Project Gutenberg's Edipo rey; Edipo en Colona; Antígona, by Sófocles This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org/license Title: Edipo rey; Edipo en Colona; Antígona Author: Sófocles Release Date: October 20, 2020 [EBook #63509] Language: Spanish Character set encoding: UTF-8 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK EDIPO REY; EDIPO EN COLONA *** Produced by Ramón Pajares Box, Roberto Marabini and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_, las negrita entre =iguales= y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos sin avisar. * Se ha modernizado la ortografía del original impreso y se han puesto tildes a las mayúsculas. * Las páginas en blanco han sido eliminadas. * Algunas ilustraciones se han desplazado ligeramente para no interrumpir un párrafo. TRILOGÍA SÓFOCLES [Ilustración] LOS GRANDES AUTORES POEMAS :: NOVELAS :: TEATRO CADA TOMO CONSTA DE UNAS 300 PÁGINAS, TIRADAS A DOS TINTAS SOBRE EXCELENTE PAPEL PLUMA, RICAMENTE ORNAMENTADO POR DISTINGUIDOS ARTISTAS. En rústica: 3 ptas., tomo. -- Encuadernado: 4’50 ptas., tomo. OBRAS PUBLICADAS Virgilio.--=La Eneida.=--Traducción de E. de Ochoa. Ornamentación de Antonio Saló. Milton.--=El paraíso perdido.=--Traducción de Juan Mateos, Pbro. Ornamentación de Coll Salieti. Anónimo.--=Romancero del Cid.=--Edición ordenada y revisada por Luis C. Viada y Lluch. Ornamentación de Antonio Saló. Mistral.--=Mireya.=--Traducción de Lorenzo Riber. Ornamentación de Antonio Saló. Dante.--=La divina comedia.=--Traducción de M. Aranda Sanjuan. Ornamentación de Antonio Saló. Homero.--=Iliada.=--Traducción de Manuel Vallvé. Ornamentación de Manuel Farriols. Walter Scott.--=La novia de Lammermoor.=--Traducción de J. Lleonart y Carlos Riba Bracons. Ornamentación de Antonio Saló. Tirso de Molina.--=El bandolero.=--Edición prologada, transcrita y revisada por Luis C. Viada y Lluch. Ornamentación de Antonio Saló. Cervantes.--=Entremeses.=--Edición cuidadosamente revisada por Luis C. Viada y Lluch. Ornamentación por J. Junceda. Beaumarchais.--=El barbero de Sevilla: Las bodas de Fígaro.=--Traducción de José Pérez Bojart. Ornamentación de Ramón Baixeras. Shakespeare.--=Hamlet: Romeo y Julieta.=--Traducción de J. Roviralta Borrell. Ornament. de Antonio Saló. Sófocles.--=Edipo Rey: Edipo en Colona: Antígona.=--Trad. de J. Pérez Bojart. Ornamentación de J. d’Ivori. EN PRENSA Goethe.--=Fausto.=--Traducción de J. Roviralta Borrell. Ornamentación de Manuel Farriols. SÓFOCLES EDIPO REY EDIPO EN COLONA ANTÍGONA VERSIÓN CASTELLANA DE JOSÉ PÉREZ BOJART MCMXX [Ilustración] ORNAMENTADA POR J. D’IVORI EDITORIAL IBÉRICA J. PUGÉS S. EN C. -- BARCELONA [Ilustración: LOS GRANDES AUTORES : TEATRO :] EDIPO REY PERSONAJES EDIPO CREÓN EL GRAN SACERDOTE TIRESIAS YOCASTA EL CRIADO DE LAYO UN MENSAJERO UN OFICIAL DE EDIPO EL CORO, compuesto de ancianos tebanos. [Ilustración] ACTO PRIMERO ESCENA PRIMERA EDIPO. EL GRAN SACERDOTE. EL CORO EDIPO Nuevos retoños del antiguo Cadmo, hijos míos. ¿Qué motivo os obliga a venir así a prosternaros en los escalones de este palacio, llevando en la mano las ramas reservadas para los suplicantes? El humo del incienso, los cantos lúgubres, los lamentos resuenan en toda la ciudad. No os he enviado a nadie, he venido yo mismo, hijos míos, a informarme del motivo de vuestras quejas; sí, Edipo, tan loado en toda Grecia, viene a escucharos. Hablad, pues, ¡oh, anciano! ya que a vos os cuadra explicaros por ellos. ¿Qué temor, qué esperanza os han reunido en este sitio? Contad con el deseo que tengo de auxiliaros. Sería yo insensible si no estuviera conmovido por el estado suplicante en que os veo. EL GRAN SACERDOTE Vos que reináis sobre mi patria, Edipo, ved cuántos ciudadanos de todas edades, prosternados ante vuestros altares, unos en la infancia y arrastrándose apenas aún, otros en la fuerza de la juventud; mirad esos ancianos que son los pontífices de los dioses; a mí, que soy el gran Sacerdote de Zeus. El resto de los tebanos, llevando en la mano las ramas de los suplicantes, está prosternado en la plaza pública, o en ambos templos de Palas, o sobre la ceniza profética del Ismeno. Ya lo veis, Edipo; esta ciudad, tanto tiempo combatida por la tempestad, no puede ya levantar su cabeza por cima de las olas ensangrentadas que la sumergen. Los gérmenes de los frutos de la tierra se secan en los cálices de las flores; los rebaños perecen, y las mujeres ven morir en su seno a sus hijos. Un dios cruel, armado de tea terrible, una espantosa peste, ha venido a caer sobre esta ciudad y cambia en un desierto la antigua morada de los hijos de Cadmo. El negro Hades se enriquece con nuestros lamentos y con nuestros lloros. Estas gentes y yo, sin embargo, no venimos a imploraros como a un dios; mas os consideramos, entre todos los mortales, como el más capaz de socorrernos en medio de las vicisitudes de la vida y de las desgracias enviadas por los dioses. Vos, llegando a nuestros muros, nos librasteis del tributo que el monstruo cruel nos había impuesto, sin que ninguno de nosotros os suministrase ni os preparase los medios. Sólo por la inspiración de un dios salvasteis nuestra vida en peligro; todos aquí lo publican y lo piensan. A vos, pues, poderoso Edipo, a vos venimos, como suplicantes, a pedir hoy algún socorro, si habéis oído la voz de los dioses o si algún mortal ha podido iluminaros. Hemos visto, a menudo, grandes desgracias servir de inspiración a los mortales que la experiencia ha hecho hábiles con sus consejos. Venid, ¡oh, el más sabio de los hombres! a levantar esta ciudad abatida; venid y sabed que esta comarca os nombra hoy su salvador, por reconocer vuestra antigua prudencia: aparte de que con razón podríamos ya olvidar vuestros primeros beneficios si, tras de habernos sacado del abismo, nos dejarais caer de nuevo en él. Levantad, afirmad, pues, esta ciudad sobre sus cimientos; ved lo que habéis ya hecho por ella bajo favorables auspicios; sed también hoy lo que fuisteis entonces. ¿No es mejor para vos, mientras reinéis en esta tierra, reinar sobre hombres que sobre muros desiertos? Las murallas, las naves no son nada cuando se las despoja de los hombres que las habitan. EDIPO Desgraciados hijos, estoy lejos de ignorar el objeto de los votos que os traen ante mí. Demasiado sé en qué estado funesto estáis todos hundidos; y, no obstante, por desgraciados que seáis, no hay entre vosotros quien sea tan infortunado como yo. El dolor de cada uno de vosotros sólo tiene un objeto; sólo a vosotros os atañe, mientras que mi corazón gime a la vez por la ciudad, por vosotros y por mí. No creáis haberme sacado de un profundo sueño; sabed que no hay lágrimas que yo no haya vertido ni medios diversos que mi imaginación no haya estudiado. El único que he podido encontrar a propósito para socorreros lo he puesto en práctica. Al hijo de Meneceo, Creón, con quien me unen los lazos de la sangre, le he enviado a Delfos al templo de Apolo, para preguntar a este dios lo que debo ordenar, lo que debo hacer por la salvación de esta ciudad. Cuento los días, los mido por el tiempo que le era necesario, y me aflijo con sus retrasos. ¿Qué hace? Su ausencia es mucho más larga de lo que parecía que había de ser. Creed que en cuanto llegue me consideraré el peor de los hombres si no ejecuto cuanto el dios me haya prescrito. EL GRAN SACERDOTE No podéis hablar más a punto; en este momento me anuncian la llegada de Creón, que avanza hacia nosotros. EDIPO ¡Oh soberano Apolo, ojalá, favorecido por la fortuna, vuelva tan contento como su rostro parece anunciar! EL GRAN SACERDOTE Su corazón está satisfecho; podemos lisonjearnos de ello; de lo contrario, no aparecería, como le vemos, llevando en la cabeza una rama de laurel cargada de frutos. ESCENA II LOS PRECEDENTES, CREÓN EDIPO Pronto lo sabremos: vedle junto a nosotros; podemos interrogarle. Hijo de Meneceo, querido príncipe, hermano mío, ¿qué nuevas nos traéis de parte del dios? CREÓN Buenas nuevas; pues lo que pueda haber en ellas de enojoso no es para nosotros sino una fuente de dicha, si el resultado es tal como debe esperarse. EDIPO ¿Qué significan esas palabras? No encuentro en ellas motivo de temor; pero no veo casi nada que me tranquilice. CREÓN ¿Deseáis que me explique en medio de todo ese pueblo que nos escucha, o queréis entrar en vuestro palacio? EDIPO Hablad ante ellos; pues me duelen harto más sus males que los míos. CREÓN Os diré, pues, lo que el oráculo de Apolo me ha dicho. Nos ordena, sin la menor obscuridad, alejar de esta tierra la fuente de impureza que alimentamos y cesar de mantenerla con nuestros males. EDIPO ¿Qué purificación, qué remedio emplear en nuestra calamidad? CREÓN Es necesario desterrar a un hombre, o que la sangre que ha causado las desgracias de esta ciudad sea lavada con sangre. EDIPO ¿Y quién es el mortal de quien hay que vengar la muerte? CREÓN Príncipe, tuvimos un rey llamado Layo; reinaba en esta ciudad antes de estar sometida a vuestro imperio. EDIPO Lo sé porque me lo han dicho; pues mis ojos no le vieron nunca. CREÓN Murió; y Apolo, sin la menor obscuridad, nos ordena hoy castigar a sus asesinos. EDIPO ¿En que lugar están y cómo encontrar la huella borrada de crimen tan antiguo? CREÓN Están en estos muros, el oráculo lo ha declarado. Lo que se busca se puede encontrar; lo que se descuida se nos escapa fácilmente. EDIPO ¿Layo cayó bajo los golpes de los asesinos en su palacio, o fuera de la ciudad, o en tierra extraña? CREÓN Iba (según se nos ha dicho) a consultar el oráculo; y desde el instante en que dejó estos muros no hemos vuelto a verle. EDIPO ¿No habría alguno de su séquito, algún compañero de su viaje, que hubiera sido testigo de su suerte y pudiera servir para darnos indicios? CREÓN Todos han muerto. No queda más que uno, a quien el temor hizo huir, y que, de cuanto vio, no ha podido nunca referir sino una circunstancia. EDIPO ¿Cuál es? Un solo trazo puede hacer descubrir muchos otros, si puede darnos un ligero asomo de esperanza. CREÓN Ha referido que una banda de salteadores había encontrado a Layo, que sucumbió al número y pereció. EDIPO Pero ¿cómo hubieran los bandidos llegado a ese colmo de audacia si alguien no les hubiera seducido a fuerza de oro? CREÓN Esa sospecha es verosímil, pero muerto Layo, nadie, en medio de los males de la patria, se encargó de vengarle. EDIPO ¿Y qué males, muerto el soberano, pudieron impediros sondear esa trama? CREÓN La Esfinge, con sus enigmas enmarañados, nos forzó a abandonar lo que no podíamos descubrir, para ocuparnos de lo que teníamos a la vista. EDIPO Bueno, es de mi empresa remontarme a la fuente de vuestros males y descubrirla. No será en vano que Apolo y vos os hayáis tomado el cuidado de vengar la muerte de Layo; me veréis, justamente asociado a vuestros designios, servir a la vez a los intereses de la patria y a los del dios. Porque no solamente por la causa de un rey que ya no existe, sino por mi propia causa, haré salir de esta tierra el objeto impuro que la ha mancillado. El que haya podido poner la mano sobre Layo podría con mano tan osada atentar contra mis días. Así encontraré mi propia seguridad en el cuidado que me tomare de su venganza. Levantaos, pues, hijos míos; apresuraos, llevaos esas ramas, símbolo de los suplicantes. Que se reuna aquí el pueblo tebano; voy a emplear todos los medios para calmar sus penas; veremos luego, bajo los auspicios del dios, si debemos ser más felices o más miserables. EL GRAN SACERDOTE Levantémonos, hijos míos, levantémonos; los socorros que hemos venido a pedir aquí, nuestro rey nos los promete; que Apolo, que nos ha enviado tal oráculo, nos libre de la peste y conserve nuestra vida. (_El Gran Sacerdote se retira con los niños y los jóvenes tebanos que le acompañan. No quedan en escena sino Edipo y los ancianos que componen el Coro._) EL CORO Dulce voz de Zeus, que del opulento santuario de Delfos has llegado a los muros famosos de Tebas, ¿qué haréis por nosotros? El temor agita y consterna nuestro corazón, sobrecogido de respeto ante vos, ¡oh benéfico Peán, que reináis en Delos! ¿Cumpliréis vuestro oráculo hoy, o en otra sazón señalada por vuestros decretos? Hablad, voz inmortal, hija de la feliz esperanza. Digna sangre de Zeus, ¡oh Palas! a vos os invoco la primera; vos también, Artemisa, su hermana, que gustáis de bajar a la tierra y que os sentáis en un trono glorioso dentro del recinto; y vos, Apolo, ducho en lanzar dardos, venid los tres en nuestra ayuda; si en otro tiempo, cuando otros azotes cayeron sobre esta ciudad, alejasteis de nosotros la peste, ¡acudid hoy, también, dioses benéficos! Las penas que sufrimos no pueden contarse. Todo el pueblo desmaya y sucumbe. Los recursos del arte están agotados y no pueden ya ofrecer remedio a nuestros males. Los gérmenes de las frutas se han tornado estériles; las mujeres no soportan ya los dolores del parto. Más ligera que el ave veloz, más destructora que el fuego voraz, la muerte precipita a nuestros ciudadanos, uno tras otro, hacia los dominios del dios de los infiernos. Tebas todos los días sucumbe a innumerables golpes. Los niños (¡cruel espectáculo!) permanecen tendidos sin piedad en el suelo, teatro de su muerte. Lejos de ellos, las mujeres y las madres, cuya frente está cubierta de cabellos blancos, gimen al pie de los altares y piden remate a sus penas. Los himnos dolientes, los gemidos, resuenan al par en los aires. Noble y encantadora hija de Zeus, socorrednos, haced volver sobre sus pasos el azote destructor, nuevo Ares que, sin escudo y sin carcaj, ha venido a combatirnos y nos consume entre gemidos y gritos; que vaya, lejos de los límites de nuestra patria, al vasto seno de Anfitrite o a las aguas inhospitalarias del mar de Tracia. No nos da punto de reposo; si amengua al terminar la noche, comienza de nuevo con el día. ¡Oh, Zeus!; oh, dios, que gobiernas a tu antojo el rayo, aplástale con él; y tú, dios de Licia, lanza en nuestro socorro los dardos invencibles de tu arco de oro. Dirige contra él, ¡oh Artemisa! los rayos fulgurantes con que prendes fuego a las cimas de los montes licienses; y tú, dios de las vides, dios epónimo de esta tierra, tú, cuya frente orna áurea corona, Dionisos, tú, que marchas acompañado de las ménades, ven armado de antorchas encendidas a perseguir y derrotar a ese dios cruel que los dioses miran con horror. [Ilustración] ACTO SEGUNDO ESCENA PRIMERA EDIPO, EL SÉQUITO, EL CORO, EL PUEBLO REUNIDO EDIPO (_Al Coro._) Invocáis a los dioses; pero lo que les pedís, socorro, alivio para vuestros dolores, lo obtendréis si queréis escucharme, obedecerme y someteros a lo que exigen nuestros males. Voy a hablar como extraño a lo que el oráculo acaba de hacernos saber, como extraño al crimen cometido, del que no puedo descubrir las huellas si no se me proporcionan los medios. Ciudadano hace poco tiempo de Tebas, sólo me es dable socorreros con la orden que voy a publicar. Cualquiera de vosotros que sepa a qué manos pereció Layo Labdácida, le invito a desenmascararle. Si el que fué el asesino teme ser denunciado, que se anticipe y se acuse; no tiene nada enojoso que temer; el destierro será su único suplicio. Si el asesino es extranjero, que quien le conozca lo declare y me apresuraré a recompensarle y le guardaré eterno reconocimiento. Pero si os obstináis en callar; si, temiendo por un amigo o por vosotros mismos, desacatáis mi orden, escuchad lo que voy a ordenar contra el culpable. Quiero, sea del rango que sea, que nadie en esta tierra sometida a mi imperio le reciba, le hable, le admita en las plegarias, los sacrificios y las libaciones consagrados a los dioses; que todos los habitantes le echen de sus hogares, como la causa impura del azote que nos aflige; pues así el oráculo de Delfos me lo ha hecho entender claramente; y quiero, haciendo uso del poder de que estoy revestido, servir al mismo tiempo al dios y al rey que ya no existe. ¡Quiera el cielo que mis imprecaciones contra el culpable ignorado, ya haya sido solo, ya haya tenido cómplices, le entreguen a la infamia y a todas las privaciones de una vida desgraciada! ¡Quiera el cielo que, aun en el caso de que, sin yo saberlo, sea de mi familia, experimente todos los males con que mis maldiciones le han amenazado! Pero a vosotros, tebanos, os encargo de la ejecución de mis deseos, por mi propio interés, por el de Apolo, por el de la patria, que agoniza en la esterilidad y el abandono de los dioses. ¡Y aunque los dioses no hubieran suscitado contra vosotros ese azote terrible! ¿estaría bien, luego de la muerte de un rey tan bueno, dejar su asesinato sin expiación y no buscar a los autores? Yo soy soberano del mismo imperio donde él reinaba; poseo su lecho, su esposa; he tenido hijos de ella; y si él los hubiera tenido lo serían míos. Por tantas razones, pues su infortunio ha sido tanto, pretendo vengarle, como vengaría a mi padre, y poner todo mi cuidado en descubrir, en detener al asesino de ese labdácida que, por Polidoro y Cadmo, desciende del antiguo Agenor. A aquellos de vosotros, tebanos, que no obedezcan lo que acabo de mandar, pido a los dioses que la tierra no les dé cosecha ni posteridad sus mujeres, y que perezcan luego víctimas del azote que nos persigue o de un destino aún más deplorable; pero a los que secunden mis designios, quiera el cielo que la justicia que combate en nuestro favor y todos los dioses les sean siempre favorables. EL CORO Obligados por vuestras imprecaciones, ¡oh, Príncipe! hablaremos. No hemos matado al rey e ignoramos quién fué su asesino; al dios que os envía el oráculo corresponde descubrirlo. EDIPO Lo que decís es justo. Pero ¿puede un mortal exigir de los dioses lo que ellos le niegan? EL CORO Añadiremos a lo dicho una segunda reflexión. EDIPO Aunque se os ocurra una tercera, no vaciléis en comunicármela. EL CORO El soberano genio de Tiresias sabemos que se acuerda perfectamente con el genio supremo de Apolo; dirigiéndose a tal adivino, se podría, oh Príncipe, descubrir la verdad. EDIPO Lo que me aconsejáis ya lo he hecho; y conforme al consejo de Creón, le he enviado dos mensajes. Me sorprende que aún no haya venido. EL CORO A la verdad, los rumores que corren de antiguo no merecen crédito. EDIPO ¿Qué rumores? No quiero dejar de tener ninguno en cuenta. EL CORO Se pretende que Layo fué asesinado por no se qué viajeros. EDIPO Me lo han dicho; pero no se conoce ningún testigo del crimen. EL CORO Por poco accesible que sea el criminal al temor, en cuanto conozca vuestras imprecaciones será vencido por ellas. EDIPO Quien no ha tenido miedo del crimen, no lo tendrá de las palabras. EL CORO Pero he ahí a quien sabrá pronto descubrir al criminal. Os traen al adivino inspirado por los dioses, único entre los mortales que lleva en su seno la verdad. ESCENA II LOS PRECEDENTES, TIRESIAS EDIPO Vos, que sometéis a vuestra inteligencia cuanto ignoran los hombres, cuanto pueden aprender, cuanto encierran cielos y tierras, Tiresias, aunque vuestros ojos no ven, conocéis tan bien como nosotros el mal contagioso por que esta ciudad es desolada. Sólo a vos, soberano intérprete de los dioses, os miramos hoy como nuestro apoyo y nuestro libertador. Porque Febo, si no lo sabéis ya por mis mensajes, nos ha respondido que, para salir del abismo en que estamos, no tenemos otro recurso que descubrir a los matadores de Layo y condenarles a muerte o desterrarlos. Dignaos, por lo tanto, sin escatimar ni consultas ni auspicios ni ninguno de los otros medios de adivinación, salvar a esta ciudad y a su Príncipe y a vos mismo. Salvadnos de la impureza que la muerte de Layo extendió por esta tierra; sólo en vos reposa nuestro espíritu. ¡Qué más noble, qué más digna función que emplear sus facultades y su poder en provecho de sus conciudadanos! TIRESIAS (_Aparte._) ¡Oh, qué triste es poseer algunas luces cuando no sirven para nuestra felicidad! Harto sé lo que me preguntan, y muero de dolor... ¿Para qué habré venido? EDIPO ¿Qué sucede? ¿Qué abatimiento es ese en que os presentáis a mí? TIRESIAS Dejadme volver sobre mis pasos, creedme, sufriréis más fácilmente vuestras desgracias y yo las mías. EDIPO Esas palabras son injustas y crueles para la patria que os mantiene y a la que queréis privar de la explicación que os pido. TIRESIAS Sólo veo imprudencia en vuestras palabras, y no quiero ser tan imprudente como vos. EL CORO (_A Tiresias._) En nombre de los dioses, iluminado como estáis, no nos abandonéis; nos prosternamos ante vos para suplicároslo. TIRESIAS Estáis todos obcecados. No veis que yo quisiera callarme mis males para no descubriros los vuestros. EDIPO ¿Qué decís? ¡Estáis enterado y no os dignáis ilustrarnos! ¡Queréis traicionarnos, queréis perder la ciudad! TIRESIAS No quiero afligiros a vos ni a mí. ¿Para qué interrogarme en vano? No sabréis nada por mí. EDIPO ¡Oh, el más malo de los hombres (pues tu obstinación irritaría a un corazón de mármol)! ¡No hablarás! Te mostrarás siempre inflexible, inconmovible. TIRESIAS Me reprocháis la cólera que os inspiro; pero veis la que hay dentro de vos, y me condenáis. EDIPO ¿Y quién podría sin cólera escuchar tus palabras que ultrajan a la patria? TIRESIAS Lo que tengo que decir se descubrirá por sí mismo, aunque yo quisiera ocultarlo en la sombra del silencio. EDIPO Lo que debe descubrirse es menester que tú me lo declares. TIRESIAS No me explicaré más. Ahora entregáos, si os place, a los más feroces movimientos de vuestra ira. EDIPO Bien, en el furor que me domina, no disimularé nada de lo que presumo. Sabe, pues, que sospecho que eres tú el autor de la conspiración: que tú lo has hecho todo menos matar al rey, y que si no hubieras estado ciego el crimen hubiera sido tuyo por entero. TIRESIAS Y yo os digo, en verdad, que seréis la víctima de vuestro propio anatema, y que, en el mismo día, el pueblo y yo no os hablaremos más; que os miraremos todos como el objeto impuro cuya presencia ha mancillado esta tierra. EDIPO ¿A qué punto de impudicia has llegado para atreverte a hablarme así? ¿Y dónde crees poder desafiar mi venganza? TIRESIAS La desafío ya, puesto que llevo en el seno la omnipotente verdad. EDIPO ¿Quién te enteró de ella? ¿Tu ciencia? TIRESIAS Vos mismo; vos, que, a pesar mío, me habéis obligado a explicarme. EDIPO ¿Qué has dicho? Repite de nuevo para enterarme. TIRESIAS ¿No me habéis entendido bien o queréis instarme a decir más? EDIPO No estoy bastante enterado, es preciso que te expliques otra vez. TIRESIAS Digo que sois vos mismo el asesino que buscáis. EDIPO No repetirás impunemente dos veces semejantes horrores. TIRESIAS ¿Seguiré hablando para irritaros más? EDIPO Todo lo que quieras, tus discursos no serán menos frívolos. TIRESIAS Digo que no conocéis la unión infame que os une con lo más caro para vos ni el abismo horrible en que estáis. EDIPO ¿Piensas lisonjearte mucho tiempo de haber proferido tales palabras? TIRESIAS Sí, si la verdad tiene alguna fuerza. EDIPO La tiene, sin duda, pero no para ti, a quien una profunda ceguera impide a la vez ver, oir y entender. TIRESIAS Desgraciado; me ultrajas, pero tales ultrajes los recibirás pronto de todos. EDIPO En la noche oscura en que estás hundido, no sabrías herirme a mí ni a ninguno de los mortales que gozan de la luz. TIRESIAS El destino no quiere tampoco que caigáis bajo mis golpes, sino bajo los de Apolo que se ha reservado el cuidado de castigaros. EDIPO ¿De quién parten esas imposturas? ¿De Creón o de ti? TIRESIAS Creón no os ha hecho ningún mal; sois vos quien os lo habéis hecho. EDIPO ¡Oh, riquezas, poder del trono, dones supremos del espíritu que lanzáis sobre la vida un resplandor tan peligroso, cuán inevitable es que la envidia vele incesantemente en torno vuestro cuando Creón, que empezó por tener toda mi confianza y se mostró mi amigo, celoso ahora del trono que yo no pedí y que los tebanos me dieron, no tiene otro deseo sino echarme de él, y en la secreta trama en que me envuelve, se sirve contra mí de este pretendido adivino, de este impostor artificioso, de este mendigo abyecto, que no sabe ver sino el oro y es ciego para su arte!... Pero dime cómo se explica que seas tan hábil adivino y que cuando el monstruo canoro hacía oir aquí sus cantos fúnebres no descubrieses medio alguno de libertar de él a tu patria. ¿Había que dejar a un extranjero el cuidado de descifrar los enigmas de tal monstruo y no debías entonces emplear tus profecías? Y no obstante, ni tus aves ni los dioses te hicieron conocer nada. Fué Edipo, fuí yo quien, llegando aquí y no sabiendo nada de lo que concierne a tu arte, supe vencer al monstruo, no por el vuelo de las aves, sino por la penetración de mi mente; y no obstante, hoy querrías echarme del trono, en la esperanza de tener siempre libre acceso a él ocupándolo Creón. Pero espero que tú y tu cómplice tendréis lugar de arrepentiros de haber tramado contra mí esta conjura; y ya, si no tuviese en cuenta tus años, habrías reconocido por tu suplicio la vanidad de tus esperanzas. EL CORO En medio de nuestras conjeturas, oh príncipe, demasiado vemos que sólo la cólera ha podido dictar a uno y otro semejante lenguaje. Pero dejemos tales palabras inútiles y pensemos sólo en la mejor manera posible de cumplir el oráculo. TIRESIAS Por muy rey que seáis, Edipo, os responderé como a mi igual, pues no soy vuestro esclavo ni lo sería de Creón si llegase a reinar: Apolo es el único a quien sigo. Me habéis ultrajado, me habéis reprochado la pérdida de los ojos; los vuestros están abiertos, no lo niego; pero no veis en qué males estáis hundido, en qué morada vivís, con quién habitáis... ¿Sabéis de quién procedéis? Ignoráis que sois el enemigo de los vuestros, de los que están entre los muertos y de los que están aún sobre la tierra. Las dos furias vengadoras de una madre y de un padre os herirán a la vez y os echarán luego de esta comarca; veis ahora la luz y no veréis ya sino las tinieblas. ¡Qué ribera, qué antro del Citerón no resonará con vuestros lamentos, cuando conozcáis lo que es el tempestuoso himeneo en que creísteis hallar un puerto tranquilo! ¡No conocéis la cadena de horrores que debe asimilaros a vuestros hijos y a vuestros hijos a vos! Ahora, desencadenaos contra Creón y contra mí; ya que entre todos los mortales confundidos por el infortunio no habrá nunca ninguno tan criminal como vos. EDIPO ¿Sufriré por más tiempo semejantes ultrajes? Perecerá... Huye sin tardanza, huye y sal para siempre de aquí. TIRESIAS No hubiera venido si no me hubierais llamado. EDIPO No podía imaginar que palabras tan insensatas salieran de tu boca; no me hubiera apresurado tanto a llamarte. TIRESIAS Os parezco insensato. Era sabio a los ojos de quienes os dieron el ser. EDIPO ¿Quiénes son? No te vayas... ¿A qué mortales debo el nacimiento? TIRESIAS La misma luz alumbrará tu nacimiento y tu muerte. EDIPO Es demasiado prolongar palabras enmarañadas y obscuras. TIRESIAS ¡Érais en otro tiempo tan hábil para penetrar tales enigmas!... EDIPO ¡Insúltame ahora en las ventajas que son mi gloria! TIRESIAS Esas ventajas os han perdido. EDIPO ¿Qué me importa mi pérdida si he salvado a la ciudad? TIRESIAS Me retiro. Niño, conducidme. EDIPO Que te conduzca, ya que extiendes a tu paso la turbación y el desorden; cuando estés lejos de aquí, no nos importunarás. TIRESIAS Salgo; pero al partir diré, sin temer vuestra presencia, cuanto tenía que decir, pues no está en vuestro poder el perderme. Os anuncio que el asesino que buscáis, que amenazáis y que queréis castigar por la muerte de Layo, pasa aquí por un extranjero admitido en el número de nuestros ciudadanos; pero que pronto será reconocido por verdadero hijo de Tebas, y ese cambio no será para él motivo de alegría; pues ve la luz y no la verá más; es rico, y se tornará pobre, y explorando su camino con un báculo que le servirá de apoyo, pasará a una tierra extranjera. Se juntarán en él el padre y el hermano de sus hijos, el hijo y el esposo de la que le dio el ser, el asesino de su padre y el marido de su madre. Volved ahora a vuestro palacio y meditad sobre lo que acabáis de oir; si podéis llamarme mentiroso decid que no sé nada del arte de la adivinación. EL CORO ¿Quién es aquel a quien el antro profético de Delfos ha denunciado como el asesino cuyas manos ensangrentadas cometieron el más horrible de los crímenes? En seguida debe, con pie más ligero que los más veloces corceles, precipitar su fuga. El hijo de Zeus, armado de relámpagos, se apercibe a confundirle y las furias terribles e inevitables siguen los pasos del dios. Su voz inmortal acaba de resonar en el Parnaso nevado y nos manda seguir por todas partes las huellas del matador desconocido. Sin duda, semejante a un toro salvaje, vaga por la espesura de los bosques, por las cavernas, por las rocas desiertas; y arrastrando con dolor su vida solitaria intenta esquivar los oráculos de Delfos; pero esos oráculos, que no mueren nunca, le siguen y vuelan tras él. ¡Con qué horribles, con qué espantosos pensamientos el sabio adivino ha turbado nuestro espíritu! No podemos ni acogerlos ni rechazarlos; no sabemos lo que hemos de decir. Nos abandonamos al vuelo de la esperanza sin mirar a los lados ni atrás. ¿Qué motivo de querella ha podido haber nunca entre los Labdácidas y el hijo de Polibio? Lo ignoramos y no sabemos tampoco en virtud de qué conjeturas, entregándonos a la voz que acaba de hacerse oir entre nosotros, podríamos vengar en Edipo la muerte de Layo de la que se ignora el autor. Zeus y Apolo no lo ignoran; conocen todas las acciones de los mortales. Pero nada podrá persuadirnos de que un adivino esté más enterado que nosotros y que la sabiduría de un hombre le ponga por encima de la de otro. No, nunca, sin estar convencidos por el testimonio de nuestros ojos, uniremos nuestra voz a la de los acusadores de Edipo. Cuando el monstruo alado con rostro de mujer apareció ante él, ¿no dio brillante muestra de su sabiduría y de su buena voluntad para nuestra patria? Después de tan gran servicio, nuestro espíritu se resiste a no ver en él sino un mal hombre. [Ilustración] ACTO TERCERO ESCENA PRIMERA CREÓN, EL CORO CREÓN (_Al Coro._) Tebanos, al tanto de las acusaciones graves de que Edipo me ha hecho objeto, y no pudiendo soportar tal vergüenza, vengo en vuestra busca; como nunca, con mis acciones o con mis palabras, he intentado perjudicarle, prepararle la pena que sufre y de que me juzga el autor, con tal oprobio sobre mí, desearía poco prolongar mis días; pues no se trata de una imputación leve, sino grave en extremo, ya que no tiende nada menos que a declararme pérfido con vosotros, con mis amigos y con la patria. EL CORO Es un ultraje que la violencia de la cólera, más que el sentimiento de la verdad, ha lanzado contra vos. CREÓN ¿Cómo ha podido decir que yo había comprometido al adivino a proferir esa mentira? EL CORO Lo ha dicho; pero no sabemos con qué fundamento. CREÓN ¿Su rostro y su actitud no denotaban algún extravío en su espíritu? EL CORO No sabemos; pues no hacemos objeto de investigación a nuestros señores. Pero he aquí al rey que sale de su palacio. ESCENA II LOS PRECEDENTES, EDIPO EDIPO ¡Vos aquí! ¿Cómo habéis osado presentaros de nuevo? ¿Con qué cara osáis acercaros a este palacio, vos que me asesináis, que conspiráis abiertamente para arrebatarme el trono? Hablad; en nombre de los dioses, decidme si habéis descubierto en mi persona algún indicio de flaqueza o de demencia que os haya llevado a emprender esa conspiración. ¿Pensabais que yo no me percataría del artificio con que habéis envuelto vuestros propósitos y que al descubrirlo no me vengaría? ¿No es para vos la más loca de las empresas pretender, sin amigos y sin la aquiescencia del pueblo, usurpar un trono que sólo puede adquirirse con tesoros y con el apoyo de la multitud? CREÓN ¿Sabéis ahora lo que habéis de hacer? A cuanto acabáis de decirme escuchad lo que he de responder, y cuando estéis enterado, juzgadme. EDIPO Vos sois muy hábil para discurrir, y yo muy inhábil para asesorarme por vos, en quien he descubierto un enemigo peligroso. CREÓN Prestad oído un momento a lo que voy a deciros. EDIPO No me digáis que no sois el más pérfido de los hombres. CREÓN Si pensáis que la obstinación es un bien, carecéis de prudencia y estáis en un error. EDIPO Si pensáis poder atacar a un pariente sin que ello os traiga perjuicio, no es más pequeño vuestro error. CREÓN Lo que decís es justo, lo confieso. Pero dignaos decirme qué injuria habéis sufrido de mi parte. EDIPO ¿No me habíais persuadido de que era preciso enviar por ese famoso adivino? CREÓN Sin duda, y aún estoy en la misma creencia. EDIPO ¿Cuánto tiempo hace que Layo...? CREÓN ¿Qué queréis decir? No adivino... EDIPO ¿Desapareció y murió a manos de un asesino? CREÓN Un largo espacio de tiempo ha transcurrido ya. EDIPO ¿Y ese adivino era entonces lo que es en su arte? CREÓN Era tan hábil y estaba tan en boga como hoy. EDIPO ¿Y entonces habló de mí? CREÓN No, nunca, al menos en mi presencia. EDIPO ¿Y no hiciste ninguna indagación sobre la muerte de Layo? CREÓN La hicimos, sin duda; ¿cómo íbamos a descuidar eso? Pero no pudimos averiguar nada. EDIPO ¿Y cómo tan hábil adivino no dijo entonces lo que hoy dice? CREÓN No sé; no me gusta hablar de lo que ignoro. EDIPO Pero lo que os atañe no lo ignoraréis al menos, y lo podréis decir. CREÓN ¿Qué podré decir? Si lo sé, no me negaré a ello. EDIPO Que si Tiresias no se hubiera aliado con vos, no me hubiera achacado nunca la muerte de Layo. CREÓN Vos sabréis si os la achaca; en cuanto a mí, creo justo interrogaros a mi vez. EDIPO Interrogad; no temo verme convicto de asesinato. CREÓN ¿Qué? ¿El himeneo no os unió con mi hermana? EDIPO No puedo negarlo. CREÓN ¿No reináis aquí con ella? ¿No participáis de su imperio? EDIPO Y todo lo que quiere lo obtiene fácilmente de mí. CREÓN ¿No soy tratado de igual a igual por vosotros dos? EDIPO Y en eso se ve la perfidia de un amigo como vos. CREÓN No, si me dais tiempo de explicarme, como yo os lo he dado. ¿Pensáis, por de pronto, que nadie preferiría nunca el poder supremo, con mezcla de temor, a ese mismo poder tranquilo y libre de inquietud? En cuanto a mí, lo que puede halagarme no es tanto tener el nombre de rey como tener el poder; y todo hombre prudente pensará como yo. Todo lo que puedo desear lo recibo de vos exento de alarmas. Si reinase yo, ¿a cuántas acciones no estaría obligado que contradirían mis deseos? ¿Cómo el goce del trono me sería más agradable que un poder tan sin límites, pero sin pena ni inquietud? No hay seducción que pueda hacerme preferir cosa alguna a un bien que reúne tantas ventajas. Hoy soy buscado por todo el mundo, todos me acarician y me halagan, a mí se dirigen los que os necesitan, por mí consiguen lo que piden. ¿Cómo podría yo, renunciando a tales dulzuras, ambicionar otras? Con un poco de prudencia, un espíritu razonable no llega a ser malo. Nunca mi corazón se inclinó a propósitos semejantes y nunca hubiera podido unirme con quien fuera capaz de ejecutarlos. Si queréis la prueba de lo que os digo, id a Delfos e informaos de si he interpretado fielmente la respuesta del oráculo. Si descubrís que he podido aliarme con el arúspice y conspirar contra vos en unión suya, pronunciad, si no basta una sola para perderme, dos sentencias y añadid mi voto al vuestro; pero no me acuséis arbitrariamente y por vagas sospechas, que no es justo confundir de un modo ligero a los malos con los buenos y a los buenos con los malos. Pensad que privarse de un amigo verdadero es (me atrevo a decirlo) privarse de la vida, a la que se tiene tanto apego. Pero el tiempo os hará conocer lo que debéis pensar. Sólo el tiempo muestra cuál es el hombre justo; un solo día basta para descubrir al malo. EL CORO Si queréis evitar, oh príncipe, caer en el error, las advertencias de Creón no pueden sino seros útiles. La demasiada prevención nos pone en peligro de engañarnos. EDIPO Cuando un enemigo se dispone a atacarme en secreto, es necesario que, a mi vez, yo me disponga a rechazar el ataque. Si permanezco tranquilo, si no me apresuro, su plan se ejecuta y mis propósitos son vanos. CREÓN En fin, ¿qué queréis? ¿Echarme de esta tierra? EDIPO Es demasiado poco; quiero vuestra muerte, y no vuestro destierro. CREÓN Cuando me hayáis mostrado qué motivo de malquerencia y de reproche podéis tener contra mí. EDIPO Me habláis como si no creyeseis en mis amenazas o quisierais desafiarlas. CREÓN No veo vuestro espíritu conducido por la razón. EDIPO Lo está para lo que me atañe. CREÓN Lo debe estar también para lo que me concierne. EDIPO ¡Cómo! ¡Si sois un traidor! CREÓN Pero si os engañáis... EDIPO Quiero ser obedecido. CREÓN No lo seréis si reináis mal. EDIPO ¡Tebas, Tebas! CREÓN No la llamaréis vos sólo: la llamaré yo también en mi socorro. EL CORO Príncipes, cesad. He ahí a Yocasta que sale del palacio; viene a punto para mediar en vuestra querella. ESCENA III LOS PRECEDENTES, YOCASTA YOCASTA ¡Infortunados! ¿Qué combate es ese de palabras imprudentes con que os humilláis uno a otro? ¿No os avergonzáis, en medio de las miserias públicas, de suscitaros además males domésticos? Entrad en vuestro palacio, Edipo; vos, Creón, volved al vuestro. No hagáis de una pequeña causa un gran motivo de pena. CREÓN Hermana mía, se trata de una suerte cruel que me prepara Edipo, vuestro esposo, haciéndome escoger entre estos dos suplicios: el destierro o la muerte. EDIPO Sí, puesto que le he sorprendido tramando contra mi vida una conspiración abominable. CREÓN No goce yo más tiempo de la luz, perezca bajo el peso del odio celeste, si soy culpable de lo que me acusa. YOCASTA En nombre de los dioses, Edipo, creed en su palabra. Considerad el juramento que dirige a los inmortales; considerad los deseos de vuestra esposa y los de vuestro pueblo. EL CORO Que vuestro propio corazón, que la razón, gran príncipe, os fuercen a rendiros, os lo suplicamos. EDIPO ¿Qué exigís de mí? EL CORO Respetar a un príncipe ya digno de vuestra consideración y cuyo juramento además debe realzarle a vuestros ojos. EDIPO ¿Sabéis lo que me pedís? EL CORO Sin duda. EDIPO Explicaos. EL CORO No tratar como a un criminal cargado de oprobios a un amigo a quien la religión del juramento ha consagrado, cuando no tenéis ninguna prueba evidente contra él. EDIPO Sabed, pues, que al pedirme esa gracia me pedís a mí mismo o mi destierro o mi muerte. EL CORO Ponemos por testigo al sol, el más brillante de los inmortales; perezcamos abandonados de los dioses y de nuestros amigos, víctimas de la suerte más funesta, si semejante pensamiento ha tenido entrada en nuestro espíritu. Pero ¡infelices de nosotros! el estado horrible de la patria nos desgarra el corazón y sentimos aún aumentar nuestro infortunio si la desgracia de vuestras visiones colma nuestros males. EDIPO Bien, que escape a mi venganza, que deba yo perecer o verme con indignidad expulsado de esta tierra. Sólo por vuestra súplica, no por la suya, me dejo conmover. En cuanto a él, esté donde esté, no puede ser a mis ojos sino objeto de odio. CREÓN No cedéis sino a pesar vuestro: lo veo; pero ese pesar os dolerá cuando vuestra cólera haya tenido término. Un carácter como el vuestro lleva en sí mismo su propio castigo. EDIPO Salid o dejadme. CREÓN Salgo sin que me hagáis justicia; pero justificado a los ojos del pueblo. (_Sale._) EL CORO (_A Yocasta._) ¿Por qué, Princesa, demoráis el tornar al rey a su palacio? YOCASTA Quisiera saber qué acontecimiento... EL CORO Sospechas sin fundamento han surgido y atormentan a quien no las merece. YOCASTA Por una y otra parte. EL CORO Es muy cierto. YOCASTA ¿Sobre qué discutían? EL CORO Basta ya, a nuestro juicio. Muchas desgracias pesan sobre la ciudad; detengámonos donde termina su querella. EDIPO ¿No veis, hombres prudentes, a lo que conducen esas palabras? Abandonáis mis intereses y desgarráis mi corazón. EL CORO Os lo hemos dicho ya, oh rey nuestro, estad convencido; mereceríamos pasar por insensatos, incapaces de reflexión, si nos separásemos de vos, oh príncipe, de vos que habéis levantado nuestra patria y la habéis sacado de la situación deplorable a que se hallaba reducida. Seguid siendo ahora nuestra guía y salvadnos si os es posible. YOCASTA En nombre de los dioses, Edipo, decidme de dónde puede proceder la violenta cólera de que estáis animado. EDIPO Os lo diré, señora (pues mis consideraciones para vos irían aun más lejos): procede de Creón y de la conspiración que ha tramado contra mí. YOCASTA ¿Tenéis algún evidente motivo de acusación? EDIPO Dice que soy yo el matador de Layo. YOCASTA ¿Lo dice como sabiéndolo por sí mismo o como habiéndose enterado por algún otro? EDIPO Lo dice por boca de un pérfido adivino que me ha enviado y que se complace por doquier en desencadenar su lengua contra mí cuanto le es posible. YOCASTA Dejad un momento el cuidado que os ocupa; escuchadme y ved hasta qué punto el arte de la adivinación es quimérico entre los humanos; os lo probaré en pocas palabras. Un oráculo fué enviado a Layo (no diré que viniese del mismo Febo, sino de uno de sus ministros). Este oráculo anunciaba que su destino le condenaba a perecer a manos de un hijo que tendría conmigo, y sin embargo, es público que bandidos extranjeros le asesinaron en un sitio donde el camino se divide en tres ramales. En cuanto a su hijo, apenas habían transcurrido tres días de su nacimiento cuando, atándole los pies, Layo le hizo abandonar, por manos extrañas, en una montaña inaccesible. Así el oráculo de Apolo no se realizó; mi hijo no fué el asesino de su padre y Layo no murió a manos de su hijo, como tanto lo había temido. A esto vinieron a parar todos los vanos discursos proféticos. Cesad, pues, de inquietaros. Lo que los dioses quieren indagar lo descubren sin trabajo. EDIPO ¡Qué sorpresa escuchándoos, señora, acaba de turbar mi ánimo y de llenarme de confusión! YOCASTA ¿Qué inquietud os asalta y os hace hablar así? EDIPO Creo haberos oído decir que Layo fué asesinado en un camino que se divide en tres ramales. YOCASTA Sí; pues así se dijo y no ha cesado de repetirse. EDIPO ¿Y en qué comarca está el lugar donde la muerte se cometió? YOCASTA En la Fócida. Dos caminos diferentes que vienen de Delfos y de Daulis y convergen en un tercero. EDIPO ¿Y en qué tiempo ocurrió ese acontecimiento? YOCASTA Se hizo público en la ciudad poco antes de que vos subieseis al trono de Tebas. EDIPO ¡A qué me habéis destinado, oh Zeus! YOCASTA ¿Qué pensamiento os agita, Edipo? EDIPO No me interroguéis. Decidme solamente cuál era la estatura y el aspecto de Layo, y qué edad representaba. YOCASTA Era alto; sus cabellos comenzaban a blanquear y su rostro tenía algún parecido con el vuestro. EDIPO Triste de mí. ¡Ha sido, pues, sobre mí mismo sobre quien he lanzado hace un momento, sin saberlo, mis horribles imprecaciones! YOCASTA Príncipe, ¿qué decís? No me atrevo ni aun a miraros. EDIPO Mucho me temo que sea el adivino demasiado clarividente. Me aseguraré más, si queréis seguir respondiéndome. YOCASTA Tiemblo. No obstante, interrogadme y os diré lo que pueda saber. EDIPO ¿Viajaba sin pompa o iba acompañado de numerosos satélites como cuadra a un rey? YOCASTA Cinco hombres constituían su séquito; en ese número estaba comprendido un heraldo. No llevaba más que un sólo carro. EDIPO ¡Todo se ha aclarado! ¿Y quién, señora, os trajo la noticia de la muerte de Layo? YOCASTA Un hombre de su séquito, el único que escapó. EDIPO ¿Y ese hombre, está ahora en este palacio? YOCASTA Ya no está; pues tan luego como regresó y os vio, después de la muerte de Layo, tornaros dueño de este imperio, me suplicó, cogiéndome la mano, que le enviase al campo y le encargase de la guarda de los rebaños para ahorrarle el dolor de ver nunca más esta ciudad. Le envié; pues, aunque esclavo, hubiera merecido por adhesión una gracia aun más particular. EDIPO ¿Se le podría mandar llamar en seguida? YOCASTA Sin duda... Pero, ¿cuál es vuestro designio haciéndole venir? EDIPO Temo en lo profundo de mi corazón, que se me haya dicho demasiado; por eso quiero verle. YOCASTA Seréis complacido. Pero, señor, ¿me concederéis la gracia de enterarme de lo que os atormenta? EDIPO Me guardaré bien, señora, de negárosla, en medio del caos de esperanzas a que me abandono todavía. Y ¿a quién podría confiarme mejor que a vos, en las circunstancias singulares en que me encuentro? Mi padre, que se llama Polibio, es de Corinto, mi madre de Doria, y se llama Mérope. Yo era considerado en Corinto como el primero de los ciudadanos, antes que la suerte diera lugar a un acontecimiento que no deja de ser sorprendente, pero que no merecía las inquietudes que me causó. En un banquete, un hombre presa de la embriaguez me dijo en el calor del vino que yo no era sino un hijo adoptivo que habían dado a mi padre. Bajo el peso de tal insulto me costó trabajo contenerme durante el resto del día. Pero al siguiente fuí en busca de los autores de los míos y les hice oir mis quejas. Se indignaron del ultraje que me había hecho el que aventuró semejantes palabras. Su respuesta me dio alguna alegría; sin embargo, lo que se me había dicho había penetrado muy hondo para no desgarrarme el corazón. Sin saberlo mis padres partí en secreto para Delfos. Apolo, a quien consulté, me dejó volver sin dignarse responder a las preguntas que yo había venido a hacerle; pero me anunció, sin oscuridad, cuanto hay de más horrendo, de más deplorable, de más terrible. Me dijo que debía casarme con mi madre; que daría el ser a una raza execrable a los ojos de los mortales, que sería el asesino de mi padre. Apenas hube oído estas palabras, resuelto a abandonar Corinto y a no medir en adelante la distancia a que pudiera hallarme de dicha ciudad sino por la de los astros, emprendí la huída hacia lugares donde pudiera evitar la realización de los oráculos crueles que me habían sido anunciados. Avanzo; me acerco al sitio en que decís que Layo fué asesinado, y osaré, señora, deciros la verdad. Cuando estuve cerca del lugar donde convergen los tres caminos, un heraldo y un hombre como el que habéis descrito, montado en un carro, me salieron al paso. El auriga y el mismo anciano quisieron apartarme con violencia. En mi cólera, golpeo al guía audaz que me empujaba fuera del camino: el anciano que me ve pasar junto al carro aprovecha la ocasión y me alcanza con su látigo en medio de la cabeza; en seguida recibió un castigo más grande que el golpe que me había dado. Le golpeé con el bastón de que mi mano estaba armada y en el mismo momento cayó de lo alto de su carro, boca arriba, y rodó por el polvo. Todos sus acompañantes perecieron a mis golpes. ¿Si aquel extranjero tiene algo de común con Layo, quién fué nunca más desgraciado que yo? ¿Qué mortal fué más odiado por los dioses? Ningún ciudadano, ningún extranjero podrá ya hablarme ni recibirme en su casa; todos me rechazarán de su hogar. ¡Y esta sentencia, estas imprecaciones yo mismo las he lanzado sobre mí! ¡Mis manos, estas manos ensangrentadas mancillan el lecho de aquel a quien asesinaron! ¿Soy en efecto un criminal? ¿Soy un mortal impuro? Yo que estoy obligado a huir para evitar, huyendo, encontrar nuevamente a los autores de mis días y poner los pies en mi patria, de nuevo me expongo a unirme con mi madre en himeneo incestuoso y a llegar a ser el asesino de mi padre, de Polibio, a quien debo la crianza y la vida. ¿Quién, ante los males, por un dios cruel acumulados sobre mí, podría justificarle? Haced, haced, oh majestad santa de los inmortales, que semejante día no luzca nunca para mí; que yo desaparezca de la morada de los hombres antes de ver sobre mi frente el estigma de tal desgracia. EL CORO Lo que acabamos de oir, oh rey nuestro, nos hiela de terror; no obstante, conservad aún alguna esperanza. EDIPO La única esperanza que me queda, lo mismo que a vosotros, está en ese hombre encargado de la guarda de nuestros rebaños. YOCASTA ¿Qué podéis esperar de su presencia? EDIPO Voy a explicároslo. Si confirma exactamente vuestro relato, no temeré ya ser criminal. YOCASTA ¿Qué he dicho yo que pueda ser tan ventajoso para vos? EDIPO Que, según los relatos de ese hombre, Layo fué asesinado por bandidos. Si persiste en hablar de varios asesinos, no soy yo quien le hice perecer, pues uno solo no es posible que parezca varios; pero si no designa más que un solo hombre, todo está aclarado y a mí es imputable el crimen. YOCASTA Ese hombre se explicó bien, no lo dudéis; no le es posible retractarse; no soy yo sola quien le ha oído: toda la ciudad ha podido oirle como yo. Pero aunque llegase a cambiar de lenguaje, no nos demostraría que la muerte de Layo haya justificado el oráculo de Apolo, que había anunciado que el príncipe moriría a manos de su hijo. Ese hijo infortunado no ha hecho perecer a su padre, sino que él pereció antes miserablemente. Así, en este caso, como en cualquier otro que sobrevenga, no puedo dar fe a la palabra de un adivino. EDIPO Tenéis razón. Con todo, enviad a buscar a ese hombre: no descuidéis eso. YOCASTA Voy a enviar por él al punto. Pero entremos. No quiero hacer nada que no os sea grato. EL CORO ¡Concédanos el cielo la dicha de conservar en nuestras palabras y acciones la incorruptible pureza, cuyas leyes sublimes nacieron en el seno de las regiones celestes! No deben el ser estas leyes a la raza de los mortales; el Olimpo solo les dio nacimiento, y el sueño del olvido no podrá jamás alcanzarlas. Por ellas Zeus es grande y no envejece nunca. La tiranía produce el orgullo, que, locamente embriagado de cuanto hay de extravagante, se eleva a las alturas escarpadas, donde sus pasos tórnanse vacilantes y poco firmes. Poderoso dios, no interrumpamos estos debates esclarecedores, que deben salvar a la ciudad; oye los votos que te dirigimos y nunca cesaremos de considerarte como nuestro dios tutelar. Si, sin temor a la justicia, sin respetar las moradas eternas de los dioses, algún mortal da rienda suelta a su orgullo en sus palabras o en sus actos; si aumenta sus riquezas por medios ilícitos; si persiste en su impiedad y se apega insensatamente a deseos que le están vedados, que el destino más funesto sea su patrimonio, y la sanción de su culpable insolencia. ¿Y quién vendría entonces a defenderle de los dardos destinados a horadar su alma? Si semejantes acciones fueran honradas, ¿para qué en adelante nuestras danzas sagradas en honor de los inmortales? No iríamos ya con nuestros votos al lugar sagrado que se llama el centro de la tierra, ni al templo abesiano, ni al de Olimpia, donde Zeus es adorado, si los oráculos que han sido publicados resultan inútiles para los humanos. ¡Oh, soberano de los dioses, oh Zeus, tú que tienes bajo tu imperio el universo, si es cierto que te dignas oirnos, no te olvides de ti mismo; no olvides los intereses de tu poder inmortal! Ya las predicciones anunciadas a Layo son consideradas como nulas; Apolo no tendrá ya honores que pretender: el culto de los dioses está destruido. [Ilustración] [Ilustración] ACTO CUARTO ESCENA PRIMERA YOCASTA, EL CORO YOCASTA (_Al Coro._) Cabezas de esta comarca, se me ha venido al pensamiento ir al templo de nuestros dioses a ofrecer las guirnaldas y los perfumes que llevo en las manos; pues Edipo deja arrebatar su espíritu por mil ideas crueles. Ya, como un hombre fuera de sí, juzga del presente por el pasado, no escucha sino las palabras que le anuncian algún motivo de temor. Intento tranquilizarle, y mis esfuerzos son inútiles. Apolo Licio, a vos cuyo altar está aquí cerca, a vos voy a llevar mis votos y mis ofrendas. Dignaos favorecernos con vuestros divinos socorros; todos temblamos viendo la consternación de que es presa el piloto del estado. ESCENA II UN MENSAJERO, YOCASTA, EL CORO UN MENSAJERO (_Al Coro._) ¿Podríais decirme, oh tebanos, dónde está el palacio de Edipo y, sobre todo, si lo sabéis, en dónde puede estar el rey? EL CORO Extranjero, he ahí su palacio; Edipo está en su casa; esta princesa es la madre de los hijos del rey. EL MENSAJERO ¡El cielo la haga dichosa! ¡Que la ilustre esposa de tal príncipe no vea en torno suyo sino corazones felices! YOCASTA Extranjero, sed feliz también; merecéis serlo en premio de vuestros favorables deseos; pero decidnos qué asunto os trae y qué tenéis que hacernos saber. EL MENSAJERO Un acontecimiento favorable para vuestra casa y para vuestro esposo. YOCASTA ¿Qué acontecimiento? ¿De dónde venís? EL MENSAJERO Vengo de Corinto; la noticia de que voy a daros parte no puede menos de alegraros... y de afligiros a la vez. YOCASTA ¿Qué noticia es esa y cómo podrá producir efectos tan contrarios? EL MENSAJERO Los habitantes del istmo van a nombrar a Edipo rey de la comarca. Así se dice. YOCASTA ¡Cómo! ¿El viejo Polibio no es ya el soberano? EL MENSAJERO No lo es ya, pues la muerte le encerró en la tumba. YOCASTA (_A una de sus mujeres._) Esclava, corred a anunciar al rey lo que acabáis de oir. (_Aparte._) ¡Predicciones de los dioses, en lo que habéis quedado! Edipo huyó hace tiempo la presencia de Polibio para evitar darle la muerte, y he aquí que, previniendo ese golpe fatal, Polibio sucumbe sin morir a sus manos. ESCENA III LOS PRECEDENTES, EDIPO EDIPO Yocasta, cara esposa, ¿para qué me mandáis llamar? YOCASTA Escuchad a este extranjero, y ved, luego de oirle, en lo que quedan las respetables predicciones de los dioses. EDIPO ¿De qué país es y qué viene a decirme? YOCASTA Es de Corinto; os anuncia que vuestro padre ya no existe, que sus días han terminado. EDIPO ¿Qué decís, extranjero? Explicadme vos vuestro mensaje. EL MENSAJERO Sí, ante todo he de confirmaros lo que he dicho: sabed que, en efecto, Polibio ha muerto. EDIPO ¿Se ha conspirado contra su vida, o alguna enfermedad le ha hecho perecer? EL MENSAJERO El menor accidente basta para precipitar en la tumba un cuerpo debilitado por los años. EDIPO ¿El infortunado, por lo visto, ha sucumbido a una enfermedad? EL MENSAJERO Había vivido largos años. EDIPO ¿Quién podría, señora, en adelante, recurrir al antro profético de Delfos, al vano lenguaje de las aves, a esos oráculos que me anunciaban que debía matar a mi padre? Muere, desciende a la tumba; y yo, yo estoy aquí, no he atentado contra su vida, a menos que el dolor de haberme perdido no haya anticipado su muerte; pues sólo de esta manera puedo ser su asesino. Así, pues, Polibio, con todos sus frívolos oráculos, yace ahora en la morada de los muertos. YOCASTA ¿No os lo había yo dicho? EDIPO Me lo habéis dicho, pero mi corazón no escuchaba sino su temor. YOCASTA Desterrad de vuestro espíritu todos esos pensamientos. EDIPO ¡Cómo! ¿No debo aun temer el lecho de mi madre? YOCASTA ¿Qué debe temer un mortal a quien sale bien todo lo que depende de la fortuna y todo lo que depende de su previsión está oculto en el obscuro porvenir? Lo mejor de la vida es dejarse llevar, mientras se puede, por el acaso. Cesad de temer vuestra unión incestuosa con la que os dio el ser. ¡Cuántos hombres han soñado que compartían el lecho de su madre! Los que no se cuidan de esas vanas ideas viven días más felices. EDIPO Todo eso sería bueno si la que me dio el ser hubiera cesado de vivir. Pero mientras respire no puedo, pese a vuestras razones, evitar el temor. YOCASTA La muerte de vuestro padre es ya para vos una gran luz. EDIPO Es grande, sin duda; pero mientras mi madre viva, tiemblo. EL MENSAJERO ¿Quién es esa mujer que os inspira tanto temor? EDIPO Mérope: la esposa de Polibio. EL MENSAJERO ¿Y qué puede, que se refiera a ella, alarmaros? EDIPO Una predicción terrible, anunciada por los dioses. EL MENSAJERO ¿Se puede saber o debe ignorarse? EDIPO La sabréis: Febo me predijo que yo debía un día casarme con mi madre y que mis propias manos harían correr la sangre de mi padre. He aquí lo que hace largo tiempo me hizo abandonar Corinto; puedo estar contento de ello. ¡Sin embargo es tan dulce gozar de la vista de los que nos han dado el ser! EL MENSAJERO ¡Cómo! ¿Ese temor os hizo dejar nuestros muros? EDIPO Quería evitar el ser un día el asesino de mi padre. EL MENSAJERO ¡Cómo, habiendo venido, oh príncipe, en vuestro servicio, podría yo demorar el libraros de tal inquietud! EDIPO Beneficio tan grande sería pagado con un gran reconocimiento. EL MENSAJERO Eso, en efecto, ha conducido aquí mis pasos: la esperanza de que a vuestra vuelta a Corinto yo obtendría alguna gracia de vos. EDIPO Me guardaré bien de encontrarme allí nunca con los autores de mis días. EL MENSAJERO Hijo mío, bien se ve que ignoráis lo que hacéis... EDIPO ¿Qué decís, anciano? En nombre de los dioses, dignaos instruirme. EL MENSAJERO Si por huir de vuestros padres evitáis el volver a Corinto... EDIPO Temo ver a Apolo justificar su oráculo. EL MENSAJERO ¡Teméis mancillaros con algún crimen viviendo con ellos! EDIPO He ahí, anciano, he ahí el motivo eterno de mis temores. EL MENSAJERO Ignoráis que vuestros temores no tienen ningún fundamento legítimo. EDIPO ¿Cómo no van a tenerlo? Siendo yo, en efecto, el hijo de Polibio... EL MENSAJERO Es que Polibio no es nada vuestro. EDIPO ¿Qué decís? ¡Polibio no era mi padre! EL MENSAJERO No lo era más que lo soy yo. EDIPO ¿Y qué hay de semejante entre el que me dio el ser y el que no es nada mío? EL MENSAJERO Ni a él ni a mí nos lo debéis. EDIPO ¿Y por qué me llamaba su hijo? EL MENSAJERO Sabed que os recibió de mis manos como un presente que le era caro. EDIPO ¿Y qué pudo hacerle querer lo que recibió de mano extraña? EL MENSAJERO El dolor de verse sin hijos. EDIPO ¿Me comprasteis para darme al príncipe, o erais vos mi padre? EL MENSAJERO Yo os había encontrado oculto en una garganta del Citerón. EDIPO ¿Con qué objeto andabais por esa montaña? EL MENSAJERO Guardaba rebaños que pacían en aquellos valles. EDIPO ¿Ibais, pues, errante como un pastor mercenario? EL MENSAJERO Sí, hijo mío; pero fuí vuestro salvador. EDIPO ¿A qué males, a qué peligros estaba yo entregado cuando vos me salvasteis? EL MENSAJERO Las articulaciones de vuestros pies podrían ser testigos. EDIPO ¡Oh cielos! ¿Qué males antiguos venís a recordarme? EL MENSAJERO Yo os libré de los lazos que herían vuestros pies. EDIPO Es verdad; conservo la señal de las indignas mantillas con que fué envuelta mi niñez. EL MENSAJERO También debéis a vuestro infortunio el nombre que lleváis. EDIPO En nombre de los dioses, ¿fueron mis padres los que me dieron ese nombre? Explicaos. EL MENSAJERO Lo ignoro, pero aquel de quien os recibí debe saberlo mejor que yo. EDIPO ¡Cómo! ¿Me recibisteis de otro y no fuisteis vos quien me encontró? EL MENSAJERO No, no fuí yo. Otro pastor os puso en mis manos. EDIPO ¿Qué pastor era ese? ¿Podría yo conocerle? EL MENSAJERO Era uno de los servidores de Layo. EDIPO ¿Del último rey de este país? EL MENSAJERO Del mismo. Guardaba los rebaños de ese príncipe. EDIPO ¿Vive todavía? ¿Podría yo verle? EL MENSAJERO Habitantes de esta comarca, vosotros debéis saberlo. EDIPO ¿Hay entre vosotros alguno que conozca al pastor de que habla este anciano, y que le haya visto, ya en el campo, ya aquí? Apresuraos a decírnoslo: he aquí el momento de descubrirlo todo. EL CORO No creemos que ese pastor sea otro que el campesino que vos habéis ya deseado ver. Pero Yocasta misma podría decirlo mejor que nadie. EDIPO ¿Pensáis, señora, que el hombre de que hemos ya deseado la presencia sea el mismo a quien se refiere este anciano? YOCASTA ¿Quién es ese hombre? ¿Y a quién se refiere? Dejad esas vanas indagaciones y no os preocupéis de lo que os ha relatado. EDIPO No, no se dirá que teniendo semejantes indicios me he descuidado en esclarecer mi nacimiento. YOCASTA En nombre de los dioses, si os preocupa algo vuestra vida, no persigáis tal averiguación. Bastante sufro ya. EDIPO Tranquilizaos ya, señora; aunque cambiando de madre por tercera vez, se descubriera en mí al esclavo de los esclavos, vuestro rango no se degradaría. YOCASTA Dejaos persuadir, os lo suplico; no hagáis indagaciones. EDIPO No obtendréis de mí que renuncie a conocer la verdad. YOCASTA Tengo grandes razones para daros mejores consejos. EDIPO Esos consejos me fatigan hace mucho tiempo. YOCASTA ¡Desgraciado! ¡Haga el cielo que no conozcáis nunca quién sois! EDIPO ¿Me traerán pronto al pastor? Dejadla complacerse en el orgullo de su origen. YOCASTA ¡Infortunado! He ahí todo lo que puedo deciros y os digo por última vez. ESCENA IV EDIPO, EL MENSAJERO, EL CORO EL CORO ¿Por qué, príncipe, por qué la reina ha salido así, cual desgarrada por un dolor amargo? Mucho tememos que su silencio anuncie desgracias sin cuento. EDIPO Que anuncie lo que quiera; no dejo por eso de querer conocer mi origen, por humilde que pueda ser. Llena del vano orgullo femenino, se avergüenza de mi obscuridad. Pero aunque yo no me considerase sino como el hijo feliz de la fortuna, no me creería deshonrado. Sin duda la fortuna es mi madre. Los meses y los días, creciendo conmigo, me han dado fuerza y magnitud; con semejante destino, no se me verá nunca cambiar hasta el punto de querer ignorar quién soy. EL CORO Si poseyéramos el arte de la adivinación; si alguna luz viniese a alumbrar nuestro espíritu, oh Citerón, lo juramos por el Olimpo, el día que luce no transcurriría sin vérsenos, agradecidos a la alegría que proporcionas a nuestros amos, celebrarte con nuestros cantos y nuestras danzas, como el conciudadano, como el nodrizo, como el padre de Edipo. ¡Apolo, dios conservador, seamos gratos a tus ojos! ¿Qué dios, hijo mío, os dio el ser? ¿Alguna hija de Febo, sorprendida en los bosques por el dios Pan, a quien seduce el apartamiento campesino? ¿Hermes, quizá? ¿O acaso os recibió Dionisos de manos de las ninfas, habitantes del Helicón, de las ninfas que son a menudo las compañeras de sus juegos? EDIPO (_Viendo al pastor que le traen._) Sí, sin haber visto nunca a ese anciano, puedo hacer alguna conjetura; creo adivinar al pastor cuya presencia deseamos hace tiempo; su mucha edad concuerda con lo que se ha dicho y con la de este Extranjero. (_Señalando al Mensajero venido de Corinto._) Reconozco, además, a los que le conducen; están a mi servicio. Pero vosotros (_al Coro_) que le habéis conocido antiguamente, debéis saber mejor que yo... EL CORO Es él, le reconocemos, estad bien seguro. Era, más que otro alguno, adepto a Layo, de quien guardaba los rebaños. EDIPO A vos os interrogo ante todo, habitante de Corinto: ¿ese anciano es el que queréis designar? EL MENSAJERO El mismo que veis. ESCENA V LOS PRECEDENTES, EL DOMÉSTICO EDIPO Y vos, anciano, miradme y responded a lo que os pregunte. ¿Estabais al servicio de Layo? EL VIEJO DOMÉSTICO Fuí su esclavo, no comprado, sino criado en su casa. EDIPO ¿De qué trabajo estabais encargado? ¿Qué empleo era el vuestro? EL VIEJO DOMÉSTICO Casi siempre estuve al cuidado de los rebaños. EDIPO ¿A qué sitio los conducíais más frecuentemente? EL VIEJO DOMÉSTICO Al monte Citerón y a los campos vecinos. EDIPO ¿Tenéis alguna idea de haber conocido allí a este hombre? EL VIEJO DOMÉSTICO ¿En qué ocasión? ¿Y de qué hombre me habláis? EDIPO Del hombre que aquí veis. ¿No habéis tenido relación con él? EL VIEJO DOMÉSTICO No la bastante para que mi memoria le recuerde con facilidad. EL MENSAJERO No tiene nada de extraño; pero, señor, voy yo a recordarle distintamente lo que ha echado en olvido; pues harto sé que no lo ignora. Cuando en el monte Citerón conducíamos, él dos rebaños y yo uno solo, le veía con frecuencia, durante tres meses enteros, desde el fin de la primavera hasta la aparición de la estrella del Norte. Al acercarse el invierno, yo tornaba con mi rebaño a mis establos y él tornaba con los suyos al de Layo. (_Al Viejo Doméstico._) ¿Lo que digo es verdad o no? EL VIEJO DOMÉSTICO Lo que decís es muy cierto, bien que hace mucho tiempo. EL MENSAJERO Bien, decid. ¿Os acordáis de que me entregasteis un niño para criarle como mi propio hijo? EL VIEJO DOMÉSTICO ¿Qué queréis decir y por qué esas preguntas? EL MENSAJERO (_Señalando a Edipo._) Ved, amigo mío, ved al que era entonces de una edad tan tierna. EL VIEJO DOMÉSTICO El cielo os confunda... ¿No os callaréis? EDIPO (_Al Viejo Doméstico._) Basta, anciano; no riñáis a este hombre. Vuestras palabras, no las suyas, merecen castigo. EL VIEJO DOMÉSTICO ¿Y cuál es la falta que he cometido, mi generoso amo? EDIPO No confesar el niño de que habla. EL VIEJO DOMÉSTICO Habla sin saber nada y fuera de sazón. EDIPO Hablarás de buen grado o los castigos te harán hablar. EL VIEJO DOMÉSTICO En nombre de los dioses, ahorrad a un desgraciado anciano... EDIPO Que le aten al instante las manos a la espalda. EL VIEJO DOMÉSTICO ¡Infeliz de mí! ¿Y por qué? ¿Qué queréis saber? EDIPO ¿Entregaste a este hombre el niño de que habla? EL VIEJO DOMÉSTICO Se lo entregué. ¿Por qué no hallé aquel día el fin de mi vida? EDIPO Lo encontrarás si no dices la verdad. EL VIEJO DOMÉSTICO Antes pereceré si la digo. EDIPO Este hombre, bien se ve, sólo busca dilaciones. EL VIEJO DOMÉSTICO No las busco; he dicho que se lo había entregado. EDIPO ¿De quién lo habías recibido? ¿Era tuyo o de algún otro? EL VIEJO DOMÉSTICO No era mío; lo había recibido. EDIPO ¿De qué ciudadanos? ¿De qué casa? EL VIEJO DOMÉSTICO En nombre de los dioses, no me preguntéis más. EDIPO Si tengo que repetirte la pregunta, date por muerto. EL VIEJO DOMÉSTICO Era un niño nacido en casa de Layo. EDIPO ¿Era un esclavo o un hijo suyo? EL VIEJO DOMÉSTICO ¡Esto es lo que más trabajo me cuesta decir! EDIPO Y a mí oir; pero no importa, es necesario que lo oiga. EL VIEJO DOMÉSTICO Pasaba por hijo de Layo. Pero la reina, que está en el palacio, podría mejor que nadie sacaros de dudas. EDIPO ¿Os entregó ella el niño? EL VIEJO DOMÉSTICO Sí, príncipe. EDIPO ¿Con qué objeto? EL VIEJO DOMÉSTICO Para que le hiciese perecer. EDIPO ¡Desgraciada! ¡Una madre! EL VIEJO DOMÉSTICO Temiendo un oráculo espantoso. EDIPO ¿Qué decía ese oráculo? EL VIEJO DOMÉSTICO Que el niño debía asesinar a los autores de sus días. EDIPO Y entonces, ¿cómo pudisteis entregarlo a este anciano? EL VIEJO DOMÉSTICO Tuve piedad, señor, y se lo dí a este extranjero para que lo llevase a su patria. Le salvó de sus males para reservarle otros mayores, pues si sois, en verdad, quien él dice, ¡ved todo el horror de vuestro infortunio! EDIPO ¡Ay de mí, todo está ya en claro! Luz del día, te miro por última vez, yo que he nacido de quien nunca hubiera debido nacer; yo que he contraído lazos incestuosos; yo que he vertido la sangre que hubiera debido respetar. EL CORO ¡Razas infortunadas de los mortales! ¡No sois a mis ojos sino vanas sombras! ¿Quién entre los hombres ha conocido nunca otra dicha que la de parecer un momento feliz, gozar un instante de tal ilusión y caer al punto en el abismo? Contemplando tu infortunio, no tenemos en nada la felicidad de los mortales, oh desgraciado Edipo, que elevándote todo lo alto que le es dable a un mortal, has gozado todos los favores del destino; que hiciste perecer al monstruo de faz de doncella armado de garras crueles y famoso por sus enigmas; que fuiste para nuestra patria una muralla contra la muerte; que mereciste, en fin, ser nombrado nuestro rey. Todos los honores te han rodeado en el trono brillante de Tebas, y ¿qué hombre en las más grandes desgracias, en las más crueles revoluciones de su vida fué nunca más infortunado que tú ahora? ¡Oh, famoso Edipo, en qué puerto has abordado como padre, esposo e hijo! ¡Cómo, infortunado, cómo el lecho paterno ha podido sufrir en silencio semejantes horrores! El tiempo, que todo lo ve, te ha descubierto a tu pesar; hace justicia, al fin, a ese himeneo execrable, donde el que fué engendrado engendró a su vez. Hijo de Layo, hagan los dioses que no te veamos nunca. De nuestra voz gimiente, sólo se pueden ya esperar acentos de dolor; y para decir verdad, tú nos volviste a la vida y tú nos hundes nuevamente en la tumba. [Ilustración] ACTO QUINTO ESCENA PRIMERA EL CORO, UN OFICIAL DEL PALACIO EL OFICIAL ¡Vosotros, a quien se reverencia en la comarca! ¡qué horrores vais a oir! ¡Qué aflicción va a llenar vuestros corazones, si aún os inspira algún interés la casa de los Labdácidas! Nunca las aguas del Istros ni del Fasis serán suficientes para lavar cuanto este palacio encierra de mancillas y de iniquidades. Unas y otras, sin que las fuerce nadie, van a salir a la luz. Los más aflictivos de todos los males son los que el infortunado se procura a sí mismo. EL CORO ¡Oh, los que conocemos son ya harto dolorosos! Para añadirles más, ¿qué tenéis que decirnos? EL OFICIAL Una palabra bastará para enteraros. La reina ha muerto. EL CORO ¡Desgraciada princesa! ¿Y cómo ha perecido? [Ilustración] EL OFICIAL Por su propia mano. Las circunstancias más dolorosas de su muerte no han llegado hasta mí, pues mis ojos no han podido verlas; pero en la medida que mi espíritu pueda sugerírmelo, vais a conocer todo lo que ha sufrido. Apenas, en los transportes que la agitaban, hubo franqueado el pórtico del palacio, arrancándose los cabellos con ambas manos, se dirige a su lecho nupcial: entra, cierra la puerta, llama a Layo, el esposo que hace tiempo no existe. Evoca la prenda antigua de su unión, el hijo que ha llegado a ser el asesino de su padre y que del seno mismo de su madre ha hecho salir una deplorable descendencia; gime sobre el lecho funesto donde ha tenido esposo de su esposo e hijos de su hijo. Ignoro cómo su muerte ha seguido a sus gemidos; pues los gritos de Edipo, que han resonado en mi oído, me han impedido darme cuenta de su deplorable fin. Mis ojos se han vuelto hacia el príncipe que, corriendo de acá para allá, pedía que se le diese una espada; que se le dijese dónde estaba su mujer, no su mujer, sino la que llevó en su seno al padre y a los hijos. En su extravío, un dios, sin duda, se lo ha hecho saber; pues ninguno de los presentes osaba responderle; lo cierto es que, marchando como sobre los pasos de un guía invisible, se lanza con gritos terribles contra la puerta, la fuerza, la hunde y penetra en la cámara, donde vimos a la reina pendiente del lazo fatal que acababa de quitarle la vida. En cuanto la ve, el infortunado lanza horribles rugidos y se apresura a desatar el nudo de que pende. Apenas cae en tierra (¡espectáculo horrible!) se apodera de los broches de oro de sus vestiduras y con ellos se horada los ojos, gritando que no la vería más, ni a ella ni al objeto de sus crímenes, ni al objeto de sus tormentos; y que en adelante, hundidos en las tinieblas sus ojos, confundirían lo que había de esquivar y lo que había de buscar. Pronunciando estas palabras, que repitió muchas veces, se levantó los párpados y se arrancó los ojos. Una sangre negra corría por su rostro, no gota a gota, sino como en lluvia tempestuosa. Ved cómo uno y otro han dado rienda suelta a su desesperación; ved cómo ambos esposos han mezclado sus dolores y sus males. Con lo que la antigua felicidad, que parecía antes digna de ese nombre, no es hoy sino lamentos, desesperación, oprobio y muerte; se ha cambiado en cuanto, entre nosotros, merece el nombre de infortunio. EL CORO Y el desgraciado, ¿qué hace en medio de sus males? EL OFICIAL Habla de abrir las puertas, de mostrar a todos los tebanos al que asesinó a su padre, al que de su madre... pronuncia palabras impuras que no me atrevo a repetir; habla de precipitarse fuera de nuestro muro, de que no debía permanecer aquí, bajo el peso de las imprecaciones que su boca ha lanzado sobre sí mismo. Pero carece de fuerza y de vista; sus males son demasiado grandes para que pueda soportarlos. Va a testimoniároslo; abre las puertas del palacio; vais a ver un horrible espectáculo que haría sentir compasión al enemigo más cruel. ESCENA II EDIPO, EL CORO EL CORO ¡Cielos, qué horripilante estado, el más horrible de cuantos se hayan nunca ofrecido a nuestros ojos! Desgraciado, ¿qué delirio os ha arrebatado, qué demonio ha podido colmar vuestra desgracia con males tan crueles? ¡Ay, infortunado! En vano querríamos hablaros, interrogaros, miraros, ni siquiera podemos posar en vos nuestra mirada, de tal modo nos horroriza vuestro estado. EDIPO ¡Ay, infeliz de mí! ¿Dónde estoy, en qué sitio resuena mi voz? ¿Dónde me has precipitado? EL CORO En cuanto hay de más horrible, de más inaudito, de más espantoso. EDIPO ¡Oh nube de obscuridad extendida sobre mí, nube execrable, indecible, invencible, interminable! ¡Ay, cien veces ay, cuánto dolor reunido en el aguijón que me ha horadado los ojos y en el recuerdo de mis males! EL CORO En medio de tan gran infortunio, son en efecto dos tormentos que deplorar, dos tormentos que sufrir. EDIPO (_Al Coro._) ¡Amigos míos, sois los únicos que me quedan; sólo vosotros no huís de un desgraciado privado de la luz; sólo vosotros os apiadáis de él! Aunque hundido en las tinieblas, sé quiénes sois, os reconozco, reconozco vuestra voz. EL CORO ¡De qué crueldad os habéis hecho víctima a vos mismo! ¿Cómo habéis podido arrancaros así los ojos? ¿Qué demonio os ha inspirado ese furor? EDIPO Apolo, amigos míos; Apolo ha querido colmar así mis males. Pero no otro que yo me ha herido; sólo he sido yo. ¿Y de qué me hubiera servido ya la luz, no quedándome ya que ver sino objetos dolorosos? EL CORO ¡Oh, es muy cierto! EDIPO ¿Qué me quedaba, en efecto, que ver, que amar, que oir con algún placer? Amigos míos, daos prisa en llevarme fuera de aquí; llevaos a este malvado, a este miserable, cargado de imprecaciones, el más aborrecido de los dioses. EL CORO ¡Oh desgraciado, a quien su carácter y sus infortunios han hecho por igual infeliz, a quien querríamos no haber conocido jamás! EDIPO ¡Perezca aquel cuya piedad funesta me libró de los lazos crueles que oprimían mis pies y conservó mi vida! Yo hubiera muerto, y no hubiera sido para mis amigos y para mí un tan gran motivo de dolor. EL CORO ¡Cuán menos lamentable nos hubiera parecido vuestra muerte! EDIPO No hubiera sido parricida e incestuoso a la faz del universo; y ahora heme aquí desgraciado y culpable; vástago de una raza mancillada, padre de mis hermanos y marido de mi madre; en fin, si han existido azotes espantosos, han caído sobre Edipo. EL CORO Sean cuales sean vuestras desgracias, no podemos aprobar el castigo que os habéis impuesto. Ese suplicio es más horrible que la muerte. EDIPO No escucho sobre eso ni razones ni consejos. ¿Con qué ojos, decidme, miraría yo en los infiernos a un padre y una madre cuya muerte se debe a mis crímenes? Me he castigado, y mi suerte es más dura que la de Yocasta. Me hubiera sido muy grato ver crecer a mis ojos hijos queridos; el placer de verles hubiera crecido con ellos, lo confieso; pero, después de mis fatales imprecaciones, no había ya para mí ni hijos ni patria que yo pudiese ver. Tebas misma y este palacio en que he nacido, estos muros, estas torres, estos templos, estas imágenes de los dioses, todo estaba vedado a mis miradas. He renunciado al placer de verlos al pronunciar la sentencia de destierro contra el enemigo declarado de los dioses y de la raza de Layo. Yo soy ese culpable. Mi oprobio se ha descubierto. ¿Cómo podría yo gozar de tan amada vista? ¿Con qué cara osaría mirar todo eso? ¡Si pudiera, además, privarme del uso del oído lo mismo que del de la vista! ¡Sordo al par que ciego, cerraría esa entrada a nuevos dolores! Es grato en los males ahorrarse, o suavizar al menos, su sentimiento. ¡Oh Citerón! ¿Por qué me recibisteis en vuestro seno? ¿Por qué no celasteis mi suerte al conocimiento de los hombres? ¡Oh Polibio, oh Corinto, oh palacio que yo creía la casa de mi padre, qué monstruo, qué mezcla de males habéis criado bajo la apariencia de un hijo de rey! Del antiguo esplendor, ¿qué queda? ¡El más malo de los hombres, vástago de la raza más abominable que hubo nunca! Camino de Daulis, bosques, breñas, sendero estrecho sobre quienes cayó la sangre de un padre, que corría por mis manos: ¿habéis señalado con huellas imborrables el recuerdo de los crímenes que cometí entonces y que debía cometer luego en Tebas? Himeneo, funestísimo himeneo, tú me diste la vida, pero tras de dármela, hiciste volver a entrar mi sangre en el seno de donde yo había salido; y con ello produjiste padres hermanos de sus hijos, hijos hermanos de sus padres, esposas madres de sus esposos, y cuanto los dioses pueden concebir de abominaciones y de horrores. Basta; avergoncémonos de pronunciar lo que es horrible ejecutar. En nombre de los dioses, queridos amigos, ocultadme en alguna tierra apartada o precipitadme en los abismos del mar para que no profane vuestras miradas. Acercaos, prestadme por piedad ese último servicio. Atreveos a tocar a un desgraciado. ¿Qué teméis? Mis males no recaerán sobre vuestras cabezas; ningún mortal, a no ser yo, puede soportarlos. EL CORO Señor, he aquí a Creón, que, conservador en adelante del reino, puede solamente escuchar vuestras peticiones y ayudaros con sus consejos. EDIPO ¡Creón! ¿Qué voy a decirle? Injusto y culpable a sus ojos, ¿puedo esperar que me escuche favorablemente? ESCENA III CREÓN, EDIPO, LAS HIJAS DE EDIPO, EL CORO CREÓN No vengo, Edipo, para reirme de vuestros males ni para insultar vuestras desgracias. Pero vosotros, tebanos, si no os avergüenzan las miradas humanas, respetad al menos la luz pura y fecunda del astro de los cielos; guardaos de exponer sin velos a sus miradas este objeto de impureza que la tierra y la lluvia sagrada y la claridad del día no podrían sufrir. Llevadle en seguida, de nuevo, al interior del palacio. Sólo a los parientes cuadra el ver y el oir con una piedad religiosa el infortunio de su pariente. EDIPO En nombre de los dioses, ya que, contra lo que yo esperaba, venís, oh el mejor de los hombres, a acoger al más malo de todos, escuchadme, pues por vos y no por mí voy a hablar. CREÓN ¿Qué deseáis de mí? EDIPO Apresuraos a abandonarme en cualquier lugar de la tierra, donde nunca pueda tener comercio con mortal alguno. CREÓN Hubiera hecho lo que deseáis, no lo dudéis, si no hubiera creído deber antes preguntar al dios de Delfos lo que hemos de hacer. EDIPO ¿Pero no ha manifestado harto su voluntad, que condena a muerte a un impío, a un parricida? CREÓN Ha pronunciado la sentencia; pero, en la situación en que estamos, es mejor interrogarle aun sobre lo que debemos hacer. EDIPO ¿Sobre un desgraciado como yo queréis interrogarle? CREÓN Con tanta más razón, cuanto que vos no dudaréis ya ahora de la verdad de sus oráculos. EDIPO Bien, ved lo que espero de vos, ved lo que os pido: ya que os conducís tan dignamente con vuestros deudos, encargaos de erigir a vuestro gusto una tumba a esa infortunada; en cuanto a mí, no permitáis que yo respire y permanezca en esta ciudad que fué mi patria; dejadme en adelante habitar las montañas, los desiertos de Citerón, que han venido a ser mi patrimonio, y donde mi padre y mi madre, estando vivo, habían escogido mi tumba; que yo muera como ellos querían hacerme morir; pues presiento que no será de enfermedad, ni por otro accidente análogo, como pereceré; de otro modo, ¿cómo, en el seno de la muerte, hubiera sido conservado si algún desastroso acontecimiento no me esperase? Pero que el destino disponga de mí como quiera...; no quiero, Creón, recomendar mis hijos a vuestros cuidados; son hombres y, en calidad de tales, sabrán atender a su subsistencia donde quiera que estén; pero os recomiendo a mis desgraciadas hijas, que, siempre sentadas a mi mesa, comían conmigo y compartían todos los platos que se servían a su padre. Permitid que las abrace, que deplore mis males con ellas. Permitid, príncipe, permitid, hombre generoso, digno de vuestro nacimiento, que estrechándolas en mis brazos, goce aún de su presencia, como en el tiempo en que podía verlas. Pero ¡grandes dioses! ¿No son ellas, no son esas hijas tan queridas las que oigo gemir y llorar cerca de mí? ¿Creón, compadecido de mis desgracias, no ha hecho venir ya a los más amados de mis hijos? ¿Es verdad? CREÓN Vos lo habéis dicho. Yo, previendo el placer que tendríais en abrazarlas, os he procurado ese goce. EDIPO ¡El cielo os haga dichoso; os trate, en recompensa de vuestras bondades, más favorablemente que a mí! ¿Dónde estáis, hijas mías? Venid aquí, venid a tocar estas manos fraternas que han puesto en este estado los ojos de un padre que gozó en otro tiempo de la claridad del día y que, amadas hijas, sin saber nada, sin prever nada, os engendró en el mismo seno en que él había sido engendrado. ¡Cuánto lloro por vosotras, hijas mías, yo que no puedo veros, pensando en la amargura que debe acompañaros el resto de vuestra vida! ¿A qué asamblea de tebanos, a qué fiesta osaréis dirigir vuestros pasos, sin abandonar luego el placer del espectáculo, para regresar bañadas en lágrimas al seno de vuestra soledad? Y cuando el tiempo de vuestro himeneo llegue, ¿quién será el mortal, hijas mías, bastante atrevido para echar sobre sí tantos oprobios como mancharán eternamente a mis deudos y a vosotras? Porque ¿qué crímenes no pueden imputarse a vuestro padre? Asesinó a su padre, mancilló el lecho nupcial en que había sido concebido y os dio la vida en el mismo seno donde la había recibido. He aquí lo que se os echará en cara; ¿y qué mortal se atreverá a casarse con vosotras? Nadie, hijas mías, nadie; el celibato y la esterilidad serán vuestro patrimonio (_A Creón._) Hijo de Meneceo, ya que sólo vos les quedáis hoy para hacer con ellas veces de padre (pues la que conmigo les dio el ser ha perecido), no las miréis con desdén, que son de vuestra sangre; no permitáis que pasen su vida en el abandono y la mendicidad; no igualéis, en fin, su infortunio a mis desgracias. Tened piedad de estas niñas de tan tierna edad, privadas de todo y sin otra esperanza que vos. Generoso mortal, dadme la mano en señal de consentimiento. ¡Qué consejos no os daría yo, hijas mías, si fueseis capaces de entenderlos! Pero cuanto puedo hoy desearos es que en cualquier lugar en que os coloque el destino vuestra vida sea más feliz que la del autor de vuestros días. CREÓN No vertáis más lágrimas; volved a entrar en vuestro palacio. EDIPO Obedezco, aunque con trabajo. CREÓN La oportunidad hace el mérito de las cosas. EDIPO ¿Sabéis con qué condición? CREÓN Dignaos explicaros e instruirme. EDIPO Que me haréis salir de esta comarca. CREÓN A los dioses toca cumplir ese deseo. EDIPO Pero soy para ellos un objeto de horror. CREÓN Por eso obtendréis lo que pedís. EDIPO ¿Me lo aseguráis? CREÓN Lo que no pienso no me aventuro a decirlo. EDIPO Bueno, conducidme. CREÓN Venid y dejad a vuestras hijas. EDIPO No, no, guardaos de arrancármelas. CREÓN Cesad de querer dominar siempre; tal ambición no ha contribuído a la felicidad de vuestra vida. EL CORO Mirad, tebanos, mirad; ved a Edipo, que descifraba los enigmas más arduos y que, llegado al poder, no temía la envidia de sus conciudadanos ni las revoluciones de la fortuna; ved en qué océano de males ha caído. Aprended así a poner los ojos en los últimos días de la vida y a no dar a mortal alguno el título de dichoso, antes que haya acabado su existencia sin experimentar infortunios. FIN DE EDIPO REY EDIPO EN COLONA PERSONAJES EDIPO ANTÍGONA } ISMENA } Hijas de Edipo. TESEO, rey de Atenas. POLINICIO, hijo de Edipo. CREÓN UN COLONENSE UN MENSAJERO EL CORO, compuesto de ancianos colonenses. [Ilustración] ACTO PRIMERO ESCENA PRIMERA EDIPO, ANTÍGONA EDIPO Hija de un anciano ciego, Antígona, ¿a qué lugar, a qué ciudad hemos llegado al fin? ¿De qué mano Edipo errante podrá hoy recibir algunos pequeños socorros? Pidiendo poco, obteniendo aún menos, estoy satisfecho de lo que me dan; mi infortunio, el tiempo y mi valor me han enseñado a no desear más. Sin embargo, hija mía, si me encontrases un sitio en que me pudiera sentar, ya junto a algún bosque consagrado a los dioses, ya en otra parte, condúceme allí, haz reposar allí a tu padre, a fin de saber dónde estamos. Extranjeros, debemos interrogar a los ciudadanos y hacer lo que nos indiquen. ANTÍGONA Desgraciado Edipo, padre mío, si he de dar crédito a mis ojos, advierto a lo lejos murallas que circundan una ciudad. El lugar donde estamos es sagrado, a juzgar por el laurel, la vid y el olivo, profusos en él, y donde los ruiseñores abundan y hacen oir sus cantos melodiosos. Descansad sobre esta piedra que el arte no ha pulido. La jornada que acabáis de hacer es harto larga para vuestros años. EDIPO Ayúdame, hija mía, a sentarme, y guarda a un desgraciado privado de la luz del día. ANTÍGONA Dado el tiempo que os sirvo, no ignoro los socorros de que tenéis necesidad. EDIPO ¿Puedes, pues, decirme a qué lugares hemos llegado? ANTÍGONA La ciudad es Atenas, pero el lugar lo ignoro. EDIPO Todos los viajeros nos han hablado de esa ciudad. ANTÍGONA ¿Queréis que vaya a preguntar el nombre del lugar? EDIPO Sí, hija mía, si en efecto está habitado. ANTÍGONA Lo está sin duda, y espero no tener necesidad de cerciorarme, pues veo a un hombre no lejos de aquí. EDIPO ¿Viene hacia aquí o se aleja? ANTÍGONA Está aquí mismo, vedle; decidle lo que creáis conveniente. ESCENA II LOS PRECEDENTES, UN COLONENSE EDIPO Extranjero, por lo que acabo de oir a la persona cuya vista suple a la mía, venís aquí muy a propósito para decirnos lo que ignoramos. EL COLONENSE Antes de interrogarme, dejad el asiento en que descansáis; estáis en un lugar sagrado cuyo acceso no está permitido. EDIPO ¿Qué lugar es éste? ¿A qué divinidad está consagrado? EL COLONENSE Es un lugar que no puede habitarse, al que uno no puede aproximarse; está bajo el poder de las divinidades terribles hijas de las tinieblas y de la tierra. EDIPO ¿Qué divinidades? Yo quisiera saber su respetable nombre. EL COLONENSE El pueblo aquí las llama las Euménides, que lo ven todo; en otras partes les dan otros nombres. EDIPO Acójanme con ojos favorables, como su suplicante. Esta tierra será mi asilo y yo no saldría ya de ella. EL COLONENSE ¿Qué anuncian esas palabras? EDIPO Todo mi infortunio. EL COLONENSE Puesto que es así, no tendré la osadía de arrancaros de este lugar sin haber consultado a la ciudad y preguntado lo que debo hacer. EDIPO Extranjero, en nombre de los dioses, no desdeñéis a un desgraciado que os suplica y que quiere ser enterado por vuestra boca. EL COLONENSE Preguntad; no tendréis que quejaros de mi negativa. EDIPO ¿Cuál es, pues, en fin, el lugar donde estamos? EL COLONENSE Os diré todo lo que sé. Este lugar es enteramente sagrado: el venerable Poseidón reina en él, lo mismo que el dios a quien deben el fuego los humanos, el titán Prometeo. Los campos vecinos se glorían de pertenecer a Colona y llevan su nombre. El suelo que pisas se llama el umbral de bronce de Atenas. Tales son estos lugares menos célebres en tierra extraña que aquí respetables. EDIPO ¿Están habitados? EL COLONENSE Sin duda; y los habitantes han tomado el nombre de su dios. EDIPO ¿El poder soberano está en manos de uno sólo o de la multitud? EL COLONENSE Esta comarca está sometida al rey que reina en Atenas. EDIPO ¿Quién es el príncipe que reina por la justicia y la firmeza? EL COLONENSE Se llama Teseo; Egeo era su padre. EDIPO ¿Quién de vosotros podría servirnos de mensajero cerca de él? EL COLONENSE ¿A qué habría que disponerle? ¿Qué habría que decirle? EDIPO Que puede ser para él muy ventajoso prestarnos un pequeño socorro. EL COLONENSE ¿Y qué ventaja puede proporcionarle un hombre privado de la luz? EDIPO Nuestras palabras no lo están. EL COLONENSE Ved, extranjero, lo que, por vuestro interés, me atrevo a aconsejaros, pues a pesar de vuestra miseria, vuestro exterior anuncia un hombre de condición distinguida: seguid donde estáis hasta que yo pueda informar de lo que me habéis dicho, no a los habitantes de la ciudad, sino a los de estos campos. Ellos por sí solos juzgarán si debéis dejar ese lugar o si podéis quedaros en él. ESCENA III EDIPO, ANTÍGONA EDIPO Hija mía, ¿ha partido ese extranjero? ANTÍGONA Ha partido; estoy sola a la sazón con vos, padre mío, y podéis hablar en libertad. EDIPO Venerables Euménides, ya que mis pasos se han detenido en vuestra morada en cuanto he llegado a esta comarca, no hagáis traición a mis deseos y a los de Apolo que, anunciándome todos los males que he sufrido, me dijo que tras largo tiempo yo hallaría su término al llegar a esta tierra; que mi desgraciada vida acabaría en el momento en que yo llegase a la morada de las respetables diosas; que, proporcionando gran ventaja a los que me recibieran, atraería una gran desgracia sobre quienes me hubieran echado, y que rayos, relámpagos, temblores de tierra, me anunciarían el cumplimiento de su oráculo. Tengo motivos para creer que un augurio favorable de vuestra parte me ha conducido a este bosque; nunca, sin ello, os hubiese yo encontrado aquí las primeras, a vosotras que no queréis vino en vuestros sacrificios, yo que no puedo tenerlo para subsistencia; nunca me hubiera sentado en este asiento tosco y respetable. No desmintáis, oh diosas, las promesas de Febo; y si, entregado a los males más crueles que ha padecido nunca hombre alguno, creéis que he sufrido ya bastante, oh favorables hijas de las antiguas tinieblas, y vos la más ilustre de las ciudades, llamada la ciudad de Palas, Atenas; tened piedad de este miserable fantasma de Edipo, porque su cuerpo no es nada de lo que fué un día. ANTÍGONA Guardad silencio, padre mío; veo algunos ancianos dirigirse aquí, como para descubrir donde estáis. EDIPO Me callo; pero guía mis pasos fuera del camino. Ocúltame en la espesura del bosque, para que pueda oir lo que digan; pues así puedo enterarme de lo que debo. ESCENA IV EL CORO Ved quién es; dónde está; dónde podemos encontrar a ese desterrado, el más audaz de los mortales. Mirad, buscad, llamad por doquier; es un anciano errante, fugitivo, extranjero, sin duda, en estos lugares; de otro modo, ¿hubiera osado penetrar en ese bosque vedado a los humanos, en la morada de las invencibles diosas que nombramos temblando, ante las que pasamos, sin osar mirarlas, sin proferir palabra y no permitiéndonos sino la voz interior de un pensamiento de buen agüero? A ese asilo, no obstante, diz que un hombre impío ha dirigido sus pasos. En vano miramos alrededor del bosque. Inquirimos dónde puede estar y no podemos descubrirlo. ESCENA V EDIPO, ANTÍGONA, EL CORO EDIPO Aquí estoy, soy yo; porque infiero de vuestras palabras que es a mí a quien buscáis. EL CORO Dioses, su aspecto es horrible, su voz es espantosa. EDIPO ¡Os conjuro a ello, no me creáis un hombre que desprecia las leyes! EL CORO ¡Piadoso Júpiter! ¿Qué anciano es éste? EDIPO Éforos de esta comarca, no es un mortal que pueda congratularse de su fortuna, como veis; de otra suerte, yo no tendría que recurrir a ojos extraños para conducirme, y la fuerza no estaría bajo la guarda de la debilidad. EL CORO ¡Cielos, sin vista y bajo la fuerza de un mal sino desde la niñez, seguramente muy lejana! Pero en lo que depende de nosotros, no añadiréis a vuestros males los de las imprecaciones a que os exponéis. Avanzáis demasiado, anciano infeliz, evitad el entrar en ese bosque silencioso, en esa pradera verdeante por donde corre un arroyo cuya linfa clara sirve para llenar las cráteras destinadas a las libaciones. Basta, retiraos... Poneos a gran distancia. Extranjero desgraciado, ¿no oís? Si tenéis algo que decirnos, dejad ese asilo vedado a los mortales; venid a este lugar abierto a todos y podréis hablarnos. Hasta ese momento, callad. EDIPO ¿Qué tengo que hacer, hija mía? ANTÍGONA Conformaros con lo que quieren estas gentes, ceder voluntariamente y sin violencia... Dadme la mano. EDIPO (_A Antígona saliendo del bosque._) Hela aquí... Extranjeros, voy a dejar este lugar; me abandono a vosotros; no me traicionéis. EL CORO No, no, anciano, no temáis que nadie ahora os arranque de aquí a pesar vuestro. EDIPO ¿Sigo avanzando? EL CORO Acercaos más. EDIPO ¡Más aún! EL CORO Hacedle avanzar, muchacha; ¿no oís? ANTÍGONA Seguidme, padre mío, seguidme; por muy débil que estéis, id adonde os conduzco... Desgraciado padre, extranjero en una tierra extraña; tened valor de evitar lo que el ciudadano odia y de respetar lo que ama. EDIPO Condúceme, hija mía, condúceme... no combatamos contra la necesidad; vamos adonde el respeto de los dioses nos llama y a donde podamos escuchar y ser escuchados. EL CORO Deteneos ahí, y guardaos de poner los pies fuera de esa roca que limita el camino. ANTÍGONA ¿Aquí? EL CORO Ahí mismo. Basta. EDIPO ¿Puedo sentarme? EL CORO Subid oblicuamente y colocaos con suavidad en lo alto de la roca. ANTÍGONA Ese cuidado me está reservado a mí, padre mío; a mí me toca conduciros suavemente y paso a paso. Apoyad vuestro cuerpo cargado de años en la mano de una hija querida. EDIPO ¡Oh destino cruel! EL CORO Ahora estáis sentado, infortunado; decidnos cuál es vuestra sangre, decidnos quién sois, decidnos cuáles son vuestras desgracias y cuál es vuestra patria. EDIPO Extranjeros, no tengo patria; pero por favor... EL CORO ¿Qué decís, anciano? EDIPO Por favor, una vez más, no me preguntéis quién soy; no me sigáis interrogando. EL CORO ¿Por qué? EDIPO ¡Nacimiento funestísimo! EL CORO Hablad. EDIPO (_A Antígona._) ¡Oh hija mía! ¿Qué diré? EL CORO Extranjero, ¿cuál es vuestra sangre; quién era vuestro padre? EDIPO ¡Cielos! Hija mía, ¿qué debo hacer? ANTÍGONA Hablad, no podéis resistiros más. EDIPO Voy a hablar, pues. ¿Cómo podría permanecer desconocido? EL CORO ¡Cuánta dilación! ¿Queréis explicaros? EDIPO ¿Conocéis al hijo de Layo? EL CORO ¡Cielos! EDIPO ¿El sobrino de los Labdácidas? EL CORO ¡Zeus! EDIPO ¿El desgraciado Edipo? EL CORO ¡Cómo! ¿Sois vos? EDIPO No os asustéis de lo que os digo. EL CORO ¡Oh, oh! EDIPO ¡Infortunado! EL CORO ¡Oh, oh! EDIPO Hija mía, ¿qué va a suceder? EL CORO Salid, salid de este país. EDIPO ¿De ese modo cumplís las promesas que me habéis hecho? EL CORO No hay castigo de las furias para quien devuelve al ofensor las ofensas que ha recibido de él. El engañador merece ser engañado a su vez y no debe esperar sino ultrajes en vez de reconocimiento. Dejad, pues, ese asiento, salid de esta tierra que habitamos y no atraigáis sobre nuestra ciudad nuevas desgracias. ANTÍGONA Virtuosos extranjeros, ya que no podéis soportar la presencia de mi padre, de este anciano ciego y desgraciado de quien conocéis ya los errores involuntarios, tened al menos piedad de una hija infortunada; por él, por mi padre, os imploro. Sí, os invoco, os pido, como vuestra propia hija, clavando en vuestros ojos mis ojos abiertos a la luz, que concedáis a este desgraciado anciano algunos sentimientos de consideración; nuestra suerte está en vuestras manos, como en las de un dios. Dignaos, dignaos, con un signo de asentimiento, concedernos la gracia inesperada que mi voz pide, haciendo hablar en su favor cuanto pueda conmoveros más, el nombre de hija, la razón, la necesidad, los dioses. ¿Quién, cuando un dios le arrastra, puede evitar el golpe que le prepara? EL CORO Hija de Edipo; enternecidos por vuestras desgracias, os compadecemos igualmente a uno y otro; pero el temor de los dioses nos impide cambiar nada de lo que hemos determinado contra vosotros. EDIPO ¿Qué socorro; qué bien habrá que esperar nunca de una reputación vana y una gloria usurpada? He aquí a Atenas, tenida por tan religiosa, por la única ciudad celosa de amparar a un extranjero desgraciado, por la única capaz de socorrerle. ¿En qué han quedado para mí tales virtudes cuando, arrancándome del asiento donde descansaba, me echáis de vuestra patria sólo por el temor que os inspira mi nombre? Pues no es mi cuerpo quien os lo inspira, ni tampoco mis acciones, dado que de las acciones que me echáis en cara soy harto menos el autor que la víctima. Si, en efecto, las que conciernen a mi padre y mi madre causan vuestra indignación contra mí, por lo que he podido juzgar, ¿de qué crimen podía ser realmente culpable, yo que, sin saberlo, no he hecho sino devolver lo que se me había hecho sufrir y que hasta si hubiera obrado a propósito hubiera podido no pasar por criminal? He llegado, sin saberlo, al término a que mi suerte me ha conducido; pero los que querían mi pérdida bien sabían lo que hacían conmigo. Así, pues, extranjeros, os imploro en nombre de los dioses; salvadme, como me lo habéis prometido; y, honrando a los dioses, guardaos de creer que no son sino un destino ciego; creed por el contrario que tienen siempre los ojos puestos en los justos y en los impíos y que entre los que les desafían no hay nadie que pueda eludirles. No empañéis, pues, el brillo de la feliz ciudad de Atenas entregándoos a acciones impías; sino, fieles a vuestras promesas, defended, proteged a un suplicante que ha fiado en vuestra palabra; que el estado horrible en que me presento a vuestros ojos no os autorice para rechazarme. Vengo, protegido por la religión y los dioses, a reportar un gran favor a esta ciudad; y, cuando el que reina en esta tierra, sea quien sea, esté presente, lo oiréis, lo sabréis todo; cesad hasta tal momento de usar de rigor conmigo. EL CORO No podemos evitar, oh anciano, que vuestras razones nos conmuevan, tanta hay en vuestras palabras; pero es preciso que los que mandan en esta comarca se enteren como nosotros. EDIPO ¿Y dónde está el que aquí gobierna? EL CORO En la ciudad patrimonio de sus padres. El mensajero que nos ha hecho venir ha partido en su busca. EDIPO ¿Creéis que tendrá algún miramiento, alguna consideración para un ciego infortunado y que consentirá gustoso en venir? EL CORO Sin duda, desde el momento en que oiga vuestro nombre. EDIPO ¿Y por quién podrá saberlo? EL CORO El camino es largo; pero las palabras de los viajeros circulan con rapidez. Las oirá; vendrá al punto, no lo dudéis, anciano, pues vuestro nombre ha resonado por doquier, aun cuando el sueño gravitase sobre sus sentidos. Teseo, despertado por ellas, se apresuraría a venir. EDIPO ¡Quiera el cielo que venga bajo auspicios favorables, para su patria al par que para mí! Pues no hay hombre, por virtuoso que sea, que se olvide de su interés. ANTÍGONA ¿Qué debo pensar, por Zeus, padre mío? ¿Qué debo decir? EDIPO Cara Antígona, hija mía, ¿qué os sucede? ANTÍGONA Veo venir hacia nosotros una mujer montada en un corcel soberbio, un casco a la manera tesaliana cubre su cabeza y sombrea su frente... ¿Qué creer? Será... No..., mi espíritu no acierta... Yo aseguraría..., pero no... No sé qué decir. Desgraciada, no puede ser otra... A medida que se aproxima la alegría brilla en sus ojos, me sonríe. ¿Cómo dudar que es a Ismena a quien veo? EDIPO ¿Qué decís, hija mía? ANTÍGONA Que es a vuestra hija, mi hermana Ismena, a quien diviso; el sonido de su voz puede ahora confirmároslo. ESCENA VI LOS PRECEDENTES, ISMENA ISMENA ¡Dulce momento en que puedo ver y oir a un tiempo a un padre y a una hermana queridos! ¡Cuántos trabajos para encontraros, cuántos trabajos para volver a veros! EDIPO Hija mía, ¿sois vos? ISMENA ¡Oh desgraciado padre! EDIPO ¡Oh sangre de mi sangre, hija mía! ISMENA ¡Oh ternuras desgraciadas! EDIPO ¿Vos aquí, hija mía? ISMENA No sin grandes trabajos. EDIPO Querida hija, abrazad a vuestro padre. ISMENA Mis brazos os estrechan a ambos. EDIPO ¿A Antígona y a mí? ISMENA Unen a tres desgraciados. EDIPO ¿Y qué motivo os trae? ISMENA Algo que os atañe. EDIPO ¿Me echabas de menos? ISMENA Tenía para vos noticias de que vengo a daros parte, no teniendo conmigo otro servidor fiel. EDIPO Y vuestros hermanos, ¿dónde están, ellos a quien la juventud habilita para los trabajos? ISMENA Donde quiera que estén, están en una cruel situación. EDIPO ¡Cómo recuerdan sus costumbres y su carácter los antiguos usos de Egipto, donde los hombres, retirados en el interior de sus casas, manejaban el huso, mientras sus mujeres iban a buscar fuera cuanto era necesario para la nutrición de sus esposos! Así, hijas mías, vuestros hermanos, en lugar de echar sobre sus hombros, como debían, los cuidados que pesan sobre vosotras, permanecen tranquilamente guardando su casa, al modo de mujeres, mientras una y otra os ocupáis por ellos en el alivio de mis males. Una, desde el momento que salió de la infancia, y que adquirió la fuerza de la juventud, fugitiva y desgraciada conmigo, ha sido el guía de mi vejez; con frecuencia en los bosques más salvajes, errante, sin aliento y casi sin vestidos, expuesta a los ardores del sol, a las inclemencias del aire, doliente, extenuada, prefiere a los festines que hubiera tenido en su hogar la felicidad de procurar algún sustento a su padre. Vos, hija mía (_a Ismena_), vos habéis ya venido, a hurto de los tebanos, a anunciar a vuestro padre lo dicho por los oráculos sobre la suerte de este cuerpo infeliz. Me habéis fielmente acompañado al ser echado de mi patria, y ahora, Ismena, ¿qué venís a decirme, qué designio os ha sacado de vuestra morada? Porque, harto lo sospecho, no habéis venido sin motivo y sin alguna terrible noticia que darme. ISMENA No os diré, padre mío, cuánto he sufrido buscando el lugar donde podíais haberos retirado; no quiero, con un relato aflictivo de mis trabajos, sufrir de nuevo su amargura; vengo a informaros de los males que amenazan hoy a vuestros dos desgraciados hijos. Parecían al principio no tener otro deseo que abandonar el trono a Creón, y no mancillar su patria, considerando el estigma de su raza y los males horribles caídos sobre vuestra casa; ahora, impelidos por los dioses y por un genio perverso, por una ambición funesta, esos infortunados se disputan el trono. El más joven ha despojado de él a Polinicio, que tenía la ventaja de la edad; le ha echado de su patria. Polinicio, según es público, ha elegido a Argos para retiro; allí forma una nueva alianza; allí reúne un ejército que interesa en su causa, sea para castigar a la ciudad de Cadmo, ya para elevar hasta el Cielo la gloria de Argos. No son amenazas prodigadas en vano, padre mío, sino preparativos temibles. No sé cuándo los dioses se apiadarán de vuestras desgracias. EDIPO ¿Cómo? ¿Tenéis ya alguna esperanza de que los dioses se dignen parar mientes en mí y ocuparse de mi dicha? ISMENA Sí, sin duda, padre mío, y varios oráculos lo afirman. EDIPO ¿Qué oráculos son esos, hija mía? ¿Qué predicen? ISMENA Que aquí mismo, en vuestra vida y después de vuestra muerte, los pueblos os buscarán para su propia seguridad. EDIPO ¿Y qué socorro podría esperarse de un mortal en el estado en que yo estoy? ISMENA En vos sólo, dicen, residen sus fuerzas. EDIPO ¿Acaso, porque no soy ya nada, me convierto en un hombre importante a sus ojos? ISMENA Los dioses os ensalzan después de haberos abatido. EDIPO No es fácil ensalzar en la vejez lo que fué abatido en la juventud. ISMENA Sabed, sin embargo, que para aprovechar esos oráculos, Creón no tardará en venir. EDIPO ¿Qué quiere hacer, hija mía? Explicadme. ISMENA Estableceros cerca de la tierra de Cadmo, para que los tebanos os tengan en su poder, sin permitiros, no obstante, franquear los límites de su país. EDIPO ¿Y qué ventaja les reportará dejarme a sus puertas? ISMENA Vuestra tumba sería en otra parte un peso funesto que gravitaría sobre ellos. EDIPO Un dios, sin duda, les ha revelado esos secretos; ¿cómo ellos por sí solos hubieran podido penetrarlos? ISMENA Por eso quieren llevaros cerca de su ciudad y no permitiros disponer de vos. EDIPO ¿Pero sin duda, se servirán de la tierra de Tebas para cubrir mi cuerpo? ISMENA Padre mío; la sangre paterna que vertisteis se opone a ello. EDIPO No se opondrá, al menos, a que nunca puedan apoderarse de mí. ISMENA He aquí lo que les pesará a los tebanos. EDIPO ¿Por qué, hija mía? ISMENA Por efecto de vuestra cólera, cuando se acerquen a vuestra tumba. EDIPO ¿Eso que anunciáis, hija mía, por quién lo sabéis? ISMENA Por los mismos que venían de consultar al oráculo de Delfos. EDIPO ¿Es, pues, eso lo que Febo ha pronunciado sobre mí? ISMENA Es lo que han referido los que de Delfos han venido a los campos tebanos. EDIPO ¿Alguno de mis hijos ha oído esos relatos? ISMENA Los han oído perfectamente uno y otro. EDIPO ¿Y los pérfidos, no obstante, enterados por el oráculo han antepuesto el deseo de reinar al deseo de volver a verme? ISMENA Ved lo que no puedo oir sin rubor, y sin embargo, no puedo negar. EDIPO ¡Que los dioses no extingan nunca el odio fatal que les divide! Si de mí dependiese el fin de la guerra que acaba de armar al uno contra el otro, ni el que tiene actualmente el cetro lo seguiría poseyendo ni el que ha salido de Tebas podría jamás volver a ella. Ambos, en vez de protegerme, en vez de retenerme, a mí que era su padre, cuando fuí, con tanto oprobio, echado de mi patria, contribuyeron a mi destierro y lo confirmaron con un decreto. Diréis que, en verdad, Tebas no hizo sino concederme lo que había pedido yo mismo. No, ciertamente, ya que en el fatal día en que mi furia me hacía desear la muerte, la lapidación, no hubo nadie que quisiera concederme tal gracia. Sólo después de cierto tiempo, cuando mis dolores se hubieron aliviado un poco, cuando empecé a percatarme de que mi extravío había castigado harto severamente mis faltas, sólo entonces sirvieron éstas de pretexto a los tebanos para expulsarme indignamente; y no obstante, mis hijos, que podían socorrer a su padre, le negaron su ayuda y me vi obligado a partir lejos de mi patria, fugitivo y miserable, a sufrir un destierro que una palabra de su boca hubiera podido evitarme. Sólo vosotras, hijas mías, en la medida que la debilidad de vuestro sexo os lo ha permitido, sólo vosotras me habéis proporcionado el sustento, la seguridad y todos los socorros que le es dable esperar a un padre, mientras que mis hijos no pensaban sino en apoderarse de mi cetro y en reinar en mi lugar. Pero nunca me tendrán por defensor, nunca el trono usurpado será una ventaja para ellos. He aquí lo que los oráculos, traídos por Ismena, me han hecho saber y las antiguas predicciones de Apolo confirman en mi pensamiento. Ahora que envíen a buscarme aquí a Creón o a cualquier otro de los poderosos de la ciudad: extranjeros, si con las venerables diosas que aquí presiden os dignáis prestarme vuestra ayuda, sabed que adquiriréis conmigo un poderoso escudo para vuestra ciudad y un azote para vuestros enemigos. EL CORO ¡Bien merecéis, Edipo, tanto vos como vuestras hijas, que nos interesemos por vuestras desgracias! Ya que os anunciáis como el salvador de esta comarca, vamos a aconsejaros lo que debéis hacer. EDIPO Amigos míos, dadme esos consejos hospitalarios; estoy pronto a seguirlos. EL CORO Comenzad por purificaciones en honor de las diosas de las que habéis empezado por invadir la morada y de las que vuestros pies han hollado el suelo sagrado. EDIPO ¿Y de qué modo haré esas purificaciones? Extranjeros, dignaos decírmelo. EL CORO Id, por de pronto, con mano respetuosa a esa fuente sagrada, que no se agota nunca, por agua pura para vuestras libaciones. EDIPO ¿Y cómo podré coger tal agua? EL CORO Encontraréis cráteras que son obra de un hábil artista. Os las pondréis sobre la cabeza, y el asa doble de su abertura... EDIPO ¿Con qué las cubriré? ¿Con ramas o con lana? EL CORO Con el vellón nuevo de un corderillo. EDIPO Bien. ¿Qué haré después? EL CORO Os volveréis hacia donde se levanta la aurora y haréis vuestras libaciones. EDIPO ¿Las haré con las cráteras de que habláis? EL CORO Las haréis con tres vasos primero, y el cuarto lo derramaréis entero. EDIPO ¿De qué lo llenaré? Acabad de enterarme. EL CORO De hidromiel; guardaos de mezclar vino. EDIPO Y cuando la tierra esté mojada con tales libaciones... EL CORO Tomad en vuestras manos tres veces nueve ramas de olivo y pronunciad las plegarias... EDIPO ¿Qué plegarias? Ardo en deseos de oirlas; son importantes para mí. EL CORO «Diosas a quienes llamamos Euménides, recibid con benevolencia digna de vuestro nombre a un suplicante que os pide gracia.» Pero vuestra plegaria, si la pronunciáis vos mismo o si otro la pronuncia, no lo sea en voz alta, para que no pueda ser oída. Retiraos luego lentamente y sin volver la cabeza. Si seguís nuestros consejos, nos encontraremos confiados junto a vos; de otra suerte, extranjero, tememos mucho por vuestra vida. EDIPO Ya oís, hijas mías, lo que los habitantes de esta tierra nos recomiendan. ANTÍGONA E ISMENA (_A la vez._) Lo hemos oído; ordenad. ¿Qué hay que hacer? EDIPO En mi doble privación de mis fuerzas y de mis ojos, no puedo ir adonde me mandan. Que una de vosotras vaya a cumplir esos deberes por mí; pues una sola equivale a mil si su corazón está bien dispuesto. Pero una u otra apresuraos y cuidad de no dejarme solo. ¡Qué sería de mí, abandonado, sin guía y sin apoyo! ISMENA Bien; yo me encargaré de lo tocante a esas libaciones; sólo ignoro el sitio adonde he de ir, y eso es lo que deseo saber. EL CORO Al otro lado del bosque, de ese bosque que veis. Si necesitáis algún otro indicio, los habitantes del lugar podrán proporcionároslo. ISMENA Iré, pues, Antígona, mientras vos cuidáis de nuestro padre; cuando los autores de nuestros días nos causan alguna molestia, hay que sufrirla y olvidarla. ESCENA VII EL CORO, EDIPO, ANTÍGONA EL CORO Es, sin duda, una crueldad despertar vuestros dolores adormecidos por el tiempo, extranjero, y no obstante, ardemos en deseos de interrogaros. EDIPO ¿Sobre qué? EL CORO Sobre el deplorable e irremediable infortunio en que os halláis. EDIPO En nombre de la hospitalidad que recibo de vosotros, no hagáis abrirme mis heridas. Cuanto me ha sucedido es horrible. EL CORO Y no obstante, extranjero, ardemos en deseos de oir un relato largo y fiel de tales acontecimientos. EDIPO ¡Ay! EL CORO Concedednos ese favor; os lo suplicamos. EDIPO ¡Ay! ¡Ay! EL CORO Atended a nuestra súplica; nosotros hemos atendido a las vuestras. EDIPO Los crímenes que me mancillan, el cielo es testigo, han sido involuntarios; mi voluntad no ha tenido parte en ellos. EL CORO ¿Cómo? EDIPO Tebas, sin saber el himeneo a que me sometía, me cargó, con sus lazos funestos, de una cadena de infortunios. EL CORO ¿Fué, pues, con vuestra madre, como se dice, con quien contrajisteis ese himeneo execrable? EDIPO ¡Ay de mí! La muerte, extranjeros, no es más terrible que estos relatos. Las dos hermanas que veis lo son mías. EL CORO ¿Qué decís? EDIPO Son mis hijas; ambas nacidas de mi crimen. EL CORO ¡Oh Zeus! EDIPO Fueron concebidas en el mismo seno que yo. EL CORO ¿Son, pues, a la vez, hijas y hermanas de su padre? EDIPO ¡Ay! EL CORO ¡Mil veces ay! EDIPO Cuanto puede darse de más horrible... EL CORO ¿Lo habéis sufrido? EDIPO Lo he sufrido para recordarlo siempre... EL CORO ¿Lo habéis cometido? EDIPO No lo he cometido. EL CORO ¿Cómo? EDIPO ¡Infeliz de mí! Recibí de Tebas lo que nunca hubiera debido aceptar. EL CORO ¡Desgraciado! ¿Asesinasteis...? EDIPO ¡Ah! ¿Qué más decís? ¿Qué queréis que os diga? EL CORO ¿A vuestro padre? EDIPO Basta; son nuevos golpes con que desgarráis mi herida. EL CORO ¿Lo matasteis? EDIPO Lo maté... y no obstante no fué... EL CORO ¿Qué vais a decir? EDIPO No fué injustamente. EL CORO ¿Cómo? EDIPO Voy a explicarme; no creí luchar sino con extranjeros. La ignorancia en que estaba de mi crimen me purifica a los ojos de la ley. EL CORO Mas he aquí a nuestro rey; he aquí a Teseo, a quien vuestro nombre atrae junto a vos. [Ilustración] [Ilustración] ACTO SEGUNDO ESCENA PRIMERA EL CORO, TESEO, EDIPO, ANTÍGONA TESEO He oído tantas veces, hasta hoy, hijo de Layo, relatar de qué modo horrible habéis perdido la vista, que os reconozco sin trabajo, y completan mi noción de eso los relatos que me han hecho en el camino. Vuestros vestidos, la miseria pintada en vuestro rostro, harto me dicen quién sois, desgraciado Edipo. Apiadado de vuestra suerte, quiero interrogaros. Decidme qué socorros esperáis de mí y de esta ciudad, para vos y para la infortunada que os conduce. Sería necesario que lo que pedís fuera muy difícil para que yo no pudiera concedéroslo. Me acuerdo demasiado de que, como vos, fuí en otro tiempo extranjero y desgraciado. He visto juntarse sobre mi cabeza cuantos males pueden asediar a un hombre en una tierra lejana de su patria. ¿Cómo podría yo negarme a socorrer a un extranjero tan infortunado como vos? ¿No sé que soy mortal y que no tengo más derecho que vos al día venidero? EDIPO Teseo, la generosidad de vuestra alma harto se muestra en vuestras breves palabras para que yo pueda ahorrarme el hablar largamente. Sabéis quién soy, quién fué mi padre, qué patria he dejado; sólo me resta deciros lo que deseo, y todo estará dicho. TESEO Explicadme lo que queréis; hacédmelo saber. EDIPO Vengo a traeros como presente este cuerpo miserable, cuyo aspecto no tiene nada que lo haga codiciable; pero las ventajas que os ha de proporcionar valen mucho más que los dones de la hermosura. TESEO ¿Y qué ventaja pensáis proporcionarnos? EDIPO No es ahora cuando podéis saberlo; el tiempo os lo enseñará. TESEO Y ¿cuándo se manifestará la utilidad de vuestro presente? EDIPO Cuando haya muerto y vos me hayáis enterrado. TESEO Habláis del término de vuestra vida; ¿habéis olvidado el intervalo que os separa de él aún, o no le dais importancia? EDIPO Lo tengo muy presente en mi petición. TESEO Pero la gracia que me pedís es poca cosa. EDIPO ¡Tened cuidado! Una gran lucha... TESEO ¿Qué lucha? ¿Por parte de vuestros hijos o por mi parte? EDIPO Vendrán mis hijos a obligarme a volver junto a ellos. TESEO Si lo quisieran, haríais mal en huirles. EDIPO Pero cuando yo quería seguir a su lado no lo permitieron. TESEO ¡Hombre imprudente! El resentimiento cuadra mal en el infortunio. EDIPO Cuando yo os haya enterado, dadme vuestros consejos; hasta entonces suspendedlos. TESEO Enteradme. No debo, en efecto, hablar sin previo examen. EDIPO Teseo, he sufrido desgracias sobre desgracias. TESEO ¿Habláis de las antiguas calamidades de vuestra raza? EDIPO No, sin duda; todos los griegos han hablado harto de ellas. TESEO ¿Qué habéis, pues, sufrido por encima de los infortunios ordinarios? EDIPO Vedlo. He sido desterrado de mi patria por mis propios hijos; y como matador de mi padre, me está vedado tornar a ella. TESEO ¿Pero cómo os llamarían si quisieran vivir lejos de vos? EDIPO La voz de un oráculo les fuerza a ello. TESEO ¿Qué temor les inspira ese oráculo? EDIPO Encontrar en esta tierra su aniquilamiento. TESEO ¿Y cómo mi patria llegaría a ser para ellos motivo de amargura? EDIPO Caro y digno hijo de Egeo, sólo los dioses están exentos de la vejez y de la muerte: todo lo demás está bajo el poder invencible del tiempo. La fecundidad de la tierra acaba; el vigor del cuerpo desaparece; la amistad muere; la enemistad crece en su lugar. El mismo espíritu no une siempre a las ciudades ni a los amigos. Lo que les encantaba un tiempo después les disgusta, para volver luego nuevamente a gustarles. Si la paz reina ahora entre Tebas y vosotros, el tiempo en su curso dará origen a una larga serie de días y de noches en que, con fútiles pretextos, Tebas destruirá por el hierro la concordia, la armonía que os une hoy con ellos. Entonces, dormido en la tumba, mi cuerpo helado se hartará de la sangre hirviente de los tebanos, si Zeus es siempre el dios supremo y si el oráculo de Apolo no miente. Pero es enojoso revelar acontecimientos que están todavía en la obscuridad del porvenir. Dejadme, como había comenzado, pediros sólo que me guardéis vuestra fe; y si los dioses no me engañan, no diréis que al recibir a Edipo en esta tierra habéis recibido un habitante inútil. EL CORO Ved, señor, ved las ventajas importantes que nos ha predicho ya y que debe asegurar a esta comarca. TESEO ¿Quién podría desterrar de su corazón la benevolencia que merece este infortunado, cuya casa se unió a la nuestra por los derechos de la hospitalidad, cuando viene en calidad de suplicante enviado por los dioses y nos trae a esta ciudad y a mí un tributo no despreciable? Quiero, pues, respetando la orden del cielo, no rechazar sus presentes y establecerle en esta comarca si desea permanecer aquí. Habitantes de Colona, os cuidaréis de lo que le atañe. Pero, Edipo, si preferís seguirme a Atenas, lo dejo a vuestra elección; mis cuidados os acompañarán allí. EDIPO ¡Dígnate, oh Zeus, recompensar tanta bondad! TESEO En fin, ¿qué deseáis? ¿Venir a palacio? EDIPO Sí, si el destino me lo permitiese; pero es éste el lugar donde debo... TESEO ¿Qué debéis? Me guardaré bien de oponerme. EDIPO Triunfar de los que me han expulsado. TESEO Sería un fruto harto precioso de vuestra morada en este país. EDIPO Pero hay que cumplir la promesa que me habéis hecho. TESEO Fiad en mi palabra, no os haré traición. EDIPO No quiero encadenaros con un juramento, como a un hombre vil. TESEO Un juramento no sería mejor prenda que mi palabra. EDIPO ¿Qué haréis, en fin? TESEO ¿Cuáles son los temores que más os agitan? EDIPO Vendrán. TESEO Estos ciudadanos velarán por vuestra seguridad. EDIPO Cuidad de no abandonarme. TESEO Ahorraos el trabajo de enseñarme lo que debo hacer. EDIPO La necesidad puede enseñar el temor. TESEO El temor no es conocido por mi corazón. EDIPO No sabéis qué amenazas... TESEO Sé que nadie os sacará de aquí a la fuerza. Se hacen amenazas, la cólera estalla en mil palabras insensatas; pero luego que la reflexión ha apaciguado el ánimo, todo ese gran aparato se evapora: eso sucederá a los hijos de Edipo. Sean cuales sean los fastuosos discursos con que se aperciban a confundiros para comprometeros a seguirles, creedme, el camino se les antojará sobrado largo y el mar por demás tempestuoso para aventurarse; y, sin consultar mis sentimientos para vos, os daría nuevas seguridades, puesto que Febo os envía; pero tengo motivos para pensar que, en mi ausencia, mi nombre será suficiente para poneros a cubierto de todo ataque. ESCENA II EL CORO, EDIPO, ANTÍGONA EL CORO Extranjeros, este lugar célebre adonde habéis llegado, Colona, es el asilo más tranquilo y más seguro de esta tierra, famosa por sus corceles. Aquí gustan los ruiseñores de hacer oir sus cantos quejumbrosos, en la sombra obscura de la hiedra, en el seno de los vallezuelos verdeantes o en los bosques sagrados y fértiles, inaccesibles a los mortales, impenetrables a la luz y respetados del viento y del frío. Aquí gusta Dionisos de pasearse sin cesar, rodeado de las ninfas que le criaron. Aquí, bajo el rocío del cielo, se ve florecer todos los días el narciso de bellos racimos, útil conforme al uso antiguo, para coronar a las dos grandes diosas, y el azafrán dorado. Las fuentes fecundas del Céfiro derraman por las praderas aguas nunca dormidas; siempre, pródigas de vida, sus linfas puras se extienden por el fértil suelo de los campos. El coro de las musas y Afrodita, en su carro de oro, se complacen en recorrer estos parajes. Pero lo que las comarcas de Asia y la gran isla de Pélopos, habitada por los dorios, no deben haber poseído nunca es este árbol sagrado, que nace de sí mismo y es el terror de las lanzas enemigas. En esta comarca más que en cualquiera otra, florece este árbol precioso, el olivo, que se distingue por sus hojas verde pálido y alimenta a los niños. Ningún hombre, esté en la juventud o en el declinar de su vida, sería bastante imprudente para osar arrancarlo por su mano: hasta tal punto Zeus, que preside el olivo sagrado, vela sin cesar, con Palas, por su conservación. Pero en honor de esta metrópoli aún nos queda un elogio que hacer. Nos referimos a los presentes que recibe de un gran dios, a los presentes que la hacen gloriosa y hábil para criar y conducir corceles y para navegar. ¡Hijo de Cronos, soberano Poseidón, tú la has elevado a tal grado de gloria, tú hiciste conocer en esta comarca antes que nadie el freno que doma a los corceles; por tus lecciones el bajel, a impulsos de los remos, se lanza rápido y huye ante las nereidas hectápodas! [Ilustración] [Ilustración] ACTO TERCERO ESCENA PRIMERA ANTÍGONA, EDIPO, EL CORO ANTÍGONA ¡Oh comarca, tanto tiempo celebrada con tanto elogio, he aquí el momento de mostrar que lo merecéis! EDIPO ¿Qué sucede, hija mía? ANTÍGONA Creón, seguido de numerosa escolta, llega, padre mío, está cerca. EDIPO Queridos y dignos ancianos, de vosotros depende ahora mi salvación. EL CORO Tranquilizaos; nosotros respondemos, pues si somos viejos, el vigor de esta comarca no ha envejecido aún. ESCENA II LOS PRECEDENTES, CREÓN CREÓN Generosos habitantes de esta tierra, veo en vuestras miradas que mi llegada os produce cierto espanto; cesad de temerme y suprimid toda palabra ofensiva; estoy viejo y heme cerca de una ciudad poderosa como nunca la hubo en Grecia. Encargado de convencer a este anciano (_señalando a Edipo_) de que me siga a los campos tebanos, yo, a quien los lazos de la sangre me han hecho más que a nadie deplorar sus desgracias, no vengo enviado por un solo hombre, sino por toda una ciudad. Desgraciado Edipo, dignaos, por lo tanto, escucharme y seguirme. Todo el pueblo tebano os llama con justicia, y yo más que todos los tebanos juntos; pues yo, más que todos ellos (si no soy el peor de los hombres), debo apiadarme de vuestro infortunio, viéndoos bajo el peso de males sin cuento, en comarcas extrañas, errante por doquier, a merced de una sola compañera que vele por vuestra vida. ¿A qué estado miserable no ha llegado ella misma, ocupada sin tregua en cuidaros, en mendigar algún sustento para conservar una existencia tan querida? ¡La infortunada, en la flor de la juventud, extraña a las dichas del himeneo, expuesta a ser presa del primer raptor! ¡Qué desgraciado soy (pues es vano disimular lo que nadie ignora), yo que he podido hacer caer tan sangriento oprobio sobre vos, sobre mí, sobre mi raza entera! Edipo, en nombre de los dioses de la patria, volved a habitar vuestra ciudad, vuestro palacio, la morada de vuestros padres; dirigid a esta ciudad en que estáis palabras de reconocimiento, las merece; pero venid a honrar, con más justicia, a la que os crió. EDIPO Hombre capaz de todo atrevimiento, y que de todo te vales para extender sobre tus palabras mendaces el velo de la justicia, ¿qué propósito te guía y por qué quieres cogerme en una trampa que sería para mí el más duro suplicio? En los primeros accesos del dolor que mis malaventuras me hicieron experimentar, cuando deseé dejar mi patria, les negasteis tal gracia a mis deseos; y cuando mi alma enfurecida se calmó, cuando empezaba a encontrar grato vivir en mi casa, entonces me echaste, me desterraste; entonces los lazos de la sangre que invocas ahora no te eran tan caros. Hoy que ves a esta ciudad y a todo este pueblo concederme su benevolencia, intentas llevarme a mi patria, ocultando con palabras lisonjeras la dureza de tu corazón: ¡tanto placer encuentras en amar a los que no aceptan tu amistad! ¡Qué! Sí, no dignándose concederte nada de lo que tú más desearas, un hombre quisiera después colmarte de bienes, cuando tus deseos se hallasen satisfechos y el beneficio no tuviera mérito, ¿el gusto que recibirías no sería vano y frívolo? He aquí, no obstante, cómo te muestras a mis ojos, benéfico en palabras y malo en acciones. Para poner más al descubierto toda tu maldad ante los que me escuchan, diré: Vienes con el propósito de llevarme contigo, no de restablecerme en mi casa; no quieres sino fijarme, por decirlo así, en tu puerta, y de ese modo preservar a tu ciudad de los males que la amenazan. No será así; pero puedo garantizarte que mi genio vengador habitará allí siempre y mis hijos no tendrán como herencia mía sino la tierra necesaria para morir en ella. ¿Crees que mi espíritu no penetra mejor que el tuyo en los destinos de Tebas? Mucho mejor, sin duda, si he de creer a dioses más clarividentes que tú. Apolo y Zeus mismo, que le dio el ser. Al venir aquí, tu boca mendaz ha preparado sutiles arengas; pero tu elocuencia podría valerte harto más trabajos que ventajas, pues, en fin, siento en mi corazón que no has de persuadirme. Vete, pues, y déjame vivir aquí; mi vida, aun en el estado en que me encuentro, no será desgraciada, puesto que me place. CREÓN Pero al hablarme de esa guisa, ¿a quién de nosotros pensáis que vuestra situación debe doler más? EDIPO Me será muy grata si no llegas a persuadirnos ni a mí ni a los que nos escuchan. CREÓN ¡Infortunado, bien se ve que el tiempo no os ha hecho más prudente y no ha alimentado en vuestro corazón sino amargura y enojos para vuestra ancianidad! EDIPO Eres hábil en el arte de descubrir; pero no sé de ningún hombre justo que sepa hablar igualmente bien en pro de todas las causas. CREÓN Existe diferencia entre hablar mucho y hablar con oportunidad. EDIPO He aquí por qué en lo que hablas se unen la conveniencia y la brevedad. CREÓN No sin duda, a los ojos de un espíritu semejante al vuestro. EDIPO En nombre de los extranjeros que me escuchan, vete. Guárdate de poner la mano sobre mí en la tierra que debo habitar. CREÓN También recurro al testimonio de estos extranjeros, no al tuyo; que juzguen de qué suerte respondes a las palabras de tus amigos: si nunca me apoderase de ti... EDIPO ¿Y quién osaría arrancarme de los brazos de mis defensores? CREÓN Sabré castigarte sin arrancarte de sus brazos. EDIPO ¿Y cómo esperas ejecutar esa amenaza? CREÓN (_Cogiendo a Antígona._) He aquí ya en mis manos a una de tus hijas, que voy a enviar delante de mí; no tardaré en apoderarme de la otra. EDIPO ¡Cielos! CREÓN Pronto tendrás nuevos motivos para gemir. EDIPO ¿Te has apoderado de una de mis hijas? CREÓN La otra la seguirá. EDIPO ¡Ay de mí! ¿Qué haréis, extranjeros? ¿Traicionaréis a un desgraciado? ¿No echaréis a este impío de la tierra que habitáis? EL CORO (_A Creón._) Retiraos, extranjero, retiraos sin tardar. Lo que hacéis y habéis hecho es injusto. CREÓN (_A su séquito._) Apresuraos a arrastrarla si se niega a seguiros. ANTÍGONA ¡Ah infeliz! ¿Cómo huiré? ¿Qué dioses o qué mortales se dignarán socorrerme? EL CORO (_A Creón, que quiere llevarse a Antígona._) ¿Extranjero, qué hacéis? CREÓN No quiero tocar al anciano, sino a la que me pertenece. EDIPO ¡Oh, soberanos de esta comarca! EL CORO Extranjero, vuestra acción es injusta. CREÓN Es justa. EL CORO ¿Cómo? CREÓN Me llevo a las que son mías. ANTÍGONA ¡Oh ciudad! EL CORO ¿Qué hacéis, extranjero? Poned fin a tal violencia, o experimentaréis el poder de nuestros brazos. CREÓN (_Al Coro._) Retiraos. EL CORO No, nunca, mientras persistáis en tal propósito. EDIPO (_A Creón._) Atacarme a mí es atacar a la ciudad entera. EL CORO (_A Edipo._) Ved lo que le decimos. CREÓN (_Al Coro._) Dejad al punto, dejad a esa muchacha en mis manos. EL CORO (_A Creón._) No déis órdenes donde no tenéis poder. CREÓN Os digo que la dejéis. EL CORO Y nosotros os decimos que os vayáis. ¡Venid, venid, acudid, habitantes de esta comarca; nuestra ciudad es atacada, venid, venid! ANTÍGONA ¡Desgraciada! ¡Me arrastran! ¡Ciudadanos, ciudadanos!... EDIPO Hija mía, ¿dónde estás? ANTÍGONA Me arrastran con violencia. EDIPO ¡Tiende los brazos hacia mí, hija mía! ANTÍGONA No puedo. CREÓN (_A su séquito._) ¿No acabáis de llevárosla? ESCENA III CREÓN, EDIPO, EL CORO EDIPO ¡Cuán desgraciado soy! CREÓN (_A Edipo._) De hoy en adelante no marcharás sostenido por los dos apoyos de tu vejez; y ya que quieres triunfar de tu patria y tus amigos, en nombre de los cuales (aunque soy el rey) hago lo que me han ordenado, triunfa a tu gusto. Con el tiempo conocerás, me atrevo a creerlo, que al resistir a tus amigos y abandonarte a tu cólera, que te fué siempre tan funesta, no has hecho ni haces aún sino prepararte nuevas penas. EL CORO (_A Creón._) Deteneos, extranjero. CREÓN Guardaos de acercaros a mí. EL CORO No os perdonamos que no nos hayáis devuelto a la que nos arrebatáis. CREÓN Pronto tendréis una indemnización más grande que pedir para esta ciudad, pues no me limitaré a las dos hermanas. EL CORO ¿Qué más haréis? CREÓN (_Señalando a Edipo._) Me lo llevaré a él. EL CORO ¡Cielos! ¿Qué decís? CREÓN Lo que será luego ejecutado, si vuestro rey no se opone. EDIPO Amenaza insolente. ¿Osarías tocarme? CREÓN (_A Edipo._) Guárdate de seguir hablando. EDIPO ¡No, las Euménides que aquí presiden no vedarán a mi boca pronunciar una imprecación contra ti, el más malo de los hombres; contra ti, que acabas de arrancarme insolentemente cuanto para mí sustituía a la luz de que carezco! ¡Que el sol, que lo ve todo, te dé a ti y a tu raza días tan deplorables como los míos y una vejez semejante! CREÓN Habitantes de esta tierra, ya veis sus arrebatos. EDIPO Nos ven a uno y a otro, y consideran que tomo venganza con palabras siendo oprimido con acciones. CREÓN No puedo dominar mi cólera, y, aunque solo, aunque debilitado por los años, voy a llevármele a la fuerza. EDIPO ¡Ay infortunado! EL CORO ¿Con qué pensamientos audaces, extranjero, habéis venido aquí, si esperáis ejecutar tales amenazas? CREÓN Sí, lo espero. EL CORO Si es así, no debemos tener esta ciudad en nada. CREÓN Cuando se trata de la justicia, el débil puede vencer al fuerte. EDIPO (_Al Coro._) ¿Oís lo que osa decir? EL CORO No lo ejecutará. CREÓN Eso es lo que no sabéis vosotros, y sólo Zeus puede saber. EL CORO ¡Qué insulto! CREÓN Un insulto que hay que soportar. EL CORO Ciudadanos, defensores de esta comarca, apresuraos, venid todos..., están a punto de franquear nuestros límites. ESCENA IV LOS PRECEDENTES, TESEO TESEO ¿Qué gritos he oído? ¿Qué ha pasado? ¿Qué temor os mueve a arrancarme de los altares del dios que preside en Colona y a interrumpir mi sacrificio? Hablad, decidme por qué se me ha obligado a venir precipitadamente. EDIPO (_A Teseo._) Amigo mío (¡pues bien reconozco vuestra voz!), acabo de sufrir los más crueles ultrajes de ese hombre. TESEO ¿Qué ultrajes? ¿Quién es su autor? Explicaos. EDIPO Ese Creón que veis, ha venido a robarme a mis dos hijas, al único apoyo que me quedaba. TESEO ¿Qué decís? EDIPO La desgracia que acabo de sufrir. TESEO Volad al punto, corred a los altares donde el pueblo está reunido; que deje el sacrificio; que acuda diligente, a pie o a caballo, al vértice de ambos caminos; que impida el paso de las dos jóvenes princesas; que me evite la vergüenza de ser vencido por la violencia y de ser el ludibrio de ese extranjero; apresuraos a llevar a cabo mis órdenes; no hubiera yo tardado en castigarle por mi mano si me hubiera entregado de lleno al furor que merece; pero las mismas leyes por que él acaba de guiarme servirán para juzgarle. (_A Creón._) No saldréis de esta comarca sin que hayáis traído y puesto en mis manos a las dos princesas, ya que habéis obrado de manera tan indigna de mí, de vuestro origen y de vuestra patria. ¡Llegáis a una ciudad que sólo respira justicia y no hace nada contra la ley, y, pisoteando los principios que la rigen, os atrevéis, en vuestra violencia, a caer sobre vuestra presa, a llevárosla y a sojuzgarla! ¿Pensáis habéroslas con una ciudad sin ciudadanos y reducida a la esclavitud? ¿No me tenéis en nada? Tebas, sin embargo, no hizo de vos un mal hombre; no acostumbra a criar ciudadanos injustos; distaría mucho de aprobar vuestra conducta, si supiera que venís a llevaros de aquí, con violencia, a desgraciados suplicantes, que se amparaban en los dioses y en mí. Nunca, aunque hubiera tenido los motivos más justos, hubiera yo ido a vuestra patria para hacerle semejante ultraje; y nunca, sin contar con el soberano, quienquiera que hubiera sido, habría yo osado llevarme ni violentar a nadie. Sé muy bien cómo un extranjero debe conducirse entre ciudadanos. Y, no obstante, no teméis deshonrar a vuestra ciudad, que no lo merece. Sin duda los años os han turbado la razón. Ya os lo he dicho y os lo repito: haced al punto traer a las hijas de Edipo, si no queréis, mal que os pese, quedaros aquí. He aquí lo que os prometo y os promete mi corazón tanto como mi lengua. EL CORO Mirad adonde habéis llegado, extranjero; vuestra sangre anuncia en vos un hombre justo y vuestras acciones no muestran sino un mal hombre. CREÓN (_A Teseo._) Hijo de Egeo, no ha sido, como pretendéis, creyendo a esta ciudad sin ciudadanos ni prudencia como he llevado a cabo mi reciente acción, sino no creyendo que nadie aquí pudiera interesarse por mis deudos hasta el punto de querer sustentarlos a pesar mío. Pensaba, además, que esta ciudad no daría asilo a un hombre impuro, manchado con la sangre de su padre; a un hombre que ha sido a la vez hijo y esposo de su madre. Yo conocía la sabiduría del areópago, ese ilustre Tribunal que no permite a semejantes fugitivos establecerse aquí. En eso me fundaba al caer sobre mi presa; y aun así no lo hubiera hecho a no haber Edipo lanzado contra mí y mi raza las imprecaciones más terribles. Ante tal ultraje, he creído deber devolvérselo; pues la cólera es un sentimiento que no envejece y sólo se extingue en la tumba; los muertos no más son insensibles. Ahora haced lo que queráis, ya que, pese a la justicia de mis razones, la soledad en que me hallo me priva de fuerza y de defensa. Con todo, aun haré por devolveros cuantos malos tratos reciba de vos. EDIPO ¡Qué insolente audacia! ¿Y sobre quién cae tal ultraje? ¿Sobre mí, desgraciado anciano, o sobre ti, que acabas de reprocharme muertes, lazos funestos, horrores en que me he visto envuelto a pesar mío? Eran obra de los dioses que vengaban en nuestra raza no sé qué antigua ofensa; pero no encontrarás contra mí el reproche legítimo de un solo crimen en cuanto he cometido con los míos y conmigo. En efecto, dime cómo, porque un oráculo predijo a mi padre que debía morir a manos de su hijo; podrías, con justicia, hacerme un reproche a mí, a quien mi padre y mi madre no me habían aún dado el ser, a mí que no había nacido. ¿Y cómo si, por la fatalidad que parece haberme perseguido, combatí con mi padre y le maté, sin saber lo que hacía, cómo, digo, puedes reprocharme con fundamento un crimen tan involuntario? ¡Desgraciado, no te avergüenzas de obligarme a hablar aquí de mi himeneo con mi madre, que era tu hermana! ¡Qué himeneo! Lo diré, no lo callaré, ya que tu boca impía ha llegado a ese exceso de audacia. Sí, me llevó en su seno, me dio la vida ¡infeliz de mí!, y después de haberme engendrado, sin conocerme, sin conocerse a sí misma, me dio hijos que son su oprobio. Pero bien sé que gustas de tronar contra ella y contra mí. Por lo que a mí toca, a mi pesar casé con ella, y a mi pesar lo recuerdo. Pero, ni por tal himeneo ni por la muerte de mi padre, que te complaces tan a menudo en reprocharme amargamente, seré tenido nunca por un hombre perverso. Respóndeme tan sólo, hombre justo, ¿si alguno viniese de súbito a atacarte, irías a informarte de si el agresor era tu padre, o te apresurarías a castigarle? Yo pienso que, por poco cara que te sea la vida, te vengarías al punto del culpable, sin considerar si eso sería un crimen o no. He aquí, sin embargo, la naturaleza de los crímenes a que la mano de los dioses me condujo; son tales, que si mi padre levantara la cabeza, no creo que se atreviese a reprochármelos; pero tú, que, sin conocer la justicia, no ves en tus palabras inconsideradas sino justicia y razón, ¡me reprochas mis desgracias delante de este pueblo! Te cuadra mucho, después de eso, halagar el gran nombre de Teseo y lisonjear a Atenas a propósito de la gloria de sus hijos. En medio de tales elogios, echas en olvido uno muy esencial; y es que, si hay en el mundo una ciudad que sepa honrar a los dioses, es Atenas la que supera en esa virtud a todas las demás; ¡y no obstante, vienes a arrancar de su seno a un anciano suplicante y, alzando la mano sobre mí, te atreves a robarme a mis hijas! En pago de eso, me prosterno ante las diosas aquí presentes; las invoco, las conjuro con mis plegarias a que vengan en nuestro socorro y combatan a nuestro lado; así sabrás a qué hombres está encomendada la defensa de esta ciudad. EL CORO (_A Teseo._) Señor, este extranjero es de corazón virtuoso; sus infortunios son horribles y le hacen digno de nuestro interés en su defensa. TESEO Basta de palabras. ¡Mientras los raptores apresuran su marcha, nosotros, sobre quienes cae tal ultraje, permanecemos inactivos! CREÓN ¿Qué exigís de mí en el abandono en que me hallo? TESEO Marchar ante mí por ese camino y conducirme al sitio donde tenéis ocultas a las hijas que consideramos como nuestras. Si los raptores las arrastran en su fuga, no hay que inquietarse mucho por ello, se les seguirá, y no tendrán motivo para dar gracias al cielo de haber escapado sanos y salvos de esta tierra. Conducidnos, pues, y pensad que habéis llegado a ser nuestra presa persiguiendo a la vuestra. La fortuna os ha cogido en la misma trampa que habíais tendido; pues la astucia es un mal medio para adquirir y para conservar. Harto se adivina en vuestra audaz actitud que no habéis llegado a la ligera ni sin apercibiros a hacernos tal ultraje. Os habéis confiado en alguna estratagema al poner mano en esta empresa; pero a mí me toca preverla y no permitir que una ciudad entera ceda en poder a un solo hombre. ¿Me habéis entendido? ¿O pensáis que las palabras que oís y las que oíais cuando concebíais vuestros planes son vanas y frívolas? CREÓN Mientras yo esté aquí no tendré nada que oponer a cuanto me digáis; pero de vuelta a mi patria, sabré lo que he de hacer. TESEO Amenazad, pero echad a andar, y vos, Edipo, permaneced tranquilo aquí, y creed que, si no muero, no tendré punto de reposo hasta que os haya devuelto a vuestras hijas. (_Salen. Edipo queda solo en escena con el Coro._) EDIPO ¡Quiera el cielo, oh Teseo, que recojáis el fruto de los cuidados generosos y benéficos que os tomáis por nosotros! ESCENA V EDIPO, EL CORO EL CORO ¡Quién se hallase donde pronto unos y otros han de encontrarse, han de mezclarse y han de hacer resonar la voz de bronce del dios Ares! ¡Quién se hallase en los campos de Maratón o en las riberas de Eleusis, profusamente fulgurantes, donde las venerables diosas inician en augustos misterios a los mortales, sobre cuya lengua se posa la llave de oro de los Eumólpidas sus ministros! Allí, sin duda, el valiente Teseo y las dos muchachas a quienes el himeneo no ha sometido aún a su yugo han de hacer resonar por los campos sus penetrantes clamores. Quizá sea hacia el occidente de la roca blanca, no lejos del burgo de Aca, donde los carros y los caballos encontrarán a los raptores. Se les despojará de su presa, su perseguidor Ares es terrible, y terrible, además, es el valor de los teseidas. Los frenos de los caballos brillan por doquier; los adoradores de Palas guerrera y del dios de los mares, el hijo querido de Rea, avanzan sobre corceles magníficamente engualdrapados. Entablado el combate, si hemos de dar crédito a nuestros presentimientos, los raptores no tardarán en tener que entregar a la que ha sufrido tantos ultrajes, a la que un pariente ha tratado de un modo tan indigno. Diariamente Zeus castiga de modo semejante. Somos los profetas del éxito del combate: ¡quién pudiera, con las alas rápidas de la paloma, lanzándose al seno de las nubes, ver con sus propios ojos el combate que esperamos! Zeus, soberano del Olimpo, tú que lo ves todo, y tú, Palas, su augusta hija, coronad el valor de los que gobiernan esta tierra; haced que sus soldados no persigan sin fruto su presa. También os suplicamos, Apolo, amigo de la caza, y su hermana, de pies veloces, que os complacéis en la persecución de los ciervos ligeros, que vengáis ambos en socorro de esta tierra y de sus habitantes. [Ilustración] ACTO CUARTO ESCENA PRIMERA EDIPO, EL CORO EL CORO Extranjero desgraciado (_A Edipo._), no diréis que somos profetas mendaces. Diviso a ambas princesas; tornan, están ya cerca. EDIPO ¿Dónde están? ¿Dónde están? ¿Qué decís? ¿Qué me habéis anunciado? ESCENA II TESEO, ANTÍGONA, ISMENA, EDIPO, EL CORO ANTÍGONA ¡Padre mío, padre mío! ¿Qué dios os concederá el favor de ver con vuestros propios ojos al más generoso de los mortales que nos devuelve a vuestros brazos? EDIPO ¡Hijas mías! ¿Estáis aquí, en efecto, ambas? ANTÍGONA El brazo de Teseo y de sus valerosos guerreros nos ha salvado. EDIPO Venid, hijas mías, venid; abrazad a vuestro padre, dadle este placer de que no esperaba ya gozar. ANTÍGONA Seréis satisfecho; nuestros deseos responden a los vuestros. EDIPO ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis? ANTÍGONA Henos aquí a una y a otra. EDIPO ¡Hijas queridas! ANTÍGONA ¿Las hay que no sean caras al corazón de un padre? EDIPO ¡Apoyos de mi vejez! ANTÍGONA ¡Infortunados sostenes de un infortunado! EDIPO Tengo en mis brazos lo que me es más querido. Puesto que mis dos hijas están junto a mí, no moriré del todo desgraciado. Hijas mías, apoyaos sobre mi pecho, apretad vuestro cuerpo contra el de quien os dio el ser; haced olvidar a mi corazón desdichado mi soledad y mis fatigas. Decidme cuanto ha sucedido, y decídmelo en pocas palabras, como cuadra a vuestra edad. ANTÍGONA He aquí a quien nos ha salvado; eso es cuanto os importa saber, padre mío, y estas pocas palabras bastan para vos y para mí. EDIPO (_A Teseo._) No os asombre, oh príncipe, que cuando mis hijas me son devueltas contra toda esperanza, me abandone al placer de abrazarlas. Harto sé que a vos, a vos sólo, os debo tan grande beneficio; sólo vos entre todos los mortales me habéis conservado a mis hijas. Que los dioses, como deseo, os lo premien, a vos y a esta comarca, ya que sólo aquí, sólo entre vosotros, he hallado la piedad, la justicia y la verdad. Teniéndolo en cuenta, ved con qué palabras quiero responder a vuestros beneficios, pues lo que tengo, lo tengo por vos y por ningún otro de entre los humanos. ¡Dadme, oh rey, la mano, que pueda yo tocarla, que pueda, si me es permitido, besar vuestra frente...! Pero ¿qué digo? ¿Cómo, ¡infeliz de mí!, me atrevería a tocar a un mortal sin mancilla alguna? No os tocaré, no permitiré siquiera que me toquéis; sólo a los que han sufrido semejantes desgracias les corresponde compartir su peso. Pero vos sed dichoso y conservad para mí en lo futuro la misma benevolencia equitativa de que me habéis hoy dado pruebas. TESEO En vuestro gozo de recibir a vuestras hijas, no me hubiera sorprendido que hubierais dado aún más extensión a vuestras expansiones con ellas, y aunque hubierais preferido en ese momento conversar con ellas a hacerlo conmigo, no hubiera yo tenido por qué quejarme. Más por las acciones que por las palabras, procuro derramar algún resplandor sobre mi vida; y doy prueba de ello, pues de cuanto os he jurado, nada he dejado de cumpliros, anciano. En efecto, os devuelvo a vuestras hijas, a quienes he salvado y librado de los peligros que las amenazaban. No encareceré a vuestros ojos el desarrollo del combate: lo sabréis por boca de vuestras mismas hijas. Por de pronto, escuchad lo que acabo de oir al llegar aquí. La noticia no es muy importante, pero es natural que os asombre; no hay acción indiferente y que en absoluto no merezca que nos preocupemos de ella. EDIPO Hijo de Egeo, ¿qué noticia es esa? Dignaos dármela; ignoro lo que podéis haber sabido. TESEO Dicen que un hombre, que no es vuestro conciudadano, sino vuestro pariente, ha ido a prosternarse y sentarse al pie del altar de Poseidón, del altar donde yo sacrificaba cuando he acudido. EDIPO ¿De dónde viene y con qué fin se ha sentado al pie de tal altar? TESEO Lo ignoro. Sólo sé y se me ha dicho que os pide una entrevista muy corta. EDIPO ¿Qué entrevista? Esa actitud de suplicante no anuncia un asunto de poca importancia. TESEO Dicen que no pide sino hablaros y marcharse. EDIPO ¿Quién es ese mortal que se presenta aquí como suplicante? TESEO ¿No tendríais en Argos algún pariente que pudiera pediros tal gracia? EDIPO Amigo mío, no vayáis más lejos. TESEO ¿Qué os pasa? EDIPO No me preguntéis nada. TESEO Explicaos. EDIPO Por lo que acabo de oir, sé quién es el suplicante. TESEO ¿Y quién puede ser ese hombre, que estoy ya a punto de odiar? EDIPO Príncipe, mi hijo, mi detestable hijo, de todos los mortales aquel con quien una entrevista me haría sufrir más. TESEO ¿No podéis escucharle y no hacer sino lo que gustéis? ¿Tan enojoso es para vos el oirle? EDIPO Sólo su voz sería para el corazón de un padre el más horrible tormento. ¡No me pongáis en la necesidad de tener para vos tal complacencia! TESEO Pero si el derecho de los suplicantes os pone en tal necesidad, tened en cuenta los respetos que yo me vería obligado a tener para el dios. ANTÍGONA Padre mío, por joven que sea vuestra hija, dignaos atender a sus consejos; dejad al príncipe satisfacer los deseos de su corazón y las voluntades del dios. Concedednos la gracia de dejar venir aquí a mi hermano. Tranquilizaos; cuanto pueda deciros contrario a vuestros propósitos no violentará vuestra voluntad. ¿Qué peligro hay para vos en escucharle? Se pueden juzgar las intenciones por las palabras. Vos, padre mío, le habéis dado el ser, y aunque os hubiera inferido los más crueles e impíos ultrajes, no estaría bien que pretendieseis devolvérselos. Dignaos recibirle. Otros padres han tenido hijos indignos y vivos resentimientos; pero la voz de la amistad tenía sobre ellos un poderoso influjo que subyugaba su ira. No recordéis vuestros males presentes, sino los que habéis sufrido por culpa de vuestro padre y vuestra madre; si los consideráis, estoy segura de que veréis al punto el resultado funesto de una cólera cruel. Privado de la luz del día, vuestros recuerdos son dolorosos; ceded a nuestras súplicas. Es vergonzoso resistir a los que sólo piden justicia, y cuando recibís de ellos trato tan dulce, haríais mal en no saber corresponder a él. EDIPO Hija mía, vos y Teseo me habéis vencido exigiendo de mí esta complacencia que me pesa. Haced lo que os plazca; pero, príncipe, sólo os pido que no permitáis, si viene aquí, que nadie pueda hacerse dueño de mi destino. TESEO Anciano, lo que me habéis pedido una vez, no es preciso que me lo pidáis nuevamente. Evito toda vana ostentación, pero si algún dios vela por mi conservación, me atrevo a responder de la vuestra. ESCENA III LOS PRECEDENTES, excepto TESEO EL CORO Aquel que, descontento de ver su vida limitada a un corto número de días, desea vivir más, padece, en sentir nuestro, una funesta obcecación, ya que muy a menudo los días sólo se multiplican para acrecentar el dolor en nosotros. El hombre, aun obteniendo más de lo que desea, no es más feliz; aun junto a la tumba es insaciable, aun en la hora fatal en que no hay ya himeneo, ni cantos, ni danzas; aun en la hora, en fin, en que la muerte se presenta. Hubiera sido mejor para el hombre no haber nacido nunca o no venir al mundo sino para volver cuanto antes a la nada de que ha salido. En efecto, desde que la juventud llega, trayendo consigo tantas frívolas ligerezas, ¿cuál es el hombre que puede escapar a los males que las siguen? ¡Cuántas penas se unen en ellas! Las muertes, las sediciones, las disputas, los combates y la envidia; la vejez viene a suplantarla, la vejez aborrecida, sin fuerza, sin sociedad, sin amigos, en la que los males se amontonan sobre los males. Llegado a ese término, Edipo es desgraciado; no somos los únicos que nos quejamos. Lo mismo que una roca, en la costa del Norte, es durante la tempestad asediada por las olas que vienen a desplomarse sobre ella por doquier, los males horribles, encadenados uno a otro, vienen rodando sin tregua a herir al desgraciado Edipo; unas vienen de Poniente, otras de Levante; éstos de las regiones del Mediodía, aquellos de las nórdicas en que habita la noche. ESCENA IV EDIPO, ANTÍGONA, ISMENA, POLINICIO, EL CORO ANTÍGONA He ahí, padre mío, he ahí, se me figura, al extranjero, que avanza solo y sin séquito, los ojos anegados en lágrimas. EDIPO ¿Quién es? ANTÍGONA El que habíamos ya sospechado. POLINICIO ¿Qué debo hacer, hermanas mías? ¿Debo verter lágrimas sobre mis propias desgracias o sobre las de un padre que encuentro aquí con vosotras, cargado de años, errante por una tierra extraña, cubierto con esa indigna vestimenta, que, envejeciendo con él sobre su cuerpo marchito, no es sino un objeto de disgusto y de horror, mientras sus cabellos en desorden son juguete del viento, sobre su rostro privado de la luz? Y sin duda los alimentos con que mantiene su cuerpo infortunado están en armonía con cuanto veo. ¡Desgraciado de mí! He sabido demasiado tarde tan deplorable suerte. Soy, lo confieso, el más malo de los hombres, pero vengo a ofreceros los socorros que os faltan y que no debéis buscar en otra parte. Pensad que el respeto para los suplicantes está sentado sobre el mismo trono de Zeus; que lo esté también junto a vos, padre mío. Se pueden remediar las faltas, pero no se pueden anular... ¡Os calláis, padre mío! Dignaos hablarme. ¿Por qué me esquiváis? ¿Por qué no me respondéis? ¿Me dejaréis ir así, bajo el peso de vuestro desprecio, sin dirigirme ni una palabra, sin explicarme vuestros resentimientos? Hijas de Edipo, hermanas mías, intentad conmigo arrancar algunas palabras a esa boca muda y cruel, haced que no persevere en su silencio y que no me deje ir sin honor, a mí, que soy el suplicante de un dios. ANTÍGONA (_A Polinicio._) Decid, infortunado, decid qué motivo os trae; pues con frecuencia un discurso extenso puede, excitando el interés, el resentimiento, la piedad misma, obligar a hablar a quienes se obstinan en callar. POLINICIO Me explicaré, pues vuestros consejos merecen ser seguidos. Llamaré por de pronto en mi ayuda al dios que yo imploraba cuando el rey de esta comarca me ha hecho dejar su altar para venir aquí, dándome la seguridad de que podría hablar, escuchar y partir libremente. Ved lo que oso esperar de vosotros, extranjeros, y de vosotros, padre y hermanas mías. Lo que me trae aquí, padre mío, osaré decíroslo. Estoy desterrado de mi patria por haber querido, como primogénito, subir al trono de Tebas. En vez de reconocer tal derecho, Eteocles me ha echado de mi tierra natal, no triunfando de mí con sus razones, su valor o su fuerza, sino atrayendo a su partido a la ciudad entera. La furia que os venga fué, lo confieso, la principal causa, según luego he sabido por la boca misma de los adivinos; pues apenas llegué a los muros de Argos, de la tierra de los dorios, casando con la hija de Adrasto, he tenido por confederados a todos los varones principales de la comarca, cuyo valor los distinguía entre todos; y formando con ellos, contra Tebas, un ejército dividido en siete cuerpos, no tenía yo otro propósito que morir por tan justa causa o expulsar de mi patria a los autores de mi infortunio, y no obstante ¿por qué he venido? Para dirigiros, padre mío, las más humildes súplicas, en mi nombre y en el de mis aliados, que, a la cabeza de siete divisiones, de siete cuerpos, se han lanzado contra las murallas de Tebas. El primero es el valiente Anfiarao, que sobrepuja a todos sus rivales en el arte de combatir con la lanza y de interpretar el vuelo de las aves; el segundo es el etolio Tider, hijo de Eneo; el tercero es Eteocles, nacido en la ciudad de Argos; el cuarto es Hipomedón, a quien su padre Talao envió a dicha expedición; el quinto se envanece de destruir en seguida de arriba a abajo la ciudad de Tebas; su nombre es Capaneo; el sexto ha venido de Arcadia, se llama Partenopeo, y ha tomado ese nombre de su madre Atalante, rebelde durante mucho tiempo al yugo del himeneo; en fin, yo, que soy vuestro hijo, o que al menos debo el ser a un destino funesto, yo a quien llaman vuestro hijo, yo soy quien conduce el intrépido ejército de los argivos. Nos reunimos todos, padre mío, para pediros de rodillas, en nombre de vuestra propia vida, en nombre de vuestras dos hijas, que hagáis ceder vuestra inflexible cólera a los deseos que rebosan en mi corazón de castigar a un hermano que me ha expulsado, que me ha despojado de mi patria. Si en efecto se debe dar fe a los oráculos, aquel de ambos partidos que vos abracéis debe, según ellos, ser el vencedor. Me atrevo, pues, a suplicaros, por las fuentes sagradas, por los dioses de la patria, que calméis vuestros resentimientos y os rindáis a nuestros deseos. Soy, como vos, extranjero y despojado de todo. Vos y yo, sometidos al mismo destino, no tenemos otro asilo que el obtenido por nuestras súplicas; mientras mi hermano (¡infeliz de mí!) reina en su palacio y, entregado allí a la molicie, nos insulta a uno y otro con risas burlonas. Si os dignáis hacer vuestros mis sentimientos, no tardaría yo en confundirlo, sin grandes preparativos ni trabajos. Os llevaré de nuevo a vuestro palacio, os restableceré en él, lo mismo que a mí, luego de haberlo expulsado. Ved lo que me atrevo a prometer con seguridad si vuestra voluntad se une a la mía; pero, sin vos, no tendré siquiera fuerza suficiente para salvar mi vida. EL CORO En atención a quien os envía ese suplicante, respondedle, Edipo, lo que os cuadre decirle, y despedidle luego de vuestra respuesta. EDIPO Creed, ciudadanos, creed que a no ser Teseo, el soberano de este país, quien me lo ha enviado, exigiendo que le respondiese, nunca el sonido de mi voz hubiera herido sus oídos; va, pues, a oir lo que se merece, que, sin duda, no llenará su vida de encantos. ¿No fuiste tú, malvado, quien en Tebas, poseyendo el trono y el cetro que tu hermano posee ahora expulsaste a tu padre, le redujiste a vivir sin patria y a llevar estas indignas vestiduras, cuya vista te arranca hoy lágrimas, hoy que te ves en las mismas desgracias que yo? Pero esas desgracias no las lloraré, las soportaré, conservando en mi corazón mientras viva el recuerdo de tu parricidio. Porque tú eres quien me indujiste al estado miserable en que vivo, tú quien me expulsaste, tú quien me pusiste en el trance de errar así, mendigando por doquier mi pan cotidiano. En fin, si yo no hubiera dado el ser a estas dos hijas para mantenerme, hubiera muerto y tú hubieras sido mi asesino. Ellas, ahora, me cuidan, me mantienen y, por el valor que demuestran padeciendo conmigo, tienen harto menos de mujeres que de hombres. Vosotros, hijos ingratos, no sois mis hijos. Por eso el dios vengador que te persigue no te mira aún con los mismos ojos que te mirará cuando todo ese ejército avance hacia los muros de Tebas: pues no derribarás sus murallas, y antes que sean destruidas caerás anegado en tu sangre, y tu hermano contigo. He ahí las imprecaciones que yo había lanzado contra vosotros dos, y que en este momento llamo nuevamente en mi ayuda, para enseñaros a respetar a quienes os han dado la vida y a no humillar con vuestro desprecio a un padre privado de la luz. No es ese el ejemplo que vuestras hermanas os han dado; por lo cual, el palacio, el cetro, que eran vuestros, llegarán a ser su patrimonio, si es verdad que la justicia, fiel a las leyes eternas, está sentada desde el principio de los tiempos en el trono de Zeus. Aléjate, pues, detestable mortal, aléjate, malvado, de un padre que reniega de ti. Acompáñente las nuevas imprecaciones que contra ti invoco: que nunca puedas triunfar de tu patria por las armas ni trasponer de nuevo los muros de Argos, que perezcas a manos de tu hermano, inmolando a ese hermano por quien fuiste expulsado. Oye los votos que hago: Pido al Tártaro, hoy mi dios tutelar, que te reciba en sus tinieblas horribles, llamo en mi socorro a las furias que aquí presiden, al dios Ares, que ha encendido en vuestros corazones la llama de un odio implacable. Ya me has oído; parte y ve a contar a los tebanos y a tus fieles aliados con qué presentes ha premiado Edipo a sus dos hijos. EL CORO Polinicio, no hay motivo para felicitaros por el éxito de vuestro viaje; partid al punto, apresuraos a volver sobre vuestros pasos. POLINICIO ¡Viaje fatal, deplorable calamidad! ¡Desgraciados compañeros míos! ¿Es esta esperanza con que partí de Argos? ¡Infeliz de mí! ¿Cómo me presentaré ante mis aliados? ¿De qué modo les hablaré? Mudo y confundido, tendré que permanecer hundido en mi infortunio. Hermanas mías, vosotras que sois sus hijas, vosotras que habéis oído las crueles imprecaciones de este padre, en nombre de los dioses, si han de cumplirse en vuestro provecho y volvéis a ver vuestra patria, no me rechacéis con desprecio, concededme los honores fúnebres y depositad mi cuerpo en una tumba. Por grandes que sean las alabanzas que os conquisten hoy los cuidados que prodigáis a vuestro padre, no serán menos lisonjeras las que obtengáis por los que a mí me dediquéis. ANTÍGONA ¡Polinicio, rendíos a mis súplicas! POLINICIO ¿Qué queréis, cara Antígona? Hablad. ANTÍGONA Volved cuanto antes a Argos con vuestro ejército y no expondréis a un tiempo vuestra vida y la felicidad de la patria. POLINICIO Lo que me pedís no es posible. ¿Cómo merecería yo mandar este ejército, otra vez, si mostrase hoy algún temor? ANTÍGONA ¿Y para qué habíais de ceder otra vez a vuestros resentimientos? Cuando hayáis destruido vuestra patria, ¿qué bien os vendrá de ello? POLINICIO Sería vergonzoso huir; verme objeto de las burlas de un hermano menor. ANTÍGONA ¿No tenéis en cuenta que vuestro furor realiza las profecías de un padre que predice que moriréis uno a manos de otro? POLINICIO Eso quiere, en efecto; pero eso no es para nosotros una razón que nos mueva a ceder. ANTÍGONA ¡Infeliz de mí!... ¿Quién después de oir sus predicciones osará seguiros? POLINICIO Me guardaré bien de anunciar lo que hay en ellas de funesto. Un buen general debe decir lo que le favorece, no lo que le perjudica. ANTÍGONA ¿Es eso lo que habéis resuelto? POLINICIO No me retengáis más, es necesario que yo siga mi camino, aunque mi padre y sus furias lo hayan tornado tan temible y tan funesto para mí. Que Zeus, hermanas mías, os abra otro, si me concedéis, cuando muera, los cuidados que os he pedido, pues no podréis ya dedicármelos en vida. Dejadme libre: adiós. Cuando volváis a verme no gozaré ya la luz de los cielos. ANTÍGONA ¡Infeliz de mí! POLINICIO Cesad de suspirar por mi suerte. ANTÍGONA ¿Quién viéndoos correr a una muerte que prevéis, hermano mío, podría evitar el gemir? POLINICIO Moriré si es necesario que muera. ANTÍGONA Hermano mío, no; ceded antes bien a mis consejos. POLINICIO No me aconsejéis lo que no debo hacer. ANTÍGONA ¡Qué desgracia para mí si he de verme privada de vos! POLINICIO Los dioses no más lo hacen todo; ellos nos hacen nacer con buena o mala suerte. Yo los invoco en favor vuestro y les pido que aparten de vosotras todos los males. Bien merecéis veros exentas de ellos. ESCENA V EDIPO, ANTÍGONA, ISMENA, EL CORO EL CORO Nos han llegado las nuevas calamidades, los males terribles anunciados por ese anciano ciego, aunque el destino no haya todavía hecho llegar su hora; pues la autoridad de los dioses nunca es vana. El tiempo, sólo el tiempo lo ve todo; realiza unas cosas hoy y otras mañana. ¡Pero el trueno resuena, oh Zeus! EDIPO ¡Hijas mías, hijas mías! ¿Algún habitante de estos lugares querría traerme al virtuoso Teseo? ANTÍGONA ¿Qué razón, padre mío, os hace desear su presencia? EDIPO El rayo alado de Zeus me conducirá en breve a los infiernos. Enviad cuanto antes en busca del rey. EL CORO Escuchad con qué ruido terrible, el dios hace murmurar su rayo. Nuestros cabellos se encrespan de espanto, nuestro corazón se hiela, los relámpagos aumentan e inflaman los cielos. ¿Cuál será el fin de tal presagio? Lo tememos: no en vano tiene lugar; alguna calamidad le seguirá... ¡Oh Éter, oh Zeus! EDIPO Hijas mías, mi término, predicho por los oráculos, ha llegado: no hay ya medio de evitarlo. EL CORO ¿Cómo lo sabéis? ¿En qué signo lo habéis conocido? EDIPO Lo sé y basta. Que se apresuren a traer al soberano de esta comarca. EL CORO ¡Oh cielos, oid de nuevo resonar en los aires ese ruido terrible! ¡Sednos propicio, gran dios, sednos propicio! ¡Y si es un signo funesto para nuestra patria, que se nos torne favorable! ¡Que la presencia de un anciano desgraciado no vuelva contra nosotros nuestros beneficios! Zeus, a ti nos dirigimos. EDIPO ¿Viene Teseo? ¿Podrá, hijas mías, encontrarme con vida aún, con conocimiento? ANTÍGONA ¿Qué prenda de vuestra fe queréis dar a su corazón? EDIPO Quiero, por los beneficios recibidos de él, darle la útil recompensa que mi boca le ha prometido. EL CORO Venid, hijo, venid, aunque estéis en la playa, ocupado en hacer un nuevo sacrificio en los altares de Poseidón, acudid. Este extranjero quiere daros a vos y a la ciudad el justo premio de vuestros beneficios. Apresuraos, príncipe, apresuraos. ESCENA VI LOS PRECEDENTES, TESEO TESEO (_Al Coro._) ¿Qué gritos son esos que unánimemente hacéis resonar en los aires? He reconocido vuestra voz, he reconocido la de este extranjero. ¿Es el rayo de Zeus, es la granizada lo que le excita? Se puede conjeturar todo entre los horrores de semejante tempestad. EDIPO Príncipe, deseo vuestra presencia. Un dios, sin duda, ha conducido aquí vuestros pasos. TESEO ¿Qué ocurre, hijo de Layo? EDIPO Que ha llegado el fin de mi vida. No quiero morir sin mostrarme fiel a las promesas que os he hecho a vos y a esta ciudad. TESEO ¿Y en qué fundáis las conjeturas de vuestra muerte? EDIPO Los dioses mismos, los dioses, que no engañan nunca, son los heraldos que me la anuncian por los signos con que acaban de avisarnos. TESEO ¿Y cómo, anciano, os lo han manifestado? EDIPO Con los frecuentes truenos, con las flechas de fuego que lanza una mano invencible. TESEO Os creo; pues he visto que sabéis predecir y que vuestros labios ignoran la mentira. Decidme, pues, qué hay que hacer. EDIPO Lo que voy a haceros saber, hijo de Egeo, es para esta ciudad un beneficio perdurable. En breve yo solo y sin guía os conduciré al lugar donde debo morir. Guardaos de descubrir a nadie dónde está oculto, ni hacia qué lado puede estar, si queréis que sea siempre para vos, contra los países vecinos, una defensa superior a una multitud de lanzas y broqueles. Quiero evitar el revelárselo a ninguno de estos ciudadanos y hasta a mis hijas, pese al amor que les profeso. Sed siempre el fiel depositario de este secreto, y cuando lleguéis al fin de vuestra vida, no se lo confiéis sino a quien haya de ocupar el primer rango, quien a su vez no se lo revelará sino a su sucesor: con lo que haréis de esta ciudad un escollo insuperable contra todo esfuerzo de los tebanos. ¡Cuántas ciudades, aun estando muy bien gobernadas, se han dejado cegar por el orgullo! Pero las miradas de los dioses, aunque tardíamente, se posan al fin sobre quien, rechazando las leyes de la piedad, se abandona a sus arrebatos. ¡Que el cielo os libre, hijo de Egeo, de exponeros a tal desgracia!; pero lo que puedo deciros a ese propósito, lo sabéis ya. Vamos, pues, porque la orden de Zeus me apremia; marchemos, sin desviarnos, hacia el lugar que me espera. Hijas mías, seguidme; yo os guiaré hoy como vosotras habéis guiado a vuestro padre. Retiraos, no me toquéis, dejadme a mí encontrar la tumba sagrada donde el destino quiere que yo me sepulte en el seno de esta tierra... Venid, venid adonde me conducen Hermes y la diosa de los infiernos... ¡Oh luz, que perdiste la claridad para mí, en este instante vuestros rayos alumbran mi cuerpo por última vez; pues estoy en el término de mi vida y voy a hundirme en los infiernos! ¡Oh Teseo, el más caro de cuantos me han dado hospitalidad, oh tierra, oh ciudadanos, sed por siempre felices, y en medio de vuestra dicha recordad mi muerte! (_Salen._ EL CORO _queda solo._) EL CORO ¡Diosa invisible, y vos, Hades, soberano de la eterna noche, si nos es permitido dirigiros nuestras plegarias, haced, os lo rogamos, que ese anciano alcance una muerte apacible, sin angustias, y descanse dulcemente en la laguna Estigia, en la región de los muertos donde todo se suma! Y vos, extranjero, después de tantos tormentos sufridos sin merecerlos, ¡que un dios justo os mire con ojos benignos! Diosa subterránea, y tú, invencible guardián de los infiernos, monstruo horrible a quien nos representan gruñendo y acostado ante las puertas de Hades, hijo del Tártaro y de la Tierra, te suplicamos que acojas con dulzura al extranjero que va a precipitarse en la morada subterránea de los muertos: te invocamos a ti, cuyo sueño dura eternamente. [Ilustración] [Ilustración] ACTO QUINTO ESCENA PRIMERA UN MENSAJERO, EL CORO EL MENSAJERO Ciudadanos: puedo en pocas palabras anunciaros la muerte de Edipo; mas para las circunstancias de este acaecimiento unas breves palabras no bastan. EL CORO ¡Ha muerto el infortunado! EL MENSAJERO Ha dejado esta vida para siempre. EL CORO ¿De qué manera? ¿Su fin ha sido al menos dulce? ¿Parecía obra de un dios? [Ilustración] EL MENSAJERO De un modo digno de admiración. En efecto, habéis visto vosotros, que estabais presentes, cómo ha partido de aquí sin ser guiado por nadie, y sirviéndonos de guía a nosotros. Apenas ha llegado al umbral del abismo que se arraiga a la tierra por una escalera de bronce se ha detenido hacia el sitio donde el camino se divide en varios ramales, cerca del profundo cráter donde reposan los monumentos de la eterna amistad que Teseo y Pirítoo se juraron en otro tiempo. Se ha sentado a distancia igual de la crátera, de la roca tórica, de una tumba de piedra y de un peral salvaje cuyo tronco está carcomido por los años. Se ha despojado de los repugnantes harapos que le cubrían, y llamando a sus hijas, les ha ordenado que le busquen un agua pura para baños y libaciones. Ambas han corrido a la colina de la fecunda Deméter que se divisa no lejos de allí y han ejecutado presurosas los deseos de su padre. Le han bañado y lo han cubierto con vestiduras nuevas, conforme a los ritos prescritos. Apenas ha gustado las dulzuras de los servicios que le prestaban; apenas todas sus órdenes han sido cumplidas, Zeus ha hecho sonar su trueno subterráneo. Las dos muchachas, estremeciéndose al oirlo, se han prosternado ante su padre, deshechas en lágrimas, golpeándose el pecho y lanzando largos gemidos. Edipo, en cuanto ha oído ese ruido espantoso, extendiendo ambos brazos sobre sus hijas: «Hijas mías --ha dicho-- no tenéis ya padre; todo ha acabado para mí. No tendréis ya que soportar las penosas fatigas que os causaba el cuidado de mi subsistencia; eran crueles, lo sé; pero para endulzar los más rudos trabajos, os bastaba saber que nadie os amará nunca más que yo. Me perdéis hoy, y el resto de vuestra vida va, desde ahora, a deslizarse en esa privación amarga.» A estas palabras padre e hijas se han abrazado, llorando y sollozando. Al fin, calmado su llanto, y habiendo sucedido el silencio a sus gritos, una voz se ha hecho oir de repente, llamando a Edipo. El pavor ha sobrecogido a los presentes y el pelo se nos ha erizado. La voz del dios se ha oído diciendo: «¡Edipo, Edipo! ¿Qué nos detiene? Marchemos. Tardas demasiado.» Apenas ha reconocido la voz del dios ha invitado a Teseo a acercarse y le ha dicho: «Amigo mío, dadme la mano, en prenda de la fe constante que os liga a mis hijas; vosotras, hijas mías, dádmela también. Príncipe; prometedme no hacerlas nunca daño voluntariamente, sino velar por sus intereses y hacer por ellas cuanto podáis.» Teseo, como hombre generoso, le jura, conteniendo las lágrimas, cumplir sus deseos. Hecho este juramento, Edipo, colocando sus manos trémulas sobre sus hijas, les ha dicho: «Hijas mías, es preciso que, con un noble valor, os alejéis de aquí y no me pidáis ver ni oir lo que os está vedado. Retiraos al punto; que Teseo quede solo y sea testigo de lo que ha de ocurrir.» A tal orden, que hemos oído todos, nos hemos retirado, gimiendo y derramando lágrimas, detrás de sus hijas. Pero, apenas alejados un poco, hemos vuelto la cabeza; Edipo había desaparecido y Teseo, la mano en el rostro, se tapaba los ojos, como aterrorizado al aspecto de un horrible espectáculo. Luego le hemos visto prosternarse y adorar a la vez la Tierra y el Olimpo do residen los dioses. Sólo Teseo entre los mortales podría decir de qué guisa ha perecido Edipo; pues ni el rayo ha caído sobre él para reducirle a cenizas, ni la tempestad ha venido del seno de los mares para arrebatarlo; pero o algún dios se lo ha llevado, o la tierra se ha abierto por sí misma para proporcionarle un fácil paso a los infiernos. No ha sucumbido, en fin, atormentado por las angustias de una enfermedad. Hay menos motivo para llorarle que para admirarle entre todos los humanos. Si alguien juzga que he dicho cosas insensatas no trataré de persuadirle. EL CORO ¿Dónde están ahora las dos hijas de Edipo y los amigos que las acompañaban? EL MENSAJERO Aquí se acercan. Harto las anuncian sus gemidos. ESCENA II ANTÍGONA, ISMENA, EL CORO ANTÍGONA ¡Cuán desgraciadas somos! Hoy hemos de llorar, y el resto de nuestra vida la sangre a quien se la debemos, la sangre lamentable de un padre por quien hemos constantemente padecido trabajos y por quien hasta nuestra muerte, nuestros ojos y nuestro corazón han de padecer todavía tanto. EL CORO ¿Qué ha sucedido? ANTÍGONA Lo que no podría imaginarse, amigos míos. EL CORO ¿Ha muerto? ANTÍGONA De la manera que vosotros más habríais deseado. ¿Qué otra cosa mejor puede desearse? No ha tenido que sufrir el embate de Ares ni el del mar, sino que las entrañas de la tierra, abriéndose a la luz, se han apoderado de él y han puesto fin a su vida de una manera inesperada. ¡Ahora una noche funesta se tiende para siempre ante nuestros ojos! ¿En qué tierra apartada; sobre qué olas tempestuosas habremos de errar y buscar el sustento para conservar una vida insoportable? ISMENA ¿Quién sabe? ¡Que el dios de los muertos me lleve a su imperio y me junte a mi padre! Lo que me resta de vida no es ya nada para mí. EL CORO ¡Oh las más generosas de todas las hijas!, hay que sufrir con valor los males que los dioses os envían; no os dejéis extraviar por vuestro dolor; vuestra suerte no es tan deplorable. ANTÍGONA Añoro ¡ay! hasta los males que compartía con él; lo que había en ellos de más penoso era un placer para mí cuando le sostenía en mis brazos. ¡Padre mío, amigo mío, a quien las tinieblas de la tierra ahora envuelven, nunca vuestra vejez dejó de serme cara! ¡Que no cese yo nunca de amar vuestra memoria! EL CORO ¿Ha muerto, pues? ANTÍGONA Ha muerto como deseaba. EL CORO ¿Qué decís? ANTÍGONA Ha muerto en esta tierra extraña donde deseaba morir. El lecho fúnebre donde reposa está cubierto de eterna obscuridad y el duelo en que nos deja nos hará verter lágrimas inagotables. Sí, padre mío, para siempre mis ojos os han de llorar; no tengo en mi dolor consuelo alguno. ¡Debíais, ¡ay!, morir en una tierra extraña y dejarme al morir en tan triste abandono! ISMENA ¡Desgraciadas! ¡Privadas una y otra de un padre querido, a qué abandono, también a qué estado miserable me veo condenada con vos, hermana mía! EL CORO Amigas nuestras; puesto que ha acabado tan felizmente su vida, cesen vuestras quejas. No hay nadie que escape a la desgracia. ANTÍGONA Volvamos sobre nuestros pasos, hermana. ISMENA ¿Qué pretendéis hacer? ANTÍGONA Un deseo me posee. ISMENA ¿Qué deseo? ANTÍGONA Ver la morada subterránea... ISMENA ¿De quién? ANTÍGONA De mi padre. ¡Cuán desgraciada soy! ISMENA ¿Lo creéis permitido? ¿No veis...? ANTÍGONA ¿Cuál es el objeto de vuestro reproche? ISMENA ¿No veis? Digo... ANTÍGONA ¿Qué queréis? vuelvo a preguntaros. ISMENA Ha muerto sin tumba, sin testigos... ANTÍGONA Llevadme allí, y cuando lleguemos quitadme la vida. ISMENA ¡Desgraciada! ¿Y cómo podría yo soportar el peso de mi vida condenada a la indigencia y a la soledad? EL CORO Amigas nuestras, no temáis nada. ANTÍGONA ¿Dónde huiré? EL CORO Habéis ambas, huyendo de vuestro país, evitado los peligros a que estabais expuestas. ANTÍGONA Yo pienso... EL CORO ¿Qué? ANTÍGONA Cómo volveremos a nuestra patria, y no veo medio alguno. EL CORO Dejad de pensar en ello. Sería muy penoso. ANTÍGONA Lo es hace mucho tiempo; antes por superar a nuestras esperanzas, ahora por superar a nuestras fuerzas. EL CORO ¡En qué vasto mar de inquietudes habéis caído! ANTÍGONA ¿Dónde, oh Zeus, dirigiremos nuestros pasos? ¿Hacia qué esperanzas un dios favorable me conducirá ahora? ESCENA III LOS PRECEDENTES, TESEO TESEO Hijas mías, cesen vuestros llantos. No cuadra verter lágrimas en una ocasión en que esta comarca os demuestra su espíritu benéfico; sería un ultraje. ANTÍGONA (_A Teseo._) Hijo de Egeo, nos prosternamos ante vos. TESEO ¿Qué queréis de mí, hijas mías? ANTÍGONA Ver con nuestros propios ojos la tumba de nuestro padre. TESEO Eso os está vedado. ANTÍGONA ¿Qué decís, soberano de Atenas? TESEO Hijas mías, él mismo me ha prohibido dejar nunca a nadie acercarse a tal sitio y descubrir a mortal alguno el asilo sagrado donde reposa. Sólo permaneciendo fiel a sus órdenes, me ha dicho, puedo poner para siempre esta comarca al abrigo de toda desgracia. El genio que vela sobre nosotros y Zeus que lo oye todo han escuchado mis juramentos. ANTÍGONA Ya que tal fué su voluntad, me someto a ella. Enviadnos a Tebas, que podamos prevenir al menos el golpe mortal que dos hermanos intentan asestarse. TESEO Haré lo que me pedís y todo lo que pueda seros ventajoso y halagar al que acaba de descender a las entrañas de la tierra. No me cansaré de seros útil. EL CORO Suspended, pues, el curso de vuestros gemidos, gustad algún reposo. Cuanto el rey os ha prometido se realizará. FIN DE EDIPO EN COLONA ANTÍGONA PERSONAJES ISMENA } ANTÍGONA } hijas de Edipo. CREÓN, rey de Tebas. EURÍDICE, esposa de Creón. HEMÓN, hijo de Creón. TIRESIAS, adivino. UN MENSAJERO. UN GUARDA. UN ESCLAVO. CORO, compuesto de ancianos de Tebas. [Ilustración] ACTO PRIMERO ESCENA PRIMERA ANTÍGONA, ISMENA ANTÍGONA Cara Ismena, cara hermana, conocidos os son el número y la extensión de los males que nos ha legado Edipo, y hasta qué punto Zeus, durante nuestra vida, ha querido abatirnos. Parecía, hasta ahora, que no los hubiera tan sensibles, tan crueles, tan afrentosos, que vos y yo no los hubiésemos sufrido; y ahora ¿sabéis qué edicto se dice que el Rey acaba de hacer publicar por toda Tebas? ¿Lo habéis oído, o ignoráis acaso todavía las indignidades que nuestros enemigos preparan contra los que nos son amados? ISMENA ¡Oh cara Antígona! Nada agradable o ingrato acerca del destino de nuestros amigos ha llegado a mis oídos desde que en un solo día nos vimos privadas de nuestros dos hermanos, muertos a la vez de las heridas que se habían causado, y nada nuevo he sabido, feliz o siniestro desde el instante en que el ejército de los argivos desapareció en la obscuridad de la noche última. ANTÍGONA Lo sabía; y por eso, deseando tener, secretamente, una conversación con vos, os he hecho salir de palacio. ISMENA ¿Qué vais a hacerme saber? Parecéis agitada por algún gran designio. ANTÍGONA ¡Qué! ¿Creón no ha concedido a uno de nuestros dos hermanos y negado al otro los honores fúnebres? Ha hecho, fiel a las leyes y a la justicia (según los tebanos publican), enterrar a Eteocles con todos los honores caros a los manes; mientras que ha publicado, dicen, la orden de no amortajar, de no llorar al desgraciado Polinicio, y de abandonarle, sin honores y sin sepulcro, a los áridos pájaros prestos a devorar su presa. Ved lo que el generoso Creón, me dicen, debe declararos, y también a mí, sí, a mí. Va a venir aquí a confirmar su edicto ante los que lo ignoran, y no es una prohibición indiferente, pues a quien se atreva a violarla se le condenará a morir lapidado en medio de la ciudad. Ved lo que preparan contra vos. Pronto demostraréis si sois digna o no de vuestra sangre gloriosa. ISMENA ¡Ay, infortunada! Ante tal prohibición, ¿qué debo preferir? ¿Acatarla o infringirla? ANTÍGONA ¿Queréis trabajar y obrar conmigo? ISMENA ¿A qué peligro queréis lanzaros y qué meditáis? ANTÍGONA ¿Me prestaréis vuestra mano para enterrar ese cuerpo? ISMENA ¿Pretendéis enterrar a aquel para quien toda piedad está vedada? ANTÍGONA Quiero enterrar a mi hermano y al vuestro; sí, al vuestro. ¿Titubearíais en reconocerlo como tal? No se me reprochará el haberle abandonado. ISMENA ¡Cómo, desgraciada Antígona! ¿A pesar de la prohibición de Creón? ANTÍGONA ¿Tiene derecho a separarme de los míos? ISMENA Pensad, hermana mía, que nuestro padre, cargado de oprobios y de odio, murió luego de haberse arrancado los ojos con sus propias manos, para castigarse él mismo por sus crímenes en cuanto los hubo reconocido; que, al pronto, aquella reina que, por una doble calamidad, se halló a la vez esposa y madre, recurrió al auxilio de un lazo funesto para librarse de la vida; que, en fin, dos hermanos infortunados se han asesinado el uno al otro y han expirado de la misma muerte. Ahora, solas ya en nuestra casa, ved el fin deplorable que nos espera, si, rebelándonos contra la ley, nos atrevemos a desafiar las órdenes y el poder del soberano. Considerad que no es dado a las mujeres el combatir contra los hombres; que los que mandan son más fuertes que nosotras y que hay que someterse a su voluntad, aunque fuese aun más rigurosa. Por lo que a mí toca, suplicando a los nuestros que me perdonen, si cedo a la violencia, será obedeciendo a los que poseen el poder; pues es insensato emprender más de lo que se puede ejecutar. ANTÍGONA No os importunaré más; y aunque queráis ahora uniros conmigo, no lo consentiré; tomad el partido que os cuadre. Por lo que a mí toca, enterraré a mi hermano; y tal deber cumplido, moriré gustosa; será volver a unirse con su amigo una amiga. Habré hecho una acción justa y piadosa, ya que el tiempo que habré de agradarle es más largo que el que debo agradar a los vivos; pues voy a unirme a él para la eternidad. En cuanto a vos, si os place, despreciad lo que los dioses honran. ISMENA Estoy lejos de tal desprecio; pero no me es dable luchar contra la voluntad de los ciudadanos. ANTÍGONA Valeos de ese pretexto, mientras yo voy a enterrar a ese hermano querido. ISMENA ¡Desgraciada hermana, me hacéis temblar! ANTÍGONA No temáis por mí; cuidaos de vos. ISMENA Pero, al menos, no descubráis vuestro designio a nadie. ANTÍGONA No, no, corred a denunciarlo. Más me ofenderéis callándolo que publicándolo. ISMENA Es animarse en demasía por un cuerpo inanimado. ANTÍGONA Pero sé que soy grata a quienes me importa agradar. ISMENA Sí, si lográis vuestro objeto; pero intentáis un imposible. ANTÍGONA Bien; me detendré donde se detengan mis fuerzas. ISMENA Deberíais comenzar por no perseguir lo que no podéis alcanzar. ANTÍGONA Cuanto más habléis de esa guisa más excitaréis mi odio, y os atraeréis la justa enemistad de un hermano; dejadme con mis propósitos sufrir la suerte que me espera; nada habrá nunca tan ingrato que me impida morir con gloria. ISMENA Id, ya que lo queréis; es locura, pero nuestros queridos muertos agradecerán vuestro amor. ESCENA II EL CORO (_Entrando en escena._) EL CORO Puro y radiante sol, ojo luminoso del día, al fin resurges rutilante de una luz más fúlgida que nunca ante la mirada de Tebas, la de las siete puertas; ya se reflejan tus rayos en las ondas de Dirceo y haces huir en tumulto y miedosamente al argivo con un broquel deslumbrador; al ejército que, con formidable aparato, había venido a sitiarnos. Lleno de ardor a causa de las pretensiones inciertas de Polinicio, marchaba, lanzando agudos gritos, al modo del águila que, en pos de su presa, descendiendo, desplega sus alas blancas como la nieve. Una multitud innumerable de armas y de cascos empenachados le seguía. Se ha detenido ante nuestros muros; ya sus lanzas, ávidas de matanza, los rodeaban; parecía a punto de derrocar sus siete puertas, y ha desaparecido antes que sus entrañas se hayan saciado de nuestra sangre y que los torbellinos de fuego hayan envuelto nuestras torres. De tal modo, Ares, favorable a la serpiente que él atacaba, ha resonado en sus oídos. La orgullosa presunción horroriza a Zeus. Este dios ve a los argivos corriendo hacia nosotros en grandes oleadas, animados por el ruido de sus armas de oro, y lanza sobre uno de ellos el rayo encendido en el instante en que se jactaba de entonar sobre nuestros muros el himno de la victoria. El guerrero, la antorcha en la mano, cae bajo el golpe que le ha herido; él que, en aquel momento, a impulsos de una osadía loca, parecía en su soplo ardiente igualar el soplo de los vientos conjurados. Todo ha cambiado al punto de aspecto y el poderoso Marte, combatiendo a nuestro lado, ha hecho caer sobre nuestros enemigos los males que ellos nos preparaban. Los siete jefes que se dirigían a nuestras siete puertas, contra otros tantos jefes tebanos, nos han abandonado sus armas brillantes, con las que alzaremos un trofeo a Zeus triunfador. Sólo ha continuado la liza entre esos dos infortunados que, con la misma sangre en las venas han enristrado uno contra otro sus lanzas victoriosas y han tenido el mismo destino. Pero la victoria, que inmortaliza los nombres, ha venido a Tebas y ha hecho suceder la alegría a los dolores. Dejad al fin, ¡oh tebanos!, de pensar en los combates y vamos, en coros durante la noche entera, a rodear los altares de los dioses. Que Dionisos, animando a todos, presida nuestra fiesta. Pero he aquí a Creón, el hijo de Meneceo, el nuevo soberano que acaba de darnos el favor de los dioses; avanza y medita, sin duda, algún designio, puesto que una orden general de su parte nos ha reunido aquí a todos para constituir este consejo de ancianos. ESCENA III CREÓN, EL CORO CREÓN Ancianos; los dioses han salvado, al fin, del naufragio a esta ciudad, a quien una furiosa tempestad combatía; sólo a vosotros entre todos los ciudadanos, he querido reunir aquí. Sé el respeto que os ha inspirado siempre el cetro de Layo; sé, además, hasta qué punto, mientras Edipo ha reinado y aun después de su muerte, habéis permanecido fieles a sus hijos. Pero desde el momento en que, en el mismo día, y vencedores y vencidos por un doble destino, se han degollado el uno al otro con sus manos sanguinarias, el poder y el trono me pertenecen en virtud de los derechos de la sangre. No hay nadie de quien pueda conocerse bien el alma, el genio, el carácter, si aún no se ha visto ponerse a prueba en la práctica del poder y de las leyes. En cuanto a mí, considero y he considerado siempre un mal hombre a quien, encargado del gobierno de un Estado, lejos de atenerse, naturalmente, a los mejores principios, permite al temor que ate su lengua; y no puedo por menos de despreciar a quien antepone al de la patria el interés de sus amigos. Zeus, que todo lo ve, es testigo de que no celaría yo nunca los males que viniesen a amenazar la tranquilidad de mis conciudadanos y nunca el enemigo del Estado podrá ser mi amigo, convencido de que de la salud de la patria dimana la nuestra y de que no se echan de menos amigos cuando la nave del Estado navega sin riesgo. He aquí en virtud de qué principios quiero aumentar la prosperidad de este imperio, y de ahí las órdenes que acabo de publicar respecto a los dos hijos de Edipo. Quiero que Eteocles, que se distinguió por su valor y combatió y murió por su patria, repose en una tumba y reciba los honores que se rinden a los manes de los grandes hombres; mas por lo que toca a su hermano Polinicio, que, expulsado de su patria, sólo tornó con el deseo de entregar a las llamas sus muros y sus coliseos, de saciarse de nuestra sangre y de reducirnos a la esclavitud, he hecho publicar por toda la ciudad la prohibición de enterrarle y de llorarle. Que su cuerpo insepulto sirva de presa a la avidez de los perros y de los buitres; he aquí mis deseos y mis órdenes. Nunca el crimen obtendrá de mí los honores debidos sólo a la virtud; pero a quien haya mostrado celo por mi patria le honraré fielmente durante su vida y luego de su muerte. EL CORO ¡Oh hijo de Meneceo, loada sea la suerte que reserváis al amigo y al enemigo del Estado! En vuestras manos está la disposición de las leyes, a las cuales todos, muertos o vivos, nos hallamos sometidos. CREÓN Velad, pues, por la ejecución de lo que acabo de publicar. EL CORO Dignaos imponer ese deber a otros más jóvenes. CREÓN Los que han de guardar el cuerpo de Polinicio están ya en su puesto. EL CORO ¿Qué cuidado, os queda, pues, que encomendarnos? CREÓN El de manteneros inflexibles con quienes desobedezcan mis leyes. EL CORO No hay nadie tan insensato que se busque la muerte. CREÓN Ese sería, en efecto, el precio de la desobediencia. Pero muchas veces la esperanza de lucro ha llevado a la muerte a los hombres. ESCENA IV CREÓN, UN GUARDA, EL CORO EL GUARDA Señor; no os diré que he venido volando hacia aquí; pues, a impulsos de los distintos pensamientos que me han afligido en el camino, he vuelto muchas veces sobre mis pasos. Ya me decía el corazón: «¡Desgraciado!, ¿por qué correr al castigo que te espera?» Ya: «¡Infortunado!, ¿qué te detiene? Si se entera Creón de lo ocurrido por otro que tú, ¿a qué suplicio estás destinado?» Tan distintos impulsos no me permitían avanzar sino con lentitud. No hay camino tan corto que no lo prolonguen semejantes incertidumbres. En fin, me he decidido y he venido. Voy a hablar, aunque no pueda explicaros nada, pues al cabo, vengo confiado en que no he de sufrir sino lo que ha sido ordenado por el destino. CREÓN ¿De qué procede la turbación en que te veo? EL GUARDA Hablaré de lo que me atañe, porque yo no he cometido el crimen e ignoro el autor. Sería una injusticia castigarme a mí. CREÓN En verdad, te tomas cuidados y andas con precauciones que me indican debes de tener alguna noticia que darme. EL GUARDA Con enojosas noticias es difícil apresurarse. CREÓN Acaba de explicarte y, concluído tu mensaje, déjame. EL GUARDA Obedezco: Acaban de inhumar el cuerpo; lo han cubierto de tierra; han cumplido los ritos acostumbrados y han desaparecido. CREÓN ¿Qué dices? ¿Quién ha tenido tal audacia? EL GUARDA No sé por qué la tierra en aquel sitio no parecía removida ni excavada. Estaba intacta y sólida y se diría que no había sido ni aun surcada por las ruedas de un carro; nada podía, en suma, servir de indicio contra el autor del crimen. Cuando aquel de nosotros que hacía la guardia al despuntar la aurora nos lo ha dicho, este acontecimiento se nos ha antojado un prodigio inconcebible. El cuerpo había desaparecido; no estaba amortajado; sólo estaba cubierto de un poco de tierra, como para impedir el crimen de impiedad. Ningún vestigio de perro hambriento o de animal feroz que hubiera acudido a devorarle se veía en derredor. Al pronto las palabras injuriosas se cruzan entre nosotros; un guarda acusa a otro; estábamos a pique de venir a las manos; nadie había allí que lo impidiese; cada uno era culpable y ninguno parecía serlo, no convicto por faltar pruebas. Estábamos todos dispuestos a tomar el hierro rojo entre las manos, a andar sobre el fuego y a jurar por los dioses que no éramos culpables del crimen y que ni siquiera teníamos el menor conocimiento del proyecto ni de la ejecución. En fin, cuando no nos quedaba ya esperanza de descubrir nada, uno de nosotros propuso algo, que, helándonos de miedo, nos hizo a todos bajar los ojos; pues no podíamos oponer nada a ello ni sabíamos cómo ejecutarlo sin peligro. Era no ocultar nada y descubriros todo lo sucedido. Sin embargo, la proposición prevaleció y a mí, ¡desgraciado! me eligió la suerte para desempeñar tan hermosa comisión. Por eso me encuentro aquí, mal de mi grado, y también, sin duda, mal del vuestro; pues no es un medio de agradar el llevar noticias enojosas. EL CORO Señor; nuestro espíritu dubitante piensa si ese acontecimiento no será obra de los dioses. CREÓN (_Al Coro._) Cesen esos discursos que excitarían mi cólera y no harían sino mostrar en demasía vuestra vejez y vuestra sinrazón. ¿Quién podría soportar el oíros decir que los dioses se han dignado cuidarse de ese asunto? ¿Acaso, apresurándose a honrarle como a un bienhechor de la patria, han inhumado por sí mismos al impío que venía a quemar sus templos y sus estatuas, a destruir su país y sus leyes? ¿Habéis visto nunca que los dioses honren a los malos? No, no; pero he aquí lo que me preparaban los descontentos, que, sacudiendo la cabeza en secreto, murmuran hace mucho tiempo contra mí, y que, humillando con pesar la frente bajo el yugo, sólo tienen para mí odio. Son ellos, bien lo sé, quienes, con la esperanza de las recompensas, han seducido a los autores del crimen; pues entre todos los inventos humanos, ninguno tan funesto como el dinero. El dinero trastorna las ciudades y las despuebla; desnaturaliza los corazones virtuosos y los arrastra a las acciones indignas; él ha enseñado a los hombres todas las perfidias y todas las iniquidades. Pero los que, ganados por el vil metal, hayan cometido el delito, han trabajado por su suplicio, que vendrá con el tiempo. Sí, si es verdad que honro, que respeto todavía a Zeus, estad seguros, os lo juro, de que si no me descubrís, si no ponéis ante mis ojos al culpable, una simple muerte no será bastante para vuestro castigo. Será menester, que, suspendidos vivos en el aire, me hagáis reparación de semejante ofensa, para que de hoy en adelante conozcáis mejor hasta dónde debe llegar vuestro medro, cuál debe ser su límite, y aprendáis, en suma, que no hay que permitírselo todo a vuestra codicia. EL GUARDA ¿Puedo hablar más, o vuelvo sobre mis pasos? CREÓN ¿No te has percatado de lo que me ofenden tus discursos? EL GUARDA ¿Hieren vuestro oído o vuestro corazón? CREÓN ¡Cómo! ¿Preguntas cuál es el asiento de mi enojo? EL GUARDA El culpable ha herido vuestro corazón; yo no he hecho más que ofender vuestro oído. CREÓN Eres un importuno charlatán. EL GUARDA Pero soy inocente del crimen. CREÓN Serás capaz de exponer tu vida por el dinero. EL GUARDA La sospecha es una gran desgracia, cuando carece de fundamentos. CREÓN Suéltanos ahora máximas. Pero si no me traéis al culpable, veréis cómo las ganancias ilícitas son origen de tormentos. EL GUARDA ¡Ojalá sea descubierto! (_Aparte._) Pero séalo o no (que eso la fortuna lo decidirá), no creo que volváis a verme por aquí. Contra toda esperanza, y pese a mis temores, heme a salvo; debo darles gracias a los dioses. EL CORO El universo está lleno de prodigios; pero no hay nada más prodigioso que el hombre. Él, dando alas a la nave, vuela, merced a los vientos impetuosos, por cima de las olas mugientes, y franquea el mar que hierve en espumas a su paso; él se vale de los caballos para desgarrar todos los años con el arado el seno de la tierra, de esa divinidad suprema, incorruptible e incansable. El hombre, fecundo en recursos, aprisiona igualmente en los pliegues de sus redes a la raza imprudente de los pájaros y a los animales feroces y a los habitantes del mar. Doma con su industria a los más fieros pobladores de los bosques y somete al yugo al corcel de crecida crin y al toro de las montañas que parecía indomable. Ha aprendido el arte de la palabra y el conocimiento de los vientos y el poder de las leyes sobre las ciudades; ha sabido resguardar su morada de las inclemencias del frío y de la humedad. Lo ha sondeado todo con su experiencia y encuentra recursos para todos los acaecimientos de la vida; conoce el arte de librarse de las dolencias más crueles; la muerte es el único mal de que no puede preservarse. Los recursos de su industria no responden siempre a sus esperanzas; pues si por éstas llega al bien, también es conducido al mal. Sólo es honrado en su patria aquel que sabe respetar las leyes de su país y la justicia de los dioses. El que lleva su audacia hasta desafiarles deja de ser ciudadano. No tenga yo hogar ni pensamiento comunes con él. Pero... ¿qué prodigio me confunde? ¿Cómo podré negarles crédito a mis ojos y no reconocer a Antígona? ¡Desgraciada hija de un padre infortunado!, ¿sois vos quien ha desacatado las órdenes del rey; quien ha sido sorprendida en la comisión de esa imprudencia; quien es conducida hacia aquí? [Ilustración] [Ilustración] ACTO SEGUNDO ESCENA PRIMERA ANTÍGONA, EL GUARDA, EL CORO EL GUARDA (_Llevando a Antígona._) ¡Sí, vedla, la que ha cometido el crimen! Inhumaba a Polinicio; la hemos detenido. Pero, ¿dónde se encuentra Creón? EL CORO Vedle que sale, a punto, de su palacio. ESCENA II LOS PRECEDENTES, CREÓN CREÓN ¿Qué es eso? ¿Qué feliz suceso venís a anunciarme? EL GUARDA Señor; no hay nada que los hombres deban afirmar con juramentos. A menudo el primer pensamiento es desmentido por el que le sigue. Asustado con vuestras amenazas, había yo hecho propósito de no parecer por aquí más; pero, ¿hay felicidad comparable a la que sale a nuestro paso contra toda esperanza? Pese a mis juramentos, torno y os traigo a esta joven princesa, a quien he sorprendido rindiendo al muerto los honores de la sepultura. No se necesita, por esta vez, consultar la suerte, soy yo el favorecido. Yo sólo la traigo; nadie más tiene esa gloria. Ahora, señor, tratadla como lo creáis oportuno; juzgad, interrogadla; en cuanto a mí, libre y exento de todo deber, es justo que no me vea bajo el peso de vuestras sospechas. CREÓN ¿De qué manera, en qué lugar te has apoderado de ella para traérmela? EL GUARDA Inhumaba el cuerpo; ya lo sabéis todo. CREÓN Pero, ¿te has fijado en lo que dices? ¿No te engañas? [Ilustración] EL GUARDA La he visto en la tarea de inhumar a ese príncipe cuya sepultura habéis prohibido. ¿Hay aún algo no claro o equívoco en lo que digo? CREÓN ¿Y cómo ha sido vista? ¿Cómo ha sido detenida? EL GUARDA Ved en qué forma ha sucedido todo. Apenas habíamos tornado a nuestro puesto, cuando, intimidados por vuestras severas amenazas, apartamos con cuidado la tierra que cubría el cuerpo de Polinicio; dejamos al aire el cuerpo ensangrentado y medio corrompido; fuimos luego a sentarnos cabe una de las eminencias vecinas, al abrigo del viento, para evitar la infección que exhalaba. Nos excitamos unos a otros con las palabras más punzantes a cumplir con nuestro deber, sin escatimar esfuerzo alguno. Hemos permanecido en tal forma hasta el momento en que el disco brillante del sol, elevándose entre los aires, los incendiaba con su fuego. De súbito, un azote celeste, un ciclón impetuoso, alzando de la tierra torbellinos de polvo, ha invadido, cegador, el campo; hemos resistido todo el ímpetu de la tempestad. Apenas se ha aplacado, esta joven princesa se ha presentado a nuestra vista; lanzaba gritos agudos, semejantes a los del ave que ve su nido despojado de los polluelos que había criado en él. Sí, de tal manera ante el cadáver descubierto, hacía resonar el aire con sus quejas y sus imprecaciones contra los autores de tal ultraje; y, de pronto, cubriendo al muerto de tierra seca, le rocía por tres veces con libaciones derramadas del seno brillante de un vaso de bronce. Al punto volamos hacia ella, y todos a la vez nos apresuramos a cogerla; no ha dado muestra alguna de espanto; interrogada por nosotros sobre el hecho actual y sobre el precedente, ha confesado ambos, y tal confesión me es a un tiempo grata y dolorosa. Pues si nada es tan dulce como librarse de los males que a uno le amenazan, es aflictivo el exponer a ellos a quienes se ama. Pero nada debe serme más caro que mi propia conservación. CREÓN (_A Antígona._) ¡Qué! Vos, que no levantáis los ojos del suelo, ¿no negáis el delito de que se os acusa? ANTÍGONA Al contrario; lo confieso y estoy lejos de negarlo. CREÓN (_Al guarda._) Vaya; endereza tus pasos adonde te plazca; no tienes nada que temer. Y vos habladme sin rodeos. ¿Conocíais la prohibición que yo había hecho? ANTÍGONA La conocía. ¿Podía ignorarla? Era pública. CREÓN ¿Y cómo habéis osado desafiar esa ley? ANTÍGONA Porque ni Zeus ni la justicia, conciudadana de los dioses infernales, ninguno de los dioses que han dado leyes a los hombres, la habrían promulgado y yo no pensaba que vuestros mandatos debiesen tener tanta fuerza, que hiciesen prevalecer la voluntad de un hombre sobre la de los inmortales, sobre esas leyes que no están escritas y que no podrían ser borradas. No son de hoy ni de ayer esas leyes; son de todos los tiempos, y a nadie le es dable decir cuándo nacieron. ¿No debía yo, pues, sin temor a mortal alguno, someterme a las órdenes de los dioses? Sabía que había de morir. ¿Hubiera podido ignorarlo, aunque vos no hubieras dictado el mandato? Si mi muerte es prematura, no es sino un gran bien a mis ojos. ¿Y quién podría, en el abismo de males en que estoy, no mirar la muerte como una felicidad? Así, pues, suerte tal no puede ser a mis ojos una pena; más lo hubiera sido para mí, y harto dura, si yo hubiera dejado insepulto a un hermano concebido en el mismo seno que me llevó a mí. Eso es lo que me hubiera desesperado; lo demás no me aflige. Si después de esto tacháis mi conducta de locura, tal acusación bien podrá ser la acusación de un insensato. EL CORO En ese carácter inflexible se reconoce la sangre del inflexible Edipo; no ha aprendido a ceder ante la desgracia. CREÓN (_Al Coro._) Sabed que esas almas tan altivas son fácilmente abatidas. Ved el hierro, a pesar de su gran dureza, cómo se quebranta y se ablanda en el fuego. ¿El menor freno no basta para domar a los más fogosos corceles? Tanto orgullo mal cuadra a quien es esclavo de sus deudos. No es bastante el haber violado mis leyes: osa desafiarme y añade un segundo ultraje al primero, gloriándose de lo que ha hecho. En verdad sería preciso que yo cesase de ser hombre y que ella lo llegase a ser para que yo la permitiese gozar impunemente así del poder que usurpa... Sí, aunque sea sobrina mía; aunque fuera más parienta aún, ella y su hermana no se librarían de la suerte más terrible; pues su hermana, sin duda, es igualmente culpable del atentado. Que la hagan venir. La he visto hace un momento fuera de sí y sin poder ya dominarse. Un corazón que rumia un crimen en la sombra del misterio llega a ser fácilmente su propio delator. ¡Cuánto aborrezco a quienes, sorprendidos en medio del crimen, quieren vestirlo de bellos colores! ANTÍGONA ¿Deseáis algo más que mi muerte? CREÓN No, nada; en cuanto haya visto vuestra muerte, estaré satisfecho. ANTÍGONA ¿Qué esperáis? ¿De qué os sirven discursos inútiles que no pueden más que indignarme lo mismo que los míos no pueden más que disgustaros? ¿Qué gloria más halagadora me es dable esperar que haber inhumado a mi hermano? ¿De qué elogios no me harían objeto los que nos escuchan, si el temor no atase su lengua? Pero una gran ventaja de la tiranía es el poder impunemente decir y hacer lo que le place. CREÓN ¿Pensáis ser vos sola más clarividente que todos los tebanos? ANTÍGONA Ven como yo; pero enmudecen ante vos. CREÓN ¿No os avergonzáis de conduciros de otro modo que ellos? ANTÍGONA No hay por qué avergonzarse de honrar a quienes llevan en sus venas la misma sangre que nosotros. CREÓN ¿Qué? El que ha muerto por su patria, ¿no era también vuestro hermano? ANTÍGONA Lo era; y de padre y madre. CREÓN ¿Y qué honores impíos le rendís, entonces? ANTÍGONA No espero tal testimonio de sus manes. CREÓN Le honráis al igual que un impío. ANTÍGONA Polinicio era hermano y no esclavo de Eteocles. CREÓN Venía a asolar su patria; el otro combatía defendiéndola. ANTÍGONA ¡Qué importa! Plutón nos prescribe esta ley. CREÓN ¿Cuál? ¿La de tratar igualmente el crimen y la virtud? ANTÍGONA ¿Y quién sabe si vuestras distinciones son admitidas entre los muertos? CREÓN Los enemigos, después de la muerte, no se hacen amigos. ANTÍGONA Yo me asocio para amar, y no para aborrecer. CREÓN ¡Bueno, id a los infiernos a amar a quien gustéis! En cuanto a mí, mientras respire, no me dominará una mujer. EL CORO Ved a la tierna Ismena alarmada por su hermana, deshecha en lágrimas ante la puerta del palacio; una nube de dolores extendida sobre sus ojos altera su rostro enrojecido; las lágrimas resbalan por sus mejillas delicadas. ESCENA III LOS PRECEDENTES, ISMENA CREÓN Venid vos, que, rastrera al modo de víbora, perseguís, en secreto, hartaros de mi sangre. Yo no sabía que alimentaba en mi casa a dos enemigas, a dos azotes de mi imperio; venid, y decidme: ¿Habéis tenido parte también en la sepultura de Polinicio o juráis que ignorabais tal acción? ISMENA ¡Tal acción! Yo la he hecho; y si mi hermana no me veda decirlo, lo mismo que en el crimen, debo tener parte en la pena. ANTÍGONA La justicia os lo prohibe; no habéis consentido y he obrado sin vos. ISMENA Pero cuando os veo desgraciada, no titubeo ya en asociarme a vuestros males. ANTÍGONA El infierno y los que lo habitan saben a quién la acción le corresponde. No sé amar a aquellos en quienes la amistad sólo está en las palabras. ISMENA No me privéis del honor de morir con vos y de haber cumplido los últimos deberes para con mi hermano. ANTÍGONA Guardaos de morir conmigo y de atribuiros un honor en que no habéis tenido parte. Mi muerte sola debe bastar. ISMENA Separada de vos, ¿cómo podré amar la vida? ANTÍGONA Preguntádselo a Creón, de quien sois tan devota. ISMENA ¿Por qué afligirme con esa burla amarga? ¿De qué os servirá? ANTÍGONA No sin dolor me la he permitido contra vos. ISMENA ¿Qué otro medio me será ahora dado de serviros? ANTÍGONA Conservad vuestra vida; no os envidio esa ventaja. ISMENA ¡Qué desgraciada soy! ¿No me será posible participar de vuestro destino? ANTÍGONA Habéis preferido vivir, y yo morir. ISMENA No será porque mis palabras no os lo hayan anunciado. ANTÍGONA Alabáis la sapiencia de vuestras palabras y yo de las mías. ISMENA ¡El crimen fué igual entre nosotras! ANTÍGONA Calmaos y vivid. Mi alma murió hace mucho tiempo, y sólo ya puede ser útil a los muertos. CREÓN No temo decirlo: ambas hermanas son insensatas. Una lo fué siempre, la otra se acaba de volver. ISMENA En los males extremos, señor, no hay espíritu que permanezca en su estado habitual y que no salga de él con violencia. CREÓN Es lo que os ha ocurrido a vos; que habéis optado por sufrir, con una mujer indigna, un demasiado digno trato. ISMENA Sola y lejos de ella, ¿qué será para mí la vida? CREÓN Cesad de hablar de ella. Miradla como si no existiese. ISMENA ¡Harán morir a la que el himeneo debía unir a vuestro hijo! CREÓN Puede encontrar en otra parte otros lazos que anudar. ISMENA Pero no tan adecuados. CREÓN No quiero que malas mujeres se unan a mis hijos. ANTÍGONA ¡Oh carísimo Hemón, con qué desprecio te sacrifica un padre! CREÓN Basta ya de vos y de vuestro himeneo; es demasiado importunarme. ISMENA ¿Podríais privar a vuestro hijo de aquella a quien ama? CREÓN El infierno pondrá fin a tales amores. ISMENA ¿Su muerte parece, pues, resuelta? CREÓN Vos lo habéis dicho, y yo lo he mandado; no más dilaciones. ¡Guardas!, que se las lleven al palacio y que de ahora en adelante, estas dos mujeres dejen de ser libres; los más bravos han recurrido a la fuga al ver la muerte aproximarse. ESCENA IV EL CORO, CREÓN EL CORO ¡Dichosos aquellos, cuya vida pasa sin que experimenten infortunio! Pues tan pronto como la mano de los dioses se deja caer sobre una casa las malandanzas se suceden y vienen en tropel a abatirle, al modo de las olas marinas que, ennegrecidas por la tempestad y empujadas por los vientos impetuosos de la Tracia, se alzan del fondo de sus abismos, ruedan hacia la costa y mugen en las lejanas orillas donde van a estrellarse. De tal manera en la casa expirante de los Labdácidas, vemos sobre antiguas desgracias acumularse desgracias nuevas. Una generación sucede a otra, sucediéndose sus males. Un dios la hiere sin darle tregua. Aún brillaba alguna claridad sobre la última raíz del trono de Edipo; y he aquí que la ceniza de los muertos, el extravío del espíritu y la furia que turba la razón han eclipsado dicha luz. ¡Qué hombre en su orgullo, oh Zeus, podría lisonjearse de poner coto a tu poder, a tu poder a quien el sueño, al que todo cede, y el infatigable correr del tiempo no sobrepujarán jamás! No accesible a las huellas de la vejez, habitas con tu omnipotencia en el seno de la claridad resplandeciente del Olimpo; el presente, el pasado, el porvenir están sometidos a tu voluntad. Suerte semejante no existe para el hombre. No hay mortal cuyos días estén enteramente libres de dolores. La esperanza activa y ligera viene con frecuencia a consolar a los hombres; con frecuencia también los entretiene con vanos deseos que los engañan: en el seno de la ignorancia donde viven se desliza en sus corazones cuando ya sus pies van a tocar los carbones ardientes. Porque es una máxima conocida entre los sabios, que cuando un dios nos conduce a la desgracia, el mal toma a nuestros ojos los colores del bien. La vida tiene pocos momentos libres de dolor. Pero ved a Hemón, el menor de vuestros hijos. Desesperado al ver su amor frustrado, viene sin duda a deplorar la suerte de Antígona, que debía ser su esposa. CREÓN Eso lo sabremos pronto, mejor que los mismos adivinos. [Ilustración] [Ilustración] ACTO TERCERO ESCENA PRIMERA CREÓN, HEMÓN, EL CORO CREÓN Hijo mío, al tanto de la suerte de la esposa que os estaba destinada, ¿venís a hacer estallar vuestras iras contra vuestro padre o, cualquiera que sea el partido que yo haya tomado, soy siempre vuestro amigo? HEMÓN Padre mío, os soy afecto. Vos, obrando conforme a principios sabios, me serviréis de modelo. No hay himeneo para mí preferible a la felicidad de verme guiado por vuestra sabiduría. CREÓN Sí, hijo mío; preferir a todo la voluntad de vuestro padre: he aquí el principio y la regla que debéis llevar siempre en vuestro corazón. Un padre no desea poseer en su casa hijos sumisos sino para verles, compartiendo su amistad para sus amigos, hacerles a sus enemigos cuantos males merezcan. Porque, quien no ha dado el ser sino a hijos indiferentes a sus intereses no ha engendrado sino tormentos para él y motivos de alegría para sus enemigos. No vayáis, pues, hijo mío, arrebatado por el amor de una mujer, a abjurar de tales sentimientos; considerad cuán fríos son los abrazos de una esposa indigna que comparte vuestro lecho. ¿Y qué llaga más honda que las caricias de un amigo pérfido? Rechazad a esa mujer como a una culpable enemiga, y dejadla buscar en los infiernos otro himeneo; pues ya que, sólo ella en la ciudad, ha osado desobedecer mis leyes, me mostraré fiel a esas leyes haciéndola morir. En vano invocaría en nombre de Zeus la sangre que me une con ella. Si los que la naturaleza me da por parientes son indignos, iré a buscar otros en las familias extrañas. Pues quien es hombre de bien en su casa se muestra igualmente buen ciudadano en el Estado. No puedo menos de mirar con indignación a quien pretende violar las leyes o imponerse a los que gobiernan. En las grandes cosas, como en las pequeñas, en las justas como en las injustas, hay que obedecer a quien el Estado ha elegido para mandar. Mandará bien quien ha sabido obedecer, y un día de batalla se podrá contar con su bravura y su fidelidad. La anarquía es el mayor de los males; pierde a las familias, destruye los Estados, lleva a los ejércitos a la derrota; la obediencia es la salvación de los que siguen sus reglas. Sostengamos, pues, con firmeza los principios del buen gobierno y no permitamos que una mujer nos subyugue. Más vale, si es preciso, ceder al poder de un hombre que dejarse vencer por una mujer. EL CORO Si la edad no obscurece nuestra razón, parécenos que habláis prudentemente en eso que decís. HEMÓN Padre mío, los dioses dan a los hombres la prudencia, que es el más precioso de todos los tesoros. Yo no podría, no sabría siquiera adelantar que haya nada reprensible en vuestras palabras, pero creo que también algún otro puede hablar razonablemente; así, pues, habéis de saber que mi naturaleza me inclina a observar lo que cada uno, a propósito de vos, puede decir, hacer o vituperar; pues vuestro aspecto, temible a los ojos de vuestro pueblo, ahoga palabras que no escucharíais con gusto. Yo, en la obscuridad, puedo oir cuanto se murmura, cuanto Tebas lamenta la suerte de esta joven princesa que, considerada culpable por la más gloriosa de las acciones, va a perecer de una muerte indigna. ¡Qué! ¿La que no ha podido sufrir que el cuerpo ensangrentado de un hermano siguiera siendo presa de las aves y de los perros voraces, no merece los honores más distinguidos? Tales son los discursos que la voz pública propaga en secreto. En cuanto a mí, padre mío, nada es a mis ojos preferible a la prosperidad de vuestro reino. ¡Qué ornamento, en efecto, más halagador para un hijo que la gloria de un padre, y para un padre que la gloria de un hijo! No os obstinéis, pues, en creer que sólo vuestros discursos y no los de los demás son conformes a la razón; pues si hay hombres que piensan poseer ellos solos la sabiduría, la elocuencia, el valor, al analizarlos, el vacío de su alma se deja advertir. Para todo hombre sabio no es una vergüenza instruirse y ceder a la instrucción. Ved cuántos árboles, para salvar sus ramas, ceden a los torrentes agrandados por las tempestades; los que resisten son desarraigados. El piloto que dejando su vela tendida quiere hacer cara al viento, ve pronto su batel volcado tornarse juguete de las aguas. Calmad, pues, vuestra cólera y dejaos rendir, si, pese a mis pocos años, alguna prudencia ha penetrado en mi corazón (dichoso el que puede poseer todas las luces de la razón), si tengo algún saber (pues es frecuente a mi edad carecer de él); pensad que es bueno dejarse ilustrar por consejos razonables. EL CORO Señor, si sus razones son buenas, os conviene ceder a ellas; vos, príncipe, ceded a las del rey si son mejores. Porque habéis uno y otro hablado bien sabiamente. CREÓN ¡Cómo! ¿A la edad que tengo recibiré de un hombre de sus años lecciones de prudencia? HEMÓN ¿Qué importa mi juventud? No veáis mi edad; ved mis consejos. CREÓN ¡Qué consejos, honrar a los que desobedecen las leyes! HEMÓN Yo no os invitaría a honrar a los malos. CREÓN ¿Antígona no merece ese nombre? HEMÓN No es eso al menos lo que dicen todos los tebanos. CREÓN ¿Los tebanos me dictarán las órdenes que debo dar? HEMÓN Considerad que habláis como un rey recientemente elevado al trono. CREÓN ¿Qué otro que yo debe mandar aquí? HEMÓN Pero el Estado no se ha hecho para un solo hombre. CREÓN ¿El Estado no se considera que pertenece a quien gobierna? HEMÓN Sí, muy bien. Pero ¿si el país está desierto reinaréis, pues, solo? CREÓN Se ve bien claro que combate por una mujer. HEMÓN Si tal nombre os cuadra; pues son vuestros intereses los que me ocupan por cima de todo. CREÓN ¡Malvado! ¡Te atreves a acusar a tu padre! HEMÓN Cuando le veo hacer acciones injustas. CREÓN ¿Es una injusticia sostener mis derechos? HEMÓN Es sostenerlos mal pisotear las leyes de los dioses. CREÓN ¡Corazón pérfido y digno de ser subyugado por una mujer! HEMÓN No me veréis, al menos, vencido por inclinaciones vergonzosas. CREÓN Todas tus palabras no son sino por ella. HEMÓN Son por vos, por mí, por los dioses de los infiernos. CREÓN No soportaré nunca que te cases con ella. Morirá. HEMÓN Si muere, su muerte será seguida de otra. CREÓN ¡Cómo! ¡Tu audacia llega hasta amenazarme! HEMÓN ¿Es amenazaros combatir sentimientos mal fundados? CREÓN Tú aprenderás a tu costa a ser mejor fundado en los tuyos. HEMÓN Si no fuerais mi padre, yo diría que los vuestros son opuestos a la razón. CREÓN Vil esclavo de una mujer, cesa de fatigarme con tus palabras. HEMÓN Queréis hablar y no escuchar nada. CREÓN Sin duda; pero te lo juro por el Olimpo, no me importunarás impunemente con tus reprimendas. (_A sus guardas._) Que traigan a esa mujer odiosa y que expire pronto ante los ojos de su amante. HEMÓN No expirará ante mis ojos, guardaos de creerlo; pero vuestros ojos no me verán más: os dejaré entregado a vuestros furores, con los amigos que os halagan. ESCENA II EL CORO, CREÓN EL CORO Señor, el príncipe ha salido arrebatado de cólera; en un corazón tan joven, la desesperación es temible. CREÓN Aunque se proponga, aunque haga más de lo que podría hacer un hombre en la madurez de la edad, no librará a las dos hermanas del destino que les espera. EL CORO ¿Queréis hacerles perecer a ambas? CREÓN No; tenéis razón. Debo no castigar a la que no ha sido culpable. EL CORO ¿Y qué suplicio destináis a su hermana? CREÓN La haré conducir a un lugar desierto, allí la encerraré viva en el antro profundo de una roca, con el alimento preciso, para servir de expiación e impedir que la ciudad sea mancillada con su muerte. Que invoque entonces el poder de Hades, única deidad a quien venera; quizás logre librarse de la muerte, o, por lo menos, aprenderá entonces que es vano trabajo honrar las cosas de los infiernos. ESCENA III EL CORO ¡Amor, indomable Amor, tú que ora reposas muellemente sobre ricos tapices y sobre las mejillas tiernas de una muchacha, ora, trasponiendo los mares, vas a visitar la cabaña solitaria del pastor! Ni los dioses inmortales, ni los hombres cuya vida es tan breve, pueden evitar tu poder. Quien te padece se torna furioso. Tú haces injustos los corazones de los hombres virtuosos y les arrastras hacia el crimen; excitas las querellas y llevas el desorden al seno de las familias; una mirada encantadora de una joven beldad triunfa del poder de las leyes; esos triunfos no son más que un juego para la invencible Afrodita. Nosotros mismos en este momento, infieles a las órdenes del rey, no podemos contener las lágrimas de que nuestros ojos están inundados, al ver a la princesa Antígona adelantarse hacia ese lecho que será para ella un lecho eterno. ESCENA IV EL CORO, ANTÍGONA ANTÍGONA ¡Oh mis conciudadanos, ved a Antígona comenzar su postrer viaje y lanzar al astro del día sus últimas miradas! ¡No lo veré más! El dios de los infiernos que lo sepulta todo, va a conducirme viva a las orillas del Aqueronte, antes que haya sido sometida a las leyes del himeneo, antes que los epitalamios hayan resonado para mí; el Aqueronte va a ser mi esposo. EL CORO ¡Qué elogio, qué gloria no ganaréis al penetrar en el asilo de los muertos, vos, que sin ser herida por una enfermedad funesta, sin haber caído bajo la cuchilla, descendéis libre y viva a la morada de Plutón! ANTÍGONA En los campos de Frigia, sobre la cima del monte Sípilo, sé cómo en otro tiempo la hija de Tántalo sufrió el destino más funesto, y cómo una roca, elevándose en torno suyo, la envolvió por todas partes con la flexibilidad de la hiedra. Hoy, diz que nubes eternas cubren su cabeza, que parece fundirse en torrentes, y su rostro está inundado de lágrimas que no se secan nunca. Una suerte semejante, un lecho igual me está reservado. EL CORO Niobe era diosa e hija de un dios; pero todos nosotros no somos sino mortales, hijos de una raza mortal. ¿Qué, sin embargo, más glorioso para vos, que oir decir que, al rematar el curso de vuestra vida, tenéis algo de común con los dioses? ANTÍGONA ¿Por qué esa ironía amarga? En nombre de los dioses de mi país, ¡por qué insultarme cuando existo aún y no he desaparecido de la tierra! ¡Oh patria mía, oh afortunados ciudadanos! fuentes de Dirceo, bosque sagrado de esta ciudad tan famosa por sus carros, yo os pido que me digáis por qué leyes, privada de los llantos de mis amigos, voy a sepultarme en un calabozo que debe ser mi tumba. ¡Desgraciada de mí! No habitaré ni entre los hombres ni entre las sombras, no estaré ni entre los vivos ni entre los muertos. EL CORO Arrebatada por un exceso de valor, os habéis estrellado contra el trono de la justicia y sufrís todavía el castigo de los crímenes de vuestro padre. ANTÍGONA ¡Renováis el más sensible de mis tormentos al recordar las desgracias por demás famosas del autor de mis días y las calamidades de la casa de los Labdácidas! ¡Himeneo funesto de mi madre, abrazos incestuosos que unisteis a un padre desgraciado y a una madre infortunada, a vosotros debo mi desgraciadísima existencia! Cargada de imprecaciones, privada de las dulzuras del himeneo, voy a reunirme con aquellos a quienes debo el nacimiento. ¡Oh hermano mío! qué malhadadas nupcias has conseguido; pues muerto ya me has quitado a mí la vida. EL CORO Es una virtud, sin duda, honrar a los muertos; pero hay que respetar el poder supremo en cualquier mano que esté depositado. La altivez de vuestro carácter os ha perdido. ANTÍGONA Sin amigos, sin esposo y sin ser llorada ¡triste de mí!, avanzo por el sendero de muerte que se me ha abierto. ¡Infortunada! No me será ya permitido ver ese sol, ese ojo sagrado del día. Mi muerte no será honrada por las lágrimas ni los lamentos de mis amigos. ESCENA V CREÓN, ANTÍGONA, EL CORO CREÓN (_A los guardas que acompañan a Antígona._) ¿Qué esperáis? ¿No sabéis que esas quejas, esas lamentaciones que preceden a la muerte no acabarían nunca si pudieran servir para retardarla? Que se la lleven cuanto antes, que la encierren en una tumba, como yo he ordenado; que la dejen sola en esa morada solitaria; ora deba morir en ella, ora deba conservar la vida, no habitará al menos con nosotros y nuestras manos no serán mancilladas con su muerte. ANTÍGONA ¡Oh tumba, oh lecho nupcial, oh morada subterránea que no dejaré nunca! En vuestro seno me reuniré a la multitud de los de mi sangre, a quienes Proserpina ha recibido entre los muertos. La última de todos y la más miserable, desciendo a los infiernos, con muerte más terrible que la suya, antes del término marcado por el destino; pero, al bajar a ellos, abrigo la esperanza de que mi presencia será cara a mi padre, así como a vuestros ojos ¡oh madre mía! y a los vuestros, hermano mío, también, ya que mi mano, después de vuestra muerte, no ha olvidado ni los cuidados, ni las abluciones ni las ofrendas que yo os debía. Ved, no obstante, mi caro Polinicio, el premio que recibo por los deberes con que he cumplido; pero, al menos, los corazones virtuosos me habrán aplaudido. En efecto, si yo hubiera sido madre y hubiera perdido un hijo, si hubiera tenido que llorar a un esposo, nunca contra la voluntad de la patria, hubiera puesto en práctica nada semejante. ¿Y qué razón me hubiera dispensado de ello? Que después de la muerte de un esposo, otro puede reemplazarle; que el nacimiento de un hijo puede indemnizarnos del que hemos perdido; pero cuando los autores de nuestros días yacen en la tumba, no nos es dado ya contar con el nacimiento de un hermano. Ahí tienes por qué sentimientos, caro Polinicio, te he preferido a todo, me he atrevido a todo y no he tenido miedo de pasar por rebelde a los ojos de Creón. Ven, pues, recíbeme en tus brazos, conduce a tu hermana, que, sin haber experimentado ni las dulzuras del himeneo, ni la ternura de un esposo, ni los placeres de la maternidad, sola y privada de amigos, desciende viva a la morada de los muertos. ¿Qué crimen he cometido contra los dioses? Pero ¡ay de mí! ¿de qué me sirve dirigir los ojos al cielo? ¿Qué socorro puedo implorar, cuando, en premio de mi piedad, soy tratada como impía? Si los que me han condenado son gratos a los dioses, me confieso criminal y les perdono mi suplicio. Pero si son ellos culpables, que no sufran más males que los que me hacen injustamente sufrir. EL CORO (_A Creón._) Antígona es aún presa de los mismos vientos furiosos que agitaban su alma. CREÓN Les puede costar caro a los que la conducen con tanta lentitud. ANTÍGONA ¡He ahí mi definitiva sentencia de muerte! CREÓN No acaricies la idea de que quede sin ejecución. ANTÍGONA (_Llevada por los guardas._) Muros de Tebas, patria mía, dioses de mi país, todo se acabó, me arrastran; ved a vuestra reina sola y abandonada, con qué ultraje la abaten y de qué manos lo recibe, por haber sido fiel a los deberes de la piedad. EL CORO En una prisión de bronce, Dánae, en otro tiempo, fué privada de la luz del día y se vio luego encerrada en una especie de tumba, remedo, para ella, de un lecho nupcial, y, no obstante, hija mía, era de ilustre origen y llevaba en su seno los gérmenes de fecundidad que Zeus había derramado sobre ella en lluvia de oro. Pero tal es el poder terrible del destino; ni las riquezas, ni las armas, ni las torres, ni las negras naves movidas por el remo pueden evitar su carrera. Encadenado con lazos de piedras el violento hijo de Drías, el rey de los Hedonios, sufrió la cólera terrible de Dionisos; así se amortiguó la impetuosidad de su locura. Reconoció al dios que en tal locura había ultrajado con insolentes palabras cuando turbó las orgías de las bacantes, hizo apagar sus antorchas y sublevó a las musas que aman la armonía. Cerca de las rocas Cianeas, no lejos del Bósforo, que une los dos mares hacia las orillas del Salmidero, el dios Ares, desde el fondo de su templo, elevado por los tracios, vio el deplorable infortunio de los dos hijos de Fineo, cuando aquella mujer cruel, pinchando sus ojos con manos sangrientas armadas de husos punzantes los arrancó de aquellas cuencas que clamaban venganza. Desgraciados y devorados por la pena, lloraban la funesta suerte de su madre y su funesto himeneo en que fueron engendrados. Y sin embargo de que su linaje se remontaba a los antiguos Erectridas, y como hija de Boreas y descendiente de dioses, había crecido en lejanas grutas entre las tempestades que su padre conmueve, e igualaba en velocidad el correr de los caballos sin resbalar sobre la helada superficie, el poder de las ancianas Parcas llegó también hasta ella, hija. [Ilustración] [Ilustración] ACTO CUARTO ESCENA PRIMERA TIRESIAS, CREÓN, EL CORO TIRESIAS Jefes de los tebanos, vengo aquí guiado por otros ojos que los míos, pues un ciego no puede andar sino con su conductor. CREÓN ¡Respetable anciano, oh Tiresias! ¿Qué hay de nuevo? TIRESIAS Lo vais a saber, pero obedeced al adivino. CREÓN No me he apartado nunca de vuestros consejos. TIRESIAS Por eso conducís con mano feliz el timón de esta ciudad. CREÓN Las ventajas que he obtenido lo atestiguan. TIRESIAS Pensad ahora que estáis en el sendero más resbaladizo de la fortuna. CREÓN ¿Qué sucede? Vuestras palabras me hacen temblar. TIRESIAS Lo sabréis cuando hayáis oído los indicios que mi arte me ha proporcionado. Retirado en el antiguo asilo donde acostumbro a observar el vuelo de multitud de aves que allí se congregan, he oído a algunas que, con furor, lanzaban gritos salvajes que yo no conocía, y que con sus garras ensangrentadas se destrozaban unas a otras (yo lo he advertido fácilmente por el ruido espantoso de sus alas). Lleno de temor, he querido examinar las víctimas que estaban sobre el fuego de los altares; pero la llama no brillaba ya: las carnes, punto menos que reducidas a cenizas, estaban cubiertas de una especie de moho que humeaba y burbujeaba a intervalos; las partes superiores de las entrañas estaban esparcidas, y los muslos de las víctimas se hallaban separados de la grasa que los envolvía. He aquí los presagios funestos que este niño me ha comunicado para los misterios de mi arte; pues este niño me guía como yo guío a los demás; y he aquí lo que yo añado. La detención que habéis llevado a cabo ha puesto la ciudad en peligro. Los altares, los fuegos sagrados están llenos de las carnes ensangrentadas del desgraciado hijo de Edipo, que las aves y los perros llevan allí de todas partes. Los dioses no reciben ya ni nuestras plegarias, ni nuestro incienso, ni el humo de nuestros sacrificios. Las aves, hartas de sangre humana, no dejan oir sino gritos funestos. Pensadlo, hijo mío, el error es común a todos los mortales; pero cuando un hombre se engaña, es sabio, es feliz si remedia el mal que le ha sorprendido y si no permanece inconmovible. La presunción nos condena a la ignorancia. Cesad, pues, de perseguir a un muerto, no hiráis a quien ya no existe. ¿Qué valor hay en triunfar de un cadáver? Mi corazón no quiere más que vuestro bien, y mi boca os lo muestra: cuando los consejos nos son útiles es grato el escucharlos. CREÓN Anciano, no cesáis, ni vos ni vuestros semejantes, de lanzar vuestros dardos contra mí; no es nuevo que me vendáis y traicionéis; pero aunque la codicia os procurase todo el oro de la India y las riquezas de los sardos, no conseguiréis nunca inhumar a Polinicio, aunque las águilas de Zeus fueran hasta su trono a llevar los pedazos sangrientos de su cadáver; el temer tal mancilla no podría obligarme a dejarlo inhumar. Bien sé que no está en el poder de los mortales mancillar a los dioses. Anciano, los hombres más hábiles se exponen a fracasos vergonzosos cuando el cebo de la ganancia les inspira vergonzosas palabras. TIRESIAS ¡A quién le es posible concebir...! CREÓN ¿Qué? ¿Qué anuncia aún ese exordio? TIRESIAS ¡Cuán por encima la prudencia está de las riquezas! CREÓN Tanto más, a mi juicio, cuanto que la imprudencia es el mayor de los males. TIRESIAS Y ese es el mal de que estáis ahora atacado. CREÓN No quiero devolver a un adivino injurias por injurias. TIRESIAS Sois vos quien me ultrajáis, acusando mis predicciones de falsedad. CREÓN El amor al oro domina en la raza de los adivinos. TIRESIAS Y el amor a los provechos vergonzosos en la de los tiranos. CREÓN ¿Sabéis con quien habláis? TIRESIAS Lo sé, pues a mí me debéis el trono y la salvación de la ciudad. CREÓN Poseéis las luces de un hábil adivino; pero os complacéis en la injusticia. TIRESIAS Me forzaréis a descubrir lo que mi corazón quisiera ocultar. CREÓN Descubridlo, pero que el interés no os haga hablar. TIRESIAS ¿Os parezco, pues, muy interesado? CREÓN Sabed que no me engañaréis. TIRESIAS Sabed, a vuestra vez, que antes que el carro del sol haya recorrido muchas veces su carrera, un fruto de vuestra sangre compensará con su muerte el destino de la que encerráis viva, indignamente, en una tumba, y del que, habiendo muerto, retenéis al dios de los muertos privándole de la sepultura y de los funerales. Es un poder que usurpáis y que ni los dioses del cielo tienen; y para castigaros, las furias de los infiernos y los dioses, esos vengadores a quienes ningún crimen escapa, se aperciben a sorprenderos y os destinan una suerte parecida. Ved ahora si la venalidad ha dictado mi lenguaje. Dentro de poco hombres y mujeres harán resonar aquí sus lamentos. En todas partes donde los huéspedes de los bosques, los perros y las aves hayan llevado los trozos inmundos del cuerpo de Polinicio; en todas partes donde los altares hayan sido mancillados por este olor impuro, las ciudades, tornadas vuestras enemigas, se sublevarán contra vos. Ved (ya que me habéis forzado a ello), ved si, como un arquero hábil, he sabido enderezar todos mis dardos al fondo de vuestro corazón; no podréis evitar que os hieran. Niño, guía mis pasos. Que aprenda en adelante a hacer objeto de su cólera a gente más joven, a regular su espíritu y a moderar su lengua. ESCENA II EL CORO, CREÓN EL CORO ¡Ah, príncipe, qué horribles predicciones ha dejado flotando aquí al irse! Durante el curso de los años que han cambiado el color de nuestros cabellos, hemos reconocido por demás la verdad de los oráculos. CREÓN Y yo también la reconozco; siento mi alma turbada. Es horrible para mí ceder, y sin embargo, si le resisto, corro el riesgo de ver incesantemente mi corazón herido por el infortunio. EL CORO Consultad la prudencia, hijo de Meneceo. CREÓN ¿Qué hay que hacer? Hablad, obedeceré. EL CORO Id, sacad a la princesa de su prisión subterránea y haced levantar una tumba a Polinicio. CREÓN ¿Son esos los consejos que me dais y las complacencias que he de tener? EL CORO No perdáis un momento; la venganza de los dioses viene con paso ligero a desplomarse sobre los culpables. CREÓN ¡Con qué trabajo me determino, cuánto me cuesta renunciar a mi primera resolución! Pero hay que ceder a la necesidad. EL CORO Id, pues, y no encarguéis de ese cuidado a otro que vos mismo. CREÓN Corro. Esclavos, presentes o ausentes, volad, hacha en mano, hacia la caverna designada; yo hice echar allí a Antígona, yo quiero sacarla. Nuevos sentimientos me animan. Temo que haya peligro en cambiar las leyes establecidas. (_Sale._) EL CORO ¡Oh tú, a quien se adora bajo diferentes nombres, tú, gloria y honor de la hija de Cadmo, hijo del trueno, tú, que te complaces en los campos de la fértil Italia; tú, que, en los brazos de Ceres, te dignas proteger la ciudad de Eleusis, abierta a todos los mortales, Dionisos; tú, que habitas la metrópoli de las bacantes, la ciudad de Tebas, edificada en las orillas del Ismeno, donde fueron sembrados los dientes de un dragón cruel; tú, que miras el espeso humo de los sacrificios que se eleva sobre la montaña de dos cimas, de donde se derraman las aguas de Castalia y que las ninfas de Coricia, las bacantes gustan de recorrer; tú, que de las montañas de Nisa, de la que la hiedra corona los lugares más escarpados y donde las pendientes suaves están cubiertas de verdes viñas, vienes a visitar los muros de Tebas al ruido de los himnos inmortales que se cantan en tu honor! Tú amas a esta ciudad entre todas las otras; y tu madre, víctima del rayo, no la amaba menos. Hoy que un peligro inminente amenaza a esta ciudad, ven, franquea en nuestro socorro las laderas del Parnaso o cruza el estrecho donde gimen las olas. Tú, que presides el coro de los astros fulgurantes y la armonía de los himnos nocturnos, hijo de Zeus, ven a ofrecerte a nuestros ojos con las hijas de Naxos, las tíadas que marchan tras de ti y que, en su divino furor, danzan durante el curso de la noche en honor de su soberano. [Ilustración] [Ilustración] ACTO QUINTO ESCENA PRIMERA UN MENSAJERO, EL CORO EL MENSAJERO Conciudadanos de Cadmo, habitantes de los muros de Amphyon, no hay para los mortales ningún estado en la vida que yo quisiera envidiar o lamentar; la fortuna, sucesivamente, derriba al hombre feliz y levanta al infortunado. Estos acontecimientos están por cima de la ciencia de los adivinos. ¡Cuán digno de envidia se me figuraba Creón! Había salvado la tierra de Cadmo; había heredado el gobierno supremo de toda la comarca; gozaba de su poder y de la gloria de tener hijos generosos. Ahora todo ha desaparecido, pues cuando la alegría abandona a los mortales, su vida no es ya nada a mis ojos, sólo son ya cadáveres animados. Creón, si queréis, posee en su palacio inmensas riquezas, puede vivir revestido de todo el fausto de su rango; pero si, en medio de todos esos bienes, la felicidad se le escapa, yo no daría una sombra de humo por tantas ventajas sin gusto. EL CORO ¿Qué desgracia ocurrida a nuestros amos venís a anunciarnos? EL MENSAJERO Han muerto, y los que aún viven han causado su pérdida. EL CORO ¿Quién ha herido? ¿Quién ha muerto? Explicaos. EL MENSAJERO Hemón ya no existe: ha muerto por su mano. EL CORO ¿Por la suya o por la de su padre? EL MENSAJERO Por la suya propia, arrebatado de furor contra su padre por la muerte de Antígona. EL CORO ¡Oh Tiresias, qué bien habéis profetizado! EL MENSAJERO En una desgracia tan grande, pensemos al menos en prever lo demás. EL CORO He ahí a la esposa de Creón, la desgraciada Eurídice, a quien el acaso conduce o que sale de su palacio enterada de la muerte de su hijo. ESCENA II EURÍDICE, EL MENSAJERO, EL CORO EURÍDICE Ciudadanos, he oído vuestra voz en el momento en que yo salía para ir a orar al templo de Palas; al abrir la puerta, el rumor de alguna desgracia doméstica ha venido a herir mi oído; el temor me ha sobrecogido y he caído casi desvanecida en brazos de mis mujeres. ¿Qué decís? Repetídmelo. He sufrido ya males para tener la fuerza de escucharos. EL MENSAJERO Mi querida ama, os diré lo que he presenciado, no disfrazaré la verdad. ¿De qué me serviría suavizarla? Pronto sería cogido en mentira; la verdad no perece nunca. Había yo seguido los pasos del rey hasta en medio del campo donde estaba aún el cadáver infortunado de Polinicio, que los perros devoraban. Dirigimos nuestras plegarias a Perséfone y a Hades; les pedimos que calmasen su iracundia; derramamos sobre Polinicio las aguas lustrales; reunimos sus lamentables restos sobre ramas recién cortadas y nos servimos de la misma tierra del campo para levantarle una tumba piramidal; luego nos dirigimos hacia la roca donde la princesa ha hallado el tálamo que había de unirla a la muerte. De pronto, en el fondo de aquella tumba privada de obsequios, uno de nosotros oye resonar dolorosos gemidos; se lo participa al rey, que, acercándose más, no tardó él mismo en distinguir aquellos acentos quejumbrosos sin conocer la causa. Sin embargo, lanzando un grito lamentable: «¡Ay de mí --dijo--, mis presentimientos serían verdaderos! ¿Me llevarán mis pasos a la mayor de las desgracias? La voz de mi hijo ha resonado en mi oído. Esclavos, corred, volad a la tumba de Antígona; acercaos a la piedra que la cierra; penetrad en la abertura que forma la entrada; decidme si es la voz de mi hijo, o si algún dios me ha engañado.» Ejecutamos las órdenes de nuestro amo enloquecido; vimos a Antígona colgada de la bóveda del subterráneo; su cinturón era el nudo que había corrido en torno de su cuello. Hemón la oprimía en sus brazos por la cintura, deplorando la pérdida de sus amores, la crueldad de su padre y el destino de su amante. Creón, ante tal espectáculo, avanza, y lanzando gritos, gemidos horribles: «Hijo mío, ¿qué hacéis? ¿Dejáis extraviarse vuestro espíritu? ¿A qué desesperación os entregáis? Salid, hijo mío, salid, os lo suplico yo.» Pero Hemón, lanzándole una mirada fiera y llena de horror, sin responder nada saca su espada de dos filos. Creón huye y esquiva sus golpes. Volviendo luego su cólera contra sí propio, el infortunado hunde su espada en su seno, y, conservando todavía su amor, estrecha a Antígona entre sus brazos moribundos, lanza los últimos suspiros y enrojece con su sangre, que sale con sus sollozos, las mejillas lívidas de su amante. Así, estos dos esposos, reunidos en la morada de los muertos, están acostados uno junto a otro, para enseñar a los humanos que la imprudencia es el más funesto de todos los males. ESCENA III EL MENSAJERO, EL CORO EL CORO ¡Cielos! ¿Qué debemos pensar? La reina ha desaparecido sin que palabra alguna salga de su boca. EL MENSAJERO Mi asombro es igual al vuestro. Me inclino a creer que habiendo oído la desgracia de su hijo, temerá dejar estallar sus lamentos a los ojos de los tebanos, y que habrá ido con su dolor al palacio, para poder abandonarse a él en medio de sus mujeres. Conoce demasiado la prudencia para hacer nada que... EL CORO No sabemos; un excesivo silencio se nos antoja temible. Los gritos inmoderados no tienen enojosos efectos. EL MENSAJERO Pronto veremos, entrando en el palacio, si su corazón medita en secreto algo funesto. Un silencio sobrado profundo debe alarmar. ESCENA IV EL CORO Ved al rey, que avanza llevando en sus manos, si tal puede decirse, un monumento, no de las faltas ajenas, sino de las suyas propias. ESCENA V EL CORO, CREÓN CREÓN ¡Oh por demás crueles y por demás funestos extravíos de mi espíritu culpable! ¡Ved, tebanos, entre los de la misma sangre, el asesino y la víctima! ¡Oh deplorable prisión, oh hijo mío, hijo mío! En la primavera de tu vida has perecido de una muerte prematura, no por tu imprudencia, sino por la mía. EL CORO ¡La justicia se ha mostrado bien tarde a vuestros ojos! CREÓN ¡La conozco al fin por mis desgracias! Armado de una maza terrible, un dios ha golpeado mi cabeza, me ha precipitado en abismos espantosos, y de un puntapié ha derribado el edificio de mi dicha. ¡Cuántos, cuántos tormentos reservados a los mortales! ESCENA VI LOS PRECEDENTES, UN ESCLAVO EL ESCLAVO ¡Amo mío, además de las desgracias que habéis sufrido, que tenéis ante los ojos, que lleváis con vos, os queda todavía algo muy doloroso que encontrar en vuestra casa! CREÓN ¿Qué males pueden añadirse al horror de los que sufro? EL ESCLAVO La madre del hijo que lloráis, la reina, ha muerto; madre infortunada, expira herida por un golpe mortal. CREÓN Insaciable abismo de Hades, ¿por qué quieres consumar mi pérdida? Y tú, que vienes a traerme tan funestas nuevas, ¿qué has dicho? EL CORO ¡Desgraciado! Vienes a hacer morir de nuevo a un muerto. CREÓN ¿Qué dices? ¿Qué acontecimientos vienes a noticiarme? ¡La muerte de mi mujer después de la de mi hijo! EL ESCLAVO Podéis juzgar por vuestros ojos. La reina no había aún llegado al interior del palacio. CREÓN ¡He ahí un nuevo objeto de dolor! ¿A qué destino, oh dioses, estoy llamado aún? ¡Desgraciado! Tengo en mis brazos a mi hijo, que acaba de expirar; tengo ante mis ojos el cuerpo ensangrentado de mi esposa. ¡Madre infortunada, hijo mío! EL ESCLAVO Ha comenzado por deplorar la muerte ilustre y prematura de su primer hijo y el destino de Hemón; luego ha prorrumpido en imprecaciones contra vos, a quien consideraba como el asesino de su hijo, e hiriéndose con un hierro agudo, ha caído a los pies del altar, cerrando los ojos a la luz. CREÓN ¡Cielos! ¡Oh dioses! ¡Mi alma está confundida de horror! ¡Y que no me hundan una espada en el seno! ¡Infortunado, he caído en un abismo de calamidades! EL ESCLAVO Os miraba al morir como único autor de tantos males. CREÓN ¿Pero de qué manera ha acabado sus días? EL ESCLAVO Hiriéndose a sí misma en cuanto ha sabido el deplorable destino de su hijo. CREÓN Sólo yo entre los mortales, sólo yo la causa de tantas desgracias. ¡Infortunado, yo te he dado la muerte! Esclavos, apartadme de estos lugares, llevadme cuanto antes como si no viviera ya, como si no fuera ya nada. EL CORO Lo que pedís es una ventaja para vos, si la hay en los males. Para abreviar los que se tienen a la vista, el mejor partido es huir de ellos. CREÓN Que aparezca, que venga, pues, el momento deseado que ha de rematar mi existencia; que venga, que no vea yo más la luz del día. EL ESCLAVO Tales votos son para el porvenir; mas para el presente, ¿qué hay que hacer? A los que atañe ese cuidado les toca ocuparse de él. CREÓN Sólo pido la muerte, no deseo otra cosa. EL ESCLAVO Cesad de desear; no es dado a los mortales evitar el infortunio que les reserva el destino. CREÓN ¡Llevadme, llevaos a este insensato que, a su pesar, te ha hecho perecer, hijo mío, lo mismo que a vos, cara esposa! ¡Infortunado! No sé ya dónde dirigir mis ojos y mis pasos: todo ha huído de mis manos; y una desgracia superior a mis fuerzas se ha desplomado sobre mi cabeza. ESCENA VII EL CORO ¡Cuán preferible es la prudencia a la fortuna! Hay que guardarse de ofender a los dioses. La escandalosa vanidad de los hombres presuntuosos les atrae con frecuencia crueles suplicios que les enseñan demasiado tarde a conocer la prudencia. FIN DE ANTÍGONA ÍNDICE EDIPO REY Págs. Acto I. 7 Acto II. 17 Acto III. 31 Acto IV. 51 Acto V. 71 EDIPO EN COLONA Acto I. 87 Acto II. 117 Acto III. 127 Acto IV. 145 Acto V. 165 ANTÍGONA Acto I. 179 Acto II. 195 Acto III. 211 Acto IV. 225 Acto V. 233 End of Project Gutenberg's Edipo rey; Edipo en Colona; Antígona, by Sófocles *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK EDIPO REY; EDIPO EN COLONA *** ***** This file should be named 63509-0.txt or 63509-0.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/6/3/5/0/63509/ Produced by Ramón Pajares Box, Roberto Marabini and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from public domain print editions means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. 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