la degeneración y la locura puedan coexistir con la imaginación creadora, afectando especiales dominios; pero la capacidad para las síntesis más vastas no necesita ser desequilibrio ni enfermedad. Ningún genio lo fué por su locura; algunos lo fueron á pesar de ella; muchos fueron por la enfermedad sumergidos en la sombra. Ameghino, como todos los que piensan mucho é intensamente, se contradijo muchas veces en los detalles, aunque sin perder nunca el sentido de su orientación global. Cuando las circunstancias convergen á ello, el genio especulativo nace recto desde su origen, como un rayo de luz que nada tuerce ó empaña. Basta oirlo para reconocerlo: todas sus palabras concurren á explicar un mismo pensamiento, á través de cien contradicciones en los detalles y de mil alternativas en la trayectoria; parecen tanteos para cerciorarse mejor del camino sin romper la equilibrada coherencia de la obra total: esa harmonía de la síntesis que escapa á los espíritus subalternos. Ameghino converge á un fin por todos los senderos; nada le desvía. Mira alto y lejos, va derechamente, sin las prudencias que traban el paso á las medianías sin detenerse ante los mil interrogantes que de todas partes le acosan para distraerle de la Verdad que le entreabre algún pliegue de sus velos. La verdadera contradicción, la que esteriliza el esfuerzo y el pensamiento, reside en la deshilvanada heterogeneidad que empalaga las obras de los mediocres. Viven éstos con la pesadilla del juicio ajeno y hablan con énfasis para que muchos les escuchen aunque no les entiendan; en su cerebro anidan todas las ortodoxias, no atreviéndose á bostezar sin metrónomo. Se contradicen forzados por las circunstancias: los rutinarios serían supremas lumbreras si por la simple incongruencia se calificara al genio. Para señalar el punto de intersección entre dos teorías, dos creencias, dos épocas ó dos generaciones, requiérese un supremo equilibrio. En las pequeñas contingencias de la vida ordinaria, el hombre vulgar puede ser más astuto y más hábil; pero en las grandes horas de la evolución intelectual y social todo debe esperarse del genio. Y solamente de él. Sería absurdo decir que la genialidad es infalible, no existiendo verdades absolutas; cien rectificaciones podrán hacerse en la obra de Ameghino. Los genios pueden equivocarse, suelen equivocarse, conviene que se equivoquen. Sus creaciones falsas resultan utilísimas por las correcciones que provocan, las investigaciones que estimulan, las pasiones que encienden, las inercias que conmueven. Los hombres mediocres se equivocan de vulgar manera; el genio, aun cuando se desploma, enciende una chispa, y en su fugaz alumbramiento se entrevé alguna cosa ó verdad no sospechada antes. No es menos grande Platón por sus errores, ni lo son por ellos César, Shakespeare ó Kant. En los genios que se equivocan hay una viril firmeza que los impone al respeto de todos. Mientras los contemporizadores ambiguos no despiertan grandes admiraciones, los hombres firmes obligan el homenaje de sus propios adversarios. Hay más valor moral en creer firmemente un error, que en aceptar tibiamente una verdad. IV.--LA MORAL DEL GENIO. El genio es excelente por su moral, ó no es genio. Pero su moralidad no puede medirse con preceptos corrientes en los catecismos; nadie mediría la altura del Himalaya con cintas métricas de bolsillo. Su conducta es inflexible respecto de los ideales servidos por su aptitud genial. Si busca la Verdad, todo sacrifica á ella. Si la Belleza, nada le desvía. Si el Bien, va recto y seguro por sobre todas las tentaciones. Y si es un genio universal, poliédrico, lo verdadero, lo bello y lo bueno se unifican en su ética ejemplar, que es un culto simultáneo por todas las excelencias, por todas las idealidades. Como fué en Leonardo y en Goethe. Por eso es raro. Excluye toda inconsecuencia respecto de su ideal: la inmoralidad para consigo mismo es la negación del genio. Por ella se descubren los desequilibrados, los exitistas y los simuladores. Ameghino ignoró las artes del escalamiento y las industrias de la prosperidad material. En la ciencia buscó la verdad, tal como la concebía; ese afán le bastó para vivir. Nunca tuvo alma de funcionario. Sobrellevó heroicamente su pobreza sin asaltar el presupuesto, sin vender sus libros á los gobiernos, sin vivir de comisiones oficiales, ignorando esa técnica que simula el mérito para medrar á la sombra del Estado. Fué y vivió como era, buscando la Verdad y decidido á no torcer un milésimo de ella. El que puede domesticar sus convicciones no es, no puede ser, nunca, absolutamente, un hombre genial. Ni lo es tampoco el que concibe un bien y no lo practica. Sin unidad moral no hay genio. El que predica la verdad y transige con la mentira, el que predica la justicia y no es justo, el que predica la piedad y es cruel, el que predica la lealtad y traiciona, el que predica el patriotismo y lo rebaja, el que predica el carácter y es servil, el que predica la dignidad y se arrastra, todo el que usa dobleces, intrigas, humillaciones, esos mil instrumentos incompatibles con la visión de un ideal, ese no es genio, está fuera de la santidad: su voz se apaga sin eco, no repercute en el tiempo, como si resonara en el vacío. El portador de un ideal va por caminos rectos, sin reparar que sean ásperos y abruptos. Sarmiento no transige nunca movido por vil interés; repudia el mal cuando concibe el bien; ignora la duplicidad; ama en la Patria á todos sus conciudadanos y siente vibrar en la propia el alma de toda su nación y de todo el continente; tiene sinceridades que dan escalofríos á los hipócritas de su tiempo y dice la verdad en tan personal estilo que sólo puede ser palabra suya; tolera los errores ajenos, recordando los propios; se encrespa ante las bajezas, escribiendo páginas que tienen ritmos de apocalipsis y eficacia de catapulta; cree en sí mismo y en sus ideales, sin compartir los prejuicios religiosos y sectarios de fanáticos que le acosan con furor, de todos los costados. Tal fué la culminante moralidad del gran americano; Sarmiento cultivó en grado sumo las más altas virtudes públicas, sin preocuparse de carpir en la selva magnífica las malezas que concentran la preocupación de la mediocridad. Los genios amplían su sensibilidad en la proporción que elevan su inteligencia; pueden subordinar los pequeños sentimientos á los grandes, los cercanos á los remotos, los concretos á los abstractos. Entonces los espíritus estrechos les suponen desamorados, apáticos, escépticos. Y se equivocan. Sienten, mejor que todos, lo humano. El mediocre limita su horizonte afectivo á sí mismo, á su familia, á su camarilla, á su facción; pero no sabe extenderlo hasta la Verdad, la Patria ó la Humanidad, que sólo pueden apasionar al genio. Muchos hombres darían su vida por defender á su secta; son raros los que se han inmolado conscientemente por una doctrina ó por un ideal. La fe es la fuerza del genio. Para imantar á una era necesitan amar su Ideal y transformarlo en pasión: «Golpea tu corazón, que en él está tu genio», escribió Stuart Mill antes que Nietzsche. La cultura no entibia á los visionarios: su vida entera es una fe en acción. Saben que los caminos más escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén decididos á concluir. Las resistencias son espolazos que los incitan á perseverar; aunque nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en definitiva, optimistas y creyentes: cuando sonríen, fácilmente se adivina el ascua crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese en la primera escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo provoca, lo cultiva, como si en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual vehemencia la llama acosa al objeto que la obstruye, hasta encenderlo para agrandarse á sí misma. La fe es la antítesis del fanatismo. La firmeza del genio es una suprema dignidad del propio Ideal; la falta de creencias sólidamente cimentadas convierte al mediocre en fanático. La fe se confirma en el choque con las opiniones contrarias; el fanatismo teme vacilar ante ellas é intenta ahogarlas. Mientras agonizan sus viejas creencias, Saúlo persigue á los cristianos, con saña proporcionada á su fanatismo; pero cuando el nuevo credo se afirma en Pablo, la fe le alienta, infinita: enseña y no persigue, discute y no amordaza. Muere él por su fe, pero no mata; fanático, habría vivido para matar. La fe es tolerante: es un misticismo que respeta las creencias propias en las ajenas. Es simple confianza en un Ideal y en la suficiencia de las propias fuerzas; los hombres de genio se mantienen creyentes y firmes en sus doctrinas, mejor que si éstas fueran dogmas ó mandamientos. Permanecen libres de las supersticiones vulgares y con frecuencia las combaten: por eso los fanáticos les suponen incrédulos, confundiendo su horror á la común mentira con falta de entusiasmo por el propio Ideal. Todas las religiones reveladas fueron ajenas á Sarmiento y Ameghino: sabían que nada hay más extraño á la fe que el fanatismo. La fe es de visionarios y el fanatismo es de siervos. La fe es llama que enciende y el fanatismo es ceniza que apaga. La fe es una dignidad y el fanatismo es un renunciamiento. La fe es una afirmación individual de alguna verdad propia y el fanatismo es una conjura de huestes para ahogar la verdad de los demás. Frente á la marea niveladora que amenaza por todos los puntos del horizonte, en las mediocracias contemporáneas, todo homenaje al genio es un acto de fe: sólo de él puede esperarse el perfeccionamiento de la Humanidad. Cuando alguna generación siente un hartazgo de chatura, de doblez, de servilismos, tiene que buscar en los genios de su raza los símbolos de pensamiento y de acción que la templen para nuevos esfuerzos. Todo hombre de genio es la personificación suprema de un Ideal. Contra la mediocridad, que asedia á los espíritus originales, conviene fomentar su culto: robustece las alas nacientes. Los más altos destinos se templan en la fragua de la admiración. Poner la propia fe en algún ensueño, apasionadamente, con la más honda emoción lírica, es ascender hacia las cumbres donde aletea la gloria. Enseñando á admirar el genio, la santidad y el heroísmo, prepáranse climas propicios á su advenimiento. Los ídolos de cien fanatismos han muerto en el curso de los siglos y fuerza es que mueran los venideros, implacablemente segados por el tiempo. Hay algo humano, más duradero que la fantasmagoría de lo divino: el ejemplo de los genios. Los santos de la moral idealista no hacen milagros: realizan magnas obras, conciben supremas bellezas é investigan profundas verdades. Mientras existan corazones que alienten un afán de perfección, serán conmovidos por todo lo que revela fe en un Ideal: por el canto de los poetas, por el gesto de los héroes, por la virtud de los santos, por la doctrina de los sabios, por la filosofía de los pensadores. * * * * * BIBLIOTECA RENACIMIENTO DIRECTOR: G. MARTÍNEZ SIERRA EXTRACTO DEL CATÁLOGO LEOPOLDO ALAS (CLARÍN) OBRAS COMPLETAS I. GALDÓS 3,50 II. SU ÚNICO HIJO. Novela 3,50 S. Y J. ÁLVAREZ QUINTERO LA RIMA ETERNA 3,00 LA FLOR DE LA VIDA 3,00 PUEBLA DE LAS MUJERES 3,00 MALVALOCA 3,50 MUNDO, MUNDILLO 3,50 FORTUNATO 2,00 COMEDIAS ESCOGIDAS I. LOS GALEOTES. EL PATIO. LAS FLORES 3,50 II. LA ZAGALA. PEPITA REYES. EL GENIO ALEGRE 3,50 III. LA DICHA AJENA. EL AMOR QUE PASA. LAS DE CAÍN 3,50 IV. LA MUSA LOCA. EL NIÑO PRODIGIO. AMORES Y AMORÍOS 3,50 V. Y último. LA CASA DE GARCÍA. DOÑA CLARINES. EL CENTENARIO 3,50 BALDOMERO ARGENTE HENRY GEORGE. Su vida y su obra 3,50 ARNICHES y GARCÍA ÁLVAREZ GENTE MENUDA 3,00 AZORÍN EL POLÍTICO 3,00 PÍO BAROJA NOVELAS LA BUSCA 3,50 MALA HIERBA 3,50 AURORA ROJA 3,50 LA FERIA DE LOS DISCRETOS 3,50 PARADOX, REY 3,00 LOS ÚLTIMOS ROMÁNTICOS 3,00 LA DAMA ERRANTE 3,00 LA CIUDAD DE LA NIEBLA 3,00 LAS TRAGEDIAS GROTESCAS 3,00 CÉSAR Ó NADA 4,00 LAS INQUIETUDES DE SHANTI ANDÍA 3,50 EL ÁRBOL DE LA CIENCIA 3,50 EL MUNDO ES ANSÍ 3,50 EL APRENDIZ DE CONSPIRADOR 3,50 LA CASA DE AIZGORRI 1,00 JOAQUÍN BELDA LA SUEGRA DE TARQUINO. Novela 3,50 SALDO DE ALMAS. Novela 3,50 MEMORIAS DE UN SUICIDA. Novela 3,50 LA FARÁNDULA. Novela de cómicos 3,50 LA PIARA. Novela política 3,50 ALCIBÍADES-CLUB. Novela 3,00 JACINTO BENAVENTE _De la Real Academia Española._ OBRAS COMPLETAS Á 3,50 PESETAS TOMO CARTAS DE MUJERES.--FIGULINAS.--TEATRO FANTÁSTICO.--VILANOS.--DE SOBREMESA. TEATRO I. EL NIDO AJENO. GENTE CONOCIDA. EL MARIDO DE LA TÉLLEZ. DE ALIVIO.--II. DON JUAN. LA FARÁNDULA. LA COMIDA DE LAS FIERAS. TEATRO FEMINISTA.--III. CUENTO DE AMOR. OPERACIÓN QUIRÚRGICA. DESPEDIDA CRUEL. LA GATA DE ANGORA. VIAJE DE INSTRUCCIÓN. POR LA HERIDA.--IV. MODAS. LO CURSI. SIN QUERER. SACRIFICIOS.--V. LA GOBERNADORA. EL PRIMO ROMÁN.--VI. AMOR DE AMAR. ¡LIBERTAD!. EL TREN DE LOS MARIDOS.--VII. ALMA TRIUNFANTE. EL AUTOMÓVIL. LA NOCHE DEL SÁBADO.--VIII. LOS FAVORITOS. EL HOMBRECITO. MADEMOISELLE DE BELLE ISLE. POR QUÉ SE AMA.--IX. AL NATURAL. LA CASA DE LA DICHA. EL DRAGÓN DE FUEGO.--X. RICHELIEU. LA PRINCESA BEBÉ. NO FUMADORES.--XI. ROSAS DE OTOÑO. BUENA BODA.--XII. EL SUSTO DE LA CONDESA. CUENTO INMORAL. LA SOBRESALIENTA. LOS MALHECHORES DEL BIEN.--XIII. LAS CIGARRAS HORMIGAS. MÁS FUERTE QUE EL AMOR.--XIV. MANÓN LESCAUT. LOS DUROS. ABUELA Y NIETA.--XV. LA PRINCESA SIN CORAZÓN. EL AMOR ASUSTA. LA COPA ENCANTADA. LOS OJOS DE LOS MUERTOS.--XVI. LA SONRISA DE GIOCONDA. LA HISTORIA DE OTELO. EL ÚLTIMO MINUÉ. TODOS SOMOS UNOS. LOS INTERESES CREADOS.--XVII. SEÑORA AMA. EL MARIDO DE SU VIUDA. LA FUERZA BRUTA.--XVIII. DE PEQUEÑAS CAUSAS. HACIA LA VERDAD. POR LAS NUBES. DE CERCA. ¡Á VER QUE HACE UN HOMBRE!--XIX. LA ESCUELA DE LAS PRINCESAS. LA SEÑORITA SE ABURRE. EL PRÍNCIPE QUE TODO LO APRENDIÓ EN LOS LIBROS. GANARSE LA VIDA. HENRY BERGSON _Traducción de Carlos Malagarriga._ LA EVOLUCIÓN CREADORA. Dos tomos 7,00 EMILIO BOBADILLA (FRAY CANDIL) NOVELAS EN GERMEN 2,00 VÓRTICE 3,00 GRAFÓMANOS DE AMÉRICA 3,00 SINTIÉNDOME VIVIR 3,00 VIAJANDO POR ESPAÑA 3,50 ADOLFO BONILLA Y J. PUJOL _Bachiller Alonso de San Martín._ LA HOSTERÍA DE CANTILLANA. Novela. 3,50 MANUEL BUENO TEATRO ESPAÑOL CONTEMPORÁNEO 3,50 CORAZÓN ADENTRO. Novela. 3,00 JAIME EL CONQUISTADOR. Novela. 3,50 ROSALÍA DE CASTRO EN LAS ORILLAS DEL SAR 3,50 CANTARES GALLEGOS 3,50 FOLLAS NOVAS. Poesías gallegas 3,50 RICARDO J. CATARINEU EL LIBRO DE LA PRENSA. Antología 3,50 MADRIGALES Y ELEGÍAS 3,50 CURROS ENRÍQUEZ AIRES D'A MIÑA TERRA. O DIVINO SAINETE. Poesías gallegas. 3,00 EL MAESTRE DE SANTIAGO. EL PADRE FEIJÓO. Poesías escogidas. 3,00 CARTAS DEL NORTE. LA CONDESITA. Poseías escogidas. 3,00 RUBÉN DARÍO EL CANTO ERRANTE. Poesías. 3,00 TODO AL VUELO 3,50 OBRAS ESCOGIDAS I. ESTUDIO PRELIMINAR DE ANDRÉS GONZÁLEZ BLANCO 3,50 II. POESÍAS 3,50 III. PROSA 3,50 JOAQUÍN DICENTA LOS BÁRBAROS. Novela. 3,50 GALERNA. Novelas. 1,00 CONCHA ESPINA LA NIÑA DE LUZMELA. Novela. 3,50 DESPERTAR PARA MORIR. Novela. 3,50 AGUA DE NIEVE. Novela. 3,50 CARLOS FERNÁNDEZ SHAW LA VIDA LOCA 4,00 POESÍA DE LA SIERRA 4,00 POESÍA DEL MAR 4,00 EL AMOR Y MIS AMORES 4,00 CANCIONERO INFANTIL 1,00 CANCIONES DE NOCHEBUENA 2,00 LA PATRIA GRANDE 3,00 EL ALMA EN PENA 3,50 ANATOLE FRANCE OBRAS COMPLETAS JOCASTA Ó EL GATO FLACO 3,50 BALTASAR 3,50 EL POZO DE SANTA CLARA 3,50 EL LIBRO DE MI AMIGO 3,50 EL CRIMEN DE UN ACADÉMICO 3,50 EL FIGÓN DE LA REINA PATOJA 3,50 OPINIONES DE JERÓNIMO COIGNARD 3,50 LA AZUCENA ROJA 3,50 EL OLMO DEL PASEO 3,50 EL MANIQUÍ DE MIMBRE 3,50 EL ANILLO DE AMATISTA 3,50 EL SEÑOR BERGERET EN PARÍS 3,50 HISTORIA CÓMICA 3,50 CHAINQUEBILLE 3,50 SOBRE LA PIEDRA INMACULADA 3,50 LA ISLA DE LOS PINGÜINOS 3,50 LA CAMISA 3,50 LOS DIOSES TIENEN SED 3,50 JOSÉ FRANCÉS LA GUARIDA. Novela. 3,50 LA DÉBIL FORTALEZA. Novela. 3,50 GUIGNOL 3,50 F. GARCÍA SANCHIZ NUEVO DESCUBRIMIENTO DE CANARIAS 3,00 ANDRÉS GONZÁLEZ BLANCO MATILDE REY. Novela 3,50 EDMUNDO GONZÁLEZ BLANCO LOS GRANDES FILÓSOFOS. STRAUSS Y SU TIEMPO 3,50 ALFONSO HERNÁNDEZ CATÁ LA JUVENTUD DE AURELIO ZALDÍVAR. Novela 3,50 ANTONIO DE HOYOS LA VEJEZ DE HELIOGÁBALO. Novela 3,50 ALBERTO INSÚA NOVELAS DON QUIJOTE EN LOS ALPES 3,00 LA MUJER FÁCIL 3,50 LAS NEURÓTICAS 3,50 LA MUJER DESCONOCIDA 3,50 EL DEMONIO DE LA VOLUPTUOSIDAD 3,50 LAS FLECHAS DEL AMOR 3,50 EL DESEO 3,50 EN TIERRA DE SANTOS 1,00 LA HORA TRÁGICA 1,00 WALDO A. INSÚA LA BOCA DE LA ESFINGE 3,00 JUAN R. JIMÉNEZ PASTORALES 3,50 LABERINTO 3,50 BALADAS DE PRIMAVERA 2,00 ELEGÍAS PURAS 2,00 ELEGÍAS INTERMEDIAS 2,00 ELEGÍAS LAMENTABLES 2,00 LA SOLEDAD SONORA 3,50 POEMAS MÁGICOS Y DOLIENTES 3,50 MELANCOLÍA 3,50 RICARDO LEÓN _De la Real Academia Española._ OBRAS COMPLETAS CASTA DE HIDALGOS. Novela 3,50 COMEDIA SENTIMENTAL. Novela 3,50 ALCALÁ DE LOS ZEGRÍES. Novela 3,50 LA ESCUELA DE LOS SOFISTAS 3,50 EL AMOR DE LOS AMORES. Novela 3,50 ALIVIO DE CAMINANTES. Poesías 3,50 LOS CENTAUROS. Novela 4,00 MANUEL LINARES RIVAS LA RAZA 3,00 AIRES DE FUERA. EL ABOLENGO. MARÍA VICTORIA 3,50 RAFAEL LÓPEZ DE HARO NOVELAS SIRENA 3,50 ENTRE TODAS LAS MUJERES 3,50 POSEÍDA 3,50 EL PAÍS DE LOS MEDIANOS 3,50 LA IMPOSIBLE 1,00 DANIEL LÓPEZ ORENSE EL CAMINO DE LA DICHA. Novela 3,50 JOSÉ LÓPEZ PINILLOS DOÑA MESALINA. Novela 3,50 LAS ÁGUILAS (DE LA VIDA DEL TORERO). Novela 3,50 LA SANGRE DE CRISTO. Novela 3,00 LEOPOLDO LÓPEZ DE SÁA CARNE DE RELIEVE. Novela 3,50 JOSÉ LÓPEZ SILVA LA MUSA DEL ARROYO. Diálogos en verso 3,50 LÓPEZ SILVA Y FERNÁNDEZ SHAW SAINETES MADRILEÑOS: LA REVOLTOSA. LA CHAVALA. LAS BRAVÍAS. LOS BUENOS MOZOS 3,50 ANTONIO MACHADO CAMPOS DE CASTILLA. Poesías 3,50 MANUEL MACHADO APOLO. Poesías con fototipias de obras maestras de los mejores pintores 3,50 EL MAL POEMA. Poesías 3,00 EDUARDO MARQUINA OBRAS COMPLETAS LAS HIJAS DEL CID. Premiada por la Real Academia Española 3,50 DOÑA MARÍA LA BRAVA 3,50 EN FLANDES SE HA PUESTO EL SOL. Premiada por la Real Academia Española 3,50 LA ALCAIDESA DE PASTRANA 2,50 EL REY TROVADOR 3,50 POR LOS PECADOS DEL REY 3,50 TIERRAS DE ESPAÑA 3,50 VENDIMIÓN 3,50 ELEGÍAS 1,00 G. MARTÍNEZ SIERRA EL POEMA DEL TRABAJO. DIÁLOGOS FANTÁSTICOS. FLORES DE ESCARCHA 3,50 SOL DE LA TARDE. Novelas 3,50 LA VIDA INQUIETA. Glosario espiritual 3,50 EL AGUA DORMIDA. Novelas 3,50 LA CASA DE LA PRIMAVERA. Poesías 3,50 TEATRO TEATRO DE ENSUEÑO 3,50 LA SOMBRA DEL PADRE. EL AMA DE LA CASA. HECHIZO DE AMOR 3,50 CANCIÓN DE CUNA. LIRIO ENTRE ESPINAS. EL IDEAL 3,50 PRIMAVERA EN OTOÑO 3,50 EL POBRECITO JUAN 1,50 MAMÁ. EL ENAMORADO 3,50 MADAME PEPITA 3,50 ENRIQUE DE MESA FLOR PAGANA 3,00 ANDANZAS SERRANAS 1,50 AMADO NERVO SERENIDAD. Poesías 3,50 CONDESA DE PARDO BAZÁN OBRAS COMPLETAS I. LA CUESTIÓN PALPITANTE 3,00 II. LA PIEDRA ANGULAR 3,00 III. LOS PAZOS DE ULLOA 3,50 IV. LA MADRE NATURALEZA. Novela 3,50 V. CUENTOS DE MARINEDA 3,00 VI. POLÉMICAS Y ESTUDIOS LITERARIOS 3,00 VII. INSOLACIÓN. MORRIÑA. Novelas 3,50 VIII. LA TRIBUNA. Novela 3,00 IX. DE MI TIERRA 3,00 X. CUENTOS NUEVOS 3,50 XI. DOÑA MILAGROS. Novela 3,00 XII. LOS POETAS ÉPICOS CRISTIANOS 3,00 XIII. NOVELAS EJEMPLARES 3,50 XIV. MEMORIAS DE UN SOLTERÓN. Novela 3,00 XV. EL SALUDO DE LAS BRUJAS. Novela 4,50 XVI. CUENTOS DE AMOR 3,00 XVII. CUENTOS SACRO-PROFANOS 4,00 XVIII. EL NIÑO DE GUZMÁN 3,00 XIX. AL PIE DE LA TORRE EIFFEL. POR FRANCIA Y POR ALEMANIA 4,50 XX. UN DESTRIPADOR DE ANTAÑO. Historias y cuentos regionales 3,00 XXI. CUARENTA DÍAS EN LA EXPOSICIÓN 3,00 XXII. UNA CRISTIANA. LA PRUEBA. Novelas 5,00 XXIII. EN TRANVÍA. Cuentos 3,00 XXIV. DE SIGLO Á SIGLO. 1899-1901 3,50 XXV. CUENTOS DE NAVIDAD Y REYES. UENTOS DE LA PATRIA. CUENTOS ANTIGUOS 3,00 XXVI. POR LA EUROPA CATÓLICA 3,00 XXVII. SAN FRANCISCO DE ASÍS. Primera parte 3,00 XXVIII. SAN FRANCISCO DE ASÍS. Segunda y última parte 3,00 XXIX. LA QUIMERA 5,00 XXX. UN VIAJE DE NOVIOS. EL TESORO DE GASTÓN 6,00 XXXI. EL FONDO DEL ALMA 3,00 XXXII. RETRATOS Y APUNTES LITERARIOS 4,00 XXXIII. LA REVOLUCIÓN Y LA NOVELA EN RUSIA 1,00 XXXIV. MI ROMERÍA 1,00 XXXV. Teatro: VERDAD. CUESTA ABAJO. JUVENTUD. LAS RAÍCES. EL VESTIDO DE BODA. EL BECERRO DE METAL. LA SUERTE 3,50 XXXVI. SUD-EXPRESS. Cuentos 3,50 XXXVII. LA LITERATURA FRANCESA MODERNA. I. EL ROMANTICISMO 4,50 XXXVIII. DULCE DUEÑO. Novela 3,50 XXXIX. LA LITERATURA FRANCESA MODERNA. II. LA TRANSICIÓN 4,50 XL. BELCEBÚ. Novelas 3,50 XLI. LA LITERATURA FRANCESA MODERNA. III. EL NATURALISMO 4,00 BIBLIOTECA DE LA MUJER _Dirigida por la C. de Pardo Bazán._ Á TRES PESETAS TOMO I. Sección religiosa: VIDA DE LA VIRGEN MARÍA, por la venerable de Ágreda.--II. Sección sociológica: LA ESCLAVITUD FEMENINA, por John Stuart Mill. Prólogo de la condesa de Pardo Bazán.--III. Sección novelesca: NOVELAS ESCOGIDAS, por doña María de Zayas.--IV. Sección biográfica: REINAR EN SECRETO, por el jesuíta P. Mercier.--V. Sección histórica: HISTORIA DE ISABEL LA CATÓLICA, por el barón de Nervo, y ELOGIO DE LA MISMA REINA, por don Diego de Clemencín.--VI. Sección pedagógica: LA INSTRUCCIÓN DE LA MUJER CRISTIANA. TRATADO DE LAS VÍRGENES, por Juan Luis Vives.--VII. Sección crítica: LA MUJER ANTE EL SOCIALISMO, por Augusto Bebel. JAIME QUIROGA PARDO BAZÁN NOTAS DE UN VIAJE POR LA ITALIA DEL NORTE 3,50 AVENTURAS DE UN FRANCÉS, UN ALEMÁN Y UN INGLÉS, EN EL SIGLO XIX 3,50 BENITO PÉREZ GALDÓS _De la Real Academia Española._ EPISODIOS NACIONALES _Primera serie._ TRAFALGAR.--LA CORTE DE CARLOS IV.--EL 19 DE MARZO Y EL 2 DE MAYO.--BAILÉN. NAPOLEÓN EN CHAMARTÍN.--ZARAGOZA.--GERONA.--CÁDIZ.--JUAN MARTÍN EL EMPECINADO.--LA BATALLA DE LOS ARAPILES. _Segunda serie._ EL EQUIPAJE DEL REY JOSÉ.--MEMORIAS DE UN CORTESANO DE 1815.--LA SEGUNDA CASACA.--EL GRANDE ORIENTE.--7 DE JULIO.--LOS CIEN MIL HIJOS DE SAN LUIS.--EL TERROR DE 1822.--UN VOLUNTARIO REALISTA.--LOS APOSTÓLICOS.--UN FACCIOSO MÁS Y ALGUNOS FRAILES MENOS. _Tercera serie._ ZUMALACÁRREGUI.--MENDIZÁBAL.--DE OÑATE Á LA GRANJA.--LUCHANA.--LA CAMPAÑA DEL MAESTRAZGO.--LA ESTAFETA ROMÁNTICA.--VERGARA.--MONTES DE OCA.--LOS AYACUCHOS.--BODAS REALES. _Cuarta serie._ LAS TORMENTAS DEL 48.--NARVÁEZ.--LOS DUENDES DE LA CAMARILLA.--LA REVOLUCIÓN DE JULIO.--O'DONNELL.--AITA TETTAUEN.--CARLOS VI EN LA RÁPITA.--LA VUELTA AL MUNDO EN LA «NUMANCIA».--PRIM.--LA DE LOS TRISTES DESTINOS. _Última serie._ ESPAÑA SIN REY.--ESPAÑA TRÁGICA.--AMADEO I.--LA PRIMERA REPÚBLICA.--DE CARTAGO Á SAGUNTO.--CÁNOVAS. _Cada uno de los tomos anteriores se venden sueltos en rústica al precio de DOS pesetas volumen._ _Precio de cada dos volúmenes, encuadernados en un tomo, CINCO pesetas._ _Se venden tapas sueltas á UNA peseta._ NOVELAS Á DOS PESETAS TOMO DOÑA PERFECTA.--GLORIA, primera parte.--GLORIA, segunda parte.--MARIANELA.--LA FAMILIA DE LEÓN ROCH, primera parte.--LA FAMILIA DE LEÓN ROCH, segunda parte.--LA FONTANA DE ORO.--EL AUDAZ.--LA SOMBRA.--MEMORANDA. NOVELAS Á TRES PESETAS TOMO LA DESHEREDADA, primera parte.--LA DESHEREDADA, segunda parte.--EL AMIGO MANSO.--EL DOCTOR CENTENO, primera parte.--EL DOCTOR CENTENO, segunda parte.--TORMENTO.--LA DE BRINGAS.--LO PROHIBIDO, primera parte.--LO PROHIBIDO, segunda parte.--FORTUNATA Y JACINTA, primera parte.--FORTUNATA Y JACINTA, segunda parte.--FORTUNATA Y JACINTA, tercera parte.--FORTUNATA Y JACINTA, cuarta parte.--MIAU.--LA INCÓGNITA.--REALIDAD.--ÁNGEL GUERRA, primera parte.--ÁNGEL GUERRA, segunda parte.--ÁNGEL GUERRA, tercera parte.--TRISTANA.--LA LOCA DE LA CASA.--TORQUEMADA EN LA HOGUERA.--TORQUEMADA EN LA CRUZ.--TORQUEMADA EN EL PURGATORIO.--TORQUEMADA Y SAN PEDRO.--NAZARÍN.--HALMA.--MISERICORDIA.--EL ABUELO.--CASANDRA.--EL CABALLERO ENCANTADO. COMEDIAS Y DRAMAS Á DOS PESETAS REALIDAD.--LA LOCA DE LA CASA.--LA DE SAN QUINTÍN.--LOS CONDENADOS.--VOLUNTAD.--DOÑA PERFECTA.--LA FIERA.--ELECTRA.--ALMA Y VIDA.--MARIUCHA.--BÁRBARA.--AMOR Y CIENCIA.--PEDRO MINIO. RAMÓN PÉREZ DE AYALA TINIEBLAS EN LAS CUMBRES. Novela 3,50 A. M. D. G. (La vida en los colegios de jesuítas). Novela 3,50 LA PATA DE LA RAPOSA. Novela 3,50 TROTERAS Y DANZADERAS. Novela 3,50 JUAN PÉREZ ZÚÑIGA CUATRO CUENTOS Y UN CABO 2,00 HISTORIA CÓMICA DE ESPAÑA. Dos tomos 5,00 AMANTES CÉLEBRES. Con veinte ilustraciones en color 3,50 JACINTO OCTAVIO PICÓN _De la Real Academia Española._ OBRAS COMPLETAS I. DULCE Y SABROSA. Novela 4,00 II. LA HONRADA. Novela 4,00 III. JUANITA TENORIO. Novela 4,00 IV. Mujeres. Novelas 3,50 SALVADOR RUEDA POESÍAS ESCOGIDAS 3,50 SANTIAGO RUSIÑOL _Traducciones de G. Martínez Sierra._ EL PUEBLO GRIS 3,50 UN VIAJE AL PLATA 3,50 LA ISLA DE LA CALMA 3,50 ALELUYAS DEL SEÑOR ESTEBAN 3,50 EL INDIANO 1,00 JOSÉ M. SALAVERRÍA LAS SOMBRAS DE LOYOLA 2,00 R. SÁNCHEZ DÍAZ JESÚS EN LA FÁBRICA. Novela 3,50 ALEJANDRO SAWA ILUMINACIONES EN LA SOMBRA 3,50 UNAMUNO Y GANIVET EL PORVENIR DE ESPAÑA 2,00 FELIPE TRIGO OBRAS COMPLETAS NOVELAS LAS INGÉNUAS. DOS TOMOS 7,00 LA SED DE AMAR 3,50 ALMA EN LOS LABIOS 3,50 DEL FRÍO AL FUEGO 3,50 LA ALTÍSIMA 3,50 LA BRUTA 3,50 LA DE LOS OJOS COLOR DE UVA 3,50 SOR DEMONIO 3,50 EN LA CABRERA 3,50 CUENTOS INGÉNUOS 3,00 LA CLAVE 3,50 LAS EVAS DEL PARAÍSO 3,50 LAS POSADAS DEL AMOR 3,50 EL MÉDICO RURAL 3,50 LOS ABISMOS 3,50 EL CÍNICO 3,50 ASÍ PAGA EL DIABLO 1,00 ESTUDIOS SOCIALISMO INDIVIDUALISTA 3,50 EL AMOR EN LA VIDA Y EN LOS LIBROS 3,50 MIGUEL DE UNAMUNO MI RELIGIÓN Y OTROS ENSAYOS 3,50 POR TIERRAS DE PORTUGAL Y ESPAÑA 3,50 SOLILOQUIOS Y CONVERSACIONES 3,50 CONTRA ESTO Y AQUELLO 3,50 RAMÓN DEL VALLE INCLÁN ÁGUILA DE BLASÓN 3,50 COFRE DE SÁNDALO 3,50 CUENTO DE ABRIL 3,50 GERIFALTES DE ANTAÑO 3,50 FRANCISCO VILLAESPESA EL ESPEJO ENCANTADO 3,50 EL ALCÁZAR DE LAS PERLAS 3,50 PANALES DE ORO 3,50 EL BALCÓN DE VERONA 3,50 PALABRAS ANTIGUAS 3,50 A. VIVERO Y A. DE LA VILLA CÓMO CAE UN TRONO. La revolución en Portugal 3,50 EDUARDO ZAMACOIS EL OTRO. Novela 3,50 LA OPINIÓN AJENA. Novela 3,50 BIBLIOTECA CLÁSICA COLECCIÓN DE 228 TOMOS, QUE SE VENDEN á 3 PESETAS CADA UNO EN RÚSTICA Y á 4 PESETAS ENCUADERNADOS EN PASTA ESPAÑOLA CLÁSICOS GRIEGOS HOMERO: La Iliada (tres tomos). La Odisea (dos).--HERODOTO: Los nueve libros de la historia (dos).--PLUTARCO: Las vidas paralelas (cinco).--ARISTÓFANES: Teatro completo (tres).--ESQUILO: Teatro completo (uno).--POETAS BUCÓLICOS GRIEGOS: Demócrito, Bión y Mosco (uno).--XENOFONTE: Historia de la entrada de Cyro en Asia (uno). La ciropedia (uno). Las helénicas (uno).--LUCIANO: Obras completas (cuatro).--PÍNDARO: Odas (uno).--ARRIANO: Las expediciones de Alejandro (uno).--POETAS LÍRICOS GRIEGOS: Anacreonte, Safo, Tirteo, etc. (uno).--POLIBIO: Historia romana (tres).--PLATÓN: La república (dos).--DIÓGENES LAERCIO: Vidas de los filósofos más ilustres (dos).--MORALISTAS GRIEGOS: Marco Aurelio, Teofrasto, Epicteto, Cebes (uno).--TUCÍDIDES: Historia de la guerra del Peloponeso (dos).--JOSEFO: Guerras de los judíos (dos).--ISÓCRATES: Oraciones políticas y forenses (dos).--EURÍPIDES: obras dramáticas (tres). CLÁSICOS LATINOS VIRGILIO: La Eneida (dos tomos). Églogas y Geórgicas (uno).--CICERÓN: Obras didácticas (dos). Obras filosóficas (cuatro). Epístolas familiares (dos). Cartas políticas (dos). Vida y discursos (siete).--TÁCITO: Los anales (dos). Las historias y las costumbres de los germanos (uno).--SALUSTIO: Conjuración de Catilina. Guerra de Jugurta (uno).--CÉSAR: Los comentarios de la guerra de las Galias y de la civil (dos).--SUETONIO: Vida de los doce césares (uno).--SÉNECA: Tratados filosóficos (dos). Epístolas morales (uno).--OVIDIO: Las Heroídas (uno). Las metamorfosis (dos).--FLORO: Compendio de las hazañas romanas (uno).--QUINTILIANO: Instituciones oratorias (dos).--QUINTO CURCIO: Vida de Alejandro (dos).--ESTACIO: La Tebaida (dos).--LUCANO: La farsalia (dos).--TITO LIVIO: Décadas de la historia romana (siete).--TERTULIANO: Apología contra los gentiles en defensa de los cristianos (uno).--VARIOS: Historia Augusta (tres).--Marcial y Fedro: Epigramas y fábulas (tres).--TERENCIO: Teatro completo (uno).--APULEYO: El asno de oro (uno).--Plinio el joven y Cornelio Nepote: Panegírico de Trajano y cartas. Vidas de varones ilustres (dos).--JUVENAL y PERSIO: Sátiras (uno).--AULIO GELIO: Noches áticas (dos).--SAN AGUSTÍN: La ciudad de Dios (cuatro).--AMMIANO: Historia del imperio romano (dos).--LUCRECIO: De la naturaleza de las cosas (uno).--HORACIO: Obras completas (dos). CLÁSICOS ESPAÑOLES CERVANTES: Novelas ejemplares y Viaje del Parnaso (dos tomos). Don Quijote de la Mancha, con el comentario de Clemencín (ocho). Teatro completo (tres).--CALDERÓN: Teatro selecto (cuatro).--HURTADO DE MENDOZA: Obras en prosa (uno).--QUEVEDO: Obras satíricas y festivas (uno). Obras políticas é históricas (dos). Política de Dios (uno).--QUINTANA: Vidas de españoles célebres (dos).--Duque de Rivas: Sublevación de Nápoles (uno).--ALCALÁ GALIANO: Recuerdos de un anciano (uno).--MELO: Guerra de Cataluña (uno).--VARIOS: Antología de poetas líricos castellanos, ordenada por Menéndez y Pelayo, con estudios críticos del mismo (doce).--COLÓN: Relaciones y cartas (uno).--ROJAS: La celestina (uno). CLÁSICOS INGLESES MACAULAY: Estudios literarios (un tomo). Estudios históricos (uno). Estudios políticos (uno). Estudios biográficos (uno). Estudios críticos (uno). Estudios de política y literatura (uno). Discursos parlamentarios (uno). Vidas de políticos ingleses (uno). Historia de la revolución inglesa (cuatro). Historia del reinado de Guillermo III (seis).--MILTON: El paraíso perdido (dos).--SHAKESPEARE: Teatro selecto (ocho). CLÁSICOS ITALIANOS MANZONI: Los novios (un tomo). La moral católica (uno). Tragedias, poesías: obras varias (dos).--GUICCIARDINI: Historia de Italia (seis).--MAQUIAVELO: Obras históricas (DOS). Obras políticas (DOS).--Benvenuto Cellini: su vida, descrita por él mismo (dos).--TASSO: La Jerusalén libertada (dos). CLÁSICOS ALEMANES SCHILLER: Teatro completo (tres tomos). Poesías líricas (dos).--HEINE: Poemas y fantasías (uno). Cuadros de viaje (dos).--GOETHE: Viaje á Italia (dos). Teatro selecto (dos).--HUMBOLDT: Colón y el descubrimiento de América (dos). CLÁSICOS FRANCESES LAMARTINE: Civilizadores y conquistadores (dos tomos).--BOSSUET: Oraciones fúnebres (ocho).--MERIMÉE: Colomba (uno). CLÁSICOS SÁNSCRITOS Código de MANÚ (un tomo). BIBLIOTECA POPULAR Á UNA PESETA CADA TOMO EN RÚSTICA Y Á 1,50 ENCUADERNADO EN TELA I.--PÍO BAROJA: La casa de Aizgorri. Novela. II.--FELIPE TRIGO: Así paga el diablo... Novela. III.--ALBERTO INSÚA: En tierra de santos. Novela. IV.--S. y J. ÁLVAREZ QUINTERO: Drama, comedia y sainete. V.--JOAQUÍN DICENTA: Galerna. Novelas. VI.--RAFAEL LÓPEZ DE HARO: La imposible. Novela. VII.--SANTIAGO RUSIÑOL: El indiano. VIII.--E. GÓMEZ CARRILLO: El Japón heroico y galante. IX.--CONDESA DE PARDO BAZÁN: Cuentos trágicos. X.--JOSÉ FRANCÉS: La débil fortaleza. Novela. XI.--EDUARDO MARQUINA: Elegías. XII.--ALBERTO INSÚA: La hora trágica. Novela. XIII.--JACINTO BENAVENTE: La noche del sábado. Novela escénica. XIV.--PÍO BAROJA: Camino de perfección. Novela. XV.--PEDRO DE RÉPIDE: Noche perdida. Novelas. RENACIMIENTO tiene ya en su poder, para publicarlos en tomos sucesivos de la Biblioteca Popular, originales de Leopoldo Alas (Clarín), Pío Baroja, Joaquín Belda, Joaquín Dicenta, Anatole France, Antonio de Hoyos, Alberto Insúa, Eduardo Marquina, Alejandro Larrubierra, Ricardo León, R. López de Haro, J. López Pinillos, G. Martínez Sierra, Benito Pérez Galdós, Ramón Pérez de Ayala, Juan Pérez Zúñiga, Jacinto Octavio Picón, Pedro de Répide, Santiago Rusiñol, José María Salaverría, R. Sánchez Díaz, Miguel de Unamuno, Francisco Villaespesa, Eduardo Zamacois. ***END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL HOMBRE MEDIOCRE*** ******* This file should be named 64974-0.txt or 64974-0.zip ******* This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/dirs/6/4/9/7/64974 Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. 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Redistribution is subject to the trademark license, especially commercial redistribution. START: FULL LICENSE THE FULL PROJECT GUTENBERG LICENSE PLEASE READ THIS BEFORE YOU DISTRIBUTE OR USE THIS WORK To protect the Project Gutenberg-tm mission of promoting the free distribution of electronic works, by using or distributing this work (or any other work associated in any way with the phrase "Project Gutenberg"), you agree to comply with all the terms of the Full Project Gutenberg-tm License available with this file or online at www.gutenberg.org/license. Section 1. General Terms of Use and Redistributing Project Gutenberg-tm electronic works 1.A. By reading or using any part of this Project Gutenberg-tm electronic work, you indicate that you have read, understand, agree to and accept all the terms of this license and intellectual property (trademark/copyright) agreement. 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It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg-tm's goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is in Fairbanks, Alaska, with the mailing address: PO Box 750175, Fairbanks, AK 99775, but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at www.gutenberg.org/contact For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director gbnewby@pglaf.org Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. 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