The Project Gutenberg EBook of Dafnis y Cloe, leyendas del antiguo Oriente, by Juan Valera This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org/license Title: Dafnis y Cloe, leyendas del antiguo Oriente Author: Juan Valera Release Date: October 20, 2016 [EBook #53330] Language: Spanish Character set encoding: UTF-8 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DAFNIS Y CLOE *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images available at The Internet Archive) JUAN VALERA NOVELAS DAFNIS Y CLOE LEYENDAS DEL ANTIGUO ORIENTE (FRAGMENTOS) [imagen: colofón] OBRAS COMPLETAS TOMO XII Es propiedad. Derechos reservados. DAFNIS Y CLOE Ó LAS PASTORALES DE LONGO [una barra decorativa] INTRODUCCIÓN Los aficionados á libros suelen cegarse con frecuencia y prestar á muchas obras literarias un mérito que no tienen, y esperar que logren una popularidad que al cabo no alcanzan. Es evidente que yo, cuando me he tomado el trabajo de traducir esta novela, y me he atrevido luego á presentarla al público, es porque creo, ó bien con fundamento, ó bien inducido en error por dicha ceguedad, que esta novela es bonita é interesante, y que ha de gustar y divertir á los lectores. Lejos de censurar, disculpo yo y hasta aplaudo la publicación de cualquier libro antiguo, por malo que sea. La mayoría no tendrá la paciencia de leerle; pero siempre le leerá con gusto y con interés cierto breve círculo de personas estudiosas que busquen en él, y quizá hallen nuevos datos para la historia literaria, ó curiosas noticias sobre costumbres, usos, hechos históricos, estilo y lenguaje de una época y nación determinadas. De libros publicados con este objeto debe salir á la venta muy pequeño número de ejemplares. No son, ni pueden ser en realidad, libros para el público, sino para unos cuantos bibliófilos. No es así como yo traduzco y publico en castellano la novela de Longo. La publico como algo que, en mi sentir, puede y debe gustar aún al vulgo; como algo que puede ser popular en nuestros días. Á fin de manifestar las razones en que me apoyo para pensar así, escribo esta introducción. Escasísima cantidad de obras maestras tiene una fama que jamás se marchita. Sus autores se llaman por excelencia los autores clásicos, y toda persona culta, ó que presume de culta, los compra, aunque nunca los lea. Si por acaso acomete, en ratos de ocio, la lectura de uno de estos autores, pongo por caso de Homero, de Píndaro ó de Virgilio, á las pocas páginas, ó se duerme ó se aburre. Tres modos principales suele emplear después el lector aburrido ó dormido para explicar su aburrimiento ó su sueño. Si es muy modesto, se echa la culpa á sí propio, reconociendo que carece de la educación estética ó de la aptitud natural bastante para penetrar el sentido de lo que lee, y apreciar y ponderar todos los primores y bellezas del estilo, teniendo en cuenta, además, que es menester cierto aparato de erudición y cierto esfuerzo de fantasía para trasladarse en espíritu á la edad en que vivió el autor y para ponerse en lugar de uno de sus contemporáneos, participando de sus creencias, afecciones y anhelos, único modo de comprender todo el valor de lo que lee, y de sentir, al leerlo, la misma honda impresión que sintieron, sin duda, los hombres que vivían cuando el autor, y para quienes el libro se compuso. Los que se explican así el no gustar de un autor clásico son los menos, porque la modestia y la humildad son prendas rarísimas. Otros hay que se lo explican todo dejando á salvo al autor y echando la culpa al traductor desgraciado. Busca, por ejemplo, una persona elegante y de mundo, que oye decir que la _Iliada_ es un trabajo prodigioso, una traducción castellana de la _Iliada_; le dan la de Hermosilla: empieza á leerla, se harta á las seis ó siete páginas, y acude, para desenojarse, á una novela de Daudet ó de Belot, que le parece mil veces más agradable. No atreviéndose á decir que Homero es insufrible, y que todos los críticos que le han elogiado lo hacían por seguir la corriente, ó porque eran unos pedantones que con tales elogios querían darse tono, decide que el traductor lo ha estropeado todo, en lo cual, hasta cierto punto, no se equivoca á veces, y de esta suerte deja á salvo, por una parte, el buen gusto y la agudeza y perspicacia que él cree tener, y por otra, la autoridad de los siglos y el general y constante consentimiento de varias y diversas civilizaciones y de muchas generaciones, que han decidido que los cantos de Homero son de la mayor belleza. Los más atrevidos por último, se van derechos contra el autor, y decretan que Homero es soporífero; que en la edad bárbara en que vivió, tal vez gustaría; pero que ahora no hay quien le aguante, y que ni los mismos que le encomian le leen, sino que aprenden lo más substancial de lo que dice, en algún compendio ó manual de historia de la Literatura, y suponen que le han leído y hasta que se han encantado leyéndole, para darse tono y lustre de discretos y de profundos. Á mí me ha ocurrido con frecuencia que hombres políticos de primera magnitud, que han sido ministros cuatro ó cinco veces, abogados famosos, hacendistas y economistas, me hayan excitado á que me desemboce con ellos y les confiese que Homero no puede haberme gustado, si es que le he leído. Y como yo me obstinara en que le había leído y en que me gustaba, me han tenido por hipócrita literario ó por hombre disimulado y lleno de fingimiento, á fin de darme importancia de erudito y humanista. Lo expuesto hasta aquí debiera arredrarme, en vez de animarme, para publicar á Longo; pero yo discurro de otra suerte. Es verdad que los poetas clásicos, griegos y latinos, no gustan al vulgo de los españoles; pero ¿por qué no han de gustar los prosistas? Para que no gusten ni sean populares los poetas hay, á más de las ya expuestas, otras muchas razones que vamos á exponer. Nosotros poseemos una riquísima poesía nacional, tanto más popular cuanto más se aparta en todo del antiguo gusto clásico. Para el asunto, si es narrativa, nos deleita la Edad Media ó los tiempos de la casa de Austria, idealizados de cierta manera y como nunca fueron; para los sentimientos y pensamientos, los católicos y piadosos, aunque el poeta sea ateo y los entrevere y combine con modernas filosofías; y para la forma, ó gran riqueza de rimas, ó la asonancia del romance, ó la castiza y también asonantada seguidilla. Ahora bien; sin entrar aquí á buscar la causa, es lo cierto que Homero y Virgilio se despegarían puestos en seguidillas ó en romances, y puestos en octavas reales ó en décimas, no sólo se despegan también, sino que es imposible que el más hábil versificador, forzado por el consonante, no ponga mucho de su cosecha, y además abundantes ripios en su traducción. La versificación clásica antigua, sobre todo los exámetros, han pasado con fortuna á varias lenguas modernas. En inglés y en alemán se escriben y se leen con gusto los exámetros. En castellano casi nadie los ha escrito, y nadie los resiste. Y el verso endecasílabo libre que, á mi ver, es muy á propósito para este género de traducciones, y aun para escribir narraciones poéticas originales, inspira en España verdadero aborrecimiento, acaso porque rara vez se ha hecho bien hasta ahora. Como, por otra parte, el vulgo no tiene acostumbrado el oído, no percibe la armonía de esta versificación, ni comprende su valer, y la juzga prosa cansada. Longo, que está en prosa y que yo traduzco en prosa, no ofrece ninguna de estas graves dificultades. Es cierto que no debe considerarse como un autor clásico; pero también es cierto que su obra pertenece á un género más de moda hoy que nunca; _Dafnis y Cloe_ es una novela. Y como, á mi ver, es la mejor que se escribió en la antigüedad clásica, y está traducida en casi todos ó en todos los idiomas modernos, he creído que debiera estarlo también en castellano, y que una traducción fiel y hecha con alguna gracia, si atinaba yo á dársela, había de agradar á todos. Harto sé, no obstante, que los libros, no ya clásicos y capitales, por decirlo así, sino de segundo orden, como suelen ser las novelas, están aún más sujetos á la moda que los demás libros. Homero y Virgilio, aunque ya no divierten al vulgo, siguen y seguirán siempre siendo el encanto de los doctos aun de los medianamente instruídos; pero á veces hasta las novelas, que fueron en su época delicia de todos, no hay quien las sufra en el día: ni los más literatos llevan con paciencia su lectura. ¿Qué portugués, por sabio que sea, lee ahora, sin saltar una página, la _Menina e moça_, de Bernardín Riveiro? ¿Qué español se traga la _Diana_, de Jorge de Montemayor? El _Amadis de Gaula_, que durante dos siglos ó más hechizó y deleitó á toda Europa, yace hoy arrinconado para que algún paciente erudito ó algún lector tan incansable como raro le lea por entero. Esta efímera popularidad de la novela debe de consistir, sin duda, en que las más estimadas y leídas en su época se lo debieron, no á cualidades permanentes, sino al estilo de moda: á algo de convencional, que hechiza en un momento y que un momento después empalaga y aburre por falso y afectado. Hay excepciones de esta regla; hay algunas novelas que por encima de la beldad de convención poseen la beldad absoluta. Tales novelas sólo sobreviven, se salvan del olvido en que las otras caen, y llegan á contarse en el número de los libros clásicos. En toda época, pues, son ó deben ser leídas por las personas de buen gusto. No pretendamos por eso que el vulgo las lea también. Algo más las leerá y algo más habrán de agradarle que los grandes poetas antiguos; pero nunca, ni con mucho, le parecerán tan bien como cualquiera novela novísima, según el estilo y la moda vigentes. Yo tengo para mí que el mismo _Quijote_, con ser novela extraordinaria, sin par y única, la más espléndida joya de nuestra literatura, el fruto más rico y sazonado del ingenio español, el libro al lado del cual no se podrá poner acaso sino una docena de otros libros desde que los hay en el mundo, no es hoy leído sino por literatos, mientras que el vulgo y gran multitud de personas cultas, vulgo en esto, se aburren leyéndole, si es que intentan leerle, y apenas perciben algunas de sus bellezas, y las demás se escapan por completo á su percepción, aunque la tengan muy viva, sutil y despierta para comprender hasta los ápices y más menudos primores de Feuillet, Musset, Mérimée, Sue, Balzac, Dickens, Dumas, Víctor Hugo y otra caterva de novelistas contemporáneos, extranjeros, y aun españoles. Claro está que por patriotismo, por no contrariar la corriente, con lo cual se harían en este caso reos de lesa gloria nacional, casi todos afirman y sostienen que el _Quijote_ es obra admirable, si bien la admiran por fe y sin leerla. Y no digo esto lamentándolo, sino para consignar un hecho. Esta diversidad de gustos, esta moda vulgar de cada siglo, es conveniente. ¿Qué sería del infeliz escritor si el gusto fuese siempre igual? ¿Qué concurrencia no le harían los autores antiguos? ¿Cómo competir en España con el ignorado autor de la _Celestina_ ó del _Amadis_ y con tantos otros famosos novelistas, si sus obras tuviesen hoy la vida, la frescura y el encanto, y si fuesen tan sentidas y comprendidas del vulgo como cuando se escribieron? Muchos, los más de los que hoy escribimos, tendríamos que cruzarnos de brazos, llenos de aflicción y desaliento. ¿Quién escribiría un drama si gustasen y se comprendiesen Calderón y Lope y Tirso, y respondiesen hoy, como en el siglo XVII, á los afectos, pasiones y creencias de la muchedumbre? De todos modos, yo entiendo que la novela de _Dafnis y Cloe_ dista no poco de ser una obra extraordinaria; pero entiendo también que hay en ella mérito bastante para colocarla en el número de las novelas excepcionales, de belleza absoluta é independiente de la moda. Esto me basta para justificar su traducción y su publicación en castellano. Pero, ¿cómo he de fundar en esto la esperanza de que se divulgue y sea popular la novela que traduzco y patrocino? Lo espero, en primer lugar, por su concisión, pues no pasa, traducida por mí, de 120 páginas. Y la espero también, porque la traducción francesa de Courier, refundiendo la de Amyot, y las disputas de Courier con Furia por ocasión de la mancha de tinta, han dado en Francia no muy distante celebridad y popularidad á esta novela; y como las modas vienen á España de Francia, pudiera ser que viniese esta moda de gustar de _Dafnis y Cloe_. Otra razón para que la novela guste, es la sencillez de su estilo, donde la belleza de convención no entra para nada, pues los autores griegos, hasta en la edad de decadencia, como se cree que fué la de Longo, se dejaban más difícilmente extraviar por los artificios conceptuosos al uso ó al gusto de un momento. Razón es asimismo la de que, á pesar de lo que aseguran muchos, de que los autores griegos y latinos no sentían ni comprendían tan hondamente la Naturaleza como los modernos y los orientales, en _Dafnis y Cloe_ la Naturaleza está viva, cuando no hondamente sentida y pintada. Así lo declaran el sabio Humboldt, en el _Cosmos_, Villemain y otros críticos. La brevedad de estas descripciones hace que hieran con más vigor la fantasía de todo lector un poco atento, sin peligro de que fatiguen como ocurre con frecuencia en las descripciones minuciosas, analíticas é interminables de muchos escritores modernos, de quienes se diría que miran con microscopio, tocan con escalpelo y escriben con plomo derretido. Una gran contra, fuerza es confesarlo, tiene, por cierto, _Dafnis y Cloe_: el realismo de sus escenas amorosas, y la libertad, que raya en licencia, con que algunas están escritas; pero sirva de disculpa que lo que en _Dafnis y Cloe_ pueda tildarse de licencioso no es en el fondo perverso, y si algo de esto último hay en el original, lo hemos cambiado ó suprimido. En las impurezas de _Dafnis y Cloe_ resplandecen además cierto candor y cierta nitidez, y hasta me atrevo á decir que la desnuda y limpia inocencia del mármol pentélico, trabajado por el cincel del escultor antiguo. Para mí sería no menos injusto tildar de poco decentes algunas escenas de _Dafnis y Cloe_, como tildar de poco decentes el Apolo de Beldevere y la Venus de Milo. Toda la culpa, si la hay, está en el desnudo. Vestidas, y bien vestidas, están Fanny, Madame Bovary, _La mujer de fuego_, _La Dama de las Camelias_ y otras mil heroínas del día, y son harto menos honestas que Cloe. Inmensa, pongamos por caso, es la distancia entre Cloe, que ama á Dafnis sin ningún interés y por él mismo, y jura serle fiel y le es siempre fiel en vida y en muerte, y la heroína de Goethe, Margarita, á quien las damas más púdicas admiran, no ya á solas, en su estancia, donde no es pública la desvergüenza, sino en pleno teatro, por lo menos haciendo gorgoritos en italiano, y en cuya seducción interviene, no obstante, el incentivo de la codicia, el regalo de las joyas, y donde ella, para estar con más descuido en los brazos de su amante, da á su madre un narcótico, y para ocultar su pecado, mata á su hijo. Todo lo cual no impide que Margarita sea admirada como criatura angelical, modelo de ternura y de otras virtudes, y que se vaya derecha al cielo, sin media hora siquiera de purgatorio, y que después interceda con la Virgen María para llevarse también por allá al bribonazo del doctor Fausto, del cual ha hecho el poeta alemán un extraño Job al revés, ya que, en lugar de padecer con resignación las duras pruebas á que somete el diablo al Job árabe, hace, con ayuda del diablo, cuanta maldad y bellaquería se le antojan, sin escrúpulo de conciencia; y para distraer sus melancolías en la ocasión más terrible, cuando ha deshonrado y perdido á Margarita y causado la muerte de tres personas, se va á bailar el jaleo con brujas jóvenes y bonitas en un estupendo y desenfrenado aquelarre. Al lado de _Fausto_, al lado de gran parte de los más celebrados libros modernos, es inocentísimo el que traducimos. Algo podrá también influir para que guste y para que las antedichas faltas se perdonen ó se disimulen, el haber indudablemente servido de modelo á la famosísima y con razón encomiada novela de Bernardino de Saint-Pierre, que se titula _Pablo y Virginia_. No negaré yo que en ésta el pudor y el espiritualismo de los amores se levantan inmensamente por cima de lo que se pinta y refiere en _Dafnis y Cloe_, como que allí todo está informado, á pesar del autor que era poco cristiano, por el casto espíritu del cristianismo, mientras que _Dafnis y Cloe_ es obra gentílica; pero en otras cosas, á mi ver, _Dafnis y Cloe_ aventaja á _Pablo y Virginia_. En esta última novela hay, sin duda, en medio de sus sencillas y naturales bellezas, sobrada afectación y _sensiblería_ malsana, propias de Rousseau, maestro de Saint-Pierre, y teosófico prurito de buscar en la Naturaleza una revelación religiosa, mientras que en _Dafnis y Cloe_ hay religión positiva, aunque sea mala, y todo es más candoroso y menos alambicado. Tales son las principales razones que me asisten para creer que _Dafnis y Cloe_ puede gustar aún al vulgo en España. Ya otra novela griega, que ha sido dos ó tres veces traducida ó parafraseada en español, la única quizá que ha obtenido esta honra, _Teágenes y Cariclea_, de Heliodoro, gustó mucho durante más de un siglo, como lo prueban, Cervantes imitándola en el _Persiles_; Calderón tomando asunto de ella para su comedia _Los Hijos de la Fortuna_; la antigua traducción hecha por Fernando de Mena y publicada en 1516, y la nueva hecha del latín, como la antigua, por D. Fernando Manuel del Castillejo, en el año de 1722. Ambas traducciones gustaron, aunque son desmayadísimas, y más que traducciones, desleídas paráfrasis. La novela de Heliodoro, además, hasta en el original peca de fastidiosa, si bien en la moral apenas tiene punto vulnerable, como obra de un santo varón cristiano que llegó á ser obispo. Debe, por último, excitar la curiosidad pública y avivar el deseo de leer la novela de _Dafnis y Cloe_ la consideración de ser la primera por su merecimiento, ya que no en el orden cronológico, de cuantas nos ha dejado la literatura griega, germen fecundo y guía constante de todas las literaturas de la moderna Europa. Aunque de la historia de este género de ficciones, que hace tiempo se llaman _novelas_, y que tan en moda están en el día, pudiéramos excusarnos de hablar, remitiendo al lector á los autores de más valer que sobre ello han escrito, bueno será poner algo aquí, en breve resumen, acerca de la novela griega en general, y singularmente acerca de _Dafnis y Cloe_, tomando por guía á Chassang, á Chauvin, á Sinner, á Dunlop y á otros. Cierto que la novela, escrita en prosa con alguna extensión, en una forma aproximada á aquella en que hoy la concebimos y escribimos, y contando lances de la vida privada de personas, no históricas, sino particulares y fingidas las más veces, es una aparición muy tardía en la literatura griega, y se puede y debe colocar en época de decadencia, al menos relativa; pero, si por novela hemos de entender toda narración, oral ó escrita, en prosa ó en verso, de casos inventados, ya se inventen con plena conciencia, ya se imaginen ó se sueñen por unos hombres de un modo espontáneo é inconsciente, y por otros se crean verdaderos y reales, la novela es tan antigua como el mundo, desde que vive en el mundo gente que habla. Los griegos la llamaron _mytho_, y los latinos _fábula_. _Contar ó hablar_ equivalía á referir _fábulas ó mythos_. _Hablar_ viene de _fabulor_, que á su vez viene de _fábula_; y _mytho_ en griego significa á la vez palabra, discurso, fábula, ó tradición popular cuento. Toda _habla_ tenía, pues, en lo antiguo, sobre todo cuando narraba, mucho de cuento, novela ó fábula. Por medio de ellas se explicaban los fenómenos de la Naturaleza: el terror de los bosques, el curso del sol y de las estrellas, la vida misteriosa de las plantas, la voz del escondido eco, la recóndita inmensidad y el prolífico abismo de los mares, el subterráneo origen de las fuentes, el brío devorador á par que plasmante de la llama, la lucha de los elementos, sus afinidades y consorcios fecundos, la fuerza que amontona los metales ó que cuaja el cristal en las entrañas de la tierra, el arco iris que se extiende en la bóveda azul, las tinieblas de la noche, el fulgor de la aurora, las nubes, el trueno, el rayo, la lluvia que fertiliza y el viento que destroza; cuanto hiere, en suma, la imaginación de los hombres, cuando la Naturaleza hablaba con más poderosa voz que en el día á sus potencias y sentidos, sin apartar el velo que la cubre ni hacer patentes sus entonces inefables y temerosos arcanos. Los afectos, pasiones y apetitos, que conmovían nuestro ser, no analizados tampoco entonces, ni fisiológica ni psicológicamente, se personificaban del mismo modo que los fenómenos naturales externos, y de aquí nacían también dioses y diosas, demonios y genios. Cada uno de estos seres fantásticos tenía su vida propia. Su historia, ya se refería, ya se cantaba en himnos. Los acontecimientos humanos, las conquistas bienhechoras ó destructoras, la emigración de los pueblos, la fundación de ciudades, reinos ó repúblicas, los viajes por mar y por tierra en un mundo apenas conocido, donde la imaginación ponía lo que el entendimiento ignoraba; todo esto, engrandecido á poco de suceder, y á veces á par que sucedía, sin que nadie lo escribiese, transmitiéndose y creciendo al pasar de boca en boca, y conservado á menudo en la memoria, merced á la palabra rítmica, dejaba de ser historia, se convertía en cuento, fábula ó _mytho_, y era, en suma, la materia épica diseminada ó difusa. En ella se guardaba, oculto en símbolos y figuras, todo el saber de las primeras edades; de donde, con el andar del tiempo, salieron las maravillosas epopeyas, cuando un vate singular y dichoso acertó á reunir los dispersos cantares en armónico conjunto; y de donde la historia brotó más tarde, cuando un observador, curioso y discreto, agrupó esos mismos cantares épicos, hablas y tradiciones, poniéndolos en desatada prosa y procurando dar alguna razón de ellos en virtud de la crítica naciente. De aquí que, en fuerza de ser todo novela (religión, geografía, historia, ciencias naturales, moral y política), no viniese hasta muy tarde la novela propiamente dicha. Han disputado muchos eruditos sobre la procedencia de la novela griega. Unos, como Huet, suponen que vino del Oriente; otros, que nació en Grecia, original y castiza. Yo creo que, sin duda, los primitivos griegos traían ya sus creencias y sus _mythos_ desde que emigraron de la cuna de la raza aria, en las faldas del Paropamiso; que fueron después inventando mucho, y que tomaron también no poco de Egipto, de Fenicia, del Asia Menor, de Tracia y de otras regiones y pueblos; pero los griegos, admirablemente dotados por la Naturaleza, pusieron en todo el sello de su propio ser: la gracia, la medida, la armonía y el buen gusto instintivo é innato. Como quiera que ello sea, la ficción fué, en un principio, candorosa, y no reflexiva: tuvo carácter épico, tanto por el sujeto que fingía, cuanto por el objeto fingido. No era la ficción individual, ó se habían perdido las huellas de que lo fuese: era obra de la imaginación colectiva: no era historia fingida adrede, sino creída y soñada; ni era tampoco de casos meramente domésticos, sino importantes al pueblo todo ó á todos los hombres: historia de reyes, de patriarcas, de héroes epónimos, de dioses y semi-dioses, los cuales, ya, como Hércules, Teseo, Perseo y Belerofonte, altos modelos de los ulteriores caballeros andantes, socorrían doncellas, amparaban menesterosos y libertaban la tierra de monstruos y tiranos; ya, como Baco, Osiris y los Argonautas, se extendían por el mundo, civilizándole en expedición conquistadora; ya, como Hermes, inventaban artes que hacen grata la vida; ya, como Prometeo, arrostraban la cólera del cielo y del inflexible destino, á fin de salvar, mejorar ó ennoblecer al género humano. Cuando toda esta materia épica pasó de ser oral á ser escrita, y perdiendo el ritmo ó forma de la poesía, vino á ponerse en prosa, la ficción, ó dígase la novela en su más lato sentido, entró en un período importante de su historia, si bien aun apenas aparecía aislada, sino combinándose con todo. Los moralistas se valían de ella para inculcar sus preceptos, y los filósofos y políticos para hacer más perceptibles y populares sus teorías y sistemas. De aquí las fábulas de Platón sobre la Atlántida y sobre Her el armenio, la del grave Aristóteles sobre Sileno y Midas, y la de Jenofonte sobre la educación de Ciro. Lo inexplorado hasta entonces de este planeta en que vivimos, daba lugar á innumerables _utopias_; esto es, á tierras incógnitas ó muy remotas, donde vivían pueblos extraños, ya por lo monstruoso de su ser y condición, ya por estar gobernados de una manera singular y perfecta, según el gusto de quien transmitía ó inventaba la ficción. Así nacieron, y se pusieron en diversos sitios, reinos ó repúblicas de amazonas, de pigmeos y de arimaspes, y así surgieron también islas afortunadas: el país de los hiperbóreos, amados de Apolo; la tierra de los meropes, la nación india de los atacoros, y hasta la Pancaya de Evhemero. De la misma suerte que, por ignorancia de la geografía, se creaban países y pueblos fantásticos, por el desconocimiento de los casos pasados, emigraciones de razas, conquistas, victorias, civilizaciones florecimientos y decadencias, nacieron multitud de historias de pueblos primitivos, donde á veces, sobre la leve trama de algunos hechos reales, la fantasía tejía y bordaba mil prodigios. Para dar autoridad á alguna doctrina religiosa ó filosófica, casi se forjaba un personaje y toda su portentosa historia, como la de Abaris ó la de Zamolxis, y, por el contrario, para glorificación de un personaje real, se forjaba su leyenda. Así se escribieron no pocas vidas, no ya sólo de reyes, héroes y conquistadores, sino también de sabios y de filósofos, como la de Pitágoras por Jámblico y Porfirio, la de Apolonio de Tyana por Filostrato, la de Plotino por Porfirio, y la de Proclo por Marino. Hasta para dar una explicación racionalista á la historia divina, para traer á la tierra á los númenes que el vulgo adoraba, y reducirlos á la condición y proporciones humanas, se inventan fábulas no menos increibles y absurdas que la misma religión que tiraban á destruir, como ocurría en la ya citada Pancaya de Evhemero, quien cuenta hoy, sin las disculpas que él tenía, tan numerosos y brillantes discípulos, v. gr.: Rodier, Renan, Moreau de Jonnes, y sobre todo, el autor de un libro titulado _Dios y su tocayo_, donde se pretende probar que Jehováh era el emperador de la China, y Adán un súbdito rebelde, expulsado del Celeste Imperio. Es evidente que al señalar aquí las diversas direcciones que tomó entre los griegos el espíritu de invención novelesca, lo hacemos con rapidez y á grandes rasgos, y no podemos ceñirnos á la cronología, ni marcar con precisa distinción épocas y períodos. Baste que nos atrevamos á afirmar que hasta los tiempos de Alejandro Magno, apenas queda rastro de lo que ahora podemos llamar _novela de costumbres_. Toda ficción es sobre algo que toca ó interesa á la vida pública, ya religiosa, ya política, ya filosófica. La novela de casos domésticos estaba en gérmen y reducida al cuento oral, que hasta muy tarde no empezó á coleccionarse. Estos cuentos venían principalmente de Mileto, de Sibares y de Chipre, y eran á menudo amorosos y obscenos. Los más antiguos recopiladores de estos cuentos, de quienes se tiene noticia, son de la edad de Alejandro, ó posteriores, como Clearco de Soli, Partenio de Nicea, maestro de Virgilio, y Conón, que vivió en el mismo tiempo. Con la novela hubo de suceder lo mismo, en cierto modo, que con el teatro cómico. Aristófanes, en la comedia antigua, habla y trata de la vida pública, política y religiosa. Viene después la comedia media, que trata aún de la vida pública; pero, ya perdidas la actividad y la libertad de la democracia ateniense, olvida lo político, y se emplea en representar filósofos y cortesanas. Sólo con Menandro, en la comedia nueva, aparece la verdadera vida interior doméstica, y se pintan caracteres y pasiones de personajes privados. En la novela, lo que responde á la comedia nueva en el teatro, esto es, lo que hasta cierto punto pudiéramos llamar _novela de costumbres_, vino mucho más tarde. Todo novelista de este género puede afirmarse que es posterior á la era cristiana. No por esto juzgo yo, como los clasicistas severos, que es época de decadencia ésta en que apareció la novela de dicha clase. Verdad que el siglo de oro de las letras griegas fué el de Pericles; pero autores eminentes hubo en épocas distintas, y nuevos períodos de florecimiento y nuevos campos para luchar y vencer se abrieron después en repetidas ocasiones al ingenio helénico; ora bajo los Ptolomeos y otros sucesores de Alejandro, en filosofía, en ciencias exactas y naturales, y en poesía lírica y bucólica; ora bajo la dominación de Roma, en quien infundió Grecia su cultura; ora con la aparición y difusión del cristianismo y el gran movimiento de ideas que trajo en pos de sí, aun hasta después de caer el imperio de Occidente. Yo creo que no pueden llamarse épocas de decadencia en una literatura aquéllas en que florecen poetas como Teócrito, Bion y Calímaco; prosistas como Polibio, Plutarco y Luciano; filósofos como Plotino, y escritores tan elocuentes y pensadores tan profundos como tantos y tantos Padres de la Iglesia. En esta última época, á saber, desde el primero al quinto ó sexto siglo de la era cristiana, es cuando escriben los principales novelistas griegos de la novela propiamente dicha, ó dígase de la _novela de costumbres_, ó más bien de la novela de amor y aventuras ya que las costumbres no se pintaban entonces con la exactitud de ahora; no se empleaba lo que hoy llamamos ó podemos llamar _color local y temporal_, sino cuando esto salía sin caer en ello los autores; ni mucho menos había, ni era posible que hubiese, este análisis psicológico de las pasiones y afectos, que hoy se usa y agrada tanto. En cambio, el empleo de lo sobrenatural y prodigioso no era tan difícil como en el día, porque los hombres creían sin gran dificultad, por donde era llano ingerir en las novelas lo fantástico de las antiguas fábulas filosóficas, religiosas, geográficas é históricas. Las novelas más famosas y conocidas del expresado género son: la _Eubea_, de Dion Crisóstomo; el _Asno_, de Lucio de Patras; _Las Efesiacas_, de Jenofonte de Efeso; _Teágenes y Cariclea_, de Heliodoro; _Leucipe y Clitofonte_, de Aquiles Tacio, y _Las Pastorales_, de Longo, ó _Dafnis y Cloe_, que damos aquí traducida, y que es sin duda la mejor de todas, ya que el _Asno_, de Lucio, es ferozmente obsceno, y la _Eubea_, de Dion, tiene poco interés, por más que esté lindamente escrita. Las otras novelas de dicha época son en el día harto pesadas de leer. Y las novelas posteriores, del Bajo Imperio, no son más amenas ahora, si bien son en extremo interesantes por lo mucho que influyen en el desenvolvimiento de todas las literaturas del centro y occidente de Europa durante la Edad Media; ya en leyendas y cuentos; ya en poemas y libros de caballerías; ya en el mismo teatro, cuando el renacimiento y después, como sucede, por ejemplo, con la historia de Apolonio de Tiro, el poema de Alejandro y las historias troyanas. Según ya hemos dicho, aunque nuestro elogio se atribuya á pasión de traductor, _Dafnis y Cloe_ es la mejor de todas estas novelas; la única quizá que, por la sencillez y gracia del argumento, por el primor del estilo, y en suma, por su permanente belleza, vive y debe gustar en todo tiempo. Contra los ataques que se han dirigido á su poca moralidad y decencia, ya la hemos defendido hasta donde nos ha sido posible. De otras faltas es harto más fácil defenderla. Una, sobre todo, apenas se comprende que haya críticos juiciosos que se la atribuyan: la de la intervención milagrosa de Pan para salvar á Cloe, á quien llevaban robada. Lo extraño es que los críticos se hayan fijado en este momento, como si en él apareciese sólo lo sobrenatural, y no hayan querido comprender que, desde el comienzo de la novela, lo sobrenatural interviene en todo. Sin su intervención la novela no sería verosímil, y por lo tanto, no sería divertida. La verosimilitud estética se funda, pues, en la creencia en ciertos seres por cima del ser humano y que le amparan y guían; en la creencia en las Ninfas; en Amor, no como figura alegórica, sino como persona real, viva y divina, y en Pan, como dios protector de los pastores, belicoso á veces y tremendo. Sin la providencia especial de estas divinidades, sin el cuidado que toman por Dafnis y Cloe y sin la elección que hacen de ellos para un caso singular de enamoramiento dulcísimo, ni se hubieran salvado los niños recién nacidos, abandonados en medio del campo, ni los hubieran criado con tanto amor una cabra y una oveja, ni hubieran conservado su rara hermosura á pesar de las inclemencias del cielo, ni hubieran sido tan sencillos é inocentes, ni hubiera pasado, en resolución, casi nada de lo que en la novela pasa. Por esto es de maravillar que los críticos censuren el milagro de Pan para libertar á Cloe, y no censuren los demás milagros ni se paren en ellos. Ni yo creo en Pan ni en las Ninfas, ni hay lector en el día que pueda creer en tales disparates; mas, para la verosimilitud estética, es fuerza ponerse en lugar del vulgo gentílico que en un tiempo dado (todavía cuando la novela se escribió) creía en las mencionadas patrañas, sobre todo en lugares agrestes, lejos de las grandes ciudades. Una vez concedido esto, todo es verosímil y llano. Dafnis y Cloe, en completo estado de naturaleza, aunque sublimado é idealizado por el favor divino, pero por el favor divino de dioses poco severos, se aman antes de saber que se aman, son bellos é ignorantes, contemplan y comprenden su hermosura, y de esta contemplación y admiración nace un afecto bastante delicado para dos que viven casi vida selvática: él sin colegio ni estudio de moral, y ella sin madre vigilante y cristiana, sin aya inglesa que la advierta lo que es _shocking_, y sin nada por el estilo. Si el autor, dado ya el asunto, hubiera puesto en los amores de sus dos personajes algo de más sutil, etéreo y espiritual, hubiera sido completamente falso, tonto é insufrible. La novela de _Dafnis y Cloe_ es, pues, lo que debe y puede ser, y tal como es, es muy linda. Su autor imita, sin duda, á los antiguos poetas bucólicos, á Teócrito sobre todo; pero le imita con tino y gracia. De aquí que su obra sea la mejor, la más natural, la menos afectada y artificiosa, la única acaso no afectada de cuantas novelas pastorales se han escrito posteriormente, y que, pasada ya la moda, no hay quien lea con paciencia. _Dafnis y Cloe_, más bien que de novela bucólica, puede calificarse de novela campesina, de novela idílica ó de idilio en prosa; y en este sentido, lejos de pasar de moda, da la moda y sirve de modelo aún, _mutatis mutandis_, no sólo á _Pablo y Virginia_, sino á muchas preciosas novelas de Jorge Sand, y hasta á una que compuso en español, pocos años há, cierto amigo mío, con el título de _Pepita Jiménez_. De estas novelas en prosa se ha pasado también á componerlas en verso, tomando asunto de la vida común; pintando escenas villanescas, rústicas ó burguesas, que no carecen de poesía, sino que la tienen muy grande, cuando se aciertan á pintar con la debida sencillez homérica. En vez de cantar á los héroes tradicionales de la epopeya, se ha cantado en estos idilios modernos á sujetos de condición humilde. Los dos más bellos modelos de tal género de composición, en nuestros días, son _Hermann y Dorotea_, de Goethe, y _Evangelina_, de Longfellow. Algunos de nuestros mejores poetas han seguido un poquito esta corriente desde hace cinco ó seis años. Así Campoamor, en los que llama _Pequeños poemas_, y Núñez de Arce, en otro que titula _Idilio_. Grecia también nos dió el ejemplo de esto, al ir á espirar su gran literatura. En el siglo v, ó después (porque, así como nada se sabe de quién fué Longo, nada se sabe tampoco de este otro autor, ni del tiempo en que vivió), hubo un cierto Museo, á quien llaman _el gramático_ ó _el escolástico_, para distinguirle del antiquísimo Museo mitológico, hijo de Eumolpo y discípulo de Orfeo, el cual Museo más reciente compuso la novela en verso de _Hero y Leandro_, que es un idilio por el estilo de los que ahora se usan, un dechado de sencillez y de gracia, un _pequeño poema_ precioso. Ganas se le han pasado al traductor de _Dafnis y Cloe_ de traducirle también y de incluirle en este mismo volumen; pero, como no está seguro de que el público guste de lo primero, deja para más adelante, si el público no le desdeña y le anima, el ofrecerle lo segundo. Entre tanto, y por hoy, se despide de él, pidiéndole perdón de sus muchas faltas. [una barra decorativa] PROEMIO Cazando en Lesbos, en un bosque consagrado á las Ninfas, vi lo más lindo que vi jamás: imágenes pintadas, historia de amores. El soto, por cierto, era hermoso, florido, bien regado y con mucha arboleda. Una sola fuente alimentaba árboles y flores; pero la pintura era más deleitable que lo demás: de hábil mano y de asunto amoroso. Así es que no pocos forasteros acudían allí, atraídos por la fama, á dar culto á las Ninfas y á ver la pintura. Parecíanse en ella mujeres de parto, otras que envolvían en pañales á los abandonados pequeñuelos, cabras y ovejas que les daban de mamar, pastores que de ellos cuidaban, mancebos y rapazas que andaban enamorándose, correría de ladrones y algarada de enemigos. Otras mil cosas, y todas de amor, contemplé allí con tanto pasmo, que me entró deseo de ponerlas por escrito; y habiendo buscado á alguien que me explicase bien la pintura, compuse estos cuatro libros, que consagro al Amor, á las Ninfas y á Pan, esperando que mi trabajo ha de ser grato á todos los hombres, porque sanará al enfermo, mitigará las penas del triste, recordará de amor al que ya amó, y enseñará el amor al que no ha amado nunca; pues nadie se libertó hasta ahora de amar, ni ha de libertarse en lo futuro, mientras hubiere beldad y ojos que la miren. Concédanos el Numen que nosotros mismos atinemos á contar, sanos y salvos, los amores de otros. [una barra decorativa] LIBRO PRIMERO Ciudad de Lesbos es Mitilene, grande y hermosa. La parten canales, por donde entra y corre la mar, y la adornan puentes de lustrosa y blanca piedra. No semeja, á la vista, ciudad, sino grupo de islas. Á unos doscientos estadíos de Mitilene, cierto rico hombre poseía magnífica hacienda, montes abundantes de caza, fértiles sembrados, dehesas y colinas cubiertas de viñedo: todo junto á la mar, cuyas ondas besaban la arena menuda de la playa. En esta hacienda, un cabrero llamado Lamón, que apacentaba su ganado, halló á un niño, á quien criaba una cabra. En el centro de un matorral, entre zarzas y hiedra trepadora, y sobre blando césped, reposaba el infantico. Allí solía entrar la cabra, de suerte que desaparecía á menudo, y abandonando su cabritillo, asistía á la criatura. Lamón notó estas desapariciones, y se compadeció del cabritillo abandonado; pero un día, en el ardor de la siesta, siguiendo la pista de la cabra, la vió deslizarse con cautela entre las matas, á fin de no lastimar con las pezuñas al niño, el cual, como si fuera del pecho materno, iba tomando la leche. Maravillado Lamón, que harto motivo había para ello, se acercó más, y vió que la criatura era varón, bonito y robusto, y con prendas más ricas de lo que prometía su corta ventura, porque estaba envuelto en mantilla de púrpura con hebilla de oro, y al lado había un puñalito, cuyo puño era de marfil. Lo primero que discurrió Lamón fué cargar con aquellas alhajas, y abandonar al niño; pero avergonzado luego de no remedar siquiera la compasión de la cabra, no bien llegó la noche, lo llevó todo, niño, cabra y alhajas, á su mujer Mirtale, á la cual, para que se le quitase la aprensión de que las cabras parieran niños, le contó lo ocurrido; cómo halló á la criatura, cómo la cabra la amamantaba y cómo él había tenido vergüenza de dejarla morir. Y siendo Mirtale del mismo parecer, ocultaron las alhajas, prohijaron al niño y encomendaron á la cabra su crianza. Á fin de que el nombre del niño pareciese pastoral, decidieron llamarle Dafnis. Dos años después, otro pastor de los vecinos campos, cuyo nombre era Dryas, halló y vió algo semejante cuando apacentaba su rebaño. Había una gruta consagrada á las Ninfas, gran roca, hueca por dentro, y en lo exterior redonda. En esta gruta se veían figuras de Ninfas, hechas de piedra, los pies descalzos, los brazos desnudos hasta los hombros, los cabellos esparcidos sobre la espalda y la garganta, el traje ceñido á la cintura, y una dulce sonrisa en entrecejo y boca; todo el aspecto de ellas, como si hubiesen bailado en coro. En el fondo de la gruta se levantaba un poco el terreno, y de allí manaba una fuente, cuyas aguas se deslizaban formando manso arroyo, y alimentando en torno un prado amenísimo, de copiosa y blanda grama cubierto. Allí se veían suspendidos tarros, colodras, flautas, pífanos y churumbelas, ofrendas de antiguos pastores. Á este templo de las Ninfas acudía una oveja que había ya criado corderos, y el pastor Dryas sospechaba á veces que se le había perdido. Queriendo, pues, corregirla y traerla de nuevo á su antiguo y tranquilo modo de pacer, tejió con sutiles varitas de mimbre verde uno á modo de lazo, y entró en la gruta á fin de coger la oveja; pero no bien llegó cerca, vió lo que no esperaba: vió á la oveja que, con ternura verdaderamente humana, daba su ubre, para que de ella sacase abundante leche, á una criaturita, la cual, con avidez, pero sin llanto, aplicaba la boca pura y limpia, ya á una teta, ya á otra, y cuando se había hartado de mamar, la oveja le lamía la cara. Esta criatura era una niña, y tenía pañales y otras prendas para poder ser reconocida; toquillas y chinelas bordadas de hilo de oro, y ajorcas de oro también. Considerando divino tal hallazgo, y enseñado por la oveja á compadecer y amar á la niña, Dryas la tomó en sus brazos, guardó aquellas prendas en el zurrón, y rogó á las Ninfas que le dejasen criar con buena suerte á la que se había puesto bajo su amparo. Y como ya era tiempo de llevar la manada al aprisco, volvió á su cabaña, contó á su mujer lo ocurrido, le mostró á la niña y la exhortó á tomarla por hija, ocultando cómo había sido hallada. Napé, que así se llamaba la pastora, amó desde luego á la niña como madre, recelosa de que la oveja no la venciese en ternura; y en prueba de que la niña era su hija, le puso el nombre pastoral de Cloe. Pronto crecieron los niños. Su hermosura distaba mucho de parecer rústica. Cuando él cumplió quince años y ella dos menos, Dryas y Lamón tuvieron idéntico sueño en una misma noche. Pensaron ver que las Ninfas, las de la gruta donde estaba la fuente y donde Dryas había encontrado á la niña, ponían á Dafnis y á Cloe en poder de un mozuelo gentil á par que arrogante, con alas en los hombros y armado de arco y flechas pequeñitas, el cual, hiriendo á ambos con la misma flecha, les mandó que fuesen pastores: á ella, de ovejas; á él, de cabras. No poco afligió á los viejos este sueño, que destinaba á sus hijos al oficio de guardar ganado, porque hasta entonces habían augurado mejor suerte para ellos, fiándose en las prendas halladas, por lo cual los habían criado con el mayor regalo y les habían hecho aprender las letras y cuanto en el campo hay de bueno. Resolvieron, no obstante, obedecer á los dioses, cuya providencia había salvado á los niños. Y después de comunicarse mutuamente el sueño, y de haber hecho un sacrificio, en la gruta de las Ninfas, al mozuelo de las alas (cuyo nombre no acertaban á adivinar), enviaron á los mozos á cuidar del hato, enseñándoles el oficio pastoril: de qué modo ha de apacentarse antes del medio día, de qué modo después de pasada la siesta; cuándo conviene llevar al abrevadero, cuándo al aprisco; en qué ocasión debe emplearse el cayado y en qué ocasión basta la voz. Ellos se alegraron de esto en gran manera, como si los hubieran hecho príncipes, y amaron á sus cabras y corderos más que suele el vulgo de los pastores, porque ella recordaba que debía la vida á una oveja, y él no había olvidado que una cabra le cuidó y alimentó en su abandono. Empezaba entonces la primavera y se abrían las flores en montes, selvas y prados. Oíase ya por todas partes susurro de abejas y gorjeo de pajarillos. Los recentales balaban, los corderos retozaban en la montaña, las abejas susurraban en el prado, y en umbrías y sotos cantaban las aves. Como en aquella bendita estación todo se regocijaba, Dafnis y Cloe, tan jóvenes y sencillos, se pusieron á remedar lo que veían y oían. Oían cantar á los pájaros, y cantaban; veían brincar á los corderos, y brincaban gallardamente; y remedando á las abejas, cogían flores, y ya se las ponían en el pecho, ya, tejiendo guirnaldas, se las ofrecían á las Ninfas. Todo lo hacían juntos y apacentaban cerca el uno del otro. Á menudo Dafnis hacía volver la oveja que se extraviaba, y á menudo Cloe espantaba á las cabras más atrevidas para que no trepasen á los riscos. Á veces uno solo cuidada de ambos hatos, mientras que el otro se recreaba y jugaba. Sus juegos eran infantiles y propios de zagales. Ora ella, con juncos que cogía, formaba jaulas para cigarras, y, distraída en esta faena, descuidaba el ganado. Ora él cortaba delgadas cañas, les agujereaba los nudos, las pegaba con cera blanda, y se esmeraba hasta la noche en tocar la zampoña. Á menudo compartían ambos la leche y el vino y se comían juntos la merienda que traían de casa. En suma, más bien se hubieran visto las cabras y las ovejas dispersas que á Dafnis y Cloe separados. En medio de tales juegos, Amor empezó á darles penas. Una loba, que recientemente había tenido cría, robaba muchas veces corderos de los campos próximos para alimentar sus cachorros. Algunos aldeanos se reunieron con este motivo, é hicieron de noche zanjas de más de una vara de ancho y de cuatro ó cinco de hondo. Mucha porción de la tierra removida la esparcieron á lo lejos, y sobre el hoyo extendieron palos secos y quebradizos, cubriéndolos con el resto de la tierra para que el suelo apareciese como antes, de modo que hasta una liebre que corriese por cima rompiese los palos, más débiles que paja, y probase que no era suelo, sino apariencia de suelo. Así abrieron varias zanjas en los cerros y en el llano; pero nunca pudieron coger la loba, que presintió la trampa. En cambio perdieron no pocos corderos y cabras, y Dafnis estuvo á punto de perderse. Dos machos cabríos, irritados por la brama, lucharon con tal furor y violencia, que á uno de ellos se le rompió un cuerno, y, lleno de dolor, comenzó á huir dando bramidos, mientras que el vencedor le perseguía sin tregua ni sosiego. Dolióse Dafnis del cuerno quebrado, y lleno de ira contra la terquedad del macho victorioso, empuñó el cayado y dió en perseguirle á su vez. Así, huyendo el uno y siguiéndole enfurecido el otro, sin ver dónde ponían los pies, cayeron ambos en la trampa, el macho primero y luego Dafnis, lo cual le salvó, pues al caer se quedó caballero en el macho; pero, como se veía en el fondo del hoyo, lloraba, aguardando que alguien viniese á sacarle de allí. Cloe, que vió de lejos lo sucedido, acudió de carrera al hoyo, reconoció que Dafnis estaba con vida y pidió socorro á un boyero de los vecinos campos. Llegó el boyero y buscó una cuerda ó soga, para que, asido á ella, Dafnis saliese; pero no se encontraba cuerda. Entonces Cloe desató la cinta de sus crenchas, la dió al boyero, y de esta suerte, puestos ambos en la boca del hoyo, agarrándose Dafnis á la cinta y tirando ellos, logró subir el caído. Sacaron después al macho infeliz, que con el golpe se había roto entrambos cuernos (pronta y completa venganza del vencido), y se le dieron al boyero en pago de su ayuda, con propósito de decir en casa, si alguien preguntaba por él, que un lobo se le había llevado. Volvieron luego donde estaban cabras y ovejas y hallaron que pacían en paz y buen orden. Sentáronse entonces cabe el tronco de una encina y miraron ambos con atención si alguna parte del cuerpo de Dafnis se había lastimado al caer; pero ni herida ni sangre tenía, sino sucio barro en el pelo y en lo demás de su persona. Dafnis determinó lavarse para que Lamón y Mirtale no supiesen lo ocurrido. Y yéndose con Cloe á la gruta de las Ninfas, le dió á guardar la tuniquilla y el zurrón y se puso á lavar en la fuente su cabellera y el cuerpo todo. La cabellera era negra y abundante; el cuerpo, tostado del sol. Diríase que le daba color obscuro la sombra de la cabellera. Cloe, que miraba á Dafnis, le halló hermoso, y como hasta allí no había reparado en su hermosura, imaginó que el baño se la prestaba. Cloe lavó luego las espaldas á Dafnis, y halló tan suave la piel, que de oculto se tocó ella muchas veces la suya para decidir cuál de los dos la tenía más delicada. Como ya el sol iba á ponerse, ambos volvieron con el hato á sus cabañas, y Cloe nada deseaba tanto como ver á Dafnis bañarse de nuevo. Al día siguiente, de vuelta en la pradera, Dafnis, sentado, según solía, al pie de una encina, tocaba la flauta, á par que miraba sus cabras, encantadas, al parecer, con el dulce sonido. Cloe, sentada asimismo á la vera de él, miraba sus ovejas y corderos; pero miraba más á Dafnis. Y otra vez le pareció hermoso tocando la flauta, y creyó que la música le hermoseaba, y para hermosearse ella tomó la flauta también. Quiso luego que volviera él á bañarse y le vió en el baño, y sintió como fuego al verle, y volvió á alabarle, y fué principio de amor la alabanza. Niña candorosa, criada en los campos, no se daba cuenta de lo que le pasaba, porque ni siquiera había oído mentar al Amor. Sentía inquietud en el alma; no podía dominar sus ojos y hablaba mucho de Dafnis. No comía de día, velaba de noche y descuidaba sus ovejas; ya reía, ya lloraba; si dormía, se despertaba de súbito; su rostro se cubría de palidez y luego ardía de rubor. Nunca se agitó más becerra picada del tábano. Acontecía á veces que ella á sus solas prorrumpía en estas razones: «Estoy mala é ignoro mi mal; padezco y no me veo herida; me lamento y no perdí ningún corderillo; me abraso y estoy sentada á la sombra. Mil veces me clavé las espinas de los zarzales y no lloré; me picaron las abejas y pronto quedé sana. Sin duda que esta picadura de ahora llega al corazón y es más cruel que las otras. Si Dafnis es bello, las flores lo son también; si él canta lindamente, no cantan mal las avecicas. ¿Por qué pienso en él y no en las avecicas y en las flores? ¡Quisiera ser su flauta para que infundiese en mí su aliento! ¡Quisiera ser su cabritillo para que me tomara en sus brazos! ¡Oh agua perversa, que á él sólo haces hermoso y me lavas en balde! Yo me muero, queridas Ninfas; ¿cómo no salváis á la doncella que se crió con vosotras? ¿Quién os coronará de flores después de mi muerte? ¿Quién tendrá cuidado de los pobrecitos corderos? ¿Á quién encomendaré mi parlera cigarra, que cogí con tanta fatiga y que solía cantar en la gruta para que yo durmiese la siesta? En vano canta ahora, pues yo velo, gracias á Dafnis.» Así padecía, así se lamentaba Cloe, procurando descubrir el nombre de Amor. Entre tanto, Dorcón, el boyero que sacó del hoyo á Dafnis y al macho, mozuelo ya con barbas y harto sabido en cosas de Amor, se había prendado de Cloe desde el primer día; y como mientras más la trataba más se abrasaba su alma, resolvió valerse ó de regalos ó de violencia para lograr sus fines. Fueron sus primeros presentes, para Dafnis, una zampoña, que tenía nueve cañutos ligados con latón, y no con cera, y para Cloe la piel de un cervatillo, esmaltada de lunares blancos, para que la llevase en los hombros, cual suelen las bacantes. Así creyó haberse ganado la voluntad de ambos, y pronto desatendió á Dafnis; pero á Cloe la obsequiaba de diario, ya con blandos quesos, ya con guirnaldas de flores, ya con frutas sazonadas. Y hasta hubo ocasiones en que le trajo un becerro montaraz, un vaso sobredorado y pajarillos cazados en el nido. Ignorante ella del artificio y malicia de los amadores, tomaba los regalos y se alegraba; y se alegraba más aún porque con ellos podía regalar á Dafnis. No tardó éste en conocer también las obras de Amor. Entre él y Dorcón sobrevino contienda acerca de la hermosura. Cloe había de sentenciar. Premio del vencedor, un beso de Cloe. Dorcón habló primero de esta manera: «Yo, zagala, soy más alto que Dafnis, y valgo más de boyero que él de cabrero, porque los bueyes valen más que las cabras. Soy blanco como la leche y rubio como la mies cuando la siegan. No me crió una bestia, sino mi madre. Éste es chiquitín, lampiño como las mujeres y negro como un lobezno. Vive entre chotos, y su olor ha de ser atroz, y es tan pobre, que no tiene para mantener un perro. Se cuenta que una cabra le dió leche, y á la verdad que parece cabrito.» Así dijo Dorcón. Luego contestó Dafnis: «Me crió una cabra como á Júpiter, y son mejores que tus vacas las cabras que yo apaciento. Y no huelo como ellas, como no huele Pan, que casi es macho cabrío. Bastan para mi sustento queso, blanco vino y pan bazo, manjares campesinos, no de gente rica. Soy lampiño como Baco, y como los jacintos moreno; pero más vale Baco que los sátiros, y más el jacinto que la azucena. Éste es bermejo como los zorros, barbudo como los chivos, y como las cortesanas blanco. Y mira bien á quién besas, pues á mí me besarás la boca, y á él las cerdas que se la cubren. Recuerda, por último, ¡oh zagala, que á tí también te crió una oveja, y eres, no obstante, linda!» Cloe no supo ya contenerse, y movida de la alabanza, y más aún del largo anhelo que por besar á Dafnis sentía, se levantó y le besó; beso inocente y sin arte, pero harto poderoso para encenderle el alma. Dorcón huyó afligido en busca de nuevos medios de lograr su amor. Dafnis no parecía haber sido besado, sino mordido: de repente se le puso la cara triste; suspiraba con frecuencia, no reprimía la agitación de su pecho, miraba á Cloe, y al mirarla se ponía rojo como la grana. Entonces se maravilló por primera vez de los cabellos de ella, que eran rubios, y de sus ojos, que los tenía grandes y dulces como las becerras, y de su rostro, más blanco que leche de cabra. Diríase que á deshora se le abrieron los ojos y que antes estaba ciego. Ya no tomaba alimento sino para gustarle, ni bebida sino para humedecerse la boca. Estaba taciturno, cuando antes era más picotero que las cigarras; yacía inmóvil, cuando antes brincaba más que los chivos; no se curaba del ganado; había tirado la flauta lejos de sí, y tenía pálido el rostro como agostada hierba. Únicamente con Cloe ó pensando en Cloe volvía á ser parlero. Á veces, á solas, se lamentaba de esta suerte: «¿Qué me hizo el beso de Cloe? Sus labios son más suaves que las rosas, su boca más dulce que un panal, y su beso más punzante que el aguijón de las abejas. No pocas veces he besado los chivos; no pocas veces he besado los recentales de ella y el becerro que le regaló Dorcón; pero este beso de ahora es muy diferente. Me falta el aliento, el corazón me palpita, se me derrite el alma, y á pesar de todo, quiero más besos. ¡Oh extraña victoria! ¡Oh dolencia nueva, cuyo nombre ignoro! ¿Habría Cloe tomado veneno antes de besarme? ¿Cómo no ha muerto entonces? Los ruiseñores cantan, y mi zampoña enmudece; brincan los cabritillos, y yo estoy sentado; abundan las flores, y yo no tejo guirnaldas. Jacintos y violetas florecen, y Dafnis se marchita. ¿Llegará Dorcón á ser más lindo que yo?» Así se quejaba el bueno de Dafnis, probando los tormentos de Amor por vez primera. Dorcón, entre tanto, el boyero enamorado de Cloe, se fué á buscar á Dryas, que plantaba estacas para sostener una parra, y le llevó de regalo muy ricos quesos. Y como era su antiguo amigo, porque habían ido juntos á apacentar el ganado, trabó conversación con él, y acabó por hablarle del casamiento de Cloe. Díjole que él deseaba tomarla por mujer, y le prometió grandes dones como rico boyero que era: una yunta de bueyes para arar, cuatro colmenas, cincuenta manzanos, un cuero de buey para suelas, y cada año un becerro que podría ya destetarse. Halagado por las promesas Dryas estuvo á punto de consentir en la boda; pero recapacitando después que la doncella merecía mejor novio, y temiendo ser acusado algún día de ocasionar irremediables males, desechó la proposición de boda y se disculpó como pudo; sin aceptar lo prometido en alboroque. Viéndose Dorcón defraudado por segunda vez en su esperanza y perdidos sin fruto sus excelentes quesos, resolvió apelar á las manos no bien hallase sola á Cloe. Y como había notado que Cloe y Dafnis traían alternativamente á beber el ganado, él un día y ella otro, se valió de una treta propia de zagal: tomó la piel de un gran lobo, que un toro había muerto con sus astas, defendiendo la vacada, y se cubrió con dicha piel puesta en los hombros, de modo que las patas de delante le cubrían los brazos, las patas traseras se extendían desde los muslos á los talones, y el hocico le tapaba la cabeza como casco de guerrero. Disfrazado así en fiera lo menos mal que pudo, se fué á la fuente donde bebían cabras y ovejas después de pacer. Estaba la fuente en un barranco, y en torno de ella formaban matorral tantos espinos, zarzas, cardos y enebros rastreros, que fácilmente se hubiera ocultado allí un lobo de veras. Allí se escondió Dorcón, espiando el momento de venir á beber el ganado, y con grande esperanza de asustar á Cloe con su disfraz y de apoderarse de ella. Á poco llegó Cloe á la fuente con el ganado, mientras Dafnis cortaba verdes tallos y renuevos para que los cabritillos se regalasen después del pasto. Los perros que guardaban el rebaño seguían á Cloe, y como tenían buena nariz, sintieron á Dorcón, que ya se disponía á caer sobre Cloe; se pusieron á ladrar, se echaron sobre él como si fuera lobo, le rodearon, y antes de que volviese del susto le mordieron. Al principio, con vergüenza de ser descubierto, y recatándose aún con la piel de lobo, Dorcón yacía silencioso en el matorral. Cloe, entre tanto, llena de terror, había llamado á Dafnis para que la socorriese. Y los perros, destrozada ya la piel del lobo, mordían sin piedad el cuerpo de Dorcón, el cual á grandes voces acabó por suplicar que le amparasen á Cloe y á Dafnis, que ya había llegado. Estos mitigaron pronto el furor de los perros con las voces que tenían de costumbre. Después llevaron á la fuente á Dorcón, que había sido herido en los muslos y en las espaldas. Le lavaron las mordeduras, donde se veía la impresión de los dientes, y pusieron encima corteza mascada y verde de olmo. La ignorancia de ambos en punto á atrevimientos amorosos les hizo considerar la empresa de Dorcón como broma y niñería pastoril, y en vez de enojarse contra él, le consolaron con buenas palabras, y le llevaron un poco de la mano hasta que le despidieron. Él, salvo de tan grave peligro, y no, como se dice, de la boca del lobo, sino de la del perro, fué á curarse las heridas. Dafnis y Cloe no tuvieron poco que afanarse hasta bien entrada la noche, para recoger las ovejas y las cabras, las cuales, espantadas de la piel del lobo y de los ladridos, unas se encaramaron á los peñascos, y otras se fueron huyendo hasta la mar. Todas estaban bien enseñadas á acudir á la voz, á congregarse al son de la zampoña, y á venir oyendo sólo una palmada; pero entonces el miedo les había hecho olvidarse de todo. Casi fué menester perseguirlas y buscarlas por el rastro, como á las liebres. Después las llevaron al aprisco. Aquella sola noche durmieron ambos con profundo sueño. La fatiga fué remedio del mal de Amor; pero, venido el día, padecieron de nuevo el mismo mal. Se alegraban al verse; les dolía separarse; estaban desazonados; deseaban algo, é ignoraban qué. Sólo sabían, él, que el origen de su mal era un beso, y ella, que era un baño. Tocaba ya á su fin la primavera y empezaba el estío. Todo era vigor en la tierra. Los árboles tenían fruta; los sembrados, espigas. Grato el cantar de las cigarras, deleitoso el balar de los corderos, dulce el ambiente perfumado por la fruta en sazón. Parecía que los ríos cantaban al correr mansamente; que los vientos daban música como de flautas al suspirar entre los pinos; que las manzanas caían enamoradas al suelo, y que el sol, anhelante de hermosura, rasgaba todo velo que pudiera encubrirla. Dafnis, impulsado de un ardor íntimo, que todo esto le causaba, se echaba en los ríos, y ya se lavaba, ya cogía ligeros peces, ya bebía como si quisiese apagar aquel fuego. Cloe, después de ordeñar sus ovejas y no pocas de las cabras, empleaba bastante tiempo en cuajar la leche y en osear las moscas, que al osearlas le picaban; luego se lavaba la cara; se coronaba de ramas de pino, se ponía al hombro la piel del cervatillo, llenaba una gran taza de vino y de leche, y gozaba con Dafnis de aquella bebida. Cuando llegaba la hora de la siesta, llegaba también mayor hechizo y cautividad de los ojos, porque ella miraba á Dafnis desnudo y su beldad floreciente, y desfallecía al considerar que no había falta que ponerle en parte alguna; y él, al verla con la piel de ciervo, coronada de pino y ofreciéndole bebida en la taza, imaginaba ver á una de las Ninfas de la gruta. Entonces Dafnis, arrebatando de la cabeza de ella las ramas de pino, se coronaba á sí propio, no sin besar antes la corona. Ella, en cambio, solía tomar la ropa de él, mientras él se bañaba, y vestírsela, no sin besarla antes también. Ambos se tiraban manzanas, y otras veces se peinaban el uno al otro, y Cloe comparaba el cabello de él, por lo negro, á la endrina, y Dafnis decía que el rostro de ella era como las manzanas, por lo blanco y sonrosado. Á veces le enseñaba á tocar la flauta; y apenas soplaba ella, se la quitaba él y recorría todos los agujeros, como para mostrarle dónde había faltado, y en realidad para besar á Cloe por medio de la flauta. Tocando él así una siesta, y reposando á la sombra el ganado, Cloe hubo de quedarse dormida. Y no bien lo advirtió Dafnis, dejó la flauta para mirarla toda, sin hartarse de mirarla; y ya sin avergonzarse de nada, dijo en voz baja de este modo: «¡Cómo duermen sus ojos! ¡Cómo alienta su boca! Ni las frutas ni el tomillo huelen mejor; pero no me atrevo á besarla. Su beso pica en el corazón y vuelve loco como la miel nueva. Además, temo despertarla si la beso. ¡Oh parleras cigarras! ¿No la dejaréis dormir con vuestros chirridos? ¿Y estos pícaros chivos, que alborotan peleando á cornadas? ¡Oh lobos más cobardes que zorras! ¿por qué no venís á robarlos?» Mientras que él profería estas razones, una cigarra, huyendo de una golondrina que la quería cautivar, vino á refugiarse en el seno de Cloe. La golondrina no pudo coger su presa ni reprimir el vuelo, y rozó con las alas las mejillas de la zagala, la cual, sin comprender lo que había sucedido, despertó asustada y gritando; pero no bien vió la golondrina, que aún volaba cerca, y á Dafnis, que reía del susto, el susto se le pasó y se restregó los ojos, que querían dormir todavía. Entonces la cigarra se puso á cantar entre los pechos de Cloe, como si quisiera darle gracias por haberle salvado. Cloe se asustó y gritó de nuevo, y Dafnis rió. Y aprovechándose éste de la ocasión, metió bien la mano en el seno de Cloe, y sacó de allí á la buena de la cigarra, que ni en la mano quería callarse. Ella la vió con gusto, la tomó y la besó, y se la volvió á poner en el pecho, siempre cantando. Recreábase una vez en oir á una paloma torcaz que arrullaba en la selva. Quiso Cloe aprender lo que decía, y Dafnis la doctrinó, refiriendo esta sabida conseja: «Hubo en tiempos antiguos, zagala, una zagala linda y de pocos años como tú, la cual apacentaba muchos bueyes. Era gentil cantadora, y su ganado se deleitaba con la música, por manera que la zagala no se valía del cayado, ni picaba con la aijada, sino que reposando á la sombra de un pino y coronada de verdes ramas, se ponía á cantar de Pan y de Pitis, y toda la vacada pacía en torno oyéndola. No lejos de allí había un zagal que también guardaba vacas y era hábil cantador, como la zagala, y competía con ella en los cantares, siendo los de él más briosos, como de varón, y, como de muchacho, no menos dulces. Así fué que los ocho mejores becerros que ella tenía, hechizados por los cantares del zagal, se pasaron de un rebaño á otro. La zagala se apesadumbró en extremo con la pérdida de los becerros, y más aún con el vencimiento en los cantares, y suplicó á los dioses que, antes de volver á casa, la convirtiesen en ave. Accedieron los dioses y la convirtieron en ave montaraz y cantadora cual la zagala. Aun en el día, cuando canta, recuerda su derrota, y dice que busca los becerros huidos.» En tales recreos se pasó el verano, y vino el otoño con sus racimos. Entonces ciertos piratas de Tiro que tripulaban una nave de Caria, á fin de no parecer bárbaros, desembarcaron en aquella costa con espadas y petos, y garbearon cuanto pudieron hallar á su alcance: vino oloroso, trigo á manta, panales de miel y hasta algunos bueyes y vacas del rebaño de Dorcón. Quiso la suerte que se apoderasen de Dafnis, el cual se andaba solazando solo junto á la mar, porque Cloe, como niña que era, sacaba más tarde á pacer las ovejas de Dryas, por temor de los pastores insolentes. Viendo los piratas á aquel mozo gallardo y espigado, juzgáronle mejor presa que las ovejas y las cabras, y cesando en sus correrías y robos, se le llevaron á la nave, mientras que él lloraba, no sabía que hacer, y llamaba á voces á Cloe. Los piratas en tanto desataron la amarra, pusieron mano á los remos, y se iban engolfando en la mar, cuando acudió Cloe ya con sus ovejas y trayendo de presente á Dafnis una nueva flauta. Y viendo ella las cabras medrosas y descarriadas, y oyendo á Dafnis, que la llamaba siempre á gritos, abandonó las ovejas, tiró al suelo la flauta, y á todo correr se fué hacia Dorcón pidiéndole socorro. Hallóle por tierra, cubierto de heridas que le habían hecho los ladrones, respirando apenas y derramando mucha sangre. Cuando él vió á Cloe, el recuerdo de su amor le hizo cobrar aliento. «Cloe, le dijo, pronto voy á morir. Esos inicuos piratas me han destrozado como á un buey, porque defendía mis bueyes. Sálvate tú, salva á Dafnis, véngame y piérdelos. Yo tengo enseñadas á mis vacas á seguir el son de mi flauta, y por lejos que estén, acuden cuando la oyen. Tómala, ve á la playa, y toca allí la sonata que yo enseñé á Dafnis y que Dafnis te enseñó. Lo demás lo harán la flauta sonando y las mismas vacas. Á tí hago presente de esta flauta, con la cual vencí en contienda musical á muchos vaqueros y cabreros. Tú, en pago, bésame ahora, que aún vivo, y llórame muerto. Y cuando veas á alguien apacentando bueyes, acuérdate de mí.» Dicho esto, Dorcón besó el beso último, pues á par de beso y voz exhaló el alma. Tomó la flauta Cloe, aplicó á ella los labios y sopló con cuanta fuerza pudo. Oyéronla las vacas, reconocieron al punto el son, mugieron todas, y de consuno se tiraron con ímpetu á la mar. Con salto tan violento se ladeó la nave de un costado, y al caer las vacas se abrió en la mar como una sima, de suerte que se volcó la nave, y las olas, al volverse á juntar, se la tragaron. No todos los náufragos tenían la misma esperanza de salvación, porque los piratas llevaban espada al cinto, vestían medias corazas escamosas y calzaban grevas, mientras que Dafnis iba descalzo, como quien apacienta en la llanura, y casi desnudo, por ser la estación del calor. Así fué que los piratas, apenas bregaron un poco, se hundieron, con el peso de las armas; pero Dafnis se despojó con facilidad de su ligero vestido, y aun así se cansaba con tanto nadar, como quien antes sólo por poco tiempo había nadado en los ríos. La necesidad le enseñó, no obstante, lo que importaba hacer: se puso entre dos vacas, asió sus cuernos con ambas manos, y se dejó llevar tan cómodo y sin fatiga, como en una carreta; pues es de saber que las vacas nadan más y mejor que los hombres, y sólo ceden en esto á las aves de agua y á los peces, por lo cual no se cuenta de vaca ni de buey que jamás se ahogue, como no se le ablande la pezuña con el sobrado remojo. Y en prueba de la verdad de lo que digo, hay muchos estrechos de mar que hasta hoy se llaman pasos de bueyes. Del modo referido escapó Dafnis, contra toda previsión, de dos peligros, piratería y naufragio. Luego que saltó en tierra y halló á Cloe, que reía y lloraba al mismo tiempo, se echó en sus brazos y le preguntó por qué tocaba la flauta. Ella se lo contó todo: su ida en busca de Dorcón; la costumbre de las vacas de acudir al son de la flauta; el consejo de Dorcón de que la tocase, y la muerte de éste. Sólo por pudor se calló lo del beso. Decidieron ambos honrar la memoria de su bienhechor, y en compañía de amigos y parientes hicieron el entierro de aquél sin ventura. Echaron tierra en la huesa, plantaron en torno árboles, y suspendieron de las ramas las primicias de su trabajo; libaron leche sobre el sepulcro, exprimieron racimos de uvas y quebraron flautas. Se oyó á las vacas dar lastimeros mugidos, y se las vió correr despavoridas y sin concierto; todo lo cual, según declaraban pastores peritos, era lamentación y duelo de las vacas por el vaquero difunto. Después del entierro de Dorcón, Cloe se fué con Dafnis á la gruta de las Ninfas, y allí le lavó, y luego ella misma, por la primera vez, viéndolo Dafnis, lavó su cuerpo, blanco y reluciente de hermosura, y sin necesitar el baño para ser hermoso. Cogieron, por último, flores de las que daba la estación, coronaron con ellas á las imágenes y colgaron como ofrenda la flauta de Dorcón en la pared de la gruta. Hecho esto, salieron á ver cabras y ovejas. Todas estaban echadas, sin pacer ni balar, sino, á lo que yo entiendo, harto afligidas por la ausencia de Dafnis y de Cloe. Así fué que en cuanto los vieron y oyeron que las llamaban como de costumbre y que tocaban la churumbela, se alzaron todas alegres, y las ovejas se pusieron á pacer, y las cabras á brincar y á balar, celebrando que su cabrero se había salvado. Con todo esto, Dafnis no podía recobrar su antiguo contento desde que vió á Cloe desnuda y patente toda su beldad, escondida antes. Le dolía el corazón como si hubiese tomado ponzoña, y su aliento ya era fuerte y agitado, como de alguien á quien persiguen, ya desfallecido, como por el cansancio de la fuga. Parecíale el baño de Cloe más temible que la mar, y pensaba que su alma estaba aún cautiva de los piratas: pues, como mozuelo campesino, ignoraba las piraterías de Amor. [una barra decorativa] LIBRO SEGUNDO Estaba ya en su fuerza el otoño, se acercaban los días de la vendimia, y todo era vida y movimiento en el campo. Unos preparaban los lagares, otros fregaban las tinajas; éstos tejían canastas y cestos ó afilaban hoces pequeñas para cortar los racimos, y aquéllos disponían la piedra ó la viga para estrujar las uvas, ó machacaban mimbres y sarmientos secos para hacer antorchas á cuya luz trasegar el mosto de noche. Dafnis y Cloe habían abandonado ovejas y cabras, y prestaban en tales faenas el auxilio de sus manos. Él acarreaba la uva en cestos, la pisaba en el lagar y llevaba el mosto á las tinajas, y ella condimentaba la comida de los vendimiadores, les daba á beber vino añejo, y hasta vendimiaba á veces en las cepas bajas; porque en Lesbos las viñas no están en alto ni enlazadas á los árboles, sino rastreando los sarmientos como la hiedra, de modo que una criatura apenas salida de los pañales puede allí coger racimos. Según usanza en esta fiesta de Baco y nacimiento del vino, acudieron mujeres de las cercanías para ayudar en las faenas, y las más ponían los ojos en Dafnis y encarecían su belleza como igual á la del dios. Una de las más avispadas y audaces le besó y el beso supo bien á Dafnis y afligió á Cloe. Y los que estaban en el lagar echaban á Cloe no pocos requiebros, saltaban furiosamente como sátiros que ven á una bacante, y deseaban convertirse en carneros para que ella los llevase á pacer; con todo lo cual Cloe se regocijaba y Dafnis se ponía mohino. De aquí que ambos ansiasen el fin de la vendimia, la vuelta á su frecuentada soledad campestre, y oir, en vez de aquel desconcertado bullicio, el son de la zampona y el balar de la grey. Pocos días pasaron y las viñas quedaron vendimiadas y las tinajas llenas de mosto. Como ya no había necesidad de tantos brazos, volvieron ellos á llevar el ganado á pacer. Muy satisfechos entonces dieron culto á las Ninfas y les ofrecieron racimos con pámpanos, primicias de la vendimia. Nunca habían descuidado este culto, porque siempre, antes de llevar al pasto la grey, iban á reverenciar á las Ninfas, y al volver al aprisco también las reverenciaban, sin dejar una vez sola de ofrecerles algo, ya flores, ya fruta, ya verdes ramos, ya libaciones de leche; generosa devoción de que recibieron más tarde recompensa divina. Por lo pronto ambos retozaban como lebreles que se sueltan, y tocaban la flauta y cantaban, y como los chivos y los borregos luchaban hasta derribarse. Mientras así se divertían, se les apareció un viejo, que vestía pellico, calzaba abarcas y llevaba al hombro un zurrón muy estropeado. Sentóse junto á ellos y habló de esta suerte: «Yo, hijos míos, soy el viejo Filetas, el que tantos cantares entonó á estas Ninfas y tantas veces tocó la flauta en honor de aquel Pan. Con mi música sólo he guiado yo numerosa vacada. Ahora vengo á vosotros para contaros lo que ví y participaros lo que oí. Poseo un huerto que, desde que me quité de pastor y busqué en la vejez reposo, cultivo con mis propias manos. Cuanto se cría en todas las estaciones se halla en mi huerto no bien su estación llega: en primavera, rosas, lirios, azucenas, jacintos y violetas sencillas y dobles; en verano, amapolas, peras y todo linaje de manzanas; ahora, uvas, granadas, higos y mirto verde. Los pájaros acuden á mi huerto á bandadas cuando amanece: unos vienen á picar, otros para cantar á gusto, porque hay en él sombra y tres arroyos, y tal espesura de árboles, que si derribásemos la tapia que le cerca, pensaríamos ver un bosque. «Hoy, á eso de medio día, he sorprendido allí á un muchacho que tenía granadas y arrayán, y era blanco como la leche, rubio como la llama y limpio y luciente como recién salido del baño. Estaba desnudo y solo, y se entretenía en saquearme el huerto como si fuera suyo. En balde me eché sobre él para prenderle, receloso de que me destrozase arrayanes y granados con sus travesuras, porque él se me esquivó, ágil y leve, ora deslizándose entre los rosales, ora escabulléndose entre las malvalocas, como un perdigonzuelo. No pocas veces me afané para coger cabritillos de leche ó me cansé persiguiendo becerras; pero esta res de hoy es muy otra, y no hay quien sepa cazarla. Fatigado yo pronto, como es natural á mis años, y apoyado en mi báculo, no sin procurar á la vez que no se fugase, le pregunté quién era de mis vecinos y por qué se entraba á robar en el cercado ajeno. Él, sin responder palabra, se puso junto á mí, sonrió con singular ternura, me tiró á la cara los granos de mirto, y no sé cómo me ablandó el corazón y me quitó el enojo. Roguéle entonces que no tuviese miedo de mí y se dejase prender, y juré por los mirtos que en seguida le daría suelta, regalándole manzanas y granadas y consintiendo que en adelante cogiese mi fruta y segase mis flores, si alcanzaba de él un solo beso. Rióse el muchacho al oírme, con risa sonora, y salió de su pecho voz más dulce que el cantar de la golondrina, del ruiseñor y del cisne cuando es viejo como yo. «Á mí, ¡oh Filetas! dijo, nada me cuesta que me beses. Más gusto yo de besos que tú de remozarte. Mira, con todo, si el don que pides conviene á tus años, los cuales no te valdrán para quedar exento de perseguirme cuando me hubieres besado, y no hay águila, ni gavilán, ni ave alguna de rapiña que me alcance, por ligera que sea. No soy niño, aunque parezco niño, sino más viejo que Saturno. Yo soy anterior al tiempo todo. Á tí te conozco de muy atrás, cuando, zagalón todavía, guardabas tu rebaño en el llano de la laguna. Yo estaba á la vera tuya siempre que tocabas la flauta bajo los chopos, enamorado de Amarilis. Tú no me veías, por más que yo solía ponerme cerca de la zagala. Al cabo te la dí, y de ella te nacieron hijos, que son valientes vaqueros y labradores. En el día cuido, como pastor, de Dafnis y de Cloe; y después que los reuno al rayar el alba, me vengo á tu huerto, me divierto con sus plantas y flores, y me baño en sus fuentes. Por eso flores y plantas están lozanas y hermosas, regadas con el agua de mi baño. Mira cómo no hay rama alguna deshojada, ni fruta arrancada ó caída, ni arbolillo sacado de cuajo, ni fuente turbia. Y alégrate, además, porque sólo tú, entre los hombres, lograste verme en la vejez.» Apenas dijo esto, empezó á revolotear entre los arrayanes lo propio que un pajarillo, y saltando de rama en rama, se subió á lo más alto del follaje. Entonces noté que tenía alas en las espaldas, y entre las alas un arco, y luego no ví nada de esto, ni á él tampoco le ví. Ahora bien, si no he vivido en balde, y si con la edad no he llegado á perder el juicio, yo os declaro, hijos míos, que estáis consagrados á Amor y que Amor cuida de vosotros.» En grande se holgaron ellos, como si oyeran un cuento, y no un sucedido, y preguntaron quién era el tal Amor, si era niño ó pájaro, y qué poder tenía. De nuevo habló así Filetas: «Dios, hijos míos, es Amor, joven, hermoso y volátil, por lo cual se complace en la mocedad, apetece y busca la hermosura y hace que broten alas en el alma. Tanto puede, que Júpiter no puede más; dispone los gérmenes de donde todo nace, reina sobre los astros y manda más en los dioses, sus compañeros, que en cabras y ovejas vosotros. Todas las flores son obra suya. Él ha creado estos árboles. Por su virtud corren los ríos y los vientos suspiran. Yo ví al toro en el celo, y bramaba como picado del tábano; yo ví al macho enamorado de la cabra, y por todas partes la seguía. Yo mismo, cuando mozo, amaba á Amarilis, y ni me acordaba de la comida, ni tomaba de beber, ni me entregaba al sueño. Me dolía el alma, me daba brincos el corazón y mi cuerpo languidecía; ya gritaba como si me azotasen; ya callaba como muerto; á veces me arrojaba al río para apagar el fuego en que me quemaba; á veces pedía socorro á Pan, porque amó á Pitis; elogiaba á Eco, porque después de mí llamaba á Amarilis, ó rompía mi flauta, porque atraía á las vacas, y á mi Amarilis no la atraía. Ello es que no hay remedio para Amor: ni filtro, ni ensalmo, ni manjar con hechizo; no hay más que beso, abrazo y acostarse juntos desnudos.» Filetas, después que los hubo doctrinado, se fué, recibiendo de ellos algunos quesos y un chivo, al que asomaban ya los pitones. No bien ellos se quedaron solos, y oído entonces el nombre de Amor por vez primera, se apesadumbraron más, y de vuelta á sus chozas, comparaban lo que sentían á lo que el viejo había referido. «Padecen los amantes, decían, y padecemos nosotros; no cuidan de sí mismos, como nosotros nos descuidamos; no logran dormir, y nosotros tampoco dormimos; se diría que arden, é idéntico fuego nos abrasa; desean verse, y para vernos ansiamos que llegue el día. Esto, de juro, es amor. Nos amábamos sin saberlo. Pero si esto es amor y somos amados, ¿qué nos falta? ¿Qué nos aflige? ¿Para qué nos buscamos? Filetas nos dijo la verdad; el mozuelo que vió en su huerto no es otro que el que en sueño se apareció á nuestros padres y les ordenó que nos diesen á guardar el ganado. ¿Cómo le podremos prender? ¡Es pequeñuelo y se fugará! ¿Cómo huir de él? Tiene alas y nos alcanzará. ¿Pediremos á las Ninfas que nos protejan? En vano pidió Filetas protección á Pan cuando su amor con Amarilis. Tomemos los remedios de que él hablaba: besos y abrazos y acostarse juntos desnudos. Es cierto que hace mucho frío, pero le sufriremos, á fin de tomar el último remedio.» Así repasaban ambos de noche la lección que Filetas les había dado. Al día siguiente llevaron el ganado á pacer, y al verse, se besaron, lo cual nunca habían hecho antes, y se estrecharon las manos y se abrazaron. Con el tercer remedio, con el de acostarse juntos desnudos, era con el que no se atrevían, sin duda por requerir mayor atrevimiento que el que cabe, no ya sólo en doncellicas ternezuelas, sino también en cabreros de corta edad. Aquella noche estuvieron tan desvelados como la anterior, y ya con recuerdos de lo hecho, ya con pesar de lo omitido, decían en sus adentros: «Nos hemos besado, y de nada aprovecha; nos hemos abrazado, y tampoco hemos tenido alivio. Por fuerza, el único remedio de amor ha de ser acostarse juntos. Menester será ponerlo por obra. Algo ha de haber en ello más eficaz que el beso.» En tales discursos acabaron por dormirse, y sus ensueños fueron amorosos: besos y abrazos. Aun lo que no habían hecho despiertos lo hacían soñando: se acostaban juntos desnudos. Despertáronse luego con el alba más prendados que nunca, y se apresuraron á salir á pastorear, impacientes de renovar los besos. No bien se vieron, corrieron con blanda sonrisa hasta juntarse; se besaron y se abrazaron; pero el tercer remedio no se empleó. Ni Dafnis se atrevía á proponerle, ni Cloe quería tomar la iniciativa. El acaso hubo, pues, de disponerlo todo. Sentados estaban ambos junto al tronco de la encina, y gustaban del deleite que hay en el beso, y no lograban hartarse de su dulzura. Ceñíanse con los brazos para que la unión fuese más apretada. Una vez, como Dafnis apretase con mayor violencia, Cloe se cayó sobre un costado, y Dafnis, siguiendo la boca de Cloe para no perder el beso, se cayó también. Reconocieron entonces en aquella postura la que en sueños habían tenido, y se quedaron así durante mucho tiempo, como si estuviesen atados. Sin adivinar lo que había después, creyeron haber tocado al último límite de los gustos amorosos, y consumieron en balde la mayor parte del día, hasta que al llegar la noche se separaron maldiciéndola, y recogieron el hato. Quizás hubieran llegado pronto al término verdadero, á no sobrevenir un alboroto en aquel rústico retiro. Ciertos mancebos ricos de Metimna, deseosos de solazarse durante la vendimia y de hacer alguna gira, echaron un barco á la mar, pusieron por remeros á sus criados, y se vinieron á las costas de Mitilene, donde hay ensenadas seguras, lindos caseríos, cómodas playas para bañarse y bosques y jardines, ya por obra de Naturaleza, ya por industria humana, y todo bueno y grato para la vida. Costeando de esta suerte saltaban de diario en tierra, sin hacer daño á nadie, y se entregaban á varios pasatiempos. Ora desde alguna roca que avanzaba sobre la mar, pescaban con anzuelos colgados de una caña por un hilo delgado; ora con redes y con perros cazaban las liebres que habían huído de los majuelos, espantadas por los vendimiadores; ora cogían con lazo ánades silvestres, ánsares y avutardas, con lo cual, á par que se recreaban, proveían su mesa. Y si algo necesitaban aún, lo tomaban de los campesinos, pagándolo más caro de lo que valía. El pan y el vino era lo único que les faltaba, y también un sitio donde albergarse, pues no hallaban seguridad en dormir á bordo por la otoñada, y temerosos del temporal, traían de noche la nave á tierra. Un rústico de por allí había menester de una soga, rota ya ó gastada la de que antes se servía para sostener en alto la piedra del husillo de su lagar; y yéndose de oculto hacia la playa, halló la nave sin quién la guardase; desató la amarra, se la llevó á su casa y la usó en dicho empleo. Por la mañana los mancebos de Metimna buscaron en balde la amarra. Nadie confesó haberla tomado. Disputaron un poco con sus huéspedes por este motivo, se embarcaron y se fueron. Navegaron treinta estadíos, y llegaron á los campos donde moraban Dafnis y Cloe. Aquel llano les pareció muy á propósito para correr liebres. Y como carecían de soga ó cuerda que les sirviese de amarra, entretejieron y retorcieron largas varillas de verdes mimbreras, con las cuales amarraron la nave á tierra por la alta popa. Soltaron luego los perros para que olfatearan y levantaran la caza, y tendieron las redes en los sitios que juzgaron más adecuados. Los perros con sus ladridos y carreras espantaron las cabras, y éstas abandonaron los cerros y alcores y se vinieron hacia la mar, donde entre la arena no tenían pasto, por lo cual algunas de las más atrevidas se acercaron á la nave y se comieron la mimbre verde á que estaba amarrada. En la mar á la sazón había resaca, porque soplaba viento de tierra, de suerte que, no bien el barco quedó libre, las olas le empujaron y se le llevaron lejos. Pronto se percataron de ello los cazadores, y unos corrieron á la orilla, otros atraillaron los perros, y todos gritaron de manera que cuanta gente había en los vecinos campos acudió al oirlos, pero de nada valió su venida. El viento sopló más fuerte y se llevó el barco con celeridad irresistible. Los de Metimna, enojados con la pérdida de tantas prendas de valor, buscaron al cabrero, y habiendo hallado á Dafnis, se pusieron á darle golpes y á desnudarle; y hasta hubo uno que, valiéndose de la cuerda con que atraillaba los perros, iba á atarle las manos á las espaldas. Maltratado así Dafnis, gritó y pidió socorro á los rústicos, y sobre todo llamó á Lamón y á Dryas. Acudieron éstos, que eran dos viejos recios, con las manos endurecidas en las labores del campo, y se hicieron respetar, exigiendo que se tratase el negocio en justicia y fuesen oídas las partes. Todos se conformaron, y Filetas el vaquero fué nombrado juez, porque era el más anciano de los que allí estaban presentes, y por su rectitud famoso en aquella comarca. Los de Metimna, con claridad y concisión, plantearon así su querella ante el juez vaquero: «Vinimos á estos campos á cazar, dejamos nuestro barco junto á la orilla, amarrado con verde mimbre, y nos pusimos á ojear con los perros de caza. Entre tanto bajaron las cabras de este mozuelo á la marina, se comieron la mimbre y desataron el barco. Ya viste cómo se le llevaron las olas. ¿Cuánto crees que importa el perjuicio ocasionado? ¡Qué de trajes hemos perdido! ¡Qué de collares de perros! ¡Cuánta plata, de sobra acaso para comprar todo este terreno! Por todo lo cual parece justo que nos llevemos á este cabrerillo torpe, que apacienta cabras junto á la mar, cual si fuera marinero.» Así se quejaron los metimneños. Dafnis, por más que le dolían los golpes recibidos, vió á Cloe presente, lo despreció todo, y dijo: «Yo guardo bien mi ganado. Jamás se quejó labrador de estos contornos de que cabra mía le destrozase su huerto ó le comiese los brotes de su viña. Éstos son cazadores inhábiles, y traen perros mal enseñados, que no saben sino correr sin concierto, y ladrar con tal furor, que las cabras han huído del llano y del cerro hacia la mar, como acosadas por lobos. Es cierto que se comieron la mimbre. ¿Acaso en la arena tenían verde grama, madroños y tomillo? El barco se le llevó el viento ó la mar. Cúlpese á la tormenta, no á las cabras. En el barco había ropa y plata; pero ¿quién, que esté en su juicio, ha de creer que llevaba tales riquezas un barco con amarra de mimbre?» Dicho esto, Dafnis rompió á llorar y movió á compasión á los rústicos, de suerte que Filetas, el juez, juró por Pan y las Ninfas que no había culpa en Dafnis, ni tampoco en las cabras. Culpados eran la mar y el viento, los cuales tenían otros jueces. La sentencia de Filetas no satisfizo á los metimneños, y avanzaron furiosos, cogieron otra vez á Dafnis y le querían atar para llevársele. Pero los rústicos se alborotaron, y, cayendo sobre ellos como grajos ó como nube de estorninos, pronto libertaron á Dafnis, que también peleaba, y pusieron en fuga á los metimneños, hartándolos de palos y sin cesar de perseguirlos hasta que los echaron de todo aquel territorio. Así quedó el campo en sosiego, y Cloe llevó á Dafnis á la gruta de las Ninfas. Allí le lavó la cara, llena de sangre, que había echado por las lastimadas narices, y le hizo comer un pedazo de torta y una raja de queso que sacó del zurroncillo, y para que mejor se recobrase, le dió un beso, todo de miel, con sus blandos labios. Así se salvó Dafnis de aquel peligro; mas no pararon allí las cosas. Los metimneños, de vuelta á su tierra, con harta fatiga, á pie en vez de ir en barco, y apaleados en vez de ir divertidos, convocaron en junta á los ciudadanos, y en traje de suplicantes pidieron venganza del insulto recibido, sin decir palabra de verdad, para que no se burlasen de ellos por haberse dejado apalear por unos villanos; antes bien supusieron que los de Mitilene les habían apresado el barco y robado sus bienes, como en tiempo de guerra. En vista de las heridas, los de la junta lo creyeron todo y consideraron justo vengar á aquellos jóvenes de las principales familias de la ciudad. La guerra contra los de Mitilene fué, pues, decretada sin declaración previa, y se dió orden á un capitán para que saliese á la mar con diez naves y talase y saquease las costas del enemigo. Como se acercaba el invierno, no era seguro aventurar mayor escuadra. Al día siguiente, hechos los aprestos y llevando como remeros á los mismos soldados, recorrió la escuadrilla las costas de Mitilene, y la gente entró á saco muchos lugares, robando ganado y trigo y vino en abundancia, porque estaba recién hecha la vendimia, y cautivando no pocos hombres de los que trabajaban en el campo. Desembarcó también donde Dafnis y Cloe apacentaban y se llevó cuanto halló á mano. Dafnis á la sazón no guardaba las cabras, sino había ido al bosque á coger ramas verdes para dar en el invierno alimento á los chivos. Cuando vió la invasión desde lo alto se escondió en el hueco tronco de un quejigo seco. Cloe, en tanto, guardaba el rebaño, y perseguida por los invasores, se refugió en la gruta de las Ninfas, por cuyo amor rogaba que á ella y á su grey perdonasen. De nada valió el ruego. Los metimneños, no sólo hicieron muchas burlas y profanaciones de las imágenes, sino que á las ovejas y á la misma Cloe, como si fuera oveja también, se las llevaron por delante á varazos. Ya entonces tenían las naves cargadas de botín de toda laya, y decidieron no navegar más, sino volverse á sus casas, recelosos del invierno y de los enemigos. Navegaban, pues, aunque poco y á fuerza de remos, porque el viento no los favorecía, cuando Dafnis, visto el sosiego que reinaba, bajó á la llanura en que solía apacentar, y no halló cabras ni ovejas, ni halló á Cloe, sino soledad mucha, y por el suelo la flauta con que Cloe se deleitaba. Dafnis empezó entonces á gritar y á exhalar sollozos lastimeros, y ya corría bajo el haya donde antes se sentaba, ya hacia la mar para ver si alcanzaba á su amiga, ya á la gruta donde se refugió cuando la perseguían. Allí se echó por tierra y vituperó á las Ninfas de traidoras. «Al pie de vuestras aras, dijo, fué robada Cloe, y lo vísteis y lo sufrísteis; Cloe, la que os tejía coronas y las que os ofrecía las primicias de la leche y la flauta que veo allí colgada. Jamás lobo me robó una sola cabra, y los enemigos me han robado todo el rebaño y la zagala mi compañera. Desollarán las cabras; sacrificarán las ovejas. Cloe vivirá lejos en alguna ciudad. ¿Cómo presentarme ahora á mi padre y á mi madre, sin cabras y sin Cloe, y también sin oficio, pues no quedan cabras que guardar? Aquí me voy á quedar aguardando la muerte ó algún otro enemigo. Y tú, Cloe, ¿padeces como yo? ¿Te acuerdas de estos prados y de las Ninfas y de mí, ó te consuelan las ovejas y las cabras, prisioneras contigo?» Conforme se lamentaba así, entre gemidos y lágrimas, se apoderó de él un profundo sueño y se le aparecieron las tres Ninfas, grandes y hermosas, medio desnudas, descalzas y suelto el cabello, como las imágenes. Al principio mostraron compadecerse de Dafnis; luego dijo la mayor, confortándole: «No así nos acuses, ¡oh Dafnis! Más cuidado que á tí nos merece Cloe. De ella nos compadecimos apenas nació, y la criamos cuando fué expuesta en esta gruta. Nada de común tiene ella con los campos ni con las ovejas de Dryas. Ya hemos dispuesto lo que más le conviene. Ni se la llevarán cautiva á Metimna, ni será entregada á los soldados como parte del despojo. El mismo dios Pan, que está sentado bajo aquel pino, si bien jamás le llevásteis vosotros ofrendas de flores, cede á nuestros ruegos y va en auxilio de Cloe, como más avezado que nosotras en los negocios de la guerra, por haber ya militado en muchas, abandonando su agreste retiro. Tremendo enemigo va á caer sobre los metimneños. No te aflijas, pues: levántate y ve á consolar á Lamón y Mirtale, que se revuelcan por el suelo como tú, creyendo que también te llevan cautivo. Mañana volverá Cloe, y con ella las ovejas y las cabras. Aun las guardaréis juntos; aun juntos tocaréis la flauta. De lo otro cuidará Amor.» Al ver y oir Dafnis todo esto, despertó, lloró de alegría á par que de pena, y adoró las figuras de las Ninfas, prometiendo sacrificarles la mejor de sus cabras, si se salvaba Cloe. Corrió después bajo el pino, donde estaba la imagen de Pan, con patas y cuernos de cabra, en una mano la flauta y con la otra deteniendo un chivo, y le adoró también, é intercedió con él por Cloe y le prometió sacrificarle un macho. Y como casi iba ya á ponerse el sol, sin cesar él en sus lamentos y plegarias, recogió las ramas que había cortado y se fué á su cabaña. Con su vuelta quitó á sus padres un gran pesar, trocándole en contento. Luego comió un bocadillo y se fué á dormir, no sin llorar aún y suplicar á las Ninfas que trajesen pronto el nuevo día, y á Cloe con él, cumpliendo la promesa. La noche aquella le pareció la más larga de todas las noches. Entre tanto, el capitán de los metimneños, no bien hubo navegado cerca de diez estadíos, quiso que reposase su gente, fatigada de la correría. Había allí un cerro que avanzaba sobre la mar, abriéndose en forma de media luna, en cuyo seno convidaban las ondas tranquilas con el más seguro puerto. En él anclaron las naves, lejos aún de la costa, á fin de no recelar asalto ó sorpresa de villanos, y los metimneños se entregaron en paz á sus deportes. Como traían abundancia de todo, fruto de su rapiña, comieron y bebieron con gran fiesta y algazara, para celebrar la fácil victoria. Así pasaron el día, y no bien los sorprendió la noche, parecióles de repente que toda la tierra se ardía alrededor con llamas y relámpagos, y que se oía en la mar estrépito impetuoso de remos, como de formidable escuadra que á combatirlos venía. Muchos gritaban á las armas; otros se llamaban mutuamente: éste creíase ya herido; aquél imaginaba que alguien caía muerto á su lado. En suma, todo asemejaba reñido combate nocturno, sin que hubiese enemigos. La noche así pasada, amaneció un día más espantoso que la misma noche. Las cabras y los machos de Dafnis llevaban en los cuernos hiedra con sus corimbos, y los carneros y ovejas de Cloe aullaban como lobos. Ella apareció coronada de ramas de pino. En la mar ocurrieron también muchos portentos. No se podían levar anclas, que se agarraban al fondo; los remos se rompían al meterlos en el agua para bogar; los delfines, brincando fuera de la mar, azotaban con las colas las naves y desbarataban su trabazón. Y oíase el sonido de una flauta en la más alta cumbre de la roca; mas no deleitaba como flauta, sino aterraba á los oyentes como trompa guerrera. De aquí el general sobresalto, el correr á las armas y el miedo de enemigos que no se veían. Todos ansiaban que volviese la noche, esperando que les diese tregua. Á nadie que tuviese sano el entendimiento podía ocultársele que tales visiones y ruidos eran obra de Pan; encolerizado contra los marineros; pero no adivinaban el motivo de su cólera, pues no habían saqueado ningún templo de aquel dios. Por último, á eso de medio día, no sin disposición de lo alto, quedóse el capitán dormido, y Pan se le apareció, diciendo: «¡Oh, los más impíos y malvados de todos los mortales! ¿Cómo os propasasteis á tal extremo en vuestra audacia loca? Llevasteis la guerra á los campos que me son caros; robásteis las vacas, cabras y corderos de que yo cuido, y arrancásteis de mi propio altar á una virgen, de quien Amor quiere componer muy linda historia. Ni á las Ninfas, que os miraban, ni á mí, que soy Pan, habéis respetado. Nunca navegando con tales despojos, volveréis á ver á Metimna, ni escaparéis al son de mi flauta aterradora. Os he de anegar y os he de dar por pasto á los peces, si al punto no devolvéis á Cloe á las Ninfas, y á Cloe su rebaño, cabras y corderos. Levántate, pues, y pon en tierra á la muchacha con todo lo que te dije. Yo te llevaré luego en salvo por mar, y á ella por tierra.» Todo consternado se despertó con esto Briaxis, así se llamaba el capitán, y llamó á los cabos y principales de las naves, ordenándoles que buscasen sin demora entre los cautivos á la zagala Cloe. En seguida la hallaron, porque estaba sentada con guirnalda de pino, y la trajeron á la presencia del capitán, quien conoció por las señales que á causa de ella había tenido la visión, y él mismo la llevó á tierra en su mejor barca. Apenas desembarcó la pastorcilla, se oyó de nuevo son de flauta sobre la roca, pero no ya belicoso y espantable, sino suave y pastoril, como para llevar corderos á prado. Y en efecto, los corderos y las ovejas echaron á correr por las escaleras abajo, sin tropiezo á pesar de la dureza de sus pezuñas, y las cabras con mayor atrevimiento aún, como acostumbradas á saltar por los vericuetos. Y toda la grey rodeó á Cloe, y en coro se puso á retozar, brincar y balar en muestra de alegría. Las cabras, bueyes y demás ganado de otros pastores se quedaron quietos en el fondo de las naves, como si aquel son no los llamara. Las gentes se maravillaron en grande al ver estas cosas, y celebraron á Pan, quien en mar y tierra obró luego mayores prodigios. Antes de levar ancla, las naves iban ya navegando. Un delfín, que salía con sus brincos sobre las ondas, guiaba la nave capitana. Suavísima música de flauta conducía cabras y corderos, y nadie veía á quien tocaba. Y todo el rebaño, hechizado con el son, andaba á par que pacía. Era ya la hora en que se va de nuevo al pasto después de la siesta, cuando Dafnis, que estaba oteando desde un alta atalaya, vió venir el ganado y vió venir á Cloe. Entonces gritó: «¡Oh, Ninfas! ¡Oh, Pan!» bajó á lo llano, abrazó á Cloe, y cayó desmayado de placer. Apenas volvió en sí merced á los besos de Cloe y al dulce calor de sus abrazos, se la llevó bajo el haya donde solían, y sentados contra el tronco, le preguntó de qué suerte se salvó de los enemigos. Ella contó todas las circunstancias: la hiedra de las cabras, los aullidos de las ovejas, la corona de ramas de pino que le ciñó las sienes, y la medrosa noche, y cómo hubo en la tierra fuego, extraño ruido en la mar y dos distintos sones de flauta, uno guerrero y otro pacífico. Dijo, por último, que ignorante ella del camino, se le indicaba y la guiaba cierta música misteriosa. Bien notó en todo Dafnis el cumplimiento del sueño de las Ninfas y los milagros de Pan, y también refirió él cuanto había visto y oído, y que ya se moría de dolor cuando las Ninfas le salvaron. Después mandó á Cloe á que dijese á Dryas y á Lamón que vinieran con todo lo necesario para hacer un sacrificio. Él, en tanto, tomó la mejor de sus cabras; la coronó de hiedra, conforme se había mostrado á los enemigos; vertió leche entre sus cuernos; la sacrificó á las Ninfas; la suspendió y la desolló, y colgó la piel en la roca. Presentes ya Cloe y los que la acompañaban, Dafnis encendió fuego, asó parte de la carne y coció la otra parte; ofreció á las Ninfas las primicias y les hizo una libación con un cántaro lleno de mosto. Dispuso luego lechos de hojas verdes para todos los convidados, y se entregó á beber, comer y jugar con ellos, sin dejar de atender al ganado, no viniese el lobo é hiciese en él de las suyas. Hermosos cantares se cantaron allí en loor de las Ninfas, compuestos por pastores antiguos. Venida la noche todos durmieron al raso ó en la gruta. Al salir el sol, se acordaron de Pan; coronaron de pino el manso de la manada y le llevaron bajo el pino, donde entre libaciones de mosto y cantos en alabanza del dios, se le sacrificaron, colgándole y desollándole. Las carnes asadas y cocidas las pusieron en el prado sobre hojas verdes. La piel con los cuernos quedó colgada del pino, junto á la imagen del dios, ofrenda pastoral al dios de los pastores. Ofreciéronle también las primicias de la carne; vertieron vino del cántaro más hondo, y Cloe cantó, y Dafnis la acompañó con la zampoña. Recostáronse después y se pusieron á comer, cuando por acaso llegó Filetas el vaquero, el cual traía para Pan algunas guirnaldas y racimos de uvas con sarmientos y pámpanos. Le acompañaba su hijo menor Titiro, rapazuelo de pelo rubio y ojos zarcos, vivo y travieso, y que venía saltando más ágil que un chivo. Levantáronse todos para coronar á Pan y colgaron los racimos en la copa del pino, y luego volvieron á sentarse, convidando á Filetas á que merendase y bebiese con ellos. Ya algo bebidos, se dieron, según es propio en los viejos, á referir casos de sus verdes años, de qué suerte guardaban el hato y de cuántas incursiones de bandidos y piratas habían escapado. Éste se jactaba de haber muerto un lobo; aquél de no ceder más que á Pan en tocar la flauta. La última jactancia era de Filetas. Dafnis y Cloe le rogaron con ahinco que les diese á conocer algo de su arte tocando la flauta en la fiesta del dios que tanto se huelga de oirla. Filetas consintió en tocar, y si bien lamentándose de que con la vejez le faltaba resuello, tomó la flauta de Dafnis; pero halló que era pequeña para lucir en ella toda su maestría, y sólo propia para la boca de un rapaz, y envió á Titiro en busca de su flauta, aunque distaba su casa diez estadíos de allí. El chico soltó la ropa que le estorbaba, y casi desnudo echó á correr como un gamo. Lamón, mientras volvía, se puso á contar la fábula de Siringa, tal cual se la contó un cabrero de Sicilia, á quien dió en pago un cabrón y una zampoña. «Siringa, dijo, no era flauta pastoril en lo antiguo, sino virgen hermosa, con buena voz y arte en el canto. Cuidaba cabras, jugaba con las Ninfas y cantaba como ahora. Pan, al verla cuidar las cabras, retozar y cantar, se llegó á ella y le pidió que consintiese en lo que él quería, ofreciéndole, en cambio, que sus cabras todas parirían muchos cabritillos gemelos. Ella se burló de este amor y se negó á admitir amante que era medio hombre y medio macho de cabrío. Pan entonces la persiguió para lograrla por fuerza. Huyó Siringa de Pan y de su violento arrojo, y fatigada al cabo, se ocultó en un cañaveral y desapareció en una laguna. Cortó Pan las cañas con furia; sin hallar á la linda moza halló desengaño, é imaginó un instrumento, juntando con cera desiguales cañutos, por ser su amor desigual como ellos. De aquí que la hermosa virgen de entonces hoy sea flauta sonora.» Terminada tenía ya Lamón su historia, y Filetas le alababa por haberla contado con más dulzura que un cantar, cuando apareció Titiro con la flauta de su padre, la cual era grande, hecha de gruesas cañas y con adornos de bronce sobre las pegaduras de cera. Dijérase que era la propia y primera flauta que fabricó Pan. Filetas se levantó, se puso derecho sobre su asiento, y lo primero que hizo fué ensayar si el viento colaba bien por los cañutos, y habiendo notado que el soplo penetraba sin estorbo, sopló con brío juvenil y se oyó al punto como un concierto de muchas flautas; tanto resonaba la suya sola. Poquito á poco fué luego mitigando aquella vehemencia y convirtiéndola en suave melodía, y mostró allí todo el arte del buen pastoreo musical: lo que agrada á las vacas y bueyes, lo que conviene para las cabras y lo que gusta á las ovejas. Para las ovejas era el son dulce, grave para el ganado vacuno y agudo para el cabrío. Todo esto, obra de diversas flautas, lo imitaba él con sólo la suya. Recostados los circunstantes oían la música con delicia y en silencio, hasta que se alzó Dryas y pidió á Filetas que tocase una tonada en loor de Baco para que él bailase un baile de lagar. Bailó, pues, imitando, ora que vendimiaba, ora que acarreaba la uva en cestos, ora que la pisaba, ora que llenaba las tinajas, ora que probaba el mosto. Y todas estas cosas las bailó Dryas con tal primor y claridad, que parecía que se estaban viendo viñas, lagar y tinajas, y al propio Dryas vendimiando y bebiendo. Así se lució en el baile el tercer viejo, y fué á besar á Dafnis y á Cloe. Éstos se alzaron al punto y bailaron el cuento de Lamón. Dafnis hacía de Pan, y de Siringa Cloe. Él pedía amor; ella le burlaba desdeñosa; él sobre las puntas de los pies, para imitar las pezuñas del cabrío, la perseguía corriendo, y Cloe se fingía cansada y se ocultaba, por último, entre unas matas como si fuese en la laguna. Dafnis tomó entonces la gran flauta de Filetas, y tocó ya con flébil tono como de suplicante, ya con tono amoroso para persuadir, ya con suave llamada, como buscando y atrayendo á la fugitiva. Maravillado Filetas, se alzó de su asiento, besó al rapaz, y después de besarle le regaló la flauta, no sin pedir al cielo que Dafnis en su día pudiese dejarla á sucesor semejante. Dafnis, por último, suspendió su pequeña flauta en el ara de Pan, besó á Cloe como si la volviese á hallar después de una fuga verdadera, y se llevó sus cabras, tocando la flauta grande. Como la noche venía ya, Cloe condujo también su rebaño, aprovechándose del mismo son, de suerte que cabras y ovejas iban juntas. Dafnis caminaba cerca de Cloe y ambos platicaron entre sí hasta bien cerrada la noche, concertándose para salir al día siguiente más temprano que de costumbre. Así lo hicieron en efecto. Apenas rayó el alba, volvieron al prado, y después de saludar primero á las Ninfas y en seguida á Pan, se sentaron bajo la encina, tocaron juntos la flauta, se besaron, se abrazaron, se acostaron muy juntos, y sin hacer nada más, se levantaron. Pensaron luego en la comida, y bebieron vino con leche. Algo acalorados con esto, y creciendo también en audacia, se enredaron en amorosa disputa y acabaron por exigirse juramento de fidelidad. Dafnis, acercándose al pino, juró por Pan no vivir un solo día sin Cloe, y Cloe, penetrando en la gruta, juró por las Ninfas ser de Dafnis en vida y en muerte; pero ella, como niña aún, era tan simplecilla, que al salir de la gruta quiso que Dafnis le hiciese nuevo juramento. «¡Oh, Dafnis!, le dijo, este dios Pan es travieso y muy poco de fiar. Se enamoró de Pitis, se enamoró de Siringa, no cesa jamás de perseguir á las Dryadas y se emplea de continuo en servir y complacer á todas las ninfas pastoriles. Si no cumples la fe jurada, se reirá y no te castigará, aunque te enredes con más queridas que cañutos tiene tu zampoña. Júrame, pues, por tu rebaño y por la cabra que te crió, no abandonar á Cloe mientras ella te sea fiel. Y si Cloe te faltare, perjura á tí y á las Ninfas, húyela, aborrécela, mátala como á un lobo.» En el alma se complació Dafnis de estas dudas de Cloe; y de pie en medio del rebaño, la una mano sobre una cabra y sobre un macho la otra, juró amar á Cloe mientras ella le amara, y si ella amase á otro, en vez de matarla, matarse él. Cloe se holgó del juramento y le creyó, porque doncellica y pastora, tenía á las cabras y ovejas por divinidades propias de cabrerizos y zagales. [una barra decorativa] LIBRO TERCERO. Cuando supieron los de Mitilene la expedición de las diez naves, y, por gente que venía del campo, los robos que habían hecho, no juzgaron decoroso sufrir tal afrenta de los de Metimna y resolvieron mover guerra contra ellos con toda rapidez. Levantaron, pues, tres mil infantes y quinientos caballos; y recelosos de la mar en la estación del invierno, los enviaron por tierra, al mando de su general Hipaso. Éste no estragó los campos ni robó ganado ni frutos y enseres de labranza, considerando más propios de bandido que de general tales actos, sino marchó derecho y pronto contra la ciudad de Metimna, esperando sorprenderla con las puertas sin custodia. Ya no distaba de la ciudad más de cien estadíos, cuando se presentó un heraldo pidiendo treguas. Los metimneños habían averiguado por los cautivos que los de Mitilene nada sabían de lo ocurrido, y que eran gañanes y pastores los que habían maltratado á los jóvenes, por lo cual reconocían que se habían atrevido con más acritud que prudencia contra la vecina ciudad, y sólo deseaban devolver el botín, tratarse de amigos y comerciar como antes por mar y tierra. Hipaso aunque tenía plenos poderes para negociar, envió al heraldo á Mitilene, y, acampado á diez estadíos de Metimna, aguardó la resolución de sus conciudadanos. Á los dos días vino el mensajero con orden de recibir la restitución y de volverse sin causar daño, porque, al escoger entre la paz y la guerra, habían hallado la paz más útil. Así terminó la guerra entre Mitilene y Metimna, con fin tan inesperado como el principio. Llegó el invierno, para Dafnis y Cloe más que la guerra crudo. De repente cayó mucha nieve: cubrió los caminos y encerró á los rústicos en sus chozas. Con ímpetu se despeñaban los torrentes; se helaba el agua; parecían muertos los árboles, y no se veía el suelo sino al borde de arroyos y manantiales. Nadie, pues, llevaba á pacer el ganado ni se asomaba á la puerta, sino todos encendían gran candela en el hogar, no bien cantaba el gallo, y ya hilaban lino, ya tejían pelo de cabra, ya tramaban lazos para cazar pájaros. Entonces era menester andar solícitos en dar paja á los bueyes en el tinao, fronda en el aprisco á las cabras y ovejas, y fabuco y bellotas á los cerdos en la pocilga. Con esta forzosa permanencia dentro de casa, se holgaban los demás pastores y labriegos, porque descansaban algo de sus faenas, comían bien y dormían á pierna tendida. Así es que el invierno se les antojaba más dulce que el verano, que el otoño y hasta que la misma primavera. Pero Dafnis y Cloe, retrayendo á la memoria los pasados deleites; cómo se besaban, cómo se abrazaban y cómo merendaban juntos, se pasaban las noches muy afligidos y sin dormir, ansiosos de que volviese la primavera, que era para ellos volver de la muerte á la vida. Cuando por dicha topaban con el zurrón en que habían llevado la merienda, ó veían el cantarillo en que habían bebido, ó la zampoña, presente amoroso, abandonada ahora, la pena de ambos se acrecentaba. Con fervor pedían á las Ninfas y á Pan que los librase de tantos males, dejando que ellos y su ganado salieran á tomar el sol; pero á par que pedían, buscaban medio de verse. Cloe andaba con terribles vacilaciones y sin saber qué hacer, porque no se apartaba de la que tenía por madre, aprendiendo á cardar lana y á manejar el huso y escuchándola hablar de casamiento; pero Dafnis, con mayor libertad y más ladino también que la muchacha, inventó esta treta para verla. Delante de la vivienda de Dryas, contra la propia pared, había dos grandes arrayanes y una mata de hiedra, tan cerca los arrayanes el uno del otro, que la hiedra que crecía en medio los ceñía, enredando en ambos sus hojas y largos tallos á modo de parra, y formando gruta de tupida verdura. Por dentro colgaban, como racimos en la vid, muchos y gruesos corimbos. Acudía, pues, allí, multitud de pájaros invernizos: mirlos, tordos, palomas zuritas y torcaces, y otros que comen granos de hiedra á falta de mejor alimento. So color de cazar estos pájaros, Dafnis salió de su casa con el zurrón lleno de bollos de miel, y llevando asimismo, para que le dieran más crédito, lazos y liga. Su habitación distaba de la de Cloe cerca de diez estadíos, pero la nieve, no bien endurecida, hubiera hecho trabajoso el camino, si no fuese que para Amor todo es llano: fuego, agua y nieve de Escitia. Dafnis, pues, se plantó de una carrera á la puerta de Dryas; sacudió la nieve de los pies, tendió lazos, colocó largas varillas untadas con liga, y se puso en acecho de los pájaros y también de Cloe. En cuanto á los pájaros, acudieron muchos y quedaron presos. No corta tarea tuvo Dafnis en cogerlos, matarlos y desplumarlos. Pero nadie salía de la casa, ni hombre ni mujer, ni gallo ni gallina. Todos, sin duda, estaban dentro, sentados al amor de la lumbre. Dafnis vacilaba; temía haber salido á pájaros con malos auspicios, y no se atrevía, no obstante, á imaginar un pretexto para entrar en la casa, cavilando dónde hallar el más plausible. «Pediré candela.--¿Cómo es eso? ¿No tienes á nadie más cerca á quien pedirla?--Pediré pan.--Tu zurrón está bien provisto.--Diré que me falta vino.--Há poco que hiciste la vendimia.--Un lobo me persigue.--¿Dónde están las huellas de ese lobo?--Vine á cazar pájaros.--Pues vete, ya que los has cazado.--Quiero ver á Cloe.--No es fácil declarar esto al padre y á la madre de la muchacha. Más vale callarse. No hay cosa que no excite las sospechas. Me iré. Veré á Cloe esta primavera. No consienten los hados, á lo que barrunto, que yo la vea en invierno.» Así discurría para sí, y, recogiendo lo que había cazado, se disponía á partir, cuando, por misericordia de Amor, ocurrió lo que sigue. Estaban á la mesa Dryas y su familia. Se distribuía la carne, se repartía el pan y el jarro se llenaba de vino, en ocasión que uno de los perros del ganado, aprovechándose del descuido de los dueños, cogió un pedazo de carne y huyó con él fuera de casa. Irritado Dryas, tanto más que la carne robada era su ración, agarra un palo y corre tras el rastro del perro, como otro perro. En esta persecución, pasa cerca de la hiedra y los arrayanes; ve á Dafnis, que se echaba ya al hombro su presa; resuelto á irse; olvida al punto carne y perro, y exclamando en alta voz: «¡Salud! ¡Oh, hijo mío!», le abraza, le besa, le toma de la mano y le hace que entre en su morada. Poco faltó para que, al verse Dafnis y Cloe, no cayesen ambos al suelo. Procuraron, no obstante, tenerse firmes; se saludaron y se volvieron á besar, y esto casi fué arrimo para no caer ambos. Después que logró Dafnis, contra su esperanza, ver y besar á Cloe, se sentó junto al hogar; puso sobre la mesa las palomas y los mirlos que traía al hombro, y contó que, harto de encierro casero, había salido á coger pájaros, y de qué modo había cogido, ya con lazo, ya con liga, los que venían á picar en la hiedra y en los arrayanes. Los allí presentes alabaron mucho su habilidad y le convidaron á comer de lo que el perro había dejado. Cloe, por orden de sus padres, le escanció la bebida, y con alegre rostro sirvió á los otros primero, y á Dafnis el último, fingiéndose muy enojada de que, habiendo él venido hasta allí, iba á irse sin verla. Á pesar del enojo, Cloe, antes de presentar el vaso á Dafnis, bebió un poco, y le dió lo demás. Dafnis, aunque sediento, bebió con lentitud para que durase más y fuese mayor su deleite. Limpia ya la mesa de pan y de carne, y aún sentados á ella, le preguntaron por Mirtale y Lamón, y los declararon felices de tener en su vejez tal apoyo; encomio de que gustó Dafnis en extremo por escucharle Cloe. Rogáronle después que se quedase allí hasta el día siguiente, porque tenían que hacer un sacrificio á Baco, y Dafnis, de puro contento, por poco los adora como si fuesen el dios. Á escape sacó de su zurrón cuanto bollo de miel en él traía, y dió á guisar para la cena los pájaros que había cazado. Se llenó de nuevo el jarro de vino; se atizó y encandiló el fuego, y, apenas llegó la noche, se pusieron otra vez á la mesa, donde se divirtieron contando cuentos y entonando canciones, hasta que los ganó el sueño y se fueron á dormir, Cloe con su madre, y Dafnis con Dryas. Cloe se complació con la idea de volver á ver por la mañana á Dafnis, y Dafnis, lleno de satisfacción de dormir con el padre de Cloe, le abrazó y besó muchas veces, soñando que á Cloe abrazaba y besaba. Al amanecer era el frío atroz, y el viento del Norte todo lo helaba. De pie ya la gente, sacrificó á Baco un borrego añal; encendió lumbre y preparó el almuerzo. Mientras Napé amasaba el pan y Dryas guisaba el borrego, Dafnis y Cloe, estando de vagar, salieron de la casa bajo los arrayanes y la hiedra, y, tendiendo lazos otra vez y poniendo liga, pillaron multitud de pájaros. Durante la caza fué aquello un no cesar de besarse, entreverando los besos con pláticas, también sabrosas.--Por ti vine, Cloe.--Lo sé, Dafnis.--Por ti mato estos mirlos sin ventura. ¿En qué aprecio me tienes? ¿Te acordaste siempre de mí?--¡No me había de acordar! Así me quieran bien las Ninfas, por quienes juré en la gruta, á donde concurriremos apenas se derrita la nieve.--Pero cuánta hay, ¡oh, Cloe! Yo temo derretirme antes que ella.--Anímate, Dafnis, el sol calienta ya mucho.--Ojalá que ardiese con la viva llama en que arde mi corazón.--Me burlas con lisonjas y luego me engañarás.--Nunca; por las cabras, por las que quisiste que te lo jurase. Así charlaban, respondiendo Cloe á Dafnis como un eco, cuando los llamó Napé, y ellos entraron con más abundante caza que la víspera. Hicieron luego una libación á Baco, y comieron coronados de hiedra. Llegó, por último, la hora, y no sin cantar antes alegres himnos en loor del dios, despidieron á Dafnis, llenando su zurrón de carne y de pan. Devolviéronle, además, los tordos y las palomas, para que se regalasen comiéndolos Lamón y Mirtale, ya que ellos cazarían más en cuanto durase el invierno y no faltase hiedra para añagaza. Dafnis, al irse, besó primero á los padres, y á Cloe la última, á fin de guardar en toda su pureza el dejo del beso. En adelante volvió Dafnis por allí no pocas veces, valiéndose de otras artimañas, de modo que el invierno no se pasó del todo mal. Apenas renació la primavera, se derritió la nieve, se descubrió el suelo y la hierba retoñó, salieron todos los zagales á apacentar sus ganados, y antes que todos Dafnis y Cloe, como siervos que eran del pastor más poderoso. Lo primero fué correr á la gruta de las Ninfas, luego á Pan y al pino, y, por último, bajo la encina, donde se sentaron, mirando pacer y besándose. Buscaron flores para coronar á las Ninfas, y, aunque las flores apenas empezaban á entreabrirse, acariciadas por el céfiro y reanimadas por el sol, hallaron narcisos, violetas, corregüelas y otras vernales primicias. Con estas flores coronaron las imágenes é hicieron ante ellas libaciones de la nueva leche de sus ovejas y sus cabras. Tocaron también la flauta como para competir con los ruiseñores, quienes respondían de entre la enramada, expresando poco á poco el nombre de Itys, cual si tratasen de recordar el canto después de tan largo silencio. Por donde quiera balaba el ganado; los corderillos ya retozaban, ya se inclinaban bajo las madres para chupar el pezón de la ubre, y los moruecos perseguían á las ovejas que aún no habían tenido cría, y cada uno cubría la suya. Las cabras eran también perseguidas por los machos con más lascivos saltos, y los machos reñían por ellas, y cada cual tenía sus cabras, y cuidaba de que no viniera otro y á hurto las gozase. Tales escenas, cuya vista hubiera remozado y enardecido á los helados viejos, enardecían más á estos mozos, llenos de fervor y de brío. Y anhelando hallar, desde hacía tiempo, el fin del Amor, lo que oían los abrasaba, lo que veían los amartelaba, y todo los inducía á buscar algo de más rico y satisfactorio que el beso y el abrazo. Buscábalo singularmente Dafnis, quien por el reposo casero y holganza del invierno estaba rijoso y lucio, y con el beso se emberrenchinaba, y con el abrazo se alborotaba, y al ejecutar las cosas, era ya más curioso y atrevido. Pedía, pues, á Cloe que se prestase á cuanto él quisiera, y que lo de acostarse juntos desnudos fuese por más tiempo que antes, ya que esto era lo que faltaba hacer bien de cuanto les enseñó Filetas, como único remedio para calmar el amor. Cloe le preguntó qué imaginaba él que habría más allá del beso, del abrazo, y hasta del acostarse juntos, y qué resolvía hacer si volvían á la yacija desnudos ambos.--Lo que hacen los moruecos con las ovejas, y con las cabras los machos, contestó él.--Mira cómo, después de la obra, ni las ovejas huyen ni los carneros se cansan en perseguirlas, sino que pacen quietos y juntos, como satisfechos de un común deleite. Dulce, á lo que entiendo, es la obra, y vence lo amargo de amor.--¿No reparaste, repuso Cloe, que las ovejas y los carneros, las cabras y sus machos, hacen esas cosas de pie, saltando ellos encima y sosteniéndolos ellas? ¿Para qué, pues, he de tenderme contigo desnuda? ¿No está el ganado más vestido que yo con su pelo ó con su lana? Dafnis no pudo menos de convenir en que así era. Tendióse, no obstante, al lado de Cloe y meditó largo rato; sin atinar con el modo de calmar la vehemencia de su deseo. Hizo después que ella se alzara, y la abrazó por detrás, imitando á los carneritos; pero con esto nada logró, quedando más confuso y echándose á llorar al ver que para tales negocios era más rudo que las bestias. Tenía Dafnis por vecino á un labrador propietario, llamado Cromis, sujeto ya de edad madura, quien había traído de la ciudad á una mujercita, linda, de pocos años, con gustos más delicados y más cuidadosa de su persona que las campesinas. Esta tal, que se llamaba Lycenia, con ver de diario á Dafnis cuando llevaba por la mañana las cabras al pasto, y cuando por la noche las recogía á la majada, entró en codicia de tomarle por amante, engatusándole con regalillos, y tan acechona anduvo, que consiguió hablar con él á solas, y le dió una flauta, un panal de miel y un zurrón de piel de venado, si bien se avergonzó y vaciló en declararse, conjeturando que él amaba á Cloe, al verle siempre tan empleado en servirla. Al principio, sólo presumió esta inclinación por risas y señas que sorprendió entre ambos; pero luego pretextó con Cromis que iba á visitar á una vecina que estaba de parto; los siguió una mañana; se recató entre zarzas, para que ellos no la viesen, y vió cuanto hicieron, y escuchó cuanto dijeron, sin ocultársele siquiera el llanto de Dafnis. Compadecida entonces, creyó propicia la ocasión de hacer dos veces el bien, mostrando el camino de salvación á aquellos cuitadillos y logrando ella su gusto. Con tal propósito, salió al día siguiente, como para ir á ver de nuevo á la parida, y se fué derecha á la encina donde Dafnis y Cloe se sentaban. Fingiéndose con primor toda consternada,--«¡Sálvame, dijo, oh, Dafnis! ¡Ay, infeliz de mí! ¡Un águila me ha robado el más hermoso de mis veinte gansos! Fatigada con tanto peso, no he podido volar hasta lo más alto de aquel peñón, donde anida, y se bajó con su presa á lo hondo del soto. Te lo ruego por Pan y las Ninfas: entra conmigo en la espesura; liberta mi ganso. Mira que no me atrevo á entrar sola, de puro medrosa. No dejes que se descabale mi manada. ¿Quién sabe si de paso no matarás el águila, y con eso ya no robará corderos y cabritos? Mientras, guardará Cloe ambos rebaños. Harto la conocen las cabras, de verla siempre en tu compañía.» Dafnis, sin prever nada de lo que iba á pasar, se levantó muy listo, empuñó su cayado y siguió á Lycenia. Llevósele ésta lejos de Cloe, á lo más intrincado y esquivo del soto, y allí le mandó que se sentase á su lado, cerca de una fuentecilla.--«¡Oh, Dafnis, le dijo, tú amas á Cloe! Anoche me lo revelaron las Ninfas. Se me aparecieron en sueño; me informaron de tus lágrimas de ayer, y me ordenaron que te salvase, enseñándote las obras de Amor, las cuales no estriban sólo en beso y en abrazo y en remedar á los carneros, sino en brincos y retozos más dulces, y cuyo deleite dura más. Así, pues, si quieres desechar el mal que te aflige, y conocer por experiencia los gustos que anhelas, entrégate á mi cuidado cual aprendiz sumiso, y yo, por gracia y merced de las Ninfas, seré tu maestra.» Dafnis, sin refrenar su alegría, como cabrerillo cándido y rapaz enamorado, se arrodilló á los pies de Lycenia y le suplicó que cuanto antes le enseñase aquel oficio para ejercerle luego con Cloe. Y como si fuera algo de raro y revelado por el cielo lo que Lycenia le había de enseñar, prometió darle en pago un chivo, quesos frescos de nata y hasta la cabra misma. Halló Lycenia aquella liberalidad pastoril más sencilla y grata de lo que presumía, y empezó en seguida á instruir á Dafnis. Mandóle que volviese á sentarse á la verita de ella; que le diese besos, tales y tantos como él solía dar; que mientras la besaba la abrazase, y por último, que sé tendiese á la larga. Luego que se sentó, y que besó, y que se tendió, habiéndose cerciorado ella de que todo estaba alerta y en su punto, hizo que él se levantase de un lado, y se deslizó con suma destreza debajo de él, poniéndole en el camino por tanto tiempo buscado en balde. Después nada hubo fuera de lo que se usa. Naturaleza misma enseñó á Dafnis lo demás. Terminada la lección amatoria, Dafnis, que guardaba su candor pastoril, quiso correr en busca de Cloe para hacer con ella lo que acababa de aprender, harto temeroso de que con la tardanza se le olvidase; pero Lycenia le contuvo diciendo: «Otra cosa te importa saber, ¡oh, Dafnis! Á mí, como soy mujer, no me hiciste daño alguno, porque ya otro hombre me enseñó el oficio, y tomó mi doncellez en pago; pero Cloe, cuando luchare contigo esta lucha, gemirá, llorará y derramará sangre cual si estuviere herida. No por ello te asustes, sino cuando la persuadas á que se preste á todo, tráetela á este sitio, para que, si grita, nadie la oiga, si llora nadie la vea, y si derrama sangre, se lave en la fuente. No te olvides, por último, de que yo te he hecho hombre antes de Cloe.» No bien Lycenia dió estos preceptos, se fué por otro lado del soto, como si buscase el ganso todavía. Dafnis, en tanto, con la preocupación de lo que había oído, cejó de su primer ímpetu, y no se atrevió á perturbar á Cloe sino con el beso y el abrazo, á fin de que no gritase como perseguida de enemigos, ni llorase como lastimada, ni como herida vertiese sangre, pues escarmentado él por los recientes lances de la guerra, tenía miedo de la sangre, y sólo de heridas imaginaba que saliese. Así fué que tomó la determinación de no deleitarse con ella sino en lo que tenía por costumbre; y, dejando el soto, volvió al lugar donde ella estaba sentada, tejiendo guirnaldas de violetas; le refirió que había arrancado de las garras mismas del águila el ganso de Lycenia, y la besó apretadamente como Lycenia le había besado en el deleite, ya que esto no pensaba que trajese peligro. Ella ajustó á la cabeza de él la guirnalda de violetas, y le besó el cabello, á su ver más que las violetas precioso. Luego sacó del zurrón pan de higos y bollos, y se los dió á comer; y, conforme él comía, se lo quitaba ella de la boca y comía á su vez, como los pajarillos pequeñuelos comen del pico de la madre. Mientras que comían, y más que comían se acariciaban, se descubrió una barca de pescadores, que bogaba no lejos de la costa. No hacía viento; la calma era completa, y era menester remar. Los pescadores remaban con grande empuje para llevar fresco el pescado á gentes ricas de la ciudad. Lo que suelen hacer los marineros para engañar ó aliviar sus fatigas, lo hacían éstos también á par que remaban: uno de ellos llevaba la voz y entonaba un cantar marino, y los restantes, por marcados intervalos, unían en coro sus voces en consonancia con la del principal cantor. Cuando iban por alta mar; el canto se perdía en la extensión y se desvanecía en el aire; pero cuando doblaron la punta de un escollo y entraron en una ensenada profunda, en forma de media luna, se oyó mejor la música y sonó más claro en tierra el estribillo de los navegantes. En el fondo de aquella ensenada había una garganta ó estrechura de cerros, donde se colaba el son como en un cañuto; luego, una voz imitadora lo repetía todo: ya repetía el ruído de los remos, ya repetía el cantar; y era cosa de gusto el oirlo, pues primero llegaba el son que venía directo de la mar, y el son que venía de la tierra llegaba más tarde. Dafnis, que sabía lo que era aquello, sólo atendía á la mar; se embelesaba al ver la barca, que más volaba que corría, y procuraba retener algo de aquellos cantares para tocarlos luego en su flauta. Pero Cloe, que hasta entonces no había oído eso que llaman eco, ya miraba hacia la mar para ver á los que cantaban, ya se volvía hacia el bosque buscando á los que respondían; y cuando pasó la barca y sobrevino silencio en la mar y en el valle, preguntó á Dafnis si más allá del escollo había otra mar, y otra nave que bogaba, y otros marineros que cantaban, y por qué ya callaban todos. Dafnis sonrió con dulzura; la besó con más dulce beso; ciñó á sus cienes la guirnalda de violetas, y empezó á contarle la fábula de Eco, no sin concertar antes que ella le diese diez besos más en pago de la enseñanza.--«Hay, dijo, niña mía, muchas castas de Ninfas. Las hay de las praderas, de los bosques y de los lagos; todas bellas; músicas todas. Hija de Ninfa fué Eco, mortal, por serlo su padre; hermosa, cual de hermosa madre nacida. Las Ninfas la criaron. En tocar la flauta, en pulsar la lira y la cítara, y en toda clase de cantar, tuvo á las Musas por maestras. Así es que, cuando llegó á la flor de su mocedad, con las Ninfas danzaba y con las Musas cantaba; pero huía de todo varón, ya dios, ya hombre, por amor de la doncellez. Pan se enfureció contra ella, envidioso de su música y desdeñado de su hermosura, é infundió su furor en el alma de los pastores. Éstos, como perros ó lobos, la despedazaron mientras cantaba, y esparcieron por toda la tierra sus miembros, llenos de harmonía. Y la tierra los escondió en su seno por complacer á las Ninfas, y dispuso que conservasen la virtud de cantar. Las Musas, por último, decretaron que lo imitasen todo en la voz, como la doncella hizo cuando vivía: hombres, dioses, instrumentos y fieras; que imitasen, en suma, á Pan mismo cuando toca la flauta. Pan, apenas lo oye, brinca y corre por las montañas, no ya porque ame á la Ninfa, sino anhelando averiguar quién es su discípulo oculto.» En premio de la historia, Cloe dió á Dafnis, no sólo diez, sino muchos más besos, y Eco casi la repitió, como para dar testimonio de que no era mentira. El sol calentaba más cada día, porque había pasado la primavera y empezaba el verano. Los pasatiempos de ambos eran propios de la nueva estación. Él nadaba en los ríos, ella se bañaba en las fuentes; él tocaba la flauta á porfía con el viento que resonaba en los pinos, ella cantaba en competencia con los ruiseñores; ambos cogían saltamontes y parleras cigarras, formaban ramilletes de flores, sacudían los árboles ó trepaban á ellos y se comían la fruta. Al cabo se acostaban desnudos en una piel de cabra. Pronto Cloe hubiera sido mujer si la sangre no aterrase á Dafnis, quien, receloso con frecuencia de no ser dueño de sí, impedía á Cloe que se desnudara. Pasmábase ella, si bien por vergüenza no preguntaba la causa. En aquella estación se presentó para Cloe un enjambre de novios. De muchas partes acudían á Dryas, pidiéndosela por mujer; unos traían buenos presentes; otros los prometían mejores. Así fué que Napé, estimulada por las promesas, era de opinión de casar á Cloe cuanto antes, y no guardar por más tiempo á mozuela ya tan granada, la cual el día menos pensado perdería su doncellez en medio del campo y se casaría por manzanas y flores con un pastor cualquiera; que lo más conveniente sería hacerla pronto señora de su casa, aceptar los presentes y guardarlos para el hijo legítimo de ellos, que no hacía mucho les había nacido. Dryas se dejaba vencer á menudo de tales razones, ya que le ofrecían prendas de más valer que las que suelen ofrecerse por una pobre zagala; pero, pensando luego que la muchacha valía demasiado para casarse con un rústico, y que si hallaba un día á sus verdaderos padres éstos los harían dichosos á todos, se resistía siempre á responder, y así iba dando largas al asunto, no sin aprovecharse mientras de no pocos presentes. Al saber estas cosas tuvo Cloe gran pesar, si bien se le ocultó á Dafnis por temor de afligirle. Viendo, no obstante, que él la importunaba con preguntas, y que ya estaba más triste de no saber nada que lo que pudiera estar de saberlo todo, se atrevió al fin á contárselo. Le habló de los novios, muchos y ricos; de las razones que daba Napé para apresurar la boda, y de que Dryas no mostraba oponerse, sino lo demoraba para las próximas vendimias. Dafnis, con tales nuevas, estuvo á pique de perder el juicio; se echó por tierra, lloró y afirmó que él se moriría si Cloe le faltaba, y no sólo él, sino también se morirían los carneros sin tal pastora. Después, reflexionándolo mejor, cobraba ánimo y resolvía hablar al padre de ella y ponerse en la lista de los pretendientes, esperando vencerlos. Sólo una cosa le sobresaltaba: que Lamón no era rico. Esto debilitaba mucho su esperanza. Decidióse, con todo, á pedir á Cloe, y ella convino en que lo hiciese. Nada al principio se atrevió á decir á Lamón; pero confiando más en Mirtale, le descubrió su amor y le dijo que quería casarse con Cloe. Mirtale lo participó todo á Lamón por la noche. Éste recibió con dureza la noticia, y regañó á su mujer porque quería casar con una hija de pastores á un muchacho que había de tener grandes riquezas, si no mentían las prendas halladas, y que á ellos, si venían á descubrirse los padres, los haría horros y dueños de mayores campos. Mirtale, temerosa de que Dafnis, por despecho amoroso, y perdida toda esperanza de boda, osara darse muerte, alegó otros motivos menos importantes que los que había dado Lamón. «Somos pobres, le dijo, hijo mío, y necesitamos novia que más bien traiga algo que no que se lo lleve. Ellos son ricos, pero quieren novios ricos. Ve, no obstante; convence á Cloe, y haz que Cloe convenza á su padre, á fin de que no pidan mucho y te la den. Ella te ama, y sin duda gustará más de acostarse con un buen mozo pobre que no con un jimio rico.» No esperaba Mirtale que Dryas diese nunca su consentimiento, disponiendo, como disponía, de más ricos novios, que le ofrecían buenos presentes. Dafnis no tenía que argüir contra lo dicho por su madre; pero se afligió mucho, é hizo lo que suelen hacer los enamorados pobres: lloró, y pidió auxilio á las Ninfas. Ellas volvieron á aparecérsele por la noche, mientras dormía, en la propia forma que la primera vez, y la mayor le dijo: «Á otro dios incumbe tratar de tu boda con Cloe. Nosotras te daremos con qué ablandar á Dryas. La nave de los mancebos de Metimna, cuya amarra de mimbre se comieron tus cabras, se fué aquel día muy lejos de tierra, empujada por el viento; mas por la noche sopló viento contrario; alborotó la mar y arrojó la nave contra unos altos peñascos. La nave pereció, y con ella cuanto encerraba, salvo una bolsa con tres mil dracmas, que con los restos de la nave trajo á la costa la onda, y está allí oculta entre algas, cerca de un delfín muerto, por lo cual nadie de los que pasan se ha aproximado, huyendo del hedor de aquella podredumbre. Ve allí, toma la bolsa y dala. Así conviene para acreditar por lo pronto que no eres pobre. Ya vendrá tiempo en que seas rico.» Dicho esto, desaparecieron las Ninfas en la noche. Cuando vino el día, se levantó Dafnis rebosando de gozo; llevó sus cabras al pasto con la mayor premura, y después de besar á Cloe y de adorar á las Ninfas, se fué hacia la mar, como si quisiera ser rociado por las olas. Allí, por la orilla y sobre la arena, vagaba en busca de los tres mil dracmas. No empleó largo tiempo ni fatiga en hallarlos. El delfín no olía bien, y su podredumbre le dió en las narices y le guió por el camino hasta llegar al sitio indicado. Ya en él, apartó las algas y descubrió la bolsa llena de dinero. La recogió, la guardó en el zurrón, y antes de irse, dió gracias por todo á las Ninfas y á la misma mar, pues, aunque cabrero, parecíale la mar más dulce que la tierra, desde que le ayudaba para conseguir casarse con Cloe. Dueño de los tres mil dracmas, nada creía que le faltaba ya. Se consideraba, no sólo más pudiente que los labriegos de por allí, sino más rico que todos los hombres. Se fué al punto donde estaba Cloe; le contó el sueño; le mostró la bolsa; le rogó que estuviese á la mira del ganado durante su ausencia, y corrió con gran denuedo en busca de Dryas, á quien halló en la era, trillando trigo con su mujer Napé, y á quien dijo estas valerosas palabras:--«Dame á Cloe por mujer. Yo sé tañer la zampoña con maestría, podar viñas y plantar árboles. Sé también arar la tierra y aventar la miés con el bieldo. En lo tocante á pastoreo, pregúntale á Cloe. Cincuenta cabras me entregaron, y ya tengo doble número. He criado también grandes y hermosos machos, cuando antes era menester llevar las cabras á que otros las padreasen. Soy muy mozo aún, vecino vuestro y de irreprensible conducta. Me crió una cabra, como á Cloe una oveja. Si en todo esto me aventajo á los demás novios, en generosa largueza no he de quedarme tampoco atrás. Ellos te dan tal ó cual cabra ú oveja, ó alguna yunta de bueyes con roña, ó ahechaduras de trigo para mantener unas cuantas gallinas. Yo, en cambio, te doy estas tres mil monedas. Pero no se lo digas á nadie, ni á mi padre Lamón.» Y al dar el dinero, abrazó y besó á Dryas. Este y Napé, al recibir, sin esperarlo, tamaña suma, prometieron en seguida á Dafnis que le darían á Cloe y que tratarían de persuadir á Lamón. Dafnis se quedó con Napé, haciendo andar á los bueyes sobre la parva y desmenuzando espigas con el trillo, mientras que Dryas, después de guardar la bolsa y el dinero, se fué más que de priesa á ver á Lamón y á Mirtale, contra todo uso y costumbre, para pedirles al novio. Hallábanse éstos midiendo cebada, que acababan de cribar, y lamentándose de que apenas habían cogido lo que sembraron. Dryas pensó consolarlos con asegurar que era general la mala cosecha, y luego pidió á Dafnis para marido de Cloe, diciendo que otros le daban mucho, pero que él prefería no tomar nada de Lamón y Mirtale, sino que se sentía inclinado á socorrerlos con su propia hacienda. «Además, añadió, los chicos han crecido viéndose siempre; cuidando del hato se han encariñado de manera que no es fácil separarlos, y ya están ambos en edad de dormir juntos.» Estas y otras razones, no menos persuasivas, alegó Dryas, como quien había tomado tres mil dracmas para persuadirlos. Lamón no podía excusarse con la pobreza, porque los padres de la novia no le desdeñaban por pobre, ni con la poca edad de Dafnis, que era ya un garzón muy apuesto. La verdad no quería confesarla. No osaba decir que consideraba á Dafnis mejor partido. Se calló, pues, por un rato, y al cabo respondió así: «Noble es vuestro proceder al dar á los vecinos preferencia sobre los extraños, y al poner por cima de la riqueza á la pobreza honrada. Que Pan y las Ninfas os concedan en premio su amor. En cuanto á mí, no deseo menos que vosotros la boda. Loco estaría yo si no desease amistad y unión con vuestra familia, cuando me hallo tan cerca de la vejez y necesito brazos y auxilio para mis faenas. De Cloe no hay más que pedir: linda zagala en la flor de su edad, y buena como pocas. Lo malo es que yo soy siervo, y de nada dispongo. Debo, pues, informar á mi amo para que dé su permiso. Diferamos la boda para el otoño. Para entonces dicen los que llegan de la ciudad que vendrá el amo por aquí. Para entonces serán marido y mujer; ámense entre tanto como hermanos. Entiende con todo ¡oh, Dryas! que vas á tener un yerno que vale más que nosotros.» Dicho esto, le besó y le ofreció de beber, porque estaban ya en todo el fervor del medio día, y le acompañó un buen trecho de camino, con mil atenciones y muestras de afecto. No oyó en balde Dryas las últimas palabras de Lamón, y mientras caminaba, iba cavilando así sobre quién sería Dafnis: «Le crió una cabra, cual si por él velasen los dioses. Es hermoso, y en nada se parece á ese vejete chato y á esa mujerzuela pelona. Se proporcionó tres mil dracmas, y no hay zagal que logre reunir otros tantos piruétanos. ¿Le expondría alguien como á Cloe? ¿Le encontraría Lamón como yo la encontré, con prendas parecidas y á propósito para un futuro reconocimiento? ¡Oh venerado Pan y Ninfas muy amadas, permitid que así sea! Tal vez, si él descubre á sus padres, logrará que Cloe sea también reconocida por los suyos.» Así iba Dryas discurriendo y soñando hasta que llegó á la era, donde esperaba Dafnis, ansioso de oir las nuevas que traía. Dióle ánimo, llamándole yerno; le prometió que las bodas se celebrarían en el otoño, y le estrechó la mano en señal de que Cloe no sería de otro, sino suya. Más veloz que el pensamiento, sin comer ni beber, corrió Dafnis en busca de Cloe. Estaba ella ordeñando y haciendo quesos, y él le anunció la buena nueva. De allí en adelante la besaba, sin recatarsé, como á su futura; compartía sus afanes; recogía la leche en colodras; apretaba los quesos en zarzos, y ponía á mamar bajo las madres á cabritillos y corderos. Después de cumplir bien con su oficio, los dos se bañaban, comían, bebían é iban á coger fruta en sazón. Había entonces grande abundancia de ella, por ser el momento más feraz del verano: manzanas á manta, peras, acerolas y membrillos. Fruta había caída por el suelo; otra, pendiente aún en el árbol; la caída, más olorosa; más lozana y fresca á la vista la que de las ramas colgaba. Esta relucía como el oro; aquélla embriagaba con su olor, como el vino. Entre los frutales se veía uno, tan esquilmado ya, que no tenía ni fruta ni hoja. Desnudas estaban todas sus ramas. Una manzana sola pendía aún en la cima, grande, hermosa, y venciendo á las demás en fragancia. Quizá quien hizo el esquilmo no se atrevió á subir tan alto para cogerla; quizá la dejó por descuido; quizá la bella manzana se guardaba allí para un pastor enamorado. Apenas la vió Dafnis, quiso subir á alcanzarla. Cloe se opuso, pero él no hizo caso; y desatendida ella, se fué con enojo donde estaba el rebaño. Dafnis, en tanto, subió hasta alcanzar la manzana; se la trajo á Cloe, y le dijo para quitarle el enojo: «Esta manzana ¡oh, virgen! es creación de las Horas divinas: árbol fecundo le dió sustento; el sol la maduró y sazonó; nos la conserva la Fortuna. Ciego y necio hubiera sido yo si no la hubiera visto y si la hubiera dejado para que, ó bien viniese á caer por tierra, la pisoteasen las reses y la envenenasen los reptiles, ó bien permaneciese en la cumbre hasta que el tiempo la acabara, sin más fin que admiración estéril. Venus recibió una manzana en premio de su hermosura. Toma tú ésta por galardón de igual victoria. Ambas sois bellas, y de condición semejante son vuestros jueces, pastor él y yo cabrero.» Esto dijo, y le echó la manzana en el regazo. No bien se acercó, le besó ella. Él no se arrepintió de la audacia de haber subido tan alto por un beso más rico que la manzana de oro. [una barra decorativa] LIBRO CUARTO Por aquel tiempo llegó de Mitilene un siervo, compañero de Lamón, á quien anunció que poco antes de la vendimia vendría el amo para ver qué daños había causado en sus tierras la incursión de los metimneños. Y como ya iba yéndose el verano, y el otoño se venía encima, Lamón se afanó por disponer un recibimiento en el que todo fuera grato á los ojos. Limpió las fuentes para que el agua corriese pura y cristalina; sacó el estiércol del establo y corrales para que no molestara su mal olor, y aderezó el huerto para que pareciese más ameno. El huerto era de suyo lindísimo y digno de un rey. Medía en longitud más de un estadío; estaba en una altura, y contenía sobre cuatro yugadas de tierra. Semejaba extenso llano, y había en él toda clase de árboles: manzanos, arrayanes, perales, granados, higueras y olivos. En algunos puntos la vid trepaba á los árboles, y, enlazada á ellos, lucía sus frutos en competencia con manzanas y peras. Esto en cuanto á los frutales; pero también había allí árboles selváticos y de sombra, como cipreses, lauros, adelfas, plátanos y pinos; en todos los cuales, en vez de la vid, se entrelazaba la hiedra, cuyos corimbos, que eran grandes y negreaban ya, remedaban racimos de uvas. Las plantas que daban fruta estaban en el centro, como para mayor defensa; las estériles, en torno, como muralla. Lo rodeaba y amparaba todo una débil cerca ó vallado. No había cosa que no estuviese con cierto orden y primor. Los troncos, separados de los troncos, y en lo alto, mezclándose las ramas y confundiéndose el follaje. Diríase que el Arte se había esmerado á porfía con la Naturaleza. Había, en cuadros y eras, multitud de flores, que la tierra daba de sí sin cultivo, ó que la industria cultivaba: rosas, azucenas y jacintos, criados por la mano del hombre; violetas, corregüelas y narcisos, espontáneamente nacidos. Allí había, en suma, sombra en estío, flores en primavera, frutos en toda estación, y los más deliciosos y exquisitos en otoño. Desde allí se oteaba la ancha vega, y se contemplaban pastores y ganados, y se descubría la mar, y se veían los que por ella iban navegando, lo cual no era pequeña parte de los gustos con que brindaba aquel huerto. En el centro mismo, así de lo largo como de lo ancho, se levantaban un templo y un ara de Baco; el ara, revestida de hiedra, y de pámpanos el templo, por fuera. La historia del dios estaba dentro pintada: Semele, pariendo; Ariadna, dormida; encadenado, Licurgo; despedazado, Penteo; vencidos, los indios; los tirrenos, transformados. Por donde quiera, los Sátiros; por donde quiera, las Bacantes, que danzaban. Ni faltaba allí Pan, quien, sentado sobre una piedra, tañía la zampoña, y daba el mismo son y compás al pisoteo de los Sátiros en el lagar y al baile de las Ménades. Tal era el huerto que Lamón se afanaba por cuidar, podando las ramas secas y enredando en festones la vid á los árboles. Á Baco le coronaba de flores. Derivaba sin dificultad el agua por las limpias acequias. Había una fuente, que Dafnis había descubierto, la cual regaba las flores. Llamábanla fuente de Dafnis. Lamón, por último, encomendó á éste que engordase las cabras lo más que pudiera, porque el amo, que no había venido en tanto tiempo, iba ahora á verlo todo. Muy confiado estaba Dafnis en que alcanzaría grandes elogios por las cabras. Las tenía en doble número de las que le habían entregado; el lobo no se había llevado ninguna, y todas estaban más lucias y medradas que las ovejas. Deseoso, no obstante, de hacerse propicio al amo para que consintiese en la boda, ponía el mayor cuidado y solicitud en llevar á pacer las cabras apenas amanecía, y en volver al aprisco tarde. Dos veces al día las llevaba á beber, y siempre buscaba para ellas los mejores pastos. Se procuró barreños y tarros nuevos, muchas colodras y zarzos más capaces. Y llegó á tal punto su esmero, que barnizó con aceite los cuernos á las cabras, y al pelo le sacó lustre. Al ver cabras tan compuestas, las hubiera tomado cualquiera por el propio sagrado rebaño del dios Pan. Compartía Cloe estos afanes con Dafnis, y, descuidadas sus ovejas, sólo á las cabras atendía, de suerte que imaginaba Dafnis que, por emplearse en ellas Cloe, se ponían tan hermosas. Atareados andaban en esto, cuando llegó de la ciudad segundo mensajero con orden de vendimiar cuanto antes. Él debía quedarse allí hasta que las uvas se hicieran mosto, y entonces volver á la ciudad para acompañar al amo, que no vendría hasta el fin del otoño. Á este mensajero, que se llamaba Eudromo, porque su oficio era correr, le trataban todos con la mayor consideración. Entre tanto, cogieron las uvas, las acarrearon al lagar, y echaron el mosto en las tinajas, no sin dejar en las cepas los racimos más gruesos, á fin de que los que iban á venir disfrutasen algo y tuviesen cierta idea de la vendimia. Cuando Eudromo preparaba su regreso á la ciudad, Dafnis le hizo cuantos regalillos podían esperarse de un cabrero: le dió quesos bien cuajados, un cabrito recién nacido y una blanca piel de cabra, de pelo largo, para que se abrigase durante el invierno en sus caminatas. Eudromo quedó harto pagado del obsequio, y prometió á Dafnis decir de él al amo mil cosas buenas. Se fué, pues, á la ciudad muy amigo de Dafnis. Se quejó éste receloso y asustado. Y no era menor el miedo de Cloe, porque él era un muchachuelo, sólo acostumbrado á ver cabras y riscos, y á tratar con gente rústica y con Cloe, y ahora tenía que ver al señor, de quien ignoraba antes hasta el nombre. Todo se le volvía cavilar cómo se acercaría al señor y le hablaría; y su corazón se azoraba al pensar en que la boda pudiera desvanecerse como un sueño. De aquí que los besos fuesen más frecuentes, y los abrazos más largos y apretados; pero se besaban con timidez y se abrazaban con tristeza y á hurtadillas, como si el amo estuviera allí y pudiera verlos. En medio de estas desazones tuvieron un disgusto más grave. Un vaquero de aviesa condición, llamado Lampis, había pedido á Dryas la mano de Cloe, y le había hecho muchos regalos á fin de que conviniese en el casamiento. Sabedor Lampis de que Dafnis la tendría por mujer, si no se oponía el amo, buscó trazas de enemistarle con él, y como lo que más le agradaba era el huerto, resolvió afearle y destrozarle. Si se ponía á talar el arbolado, podrían oir el ruido y sorprenderle, y así prefirió arrancar las flores. Guarecido, pues, por la obscuridad de la noche, saltó por cima de la cerca, arrancó unas plantas y quebró otras, y holló y pisoteó las demás, como los cerdos. Después se fugó con cautela y sin que le viesen. No bien vino el día, entró Lamón en el huerto para regar las flores con el agua de la fuente, y al ver aquella desolación, que no la hubiera hecho más cruel un ladrón foragido, se desgarró el sayo y puso el grito en el cielo, con tal furor, que Mirtale, soltando la hacienda que traía entre manos, y Dafnis, abandonando las cabras que llevaba á pacer, acudieron á saber lo que pasaba. Al saberlo, gritaron también y se echaron á llorar. Y no era maravilla que, temerosos del enojo del señor, hiciesen aquel duelo por las flores. Un extraño, si hubiera pasado por allí, hubiera llorado como ellos. Aquel sitio había perdido su gracia y su adorno. No quedaba sino fango y broza. Si alguna flor se había salvado de la injuria, resplandecía aún y estaba hermosa, aunque mustia y tronchada. Las abejas revolaban en torno, y sonaba á lamentación su incesante susurro. Lamón decía, lleno de angustia: «¡Ay de mis rosales, que me los han roto! ¡Ay de mis violetas pisoteadas! ¡Ay de mis jacintos y narcisos, arrancados de raíz por algún mal hombre! Vendrá la primavera y no renacerán mis flores; vendrá el verano y no desplegarán su pompa y lozanía; vendrá el otoño y nadie hará con ellas guirnaldas y ramilletes. Y tú, señor Baco, ¿por qué no tuviste piedad de las infelices, entre las que habitabas, á las que veías, y con las que te coroné tantas veces? ¿Con qué cara enseñaré ahora el huerto al amo? ¿Qué dirá al verle? Sin duda mandará ahorcar de un pino á este viejo sin ventura, como ahorcaron á Marsyas. ¿Y quién sabe si no ahorcarán conmigo á Dafnis, creyendo que por descuido suyo hicieron el destrozo las cabras?» Con tales lamentaciones se acongojaban más y más, y no lloraban por las flores, sino por ellos mismos. Cloe sollozaba y gemía como si Dafnis hubiese de ser ahorcado; pedía al cielo que el señor ya no viniese, y pasaba días amargos imaginando que por lo menos azotarían á su amigo. Aquella noche llegó Eudromo con la noticia de que el señor mayor sólo tardaría ya tres días en venir, y de que su hijo estaría allí al día siguiente. Se pusieron entonces á discurrir cómo salir de aquel apuro, y pidieron consejo á Eudromo, el cual tenía buena voluntad á Dafnis, y fué de parecer que declarasen primero al señor mozo lo que había pasado, pues él prometía interceder en favor de ellos, ya que dicho señor le quería y estimaba por ser su hermano de leche. Ellos convinieron en hacerlo así. Al siguiente día el señor mozo; que se llamaba Astilo, llegó á caballo, en compañía de su parásito Gnatón. Éste afeitaba sus barbas hacía no pocos años. Astilo era un mancebo barbiponiente. Lamón, seguido de Mirtale y de Dafnis, se prosternó á los pies del amo mozo, y le rogó se compadeciese de un viejo infortunado y le salvase de la ira de su padre, pues él de nada tenía culpa. Luego le contó el caso sin rodeos. Astilo tuvo piedad del suplicante; fué al huerto; vió el estrago causado en las flores, y prometió que para disculpar á Lamón y á Dafnis supondría que sus caballos se habían desatado del pesebre, pisoteándolo todo, desgajándolo y arrancándolo. Lamón y Mirtale, consolados con esto, colmaron al joven de bendiciones, y Dafnis, además, le hizo varios presentes: chivos, quesos, racimos con pámpanos aún, nidos de pájaros y manzanas con rama y hojas. Sobresalía entre estos presentes el vino de Lesbos, que huele á flores y es el más grato al paladar de cuantos se beben. Astilo encareció la bondad de todo, y se fué á cazar liebres, como mancebo rico, que sólo pensaba en divertirse, y que había venido al campo á disfrutar de nuevos placeres. Gnatón, por el contrario, no hallaba placer sino en la comida y en beber hasta emborracharse: era como un sumidero, todo gula, y todo lascivia y pereza. Así fué que no quiso ir á cazar con Astilo, y para entretener el tiempo, bajó hacia la playa, donde se encontró á Dafnis guardando su ganado. Junto á Dafnis estaba Cloe, hermosa como nunca. La vió Gnatón, y quedó al punto prendado de ella. Pensó que en la ciudad no había visto jamás más linda moza. Dafnis, á quien apenas apuntaba el bozo, y que parecía más niño y más dulce aún de lo que era, no infundió el menor respeto al parásito. Y como la zagala era sencilla y humilde, juzgó fácil empresa deslumbrarla y lograrla. Á este fin, empezó por elogiar sus ovejas; luego la elogió á ella; luego trató de alejar á Dafnis, y no pudo conseguirlo; y, por último, movido de una pasión que á los más cuerdos roba la prudencia, tomó á Cloe entre sus brazos y la besó repetidas veces, aunque ella se resistía. Dafnis acudió á interponerse, y se interpuso entre ambos cuando Gnatón quería renovar los besos, haciendo poca cuenta de quién se le oponía, y creyéndole débil, ó tan respetuoso que el respeto le ataría las manos. Por dicha no fué así: Dafnis rechazó á Gnatón con tremendo brío, y como Gnatón, según su costumbre, estaba borracho y poco firme sobre sus piernas, dió consigo en el suelo cuan largo era, donde Dafnis, ciego de cólera, le pateó á su sabor y con alguna saña. Viendo después que el vencido y pateado no bullía, Dafnis tuvo miedo de su proeza y echó á huir, seguido de Cloe, dejando el hato en abandono. Con la afrenta y el dolor se le disiparon un poco á Gnatón los vapores del vino; calculó que era muy ridículo quejarse y contar lo que había ocurrido, y determinó callárselo; pero más empeñado que antes en conseguir su propósito, resolvió pedir á Astilo, que nada le negaba, que se llevase á Dafnis á la ciudad, y quedase él luego algún tiempo en aquel campo, donde ya sin estorbo podría lograr á Cloe. Por lo pronto, sin embargo, no pudo Gnatón hallar momento oportuno de hacer su petición. Dionisofanes y su mujer Clearista acababan de llegar, y todo era ruido y alboroto de caballerías y criados, de hombres y mujeres. Gnatón tuvo tiempo de preparar un elegante y prolijo discurso, en que pintaba á Astilo su amor á fin de conmoverle. Dionisofanes tenía ya entrecanos barba y cabellos; pero era un señor alto y hermoso, y tan robusto, que daría envidia á los mancebos. Era además rico como pocos, y muy digno y respetable. Lo primero que hizo el día en que llegó fué sacrificar á los dioses que gobiernan las cosas campestres: á Ceres, á Baco, á Pan y á las Ninfas. Luego dió un banquete á todas las personas que estaban allí. En los días siguientes inspeccionó los trabajos de Lamón. Y habiendo visto en los campos los hondos surcos del arado, la lozanía de pámpanos en las viñas y el huerto tan ameno (pues en lo tocante al estrago de las flores Astilo tomó para sí la culpa), se alegró mucho, alabó á Lamón y le prometió la libertad. Después de esto fué á ver las cabras y á ver al cabrero que las cuidaba. Cloe se escondió entre la arboleda, temerosa y avergonzada de aquel gentío. Dafnis quedó sólo, y se mostró revestido de una peluda piel de cabra y llevando un zurrón flamante al hombro, en la mano izquierda quesos recién cuajados y en la derecha dos cabritillos de leche. Ni Apolo, cuando estuvo de pastor al servicio de Laomedonte, apareció tal como entonces apareció Dafnis, quien, lleno de rubor, sin hablar palabra y los ojos inclinados al suelo, presentó sus dones. Lamón dijo: «Éste ¡oh, señor! es tu cabrero. Me entregaste cincuenta cabras y dos machos, y él las ha aumentado hasta ciento. ¡Mira qué gordas y lucias están, qué pelo tan largo y espeso, y qué cuernos tan enteros y sanos! Estas cabras, además, han aprendido la música, y al son de la zampoña lo hacen todo.» Clearista, que estaba allí presente, deseó ver aquella habilidad de las cabras, y mandó á Dafnis que tañese la zampoña como solía, ofreciendo en premio, si lo hacía bien, regalarle camisas, un sayo y un par de zapatos. Dafnis al punto, puestos todos en cerco en torno de él, y de pie él bajo la copa del haya, sacó la zampoña del zurrón, y apenas la hizo sonar un poco, las cabras se pararon atentas y levantaron las cabezas. Después tocó el toque del pasto, y las cabras bajaron las cabezas y pacieron. Dió en seguida la zampoña un son blando y suave, y las cabras se echaron. Luego fué agudo el son, y las cabras huyeron al soto como perseguidas por un lobo. Tocó, por último, llamada, y saliendo del soto, las cabras todas corrieron á echarse á sus pies. Nadie vió jamás siervo alguno que obedeciese más listo á una señal de su amo. De aquí que todos los circunstantes se quedaron pasmados, y sobre todos Clearista, la cual juró que daría más de lo ofrecido á aquel cabrero tan músico y tan guapo. Después todos se fueron á la quinta y comieron, y enviaron á Dafnis de la comida de los señores. Él la compartió con su zagala, muy complacido de probar los manjares de la ciudad, y con grandes esperanzas de lograr el permiso de los amos para su casamiento. Gnatón, entre tanto, más obstinado aún en su amor, á pesar de la pateadura, y creyendo que su vida sin Cloe sería amarga y sin objeto, se aprovechó de un instante en que Astilo se paseaba en el huerto á sus solas; le llevó al templo de Baco, y le besó las manos y los pies. Astilo le preguntó por qué hacía tales extremos; le mandó que se explicase, y juró darle auxilio en su cuita. «Ya se perdió y pereció Gnatón, mi amo, dijo Gnatón entonces. Yo, que hasta aquí no amaba más que una buena mesa, y nada hallaba más lindo y apetitoso que el vino añejo, y estimaba á tu cocinero más digno de adoración y de afecto que á todas las muchachas de Mitilene, sólo juzgo ahora digna y amable á la zagala Cloe. Yo me abstendría de comer todos los delicados manjares que de ordinario se sirven en tu casa, carnes, pescados, bollos y confites de miel, y, convertido en corderito, me alimentaría de la hierba, dejándome guiar por la voz de Cloe y por su cayado. Salva á tu Gnatón; vence su amor invencible. De lo contrario, lo juro por el dios de mi mayor devoción, agarro un cuchillo, me lleno bien la panza de comida, me mato á la puerta de Cloe, y no tendrás á quién llamar Gnatoncillo, jugando y burlando, como es tu costumbre.» No pudo aquel magnánimo mancebo, que además conocía lo que son penas de amor, ver sin piedad las lágrimas de Gnatón, que de nuevo le besaba los pies. Prometióle, pues, que pediría á Dafnis á su padre y que se le llevaría á la ciudad como criado, dejando á Cloe sin aquel estorbo, á fin de que Gnatón la tuviese á todo su talante. Deseoso luego Astilo de embromar á Gnatón, le preguntó, riendo, si no le daba vergüenza de amar á una rústica y de acostarse con una zagala que por fuerza había de oler pícaramente. Pero Gnatón, que había aprendido en los banquetes de mozos alegres y enamorados cuanto hay que saber y decir en la materia, contestó, defendiéndose: «El que ama, señor mío, no repara en nada de eso. No hay en el mundo objeto que no pueda inspirar una pasión, con tal de que en él resplandezca la hermosura. Ha habido amadores de una planta, de un río y de una fiera. ¿Y quién más digno de lástima que el amador á quien infunde miedo el amado? En cuanto á mí, si la que amo es por la suerte de servil condición, por la belleza es y puede ser señora. Sus cabellos son rubios como las espigas granadas; sus ojos brillan bajo las cejas como piedras preciosas en engaste de oro; su cara está teñida de suave rubor, y en su fresca boca se ven dientes como el marfil de blancos. ¿Quién tan insensible al amor, que no anhele besar tal boca? En esto de amar á las pastoras y gente del campo, ¿qué hago yo más que imitar á las deidades? Vaquero fué Anquises, y Venus le tomó para querido. Pitis, amada de Pan y de Bóreas, y Maya misma, tan amada de Júpiter, ¿eran al cabo más que pastoras? No menospreciemos á Cloe porque lo es, sino demos gracias á los dioses de que, enamorados de ella, no nos la roban y se la llevan al cielo.» Astilo rió y celebró este discurso, diciendo que Amor hacía á los grandes oradores. Luego trató de hallar ocasión en que pedir á su padre que le diese á Dafnis para criado. Eudromo había estado escondido oyendo toda la conversación, y como quería á Dafnis y le tenía por excelente mozo, se afligió mucho de que la gentil zagala viniese á ser ludibrio de aquel borracho, y fué al punto á contárselo todo á Lamón y al mismo Dafnis. Consternado éste, pensó en huir robando á Cloe ó en matarla y matarse; pero Lamón, llamando á Mirtale al patio, le dijo: «Estamos perdidos, mujer. Llegó ya la ocasión de revelar lo que teniamos oculto. Queden sin guía las cabras y quedémonos sin apoyo; pero, por Pan y por las Ninfas, aunque yo me trueque en buey atado al pesebre, no me callaré sobre la condición de Dafnis, sino que referiré cómo fué hallado y alimentado, y mostraré las prendas que estaban expuestas junto á él. Es menester que sepa Gnatón quién es el mozo de cuya novia quiere burlarse. Tú, ten prontas las señales de reconocimiento.» Dichas estas palabras, ambos entraron de nuevo en la habitación. Habiendo hallado Astilo propicio á su padre, le pidió que le dejase llevar á Dafnis á Mitilene, asegurando que era un gallardo mancebo, más propio para la ciudad que para el campo, y que pronto aprendería á servir bien y á tener modales urbanos. Accediendo gustoso el padre, llamó á Lamón y á Mirtale, y les dió como buena nueva la de que Dafnis, en vez de estar al servicio de las cabras, iba á entrar en el de su hijo. En cambio del cabrero que les quitaba, les ofreció, por último, dos cabreros. Entonces Lamón, cuando ya todos los criados habían acudido y se alegraban de tener tan gentil compañero, pidió licencia para hablar, y habló de esta suerte: «Escucha ¡oh, señor! la verdad misma de los labios de este viejo. Juro por Pan y por las Ninfas que no te engañaré en nada. Yo no soy el padre de Dafnis, ni tuvo Mirtale la dicha de ser madre suya. Otros padres le expusieron cuando pequeñuelo, por tener ya, sin duda, hijos de sobra. Yo le encontré abandonado y tomando la leche de una cabra, á la cual, cuando murió de muerte natural, di sepultura cerca del huerto, con el amor que se debe á quien hizo tan bien el oficio de madre. Yo encontré, además, con el niño ciertas alhajas, que pueden servir en su día para reconocerle. Confieso, señor, que conservo aún dichas alhajas. Por ellas se verá que Dafnis es de clase superior á la nuestra. No creas, sin embargo, que me duele que Dafnis sea criado de tu hijo: sería un galán servidor para dueño no menos galán. Lo que me duele, y lo que no puedo tolerar, es que todo se haga por un liviano antojo de Gnatón y por sus dañados propósitos.» Dicho esto, Lamón se calló y derramó abundantes lágrimas. Gnatón, envalentonado, le amenazó con una paliza; pero Dionisofanes, pasmado de lo que acababa de oir, impuso silencio á Gnatón, arqueando las cejas y mirándole fosco; luego interrogó á Lamón, y le mandó que dijese la verdad, y que no procurase oponerse con embustes á la voluntad de su hijo. Lamón se sostuvo en lo dicho, lo juró por todos los dioses, y pidió que le diesen tormento si mentía. Llegó en esto Clearista, y no bien averiguó lo que pasaba, «¿por qué, dijo, había de mentir Lamón? ¿No le dan dos cabreros en vez de uno? ¿Cómo ha de inventar un rústico tan sutil patraña? Por otra parte, ¿no es increíble que de tan pobre viejo y de tan ruín madre haya nacido tan hermoso muchacho?» Decidieron, pues, no engolfarse en más conjeturas, sino ver y examinar las prendas, por si denunciaban, en efecto, la superior condición que Lamón presumía. Mirtale fué al punto á sacarlas de un viejo zurrón en que las tenía guardadas. Cuando las trajo, el primero que las vió fué Dionisofanes. Al mirar la mantilla de púrpura, la hebilla de oro y el puñalito con puño de marfil, dió un grito, exclamando: «¡Oh señor Júpiter!» y llamó á su mujer para que examinase aquellas prendas. Ésta, no bien las hubo mirado, exclamó de la misma manera: «¡Oh, queridas Parcas! ¿No son éstas las prendas que expusimos con nuestro propio hijo cuando le enviamos con la sierva Sofrosina para que le abandonase en el campo? No son otras; son éstas, marido. El muchacho es nuestra sangre. Hijo tuyo es el que guarda tus cabras.» Mientras ella hablaba así, y Dionisofanes besaba las prendas del reconocimiento, llorando de puro gozo, Astilo se enteró de que Dafnis era su hermano; se desembarazó de la capa y dió á correr por el huerto para ser el primero en abrazarle. Al ver Dafnis que venía en pos de él tanta gente corriendo y llamándole por su nombre, pensó que querían prenderle: tiró al suelo el zurrón y la zampoña, y huyó hacia la mar, resuelto á arrojarse en ella desde lo alto de una roca. Y de seguro lo hubiera hecho, siendo así, por extraño caso, tan pronto hallado como perdido, si Astilo, recelando su intento, no le gritase otra vez: «Tente, Dafnis, y no temas. Yo soy tu hermano. Son tus padres los que hace poco eran tus amos. Lamón nos contó lo de la cabra y nos enseñó las prendas. Vuélvete y mira qué alegres y risueños estamos. Bésame á mí primero. ¡Juro por las Ninfas que no te engaño!» Paróse Dafnis al oir este juramento y Astilo le alcanzó y le estrechó en sus brazos. Después acudió multitud de criados y de criadas, y, por último, llegaron el padre y la madre. Todos le abrazaron y le besaron con lágrimas de contento. Él, por su parte, estuvo cariñoso con todos, y en particular con su madre y su padre, á quienes, como si de antiguo los conociese, estrechaba contra su seno, sin hartarse de abrazarlos: tan rápida y poderosa impone Naturaleza su ley. Casi se olvidó Dafnis por un instante de Cloe. Con esto se le llevaron á la quinta y le dieron, para que se vistiese, un costoso vestido nuevo. Sentándose después con Astilo al lado de su padre, le oyó decir estas razones: «Yo, hijos míos, me casé muy temprano, y á poco fuí padre, según yo pensaba, muy dichoso. Primero tuve un hijo, luego una hija, y Astilo fué el tercero. Estos tres eran los que convenían para mi casa y mi hacienda. Vino este otro después de todos, y tuve que exponerle. No se expusieron, á la verdad, estas prendas como señales para reconocerle más tarde, sino como ornamento de su sepulcro. La fortuna lo dispuso de otra manera. Mi hijo mayor, y también mi hija, murieron ambos de la misma enfermedad y en el mismo día. Tú, Dafnis, por la providencia de los dioses, te has salvado para que yo tenga en la vejez doble apoyo. No me aborrezcas por haberte expuesto. Muy á despecho mío lo hice. Y tú, Astilo, no te aflijas de contar ahora sólo con parte cuando contabas con toda la herencia. El mayor bien para un hombre discreto es un buen hermano. Amáos, pues, mis hijos; y en cuanto á los bienes, nada tendréis que envidiar á los príncipes. Ambos poseeréis pingües fincas y siervos ágiles, y oro y plata, y todas aquellas cosas que poseen los ricos y poderosos. Mas desde luego doy á Dafnis este campo, en que se ha criado, con Lamón y Mirtale, y con las cabras de que él mismo ha sido pastor.» Apenas acabó dichas palabras, Dafnis se levantó y dijo: «En buena ocasión me lo traes á la memoria, padre mío. Voy á llevar á beber á las cabras, que aguardan sedientas el son de mi zampoña, mientras que estoy aquí sentado.» Todos rieron de que, habiendo llegado á ser señor, quisiese ser cabrero todavía, y enviaron á un nuevo cabrero á que cuidase de las cabras. Sacrificaron después á Júpiter Salvador y dispusieron un banquete. Á este banquete, el único que faltó fué Gnatón, el cual, lleno de miedo, se pasó el día y la noche en el templo de Baco, orando y haciendo penitencia. Pronto cundió la fama por todas partes de que Dionisofanes había hallado á su hijo, y de que el cabrerillo Dafnis se había cambiado en señor terrateniente, y de acá y de acullá acudieron los rústicos á felicitar al mozo y á traer presentes á su padre. Entre ellos vino Dryas, el padre adoptivo de Cloe. Dionisofanes los detuvo á todos para que participasen del regocijo y de la fiesta. De antemano se había preparado vino en abundancia, mucho pan, chochas y patos, lechoncillos y gran variedad de tortas y confites de miel. Se mataban, además, no pocas víctimas á los dioses titulares de aquellos sitios. Dafnis, en tanto, reunió todos sus trastos pastoriles para repartirlos como ofrenda entre los dioses. Consagró á Baco el zurrón y el pellico; á Pan, el pífano y la zampoña, y á las Ninfas, el cayado y los dornajos y las colodras, que él mismo había hecho; pero la vida de la primera juventud es aún más grata que la riqueza, y Dafnis se apartaba con lágrimas de cada uno de estos objetos. No ofreció las colodras, sin ordeñar antes las cabras; ni el pellico, sin ponérsele por última vez; ni la zampoña, sin tañerla. Todo lo besó; habló con las cabras, y llamó por sus nombres á los machos. Bebió, por último, en la fuente, donde tantas veces había bebido con Cloe; pero no se atrevió á hablar aún de su amor aguardando ocasión propicia. Mientras Dafnis andaba en tales sacrificios, Cloe, solitaria y llorosa, estaba sentada viendo pacer su ganado y se lamentaba de esta suerte: «Dafnis me olvida. Sin duda piensa ya en una novia rica. ¿Por qué exigí que jurase, no por las Ninfas, sino por las cabras? Las abandona como á mí. Ni al hacer ofrendas á Pan y á las Ninfas deseó ver á Cloe. Tal vez halló más bonitas que yo á las criadas de su madre. Adiós, Dafnis, y sé dichoso. Yo no viviré.» Exhalando estaba Cloe estas sentidas quejas, cuando el vaquero Lampis, acompañado de algunos labriegos, vino á robarla, creyendo que Dafnis ya no se casaría con ella, y que Dryas consentiría luego en dársela á él. La cuitada, resistiéndose al rapto, daba lastimeros gritos, y alguien que la oyó fué á decírselo á Napé. Napé se lo dijo á Dryas, y Dryas á Dafnis. Éste, fuera de sí, sin atreverse á decir nada á su padre, y no pudiendo, con todo, tolerar aquella injuria, salió del huerto, diciendo: «¡Mal haya el reconocimiento de mi padre! ¡Cuánto más valiera seguir de pastor! ¡Cuánto más feliz era yo cuando siervo. Entonces veía á Cloe. Ahora Lampis la roba, se la lleva, y esta noche dormirá á su lado. Y yo como y bebo y me deleito. En vano juré por Pan, por las Ninfas y por las cabras!» Gnatón, que estaba oculto en el templo de Baco, oyó estas lamentaciones de Dafnis, y juzgando oportuna la ocasión de ganarse su voluntad y de conseguir que le perdonara, salió de su escondite y dijo á Dafnis que él era allí el amo y que podía disponer de los criados para cualquier empresa. Llamando entonces Dafnis á algunos de los que servían á Astilo, se fué con ellos y con Gnatón á casa de Lampis con tal diligencia y prontitud, que le sorprendió cuando acababa de llegar con Cloe, y la sacó por fuerza de entre sus manos, dando de palos á los rústicos que habían concurrido al robo y queriendo llevar cautivo á Lampis, que logró fugarse. Dafnis perdonó á Gnatón, y le concedió su amistad después de tan buen consejo y auxilio; y libertada ya Cloe, convino con ella en callar aún lo de la boda, en verse de oculto, y en que Dafnis descubriese sólo su amor á su madre. Pero Dryas no lo consintió, y halló más conveniente decírselo todo al padre, confiado en que le persuadiría. Al día siguiente, pues, se echó en el zurrón las prendas de reconocimiento, y se fué en busca de Dionisofanes y de Clearista, á quienes halló sentados en el huerto. Astilo y el propio Dafnis estaban también allí. En silencio todos, habló Dryas de esta manera: «Igual necesidad que á Lamón, me manda descubriros un secreto que he guardado hasta ahora. Ni yo he engendrado á la zagala Cloe, ni he sido el primero en sustentarla. Otro fué su padre, y yo la encontré en la gruta de las Ninfas, alimentada por una oveja. Maravillado del hallazgo, tomé conmigo á la niña y la crié en mi casa. Testimonio de la verdad de lo que digo da su propia hermosura, en nada semejante á nosotros. Testimonio dan también estas prendas, más ricas que las que suelen tener los pastores. Vedlas, y buscad á los padres de la doncella, quien tal vez os parezca un día digna consorte de Dafnis.» No sin intención dejó escapar Dryas estas últimas palabras. Dionisofanes no las oyó en balde tampoco, sino que, dirigiendo la mirada hacia Dafnis, y advirtiendo que se ponía pálido y que no acertaba á ocultar el llanto, comprendió que tenía amores con Cloe. Y con la solicitud que hubiera tenido por su propia hija, y no por una extraña, examinó atentamente las razones del viejo. Vió también las prendas, es á saber, las chinelas, la toquilla y las ajorcas, y luego hizo venir á Cloe á su presencia, y la exhortó á que se alegrase, pues ya tenía marido, y pronto hallaría también á su padre y á su madre. Por último, Clearista se llevó consigo á la doncella y la aderezó y compuso como si fuese mujer de su hijo. Dionisofanes, apartándose á un lado con Dafnis, le preguntó en confianza y con sigilo si Cloe conservaba aún la doncellez. Dafnis juró que no había pasado del beso, del abrazo y de las mutuas promesas, con lo cual se holgó el padre, y le dijo que se pusieran á comer con él. Allí se hubiera podido aprender cuánto el adorno realza la hermosura, porque Cloe, bien vestida, graciosamente peinado y trenzado el cabello, y recién lavada la cara, parecía más bella que nunca, tanto que el propio Dafnis apenas la reconocía. Jurara cualquiera, sin ver otras prendas y señales, que no era Dryas el padre de tan gallarda moza. Dryas, no obstante, estaba en el festín con Napé, y tenían por compañeros en el mismo lecho á Lamón y á Mirtale. Pocos días después se hicieron sacrificios á los dioses y ofrendas por amor de Cloe, y ella les consagró sus baratijas pastoriles: flauta, zurrón, pellico y colodras. Vertió, además, vino en la fuente de la gruta, porque allí encontró amparo; adornó con flores el sepulcro de la oveja, que le mostró Dryas; volvió aún á tocar la flauta para alegrar el ganado, y á las propias Ninfas les dió música, pidiéndoles que parecieran pronto sus padres, y que fueran dignos de la alianza con Dafnis. Después que se hartaron de diversiones campesinas, decidieron volver á la ciudad, á fin de buscar á los padres de Cloe y no retardar más su boda con Dafnis. Muy de mañana cargaron el equipaje, y dieron á Dryas tres mil dracmas, y á Lamón la mitad de las mieses y de la vendimia de aquellos campos, las cabras y los cabreros, cuatro yuntas de bueyes, buenos pellicos para el invierno, y la libertad de su mujer. Se fueron, por último, á Mitilene con mucho aparato y pompa de carros y de caballos. Como llegaron muy de noche á la ciudad, nadie se enteró de lo ocurrido; pero al día siguiente se reunió á las puertas de Dionisofanes gran multitud de hombres y de mujeres: ellos, para felicitarle por haber hallado á su hijo, sobre todo viéndole tan guapo mozo, y las mujeres, para holgarse con Clearista de que había logrado á la vez hijo y nuera. Cloe las sorprendió á todas por su rara hermosura, que les pareció sin par. En suma, nadie hablaba en la ciudad sino del muchacho y de la zagala, augurando mil venturas de su enlace. Rogaban también á los dioses que Cloe hallase padres dignos de su beldad, y hubo no pocas mujeres ricas que de buena gana hubieran pasado por madres de hija tan hermosa. Entre tanto, Dionisofanes, después de mucho cavilar, se quedó profundamente dormido y tuvo un sueño. Creyó ver á las Ninfas pidiendo á Amor que se llevase pronto á cabo la boda prometida. Y Amor, aflojando la cuerda del arco y poniéndosele al hombro junto á la aljaba, ordenó á Dionisofanes que convidase á un gran banquete á todos los sujetos de más fuste de la ciudad, y que, al ir á llenar los últimos vasos, mostrase á los convidados las prendas halladas con Cloe, y mandase cantar el canto de Himeneo. Visto y oído este sueño, Dionisofanes madrugó, y dispuso una opípara comida, donde hubiese cuanto se cría de más delicado y sabroso en tierra y en mar, en ríos y en lagos. Luego convidó á su mesa á todos los señores principales. Ya era de noche, y estaba lleno el vaso con que suele hacerse libación á Mercurio, cuando entró un criado trayendo las prendas en un azafate de plata, y dando vuelta á la mesa, se las enseñó á todos. Ninguno las reconoció; pero un cierto Megacles, que por su ancianidad estaba reclinado en un extremo, las reconoció apenas las vió, y dijo con voz alta y firme: «¡Cielos! ¿qué veo? ¿Qué ha sido de tí, hija mía? ¿Vives aún? ¿Qué pastor guardó, por dicha, estas prendas? Ruégote ¡oh Dionisofanes! que me digas dónde las hallaste. No envidies, pues tienes á Dafnis, que yo también la tenga.» Quiso Dionisofanes que, antes de todo, contase Megacles cómo había expuesto á la niña, y éste, con el mismo tono de voz, dijo: «Tiempo há que me veía yo muy pobre, por haber gastado casi todos mis bienes en juegos públicos y en naves de guerra. Estando en estos apuros, me nació una hija. Se me hizo muy duro criarla en tanta pobreza, y la expuse con esas alhajas, calculando que muchas personas, que no tienen hijos naturales, desean ser padres, adoptando por hijos á los expósitos. La niña lo fué en la gruta de las Ninfas y confiándola yo á su cuidado. Desde entonces mis riquezas han aumentado de día en día, sin tener yo heredero á quien dejarlas, porque no volví á tener otra hija; y como si los dioses quisieran burlarse de mí, se me aparecían en sueño por la noche, ofreciéndome que me haría padre una oveja.» Dionisofanes hizo, al oir tales palabras, mayores exclamaciones aún que las que Megacles había hecho, y dejando el festín, fué á buscar á Cloe y la trajo muy adornada y bizarra. Al entregársela á su padre, le dijo: «Ésta es la niña que expusiste. Por disposición de los dioses, te la ha criado una oveja, como una cabra á Dafnis. Tómala con las prendas, y al tomarla, dásela á Dafnis por mujer. Los dos expusimos á nuestros hijos, y los dos los hallamos ahora. Amor, Pan y las Ninfas nos los han salvado.» Megacles convino en todo, y mandó llamar á su mujer, cuyo nombre era Rodé, teniendo siempre á Cloe entre sus brazos. Megacles y Rodé se quedaron á dormir allí, porque Dafnis había jurado que nadie, ni su propio padre, sacaría á Cloe de la casa. Á la mañana siguiente, Cloe y Dafnis decidieron volverse al campo, porque no podían sufrir la vida de la ciudad y deseaban hacer bodas pastorales. Regresaron, pues, á la quinta donde estaba Lamón, é hicieron que Megacles conociese á Dryas, y Rodé á Napé. Todo se preparó allí con esplendidez para la fiesta de la boda. Megacles consagró á su hija Cloe á las Ninfas, y suspendió como ofrenda en la gruta, á más de otros objetos ricos, las prendas de reconocimiento. Á Dryas, sobre los tres mil dracmas recibidos, le dió para completar diez mil. Viendo Dionisofanes que el tiempo era excelente, mandó aderezar lechos de verdes hojas en la gruta, donde se reclinaron los rústicos para gozar de espléndido banquete. Asistieron Lamón y Mirtale, Dryas y Napé, los parientes de Dorcón, Filetas y sus hijos, Cromis y Lycenia. Ni Lampis faltó, después de conseguir que le perdonasen. Y como la fiesta era de rústicos, todo allí fué al uso campesino y labriego. Cantaron unos el cantar de los segadores; otros hicieron las farsas y burlas que suelen hacerse cuando la vendimia; Filetas tocó la zampoña; Lampis tocó el clarinete; Dryas y Lamón bailaron. Dafnis y Cloe no dejaron de besarse. Las cabras mismas pacían allí cerca, como si tomasen parte en la función, lo cual no era muy grato á los de la ciudad. Dafnis las llamaba por sus nombres, les daba verde fronda, las agarraba por los cuernos y las besaba. Y esto no fué sólo en aquella ocasión, sino también en lo sucesivo, porque Dafnis y Cloe hicieron casi de continuo vida pastoril, adorando á los dioses y profesando especial devoción á Pan, á Amor y á las Ninfas. Aunque llegaron á ser poseedores de mucho ganado lanar y cabrío, nunca hubo manjar que les supiese mejor que leche y fruta. Al primer hijo varón que tuvieron le dieron por nodriza una cabra, y á la criatura segunda, que fué una niña, la hicieron mamar de una oveja. Al varón le pusieron por nombre Filopoemén, y á la niña Ageles. Así vivieron largos y felices años. Y no descuidaron tampoco el adorno de la gruta, sino que erigieron nuevas imágenes de Ninfas; levantaron un altar á Amor pastoril; y á Pan, en vez de la copa del pino á cuya sombra estaba, le edificaron un templo, bajo la advocación de Pan Batallador. Todo esto, sin embargo, ocurrió mucho más tarde. Por lo pronto, llegada la noche, cuantos estaban allí llevaron á los novios al tálamo. Unos tocaban flautas, otros tocaban clarines, y otros iban con antorchas. Cerca ya de la puerta de la cámara nupcial, la comitiva cantó de Himeneo, con voz tan áspera y desacorde, que no parecía que cantaban, sino que arañaban pedruscos con almocafres. Dafnis y Cloe, á pesar de la música, se acostaron juntos desnudos; allí se abrazaron y se besaron, sin pegar los ojos en toda la noche, como lechuzas. Y Dafnis hizo á Cloe lo que le había enseñado Lycenia; y Cloe conoció por primera vez que, todo lo hecho antes, entre las matas y en la gruta, no era más que simplicidad ó niñería. Madrid, 1880. FIN NOTAS I. El título de la obra, en griego, es Λόγγου ποιμενικῶν τῶν κατὰ Δάφνιν καὶ Χλόην βίβλοι (λόγοι) τέσσαρες, que puede traducirse: _Los cuatro libros de las pastorales de Longo, ó Dafnis y Cloe_. Á fin de seguir el gusto y el estilo modernos, hemos invertido y modificado los términos del título. Ponemos por título principal de esta novela _Dafnis y Cloe_, y añadimos luego _Las pastorales de Longo_, para indicar el género á que pertenece la obra y el nombre, verdadero ó supuesto, de quien la compuso. De esta novela no conocemos traducción ninguna en castellano. En otros idiomas, ó conocemos ó hemos visto citadas muchas traducciones. Las más famosas son: En latín, la de Gothofredo Jungermann, de 1605, y la de Pedro Moll, de 1860. En francés, la de Santiago Amyot, obispo de Auxerre, y la de Pablo Luis Courier, que corrige y completa la traducción del citado obispo. En italiano, la del comendador Aníbal Caro, la de Manzini y la de Gozzi. En inglés, la de Jorge Thornley, 1657, y la de Jacobo Craggs, 1764. Y en alemán, las de Grillo, Krabinger y Passow, en 1765, 1803 y 1811. Tenemos también una traducción sobrado libre de _Dafnis y Cloe_, hecha en hermosos exámetros latinos, por Lorenzo Gambara, y dedicada al célebre Antonio Perenott, cardenal Granvela, á la sazón virrey de Nápoles. Para hacer esta traducción española hemos seguido el texto griego completo, publicado por Courier y enmendado por Sinner: Paris, Fermín Didot, 1829. Hemos tenido á la vista y consultado la traducción en latín de la edición bipontina y la traducción francesa de Amyot, _revue, corrigée, completée, de nouveau refaite en grande partie par P. L. Courier_. En nuestra traducción de los tres primeros libros, hemos procurado ser tan fieles al original cuanto es posible en una lengua moderna de Europa. Nos lisonjeamos de que en punto á fidelidad hemos vencido á Courier, como podrán ver los inteligentes, si comparan con el original ambas traducciones. En el cuarto libro nos hemos atrevido á hacer bastantes alteraciones: algo parecido á lo que llaman un arreglo. Esto no quita que muchos párrafos (más de la mitad de dicho libro cuarto), estén también traducidos por nosotros con la mayor exactitud. Sólo hemos variado unos lances originados por cierta pasión repugnante para nuestras costumbres, sustituyéndolos con otros, fundados en más naturales sentimientos. Fué nuestro primer propósito hacer nuestra traducción en lo que han dado en llamar _fabla antigua_ esto es, en el castellano del siglo XIV ó del siglo XV. Para imitar bien el candor y la sencillez del texto, tal vez hubiera sido esto convenientísimo; pero, en nuestro sentir, requería un trabajo ímprobo si había de hacerse con conciencia y evitando el peligro de inventar una _fabla antigua_, que jamás se hubiese hablado. Para Courier, que ha hecho su traducción en francés arcáico, la empresa no era tan árdua; tenía por modelo á Amyot, que le guiaba mientras él le corregía. Por otra parte, yo entiendo que, sin procurar expresamente lo arcáico, siguiendo bien el texto, buscando las palabras propias y los giros más adecuados, y huyendo de las frases hechas y con frecuencia amaneradas del estilo novísimo, resulta un castellano bastante candoroso y que parece antiguo. El público juzgará si hemos conseguido esto en nuestra traducción. II. Dice el proemio: _y habiendo buscado á alguien que me explicase bien la pintura, compuse estos cuatro libros_. P. L. Courier traduce: _si cherchai quelq’un qui me les donna á entendre par le menu, et ayant le tout entendu, en composai ces quatre libres_. Yo empleo quince palabras, y P. L. Courier veintidos, para decir lo que dice en ocho el autor griego: καὶ ἀναζητησάμενος ἐξηγητὴν τῆς εἰκόνος, τέτταρας βίβλους ἐξεπονησάμην. Depende esto, no sólo de la riqueza de formas de la lengua griega, sobre todo en participios, que hace que se pueda decir más en menos palabras, sino también de nuestro empeño de no sobreentender nada, diciéndolo todo. Claro está que, cuando el autor buscó á alguien _qui me les donna á entendre par le menu_, no se contentó con buscarle, sino que también le oyó la explicación; pero esto se cae de su peso y no era menester decirlo. El original no lo dice. P. L. Courier pone, pues, de su cosecha, _et ayant le tout entendu_. En otras ocasiones añade también, ó ya porque lo cree necesario para mayor claridad, ó bien porque halla alguna frase que le parece bonita. Yo he procurado evitar tales amplificaciones y adornos, y si á veces he incurrido en ellos, no ha sido con tanta frecuencia como P. L. Courier. La observación que acabamos de hacer pudiera repetirse con frecuencia. No lo haremos, por no pecar de prolijos. Nos limitaremos á citar otro solo ejemplo, tomado también del proemio. Dice el original: τὸν ἐρασθέντα ἀναμνήσει, τὸν οὐκ ἐρασθέντα προπαιδεύσει. Son siete palabras. Traduce Courier: _peut remettre en memoire de ses amours celui qui autrefois aura été amoureux et instruire celui qui ne l’aura encore point été_. Son veinte y tres palabras. Traduzco yo: _recordará de amor al que ya amó, y enseñará el amor al que no ha amado nunca_. Son diez y siete palabras. III. _Á unos doscientos estadios de Mitilene_, yo traduzco deὅσον ἀπὸ σταδίων διακοσίων; en latín, _stadia circiter ducenta_. _Estadio_ es palabra perfectamente castellana en este sentido, y significa la distancia ó longitud de 125 pasos geométricos. P. L. Courier pone: _environs huit ou neuf lieues loin de cette ville de Mitylène_. En este caso confieso que no choca mucho que modernice la unidad de medida para las largas distancias, pero entiendo que está mejor, ya que la historia sucede en Grecia y en tiempos antiguos, conservar los usos y costumbres de entonces. Más claro se comprende esto, y se ven el anacronismo y el desentono que de semejante exceso de traducción resultan, cuando en el mismo cuento de Dafnis y Cloe se habla de _dracmas_, dinero, y traduce Courier _escudos_. Yo prefiero poner _dracmas_, y no traducir _escudos_, _ducados_, _reales_ ó _pesetas_, que entonces no había. Hay palabras que no se traducen, sino que pasan íntegras á todos los idiomas cuando se quiere volver á designar el objeto determinado y singular que designaban. Así, pues, por muy llano y natural que yo quisiese hacer mi estilo, jamás, por ejemplo, me atrevería á traducir _peplo_, _clámide_, _estola_ ó _coturno_, por prendas de vestir parecidas y en uso en nuestros días. IV. Los objetos suspendidos como ofrendas en la gruta de las Ninfas eran γαυλοὶ, καὶ αὐλοὶ πλάγιοι, καὶ σύριγγες, καὶ κάλαμοι. Courier traduce γαυλοὶ _seilles á traire le lait_; el latín, _mulctræ_. En castellano creo que bastaría _colodras_, que son vasijas de que se valen los pastores para ordeñar; pero, como el _Diccionario de la Academia_ supone que las tales colodras son de madera, y los γαυλοὶ ó _mulctræ_ tal vez serían de barro, he añadido tarros para que haya de todo. Αὐλοὶ πλάγιοι ha sido menester traducirlo también con gran libertad. En latín se llaman _tibiæ obliquæ_, trompetas oblícuas. Dicen que este instrumento fué inventado por Midas. Á lo que más se parece de los modernos es al bajón, al fagot y al pífano. Por esto pongo _pífanos_ en mi traducción. V. _Y les habían hecho aprender las letras_; en griego, καὶ γράμματα ἐπαίδευον. Courier, por seguir á Amyot, pone _leur faisant apprendre les lettres_; pero censura esta traducción en una larga nota, suponiendo que implica un contrasentido, ó, por lo menos, que induce en error. Nosotros creemos que no hay tal error, y que, en vista del sentido todo, no da tampoco lugar á anfibología. _Aprender las letras_ no es más que aprender las letras, y no aprender literatura. Dice Courier que Longo quiso decir que Dafnis y Cloe aprendieron á leer y á escribir. Yo creo que no quiso decir sino lo que dijo, que aprendieron las letras, que aprendieron á deletrear, y que tal vez ni escribían ni leían de corrido. VI. _Y se esmeraba hasta la noche en tocar la zampoña._ La voz griega σύριγξ significa un instrumento inventado por Pan y compuesto de varios cañutos desiguales, unidos entre sí. El P. Baltasar de Vitoria, gran autoridad en esta materia, dice en su _Teatro de los dioses_, que este instrumento se llama en castellano _zampoña_ ó _albogue_. Yo pongo zampoña unas veces, y otras veces flauta, porque el uso ha hecho que se hable más, aunque menos exactamente, de la flauta de Pan que de la zampoña de Pan. VII. _...logró subir el caído._ Desde este punto hasta donde dice: _¿qué me hizo el beso de Cloe?_, todo falta en la traducción de Amyot. En el original de la edición bipontina hay un pedazo más, hasta donde dice: _y yendo con Cloe á la gruta de las Ninfas, le dió á guardar la tuniquilla y el zurrón_. Había, de todos modos, una gran laguna, que después se ha llenado, en vista del manuscrito de Florencia, donde el texto está completo. VIII. _Quisiera ser su flauta para que infundiese en mí su aliento._ P. L. Courier traduce: _Ah!, que ne suis-je sa flûte pour toucher ses lèvres_. Dice el original: εἴθε αὐτοῦ σύριγξ ἐγενόμην, ἵν’ ἐμπνέη μοι. Claro está que no se habla de los labios, sino del aliento ó soplo. Supone Courier que esto está tomado de la antigua copla siguiente: Εἴθε λύρα καλὴ γενοίμην ἐλεφαντίνη, Καί με καλοὶ παῖδες φέροιεν Διονύσιον ἐς χορὸν. Εἴθ’ ἄπυρον καλὸν γενοίμην μέγα χρυσίον, Καί με καλὴ γυνὴ φοροίη καθαρὸν θεμένη νοόν. La copla es muy bonita, pero el decir de Cloe puede ser coincidencia, y no imitación. Es fácil coincidir en lo natural. Una oda de Anacreonte encierra el mismo pensamiento, diciendo en la traducción de Castillo y Ayensa, si no me es infiel la memoria: Quisiera ser la cinta Que pende de tu cuello; Quisiera ser la joya Adorno de tu pecho; Quisiera ser el agua Con que lavas tu cuerpo; Y fuera la sandalia Que ciñe tu pie bello; Que por tu planta hollado, Viviera yo contento. De seguro que los rústicos andaluces no leen á Anacreonte, y uno de ellos compuso, sin duda, aquella graciosa á par que apasionada copla de seguidillas, que dice: ¡Ay, quién fuera la cinta De tu zapato!... Y no ponemos los otros dos versos por demasiado expresivos; pero buenas ganas se nos pasan de poner los, porque vencen á los de Anacreonte, á los del otro poeta griego y á la prosa de Longo. IX. _La piel de un cervatillo, esmaltada de lunares blancos, para que la llevase en los hombros, cual suelen las bacantes._ En el original hay estas dos palabras: νεβρίδα βακχικήν, para cuya traducción ha sido menester emplear todas éstas: _la piel de un cervatillo para que la llevase en los hombros, cual suelen las bacantes_. X. _Soy blanco como la leche y rubio como la mies, cuando la siegan._ Añade Courier, entre estos elogios que Dorcón se tributa á sí mismo: _frais comme la feuillée au printemps_, lo cual no está en el texto. XI. _...y de sus ojos, que los tenía grandes y dulces como las becerras._ La comparación, en son de elogio, de los ojos de las muchachas con los ojos de los bueyes, vacas ó becerras, es muy frecuente en los autores griegos; hasta hay los epítetos de βοώπης y βοόγληνος, para designar á quien tiene ojos grandes y hermosos. XII. _...y tenía pálido el rostro como agostada hierba._ Son las palabras de Safo: χλωροτέρα πόας ἐμμί. XIII. _...y el hocico le tapaba la cabeza, como casco de guerrero_: καὶ τοῦ στόματος τὸ χάσμα σκέπειν τὴν κεφαλήν, ὥσπερ ἀνδρὸς ὁπλίτου κράνος. Algunos guerreros, y singularmente los abanderados, según se ve en la Columna Trajana, llevaban el casco, _galea_, cubierto con la piel de la cabeza de una fiera, que conservaba la forma de cabeza, de suerte que el rostro del soldado parecía asomar por entre los dientes de la fiera. XIV. _...llenaba una gran taza de vino y de leche._ De esta mezcla resultaba una bebida llamada οἰνόγαλα, que se toma aún, según dice Courier, en Levante y en Calabria. XV. _Se ponía á cantar de Pan y de Pitis._ Pan fué un dios tan enamorado como poco dichoso en sus amores. Siringa, Eco, la Luna y otras diosas y ninfas le desdeñaron. Pitis, por el contrario, le amó, y desdeñó por él á Bóreas, quien, enojado y celoso, la arrebató en sus alas, y la mató arrojándola contra las rocas. La Tierra, compadecida, la transformó en árbol: πίτυς, femenino en griego, _el pino_. XVI. _...y dice que busca los becerros huídos._ Esta fábula ó conseja, que, el autor califica de θρυλλούμενα, cosa sabidísima ó divulgada, no se halla en ningún mitólogo de los que yo conozco. Φάττα, la paloma torcaz, no es nombre de ninguna ninfa, como lo es el nombre de la otra paloma, περιστερά. Esta ninfa, Peristera, ayudó á Venus, que competía con Amor en coger flores. Venus triunfó así de Amor. Éste, enojado, convirtió en paloma á la ninfa. Venus la puso en su carro triunfal. XVII. _...hay muchos estrechos de mar que hasta hoy se llaman pasos de bueyes._ En griego βοοσπόροι, de donde Bósforo. XVIII. _No soy niño, aunque parezco niño, sino más viejo que Saturno. Yo soy anterior al tiempo todo._ Este discurso de Filetas es quizá lo más bello que hay en la obra de Longo, no tanto por lo que dice de Amor, dicho ya por muchos autores, sino por la graciosa sencillez de estilo con que la aparición de Amor en el huerto y todo lo demás está contado. Como en la religión de los griegos no hubo dogmas fijos, cada poeta contaba los hechos á su manera, resultando de aquí mucha variedad de fábulas sobre una misma persona divina, sobre todo cuando esta persona tenían más de alegórico que otras, como sucede con Amor. Empezando por su mismo origen, hay gran discrepancia. Así es que unos, los más, hicieron á Amor hijo de Venus y de Marte; otros, como Platón, le dieron por padres á Poro y á Penia, esto es, al dios de la abundancia y á la diosa de la pobreza; otros quieren que Amor naciese de Júpiter, y otros, que naciese antes que todo, no comprendiendo que nadie pudiera nacer sin Amor y antes de Amor, á no ser el Caos y la Tierra ó el Eter y la Noche. Claro está que, para éstos, Amor es el fuego, la luz, la actividad, el prurito, la voluntad primera que crea el ser, la vida y el universo todo. Después de muchos siglos, Schopenhauer ha venido á parar en la misma doctrina. Todo cuanto es, según este filósofo, se reduce á apariciones y formas en que _Der Wille_, la Voluntad ó el Amor, se revela y hace visible. Las criaturas son _objetivaciones de Amor_. Der Wille es, pues, el principio real del Universo y el principio ideal ó metafísico, y la solución del problema cosmológico. Doctrina parecida es la de Longo cuando hace decir á Amor que es anterior al tiempo todo. Esta idea del Amor, como fuerza demiúrgica, está expresada en la Teogonía de Hesiodo, diciendo: Ἤτοι μὲν πρώτιστα Χάος γένετ’, αὐτὰρ ἔπειτα Γαῖ’ εὐρύστερνος, πάντων ἕδος ἀσφαλὲς αἰεὶ Ἀθανάτων οἳ ἔχουσι κάρη νιφόεντος Ὀλύμπου, Τάρταρα τ’ ἠερόεντα μυχῷ χθονὸς εὐρυοδείης, Ἠδ’ Ἔρος, ὃς κάλλιστος, κ. τ. λ. Lo cual coincide con la cosmogonía de los fenicios, que se lee en un fragmento de Sancuniathon, y dice: «Fueron principio de este universo un aire tenebroso y sutil y el caos confuso y envuelto en obscuridad, á los cuales, en tiempo infinito y que no se puede determinar, encendió un soplo de Amor, mezclándolos, y de esta mezcla nació el deseo, fuente de la creación toda.» Aristófanes, en su comedia _Las Aves_, donde éstas cantan en coro el origen del mundo, expone doctrina semejante: «Eran primero el Caos, dice, y la Noche, y el negro Erebo, y el extenso Tártaro. No había tierra, ni aire, ni cielo. Pero en el seno infinito del Erebo, la Noche, dotada de alas negras, puso un huevo, del cual, agitado é incubado por las Horas, brotó el Amor, lleno de deseos.» De aquí nació todo. Antes de Amor no hubo ni dioses. Πρότερον δ’ οὐκ ἦν γένος ἀθανάτων, πρὶν Ἔρως ξυνέμιξεν ἅπαντα. Esta idea de poner á Amor antes que todo y como creador de todo inspira hasta á los poetas cristianos. Milton, en vez de Amor, pone sobre el Caos al Espíritu Santo, á manera de paloma, incubándole y fecundándole. _...with mighty wings outspread_ _Dove-like sat’st brooding on the vast abyss,_ _and mad’st it pregnant._ XIX. _Tanto puede (Amor) que Júpiter no puede más._ Todo este segundo discurso de Filetas, dice Courier que está tomado de Platón. Yo entiendo que de Platón y de muchos otros autores, esto es, que poco ó nada es nuevo ó era nuevo entonces, salvo el sentir propio del autor, y su expresión y estilo, lleno de candor y de gracia. Se citan unos versos de Menandro, en que pone el poder de Amor por cima del de Júpiter. Pero, ¿de qué poeta no podrá citarse sentencia parecida? Ya Homero, en su himno á Afrodita, dice que todas las divinidades están sujetas á su imperio, salvo tres, que son Minerva, Diana y Vesta. Estos encarecimientos del poder de Amor no cesan con los autores cristianos, confundiéndole tal vez para ello con una de las personas divinas. Así dice San Bernardo que _Amor triunfa de Dios_; y nuestro Padre Fonseca pone, entre mil otras alabanzas, que «Amor entróse por esos cielos, y cogiendo á Dios, no flaco, sino fuerte; no en el trono de la Cruz, sino en el de su majestad y gloria, luchó con él hasta bajarle del cielo y hasta quitarle la vida.» Las victorias de Amor son, pues, extraordinarias y no tienen cuento. Por eso, los espartanos, creyéndole más belicoso que á Marte, se encomendaban á él y le hacían sacrificios siempre que tenían que reñir alguna brava batalla. Fué creído, además, desde muy antiguo, inspirador de todas las acciones generosas y de virtud, y se tuvo por cierto, con prefiguración profética, aunque confusa, de los más altos misterios, que el Dios supremo le envía á la tierra para que salve á los hombres. Ya Esopo habla bellamente de esto en su fábula de Júpiter y Amor, dando cuenta de que «cuando Júpiter crió á los hombres, dióles todas las prendas que los adornan ahora; pero aún no moraba Amor en las almas de ellos, porque este dios, que tiene alas tan sublimes, no bajaba nunca del cielo, y sólo hería con sus flechas á los dioses. Temeroso Júpiter, no obstante, de que se perdiera la más hermosa de sus criaturas, envió á Amor á la tierra para que fuese custodio del género humano. Amor obedeció el mandato de Júpiter, pero no consideró que le estuviese bien morar en todas las almas y elegir por templo suyo lo mismo las profanas que las iniciadas y buenas, por lo cual distribuyó el rebaño de las almas comunes entre los Amores plebeyos, hijos de las Ninfas, y él se fué á vivir dentro de las almas celestes y divinas, y embriagándolas con delirio amoroso, produjo infinitos bienes para todos los hombres.» XX. _El mismo dios Pan... como más avezado que nosotras á los negocios de la guerra, por haber ya militado en muchas..._ Aún se conserva en nuestros idiomas modernos el epíteto de _pánico_, dado al terror cuando es muy grande. Pan auxilió mucho á Júpiter en las guerras que tuvo, encadenando á Tifeo ó envolviéndole en una red; si bien otros dicen que le asustó, dando un grito espantoso. En otras guerras ocurridas en este bajo mundo, auxilió á sus devotos, como, por ejemplo, á los griegos contra los galos, mandados por Breno. XXI. _...se puso á contar la fábula de Siringa..._ Esta transformación de Siringa en flauta, y los amores de Pan, que la originaron, sucedieron en Arcadia, á orillas del río Ladón, según refiere Ovidio en sus _Transformaciones_, donde dice que la Ninfa iba huyendo de Pan: _Donec arenosi placidum Ladonis ad amnem_ _Venerat; hic illam, cursum impedientibus undis_ _Ut se mutarent, liquidas orasse sorores:_ _Panaque cum prensam sibi jam Siringa putaret,_ _Corpore pro Nymphæ calamos tenuisse palustres;_ _Dumque ibi suspirat, motos in arundine ventos_ _Effecisse sonum tenuem, similemque quærenti,_ _Arte nova: vocisque deum dulcedine captum,_ _Hoc mihi colloquium tecum dixisse manebit,_ _Atque ita disparibus calamis compagine ceræ_ _Inter se junctis nomen mansisse puellæ._ XXII. _Llegó el invierno, para Dafnis y Cloe más que la guerra crudo._ Sin duda convenía al autor, para su sencillo argumento, que el invierno fuese muy rigoroso, ó tal vez quiso lucir su retórica pintándole, pues es evidente que, ni en nuestro siglo, ni en la época de la acción de la novela, hubo de hacer jamás tanto frío ni de caer tanta nieve en la isla de Lesbos. XXIII. _¡Salud!_, _¡oh, hijo mío!_ Χαῖρε, ὦ παῖ, dice el original. He preferido decir, _¡salud!, ¡oh, hijo mío!_, al modo más natural de saludar ahora, diciendo _Dios te guarde_, porque este modo parece anacrónico é impropio de gentiles. XXIV. _...comieron coronados de hiedra._ Parece que un gentil muchacho, llamado Cisso, gran bailarín y valido de Baco, bailando un día delante del dios, para divertir sus ocios, se cayó en un hoyo y se convirtió en hiedra, planta que fué consagrada á dicho dios, el cual gustaba de coronarse con ella. También para los poetas se tejían de ella coronas: _Pastores hedera crescentem ornate poetam._ dice Virgilio. La hiedra, sobre todo, era para coronar á los poetas dramáticos, por ser el teatro propio de Baco. Por eso Menandro pide á los dioses ser siempre coronado de hiedra ática: Τὸν Ἀττικὸν αἰεὶ στέφεσθαι κισσόν. En las bacanales se coronaban asimismo de hiedra los que las celebraban. Así es que el gobernador que puso Antíoco en Jerusalén, queriendo hacer gentiles á los judíos, les mandaba que fuesen por las calles coronados de hiedra cuando se celebraba la fiesta de aquel dios, como se cuenta en el libro II, capítulo VI, de los Macabeos: _et cum Liberi sacra celebrarentur, cogebantur heredà coronati Libero circuire_. XXV...._hallaron narcisos, violetas, corregüelas_ y _otras vernales primicias_. El texto griego dice ἀναγαλλίς, que hemos traducido por _corregüela_. Las anagalídeas son un género de la familia de las primuláceas, en el que se contienen muchas especies como los _murajes_. Courier traduce _muguet_, que viene á ser en español _lirio de los valles_; pero tal vez puso _muguet_ sólo porque el vocablo es bonito y también el objeto que expresa. Quiera significar lo que quiera la tal flor Anagalis, al tratar de traducirla al castellano, un amigo mío me ha recordado á una Ninfa Anagalis, de quien nada leí jamás en ningún libro, ni en Polidorio Virgilio; pero que, según afirma Juan de la Cueva, en su extraño poema de _Los inventores de las cosas_, fué la que inventó el juego de pelota. El erudito poeta dice: Del juego tan común de la pelota Anagalis, muchacha, fué inventora: Que se llame Astragalis quieren otros. XXVI. _...expresando poco á poco el nombre de Itis._ Este Itis fué hijo de Tereo, rey de Tracia. Progne, mujer de Tereo, mató á su hijo Itis, y se le dió á comer á su propio padre. Filomena, hermana de Progne y tía de Itis, fué convertida en ruiseñor; Progne, en golondrina; en gavilán, Tereo, y en faisán, Itis. XXVII. _Por el reposo casero y holganza del invierno estaba rijoso y lucio, y con el beso se emberrenchinaba y con el brazo se alborotaba._ Para descargo de mi conciencia de haber traducido con sobrada energía y desenvoltura, diré que Dafnis, con el reposo y holganza, ἐνηβήσας, de ἐνηβάω, _pubesco_, _juveniliter lascivio_: con el beso ὤργα, de ὀργάω, _succo turgeo_, _venerea cupiditate flagro_; y con el abrazo ἐσκιτάλιζε, de σκιταλίζω, _salax sum_. Lo mismo digo de otros pasajes, donde siempre he atenuado el brío y suavizado la crudeza del texto. XXVIII. _Cromis, sujeto ya de edad madura, quien había traído de la ciudad á una mujercita_, etc. Debe entenderse que esta mujercita no era la mujer propia, la esposa de Cromis, sino una cortesana mantenida por él. Su mismo nombre Lycenia, de Αὔκαινα, _loba_, parece ya indicarlo, y hasta la circunstancia de venir siempre dicho nombre en diminutivo en el texto griego. En el teatro de aquel pueblo apenas había comedia en que no hiciesen papel las cortesanas ó _heteras_, á veces vilipendiadas cruelmente por los poetas, á veces también ensalzadas de discretas, amables, generosas y hasta virtuosas. Y esto no ha de extrañarse, porque las cortesanas de entonces representaban la inteligencia y la cultura de la parte femenina, y alcanzaban gran poder y valimiento. Algunas se casaban con los mismos reyes. Targalia de Mileto se casó con un rey de Tesalia, y Tais con un Ptolomeo. Duró esto hasta muy tarde, hasta época ya en que estaba muy difundido el Cristianismo. La mujer de Justiniano, la célebre emperatriz Teodora, había sido una cortesana de las más disolutas. Fué, además, tan desaforada comedianta, que las cosas que hacía en público teatro no hay quien se atreva á explicarlas en ningún idioma moderno, sino que se toman de Procopio y se ponen como nota, en griego, en las historias que de ello tratan. El mismo Gibbon lo deja sin traducir. Imitémosle. No ha de extrañarse, pues, que en la edad clásica y gentílica las cortesanas tuviesen grande influjo, y fuesen amigas respetadas de los hombres más eminentes: así Aspasia, de Pericles; Arqueanasa, de Platón; Herpilis, de Aristóteles, y Glicera, de Menandro. Alcifrón puso en cartas muchos rasgos brillantes de las cortesanas, y Machón escribió un poema de los dichos discretos y agudos de estas mujeres. Una de las más ilustres, por su talento, discreción y afecto á sus compatriotas, fué Rodopis, alma de la colonia griega de Egipto en tiempo del rey Amasis. El célebre egiptólogo y novelista Jorge Ebers, en su novela _La hija de Faraón_, hace de esta Rodopis la principal heroína, después de la misma hija del rey de Egipto que casó con Cambises, y de la princesa Atosa, hija de Ciro, mujer de Darío y madre de Jerjes. Claro está que Lycenia no era una hetera de primer orden, sino modesta y de pocas campanillas, como un pobre labrador de Lesbos podía costearla. XXIX. _...habiéndose cerciorado ella de que todo estaba alerta y en su punto..._ Creo haber traducido del modo más púdico posible el texto, μαθοῦσα ἐνεργεῖν δυνάμενον καὶ σφριγῶντα, que interpreta así la versión latina: _ipsa jam edocta eum ad patrandum non solum fortem esse, verum etiam libidine turgere_... XXX. _...Luego sacó del zurrón pan de higos..._ Para que no se entienda que este _pan de higos_ está inventado por mí por la afición que yo tengo á las cosas andaluzas, diré que παλάθη no significa más que pan de higos; _massa caricana_, dice la versión latina, esto es, masa hecha con el higo de Caria, que se llamaba _carica_. P. L. Courier traduce, no sé por qué, _raisin sec_. De seguro que no había comido él, como yo, el delicioso pan de higos que se hace en Málaga. XXXI. Los mitólogos varían mucho al referir esta historia de Eco. Fíngenla los más hija del Aire y de la Tierra. Juno dicen que la castigó obligándola á repetir las últimas sílabas de las palabras que oyese. Otros, que desdeñada de Narciso, á quien amaba, se convirtió en peñasco. Ovidio, en las _Transformaciones_, cuenta que su mal pagado amor la secó de suerte y la consumió hasta tal punto, que se quedó en los huesos y en la voz: _Vox manet: ossa fuerunt lapide traxisse figuram_ _Inde latet sylvis nulloque in monte videtur,_ _Omnibus auditur: sonus est qui vivit in illa._ La fábula de Longo es, pues, diversa, y su principal gracia consiste en un equívoco intraducible; porque μέλος, en griego, significa _miembro_, y también _verso_, _medida_, de donde la palabra _melodía_. Así es que los pastores esparcieron por toda la tierra τὰ μέλη, las canciones, las melodías de la Ninfa, lo cual está traducido en latín _cantabunda membra_, y por Courier, á quien en esto seguimos, _sus miembros_, _llenos de harmonía_. XXXII. _Esta manzana ¡oh, vírgen! es creación de las Horas divinas._ El texto dice Ὦ παρθένε, τοῦτο τὸ μῆλον ἔφυσαν Ὧραι καλαί: el latín, _Mea virgo, hoc pomum quod vides, anni ætates pulchræ pepererunt_. _Cette pomme Chloe, ma mie, les beaux jours, d’été l’ont fait naître_, traduce Courier. Yo he preferido dejar á las Horas, á las diosas, hijas de Júpiter y de Temis, que dirigen y gobiernan las estaciones y cuidan del carro del Sol, como creadoras de la manzana. No lo disputo, aunque creo que esto es más poético que decir llanamente que con el verano se crió la manzana; pero entiendo que soy más fiel traductor. Tal vez se dirá que no es gran encarecimiento de alabanza el decir que una manzana es creación de las Horas. Lo mismo crean las Horas las manzanas gruesas y hermosas que las feas y ruines. Esto es verdad, considerado pedestremente; pero cuando esto de que la manzana es creación de las Horas se dice con entusiasmo, vale tanto como decir que las Horas pusieron en crearla singular esmero. Semejante censura he oído hacer, por ejemplo, de aquellos versos de Zorrilla en elogio de Granada. Salve ¡oh, ciudad! en donde el alba nace, Y donde el sol poniente se reclina; Donde la niebla en perlas se deshace, Y las perlas en plata cristalina. En todas las ciudades nace el alba, se pone el sol, se deshace la niebla y corre el agua: no cabe duda; pero Zorrilla da á entender que en Granada ocurre todo ello de una manera eminente, ejemplar y soberana, como si la aurora no quisiera nacer sino para alumbrar á Granada, y el sol no quisiera reclinarse más que en el seno ó á la espalda de sus montes. XXXII. _Semele, pariendo; Ariadna, dormida_, etc. Aquí pone el autor en breves palabras los principales casos de la vida de Baco. _Semele pariendo_, no es la común opinión, pues refieren los más, de cuantos han tratado este asunto, que Semele, hija de Cadmo, que tenía amores con Júpiter, deseó ver al Dios en toda su gloria, y al verle, ardió en el resplandor que de sí lanzaba. Ya muerta, sacó Júpiter á la criatura que tenía ella en su seno, y acabó de criarla, hasta que se cumplieron los nueve meses, guardándosela en un muslo. Cuentan otros, no obstante, que Semele dió á luz á Baco naturalmente y á su tiempo, y á éstos sigue Longo. Repetimos, con todo, que la general opinión es la del doble nacimiento de Baco. Luciano le ha celebrado en un diálogo burlesco, y el dios ha llevado nombres que recuerdan este nacimiento doble. Así se ha llamado _bimatre dithyrambo_, de παρὰ τὸ δύο θύρας βῆναι, salir por dos puertas, y Eirafiote, cosido en el muslo. Por lo demás, Baco y su historia tienen grandes variaciones, por ser este dios uno de los más simbólicos y misteriosos que en Grecia se adoraron, y por representar á la vez no pocas cosas. Por una parte, proviene este dios del naturalismo: es la fuerza vegetativa de las plantas. De aquí que tantas le estén consagradas, como la hiedra, la higuera y la vid, y que le llamen γενεσιουργὸς τῶν καρπῶν, engendrador de los frutos, y que sea también padre de Príapo. Representa, además, á un héroe conquistador y civilizador del mundo, y su leyenda, bajo este aspecto, toma mucho de la de Osiris egipcio, y de la de Melkarh ó Hércules tirio. Como Hércules, Baco erigió sus columnas en el extremo de las tierras y mares hasta donde llevó su expedición triunfadora. Representa, por último, Baco la fuerza y virtud del licor fermentado, que inspira á los hombres una especie de delirio, que se tenía á veces por sagrado. En este sentido, Baco trae su origen de Soma, dios de los Vedas, dios-bebida, dios-libación, dios que se consume en la llama del sacrificio; hijo de Indra, como Baco es hijo de Júpiter. En este sentido, Baco recibió muchos títulos ó sobrenombres entre los griegos y latinos. Llamóse _Musagetes_, conductor de las Musas; _Pirigenio_, nacido del fuego; _Melpómeno_, celebrado en himnos; _Leneo_, de ληνός, lagar; _Líber_, por la libertad que el vino engendra, y _Taurokeros_ ó _Tauromorfos_, porque tomaba cuernos y forma de toro, á causa del furor, osadía y violencia que adquiere quien se embriaga. De aquí que Horacio dijese á Baco: _Tu spem reducis mentibus anxiis_ _Viresque et addis cornua pauperi._ Dice Longo, _encadenado Licurgo_. Era éste un rey de Tracia que se opuso al culto de Baco, por lo cual sufrió un gran castigo del dios. _Despedazado Penteo._ Esta aventura es de las más famosas de la historia de Baco, por haber dado asunto á un drama de Esquilo, ya perdido, que llevaba por título _Penteo_, y á la tragedia de Eurípides, que se conserva y se titula _Las Bacantes_. Parece que el culto de Baco, con sus frenéticas orgías, vino á Grecia desde Tracia y Macedonia, y halló en Grecia al principio grande oposición. Penteo en Tebas se opuso á este culto, y fué despedazado por las bacantes furiosas, entre las cuales se hallaba Agave, su madre. _Ariadna dormida._ Prescindimos, por no ser prolijos, del valor y significado alegórico é histórico que puedan tener los amores de Ariadna, hija de Minos, con Baco. La general opinión, esto es, la fábula más conocida, junta en una las dos historias de los amores de Ariadna con Baco y con Teseo. Abandonada por este príncipe en la isla de Naxos, después que le ayudó á vencer al Minotauro y á salir del laberinto, Baco se le aparece enamorado, y se la lleva en triunfo. Los hermosísimos versos de Catulo, en el epitalamio de Tetis y Peleo, describen admirablemente, así el furor de Ariadna abandonada, como su triunfo inmediato, y la pompa báquica en toda su extraña locura: _At pater ex alia florens volitabat Iachus, Cum thiaso Satyrorum et Nysigenis Silenis, Te quærens, Ariadna, tuoque incensus amore; Qui tum alacres passim lymphata mente furebant Evoe, bachantes, evoe, capita inflectentes. Horum pars tecta quatiebant cuspide thyrsos, Pars e divolso raptabant membra fuvenco: Pars sesse tortis serpentibus incingebant; Pars obscura cavis celebrabant orgia cistis Orgia quæ frustra cupiunt audire profani; Plangebant alia proceris tympana palmis. Aut tereti tenues tinnitus ære ciebant; Multi raucisonos efflabant cornua bombos, Barbaraque horribili stridebat tibia cantu._ Como se ve, el asunto del triunfo de Ariadna, de las bacanales y de la historia del hijo de Semele, rodeado siempre de bacantes, sátiros y silenos, se prestaba mucho á la pintura, y desde los tiempos más antiguos se han empleado en este asunto los pintores. Pedimos perdón á los eruditos de habernos extendido demasiado en esta nota, pero ya se harán cargo de que escribimos también para el vulgo, el cual tal vez ignora lo que ellos tienen olvidado de puro sabido. Para no prolongar más la nota omitimos mucho que, con ocasión de Baco, se pudiera decir sobre el origen de la tragedia, que nació en sus fiestas, y sobre otras cosas, curiosas para quien no las sabe, y tal vez cansadas para los doctos, que las saben más fundamentalmente que yo. XXXIV. _Á este mensajero, que se llamaba Eudromo, porque su oficio era correr._ Es evidente que en lo antiguo los nombres y los apellidos debieron de ser apodos, que denotasen oficio, condición, virtud, defecto ó calidad de la persona á quien se daban. Y esto en todos los países é idiomas. Lo que ocurría primero en la realidad de la vida se conservó después en Grecia y Roma, en las ficciones poéticas, sobre todo en comedias y cuentos, donde aparecen personajes imaginarios, y no históricos. El nombre de cada uno de estos personajes designa ya su carácter, empleo ó menester. Así, por ejemplo, en las comedias de Terencio se pone al principio lo que llaman _ratio nominum_, ó sea una explicación de por qué los personajes se llaman como se llaman. Allí vemos que una nodriza se llama Canthara, del cantarillo ó vaso de la leche; un soldado fanfarrón, Thraso, de θράσος, audacia; un joven alegre, Fedro, de φαιδρός, alegre; una meretriz desenvuelta, Bacchis; un criado, Parmeno, porque está ó permanece cerca de su amo, etc. Eudromo, pues, el buen corredor, se llamaba así porque corría. XXXV. _...Sin duda mandará ahorcar de un pino á este viejo sin ventura, como ahorcaron á Marsyas._ Marsyas no fué sólo ahorcado, sino también desollado, como dice Ovidio en los Fastos. _Provocat et Phœbum, Phœbo superante, pependit;_ _Cæssa recesserunt a cute membra sua._ Se cuenta de este Marsyas que fué un sátiro de grandísimo ingenio, que inventó muchas cosas, pero que se puso tan soberbio, que quiso competir con el propio Apolo en la música, de lo cual salió tan mal parado como queda dicho. Las Ninfas, de quien Marsyas era muy estimado, le lloraron y le convirtieron en río, cuyas aguas riegan la Frigia. Esto sucedió cerca de la ciudad de Celenas, por donde corre el río Marsyas. Así es que Xenofonte, cuando pasó por allí con los diez mil, acompañando al joven Ciro, dice que «se contaba que allí desolló Apolo á Marsyas cuando le venció en la contienda que con él tuvo sobre la música, y que colgó el cuero de él en una cueva de donde nacen las fuentes.» Xenofonte no dice con todo que Marsyas se convirtió en río, sino que por eso, por dicho lance, se llamó el río Marsyas. XXXVI. _...en compañía de su parásito, Gnatón._ Gnatón viene de γνάθος, boca, quijada. Tal vez salga de este vocablo griego la palabra española _gaznate_. De todos modos, γνάθων es sinónimo de parásito, y muchos personajes de comedias, que representan dicho carácter, llevan por nombre Gnatón. Hasta hay cortesanas ó etéreas que, sin duda, por muy golosas y comilonas, se llaman Gnatenas. El parásito del _Eunuco_ de Terencio se llama Gnatón. Alcifrón, en sus famosas cartas, describe muchos parásitos, y en el teatro griego apenas había comedia en que no figurase uno, respondiendo á nuestros lacayos graciosos de las comedias de capa y espada, si bien los parásitos eran más despreciables y ruines. XXXVII. _Ni Apolo, cuando estuvo de pastor al servicio de Laomedonte..._ Aquí el autor se distrajo tal vez, y supuso que Apolo guardó los bueyes de Laomedonte, por más que la general creencia era la de que guardó el ganado de Admeto, rey de Tesalia, cuando andaba oculto por las riberas del río Anfriso huyendo de las iras de Júpiter por haber muerto á los cíclopes. Hizo Apolo estas muertes porque los cíclopes forjaron á Júpiter el rayo con que el rey de los dioses mató á Esculapio, que era hijo de Apolo. Apolo estuvo también con Neptuno al servicio de Laomedonte, mas fué para levantar los muros de Troya. XXXVIII. _...y estimaba á tu cocinero más digno de admiración y de afecto que á todas las muchachas de Mitilene._ Esto tiene tal vez en el original cierto sentido que, en virtud del _arreglo_ hecho por mí en el libro IV, debe desaparecer en la traducción. El sentido que se da á la frase en la traducción está perfectamente conforme con el carácter del parásito glotón y aficionado á los buenos bocados. Para la gente de esta clase, según los poetas cómicos y satíricos de la edad clásica, los cocineros, siendo buenos, eran como dioses, y la cocina era un templo. Las causas de su amistad y de su amor estaban en la cocina. Á este propósito escribió un poeta del Renacimiento el siguiente epigrama: _Vita Cœnipetas, vagos Gnathones,_ _Nec blandos licet æstimes amicos:_ _Illis, dum calet olla, amor calebit;_ _Frigebunt cito, si culina friget._ _Non te, sed tempidum colunt cæminum:_ _Illis fumus ubi est, ibi est amicus._ Lo cual imitó de esta suerte Francisco de la Torre: Á los que representan vida buena En el teatro de una y otra cena Lisonjeros buscones, y testigos De la mesa, no estimes por amigos; Porque en éstos (Dios de ellos nos preserve) Mientras hierve la olla el amor hierve. Y tienen con hastío, Si helada la cocina, el pecho frío. Lo que aman no eres tú, aunque amigo seas, Sólo aman las calientes chimeneas, Y para éstos, en fin, con ardor sumo, Allí el amigo está donde está el humo. En las cartas de Alcifrón están pintadas las costumbres de los parásitos y sus percances y disgustos: uno va á buscar cortesanas para el señor que le convida; otro es apaleado casi de diario; otro está á punto de morir de indigestión; otro se desespera porque no halla quien le convide; otro se introduce en la cocina y roba de los mejores platos para regalarse. Había también parásitos muy divertidos, decidores y discretos, cuyos chistes hacían reir y entretenían á los señores con quienes comían. En tiempo de Menandro había dos parásitos famosísimos por sus chuscadas y por su elocuencia, y se llamaban Euclides y Filoxeno. El respeto, la admiración y el amor que los parásitos profesaban á los buenos cocineros, están consignados en muchos fragmentos que de la comedia griega se conservan aún. Sobre todo esto pueden verse pormenores curiosos en el ameno y erudito libro de Guillermo Guizot, titulado _Menandro ó la comedia y la sociedad griegas_. Baste decir aquí que el arte de la cocina y la gastronomía eran considerados punto menos que santos. Había tratados de gastronomía que se estimaban mucho, y se cita el de Archestrato como uno de los más famosos. XXXIX. _Vaquero fué Anquises_, etc. Esta parte del discurso de Gnatón está de otro modo en el original. El parásito, en el original, quiere justificarse de otras cosas con el ejemplo de los dioses. XL. _...se desembarazó de la capa_ ῥίψας θοιμάτιον, dice el original; _abiecto pallio_, la traducción latina. La mejor traducción de esto en castellano es _capa_, si bien el _pallium_ era más bien una manta ó una pieza cuadrada de tela de lana que los griegos se ponían sobre la túnica, como los romanos se ponían la toga. El ἱμάτιον, sujeto por lo común al cuello por un broche, _fibula_, πόρπη, tomaba diversos nombres, según el modo de llevarle puesto. XLI. _No me aborrezcas por haberte expuesto. Muy á despecho mío lo hice._ Las razones meramente económicas que tuvieron los padres de Dafnis y de Cloe para exponerlos á muerte segura y horrible, pues sólo se salvan por milagro de Amor y las Ninfas, y la frescura y poca vergüenza con que confiesan su infanticidio, pues lo era, aunque frustrado, no pueden menos de sublevar los más humanos y nobles sentimientos de nuestra edad; mas, por desgracia, esta dureza antinatural de padres y madres no fué sólo entre paganos, ni está sólo consignada en historias fabulosas ó verdaderas de entonces. Las historias de épocas muy cristianas están llenas de casos parecidos y aun peores; verdad es que no era la economía, sino un infame pundonor, quien á tales horrores excitaba. Así vemos, por ejemplo, que Amadis fué arrojado al río por orden ó consentimiento de su madre Elisena, y en _El Prevenido engañado_, de Doña María de Zayas, una dama va á parir á un corral y deja allí abandonada á la criatura para que se la coman los cerdos. En el día, estos motivos de falsa honra no han cesado; pero los de economía vuelven á tener ó tienen mayor fuerza que nunca, si bien el infanticidio se suele hacer con anticipación tal, que apenas lo parece. Se asegura que hay países muy cultos donde estipulan los que se casan cuántos hijos han de tener. Ignoramos si tan perversa costumbre se va ya introduciendo en España. Contra ella es freno la religión. No me atrevo á decir que lo es también toda moral filosófica, cuando vemos que uno de los filósofos ó pensadores que más en moda han estado, y más han movido los espíritus de los hombres de un siglo á esta parte, J. J. Rousseau, echaba á sus hijos á la inclusa y lo confesaba cínicamente. XLII. _...Al varón le pusieron por nombre Filopoemen y á la niña Ageles._ Filopoemen vale tanto como _amigo de los pastores_ ó _de la vida pastoril_, de φίλος, _amigo_, y ποιμήν, pastor. Ageles significa _rebaño_, _manada_, ἀγέλη. XLIII. _Las pastorales de Longo_ han sido anotadas y comentadas por muchos y muy sabios críticos, como Sinner, Courier, Villoison, Mitscherlich, Coray, Huet, Moll y Schaefer. De muy poco de estas notas nos hemos valido, por ser más propias de los que publican el texto original. Las nuestras son casi todas para la mejor inteligencia de la traducción, y van sólo dirigidas en su mayor parte, como ya hemos dicho en otro lugar, al vulgo de los lectores no eruditos. Y ya que hemos hablado de los anotadores y comentadores de Longo, bueno será decir algo de los críticos que le han juzgado, poniendo aquí, para terminar estas notas, varias muestras de sus juicios. Huet (_De l’origine des romans_) dice: «Su estilo es sencillo, fácil y conciso, sin obscuridad; sus expresiones están llenas de viveza y de fuego; produce con ingenio, pinta con agrado y dispone sus imágenes con destreza.» Mureto le llama «escritor suavísimo y dulcísimo.» Scalígero, «autor amenísimo, y tanto mejor cuanto más sencillo.» Villoison dice: «El habla de Longo es pura, cándida, suave, concisa y encerrada en breves períodos, y sin embargo, numerosa, sin ninguna aspereza, pues fluye más dulce que miel, ó como arroyo argentino, á quien frondosa y verde selva da sombra y frescura, y donde se ven mucha copia y variedad de flores; de suerte que no hay allí palabra, ni sentencia, ni frase que no deleite.» Dunlop (en su _History of fiction_) discurre por extenso sobre nuestra novela. Extractaremos algo de su juicio. «Longo, dice, ha evitado muchas de las faltas en que sus modernos imitadores han caído, causando á este género de composición (el pastoril) no corto descrédito. Sus personajes nunca expresan conceptos de afectada galantería, ni se enredan en razonamientos abstractos, ni él ha sobrecargado su novela con aquellos frecuentes y largos episodios que en la _Diana_ de Jorge de Montemayor y en la _Astrea_ de D’Urfé fatigan la atención y nos causan indiferencia respecto á la acción principal. Ni nos pinta tampoco aquel estado quimérico de la sociedad, llamado siglo de oro, donde los rasgos característicos de la vida rural están borrados, sino que procura agradarnos por una imitación legítima de la naturaleza y con la descripción de las costumbres, faenas, deleites y fiestas de los campesinos... Esta _pastoral_ está en general muy bellamente escrita. El estilo, aunque ha sido censurado por la reiteración de las mismas formas, y por mostrar en algunos pasajes al sofista que emplea juego de palabras y afectadas antítesis, debe considerarse como el dechado más puro de la lengua griega en aquel último período. Las descripciones de las escenas y ocupaciones campestres son por extremo agradables, y, si es lícito usar la expresión, hay en ellas cierta amenidad y calma, que sobre toda la novela se difunden. Ésta, á la verdad, es la principal excelencia en una obra de esta clase, pues no nos encanta el pastoreo, sino la paz y el reposo de los campos.» No es todo elogio lo que pone Dunlop. Censura la monotonía de los amores y coloquios, y condena, sobre todo, la inmoralidad y licencia de varios pasajes. Sobre el influjo que ha tenido ó puede haber tenido esta novela en obras de la moderna Europa, Dunlop deja en duda si Tasso se inspiró algo en ella para el _Aminta_; pues si bien no se publicó edición alguna de Longo en griego, hasta 1598, cuando ya Tasso había muerto, Tasso pudo leer la traducción francesa de Amyot de 1559 y la paráfrasis latina en verso de su compatriota Gambara, publicada en 1569. Dice, por último, Dunlop, que ni Montemayor en la _Diana_, ni D’Urfé en la _Astrea_ imitaron á Longo. Sí le han imitado Ramsay en el _Gentle Shepherd_, Marmontel en _Annette et Lubin_, y más felizmente que todos, el alemán Gessner en sus idilios. Villemain dice: «No se puede negar que _Dafnis y Cloe_ ha servido de modelo á _Pablo y Virginia_. Á pesar de los cambios de costumbres, creencias y clima, la imitación es sensible en el lenguaje de los dos amantes; las mismas candideces apasionadas salen de la boca de Dafnis y de la de Pablo; pero la superioridad del autor francés, ó más bien de los sentimientos que le inspiran, se muestra por doquiera, y hace de su obra una de las más encantadoras producciones de los tiempos modernos. Esta superioridad no consiste sólo en una dicción más sencilla, en un gusto más conforme con lo natural y verdadero, sino que estriba, sobre todo, en la pureza moral y en la especie de pudor cristiano que reinan en _Pablo y Virginia_. El cuadro de Longo es voluptuoso; el del autor francés es casto y apasionado.» Chauvin (en _Les romanciers grecs et Latins_) dice: «_Dafnis y Cloe_ es una pastoral encantadora, y ocupa, con la obra de Heliodoro, el primer lugar entre las novelas griegas. La intriga es seguida, interesante y de una sencillez del todo campesina... Es un cuadro lleno de gracia y de frescura, variado por cuentos mitológicos dichosamente elegidos y bien ligados con el asunto. El carácter, el lenguaje y las costumbres de los pastores son siempre lo que deben ser, y el autor ha sabido evitar los dos escollos ordinarios de las novelas pastorales: la grosería y la cortesanía afectada. El estilo no es menos notable que el fondo; es casi siempre de una elegancia que raya en coquetería y revela el trabajo del autor. Su frase tiene cierta concisión ingeniosa, dispuesta con la más hábil simetría y construída con tal delicadeza de gusto, que hasta de la eufonía se preocupa. El autor no aventura sin intención ni una palabra, y descuella en el empleo de las más propias para que el pensamiento sea claro y fácil de comprender. Como se afana por parecer natural y emplea tanto arte para ser cándido y sencillo, exagera estas cualidades y descubre el trabajo que le cuesta tenerlas. Es lástima que el mérito de esta linda novela esté afeado por la mancha que es común á todas las novelas griegas: la obscenidad de ciertos pormenores y de las pinturas voluptuosas, que el amor del arte no puede justificar.» Más severo Chassang con _Dafnis y Cloe_, conviene, no obstante, en que esta novela es la mejor de todas las antiguas, aunque después añade: «Su mérito no es la moralidad. Comparémosla con la imitación que ha hecho de ella Bernardino de Saint-Pierre en _Pablo y Virginia_, y veremos lo que una imaginación casta y pura ha hecho de un cuadro en el que lo voluptuoso rayaba en indecente. La fábula de _Dafnis y Cloe_ es de gran sencillez, y ésta es calidad que se aprecia, sobre todo al considerar los mil incidentes groseramente dramáticos que se amontonan en otras novelas griegas. Aquí el espíritu se reposa en más tranquilas imágenes. ¿Por qué ha de haber aquí también raptos y piraterías? ¿Por qué la naturaleza toda se ha de desencadenar á causa del rapto de Cloe, y por qué ha de mezclarse con la narración de las aventuras de los amantes la de una guerra entre dos ciudades? En cuanto al estilo, de todo tiene menos de sencillo. Tiempo ha que el candor de la traducción de Amyot ha dejado de alucinarnos sobre la afectación del original.» En este punto el excesivo amor propio nacional creemos que engaña á Chassang, encontrando sencillez y candor en francés, y no encontrándolos en griego. Por último, añade: «El autor (Longo) era un ingenio elegante, distinguido y dotado de un vivo sentimiento de la naturaleza; pero su obra tiene los caracteres de una época de decadencia.» Humboldt, en el _Cosmos_, al hablar del sentimiento de la naturaleza, y de su expresión entre las diversas razas humanas, vista la rapidez con que tiene que tratar este asunto, es grande la distinción que hace de la obra de Longo, de la que dice (edición de Stuttgart, 1847, II Band., p. 14): «En el posterior tiempo bizantino, desde el fin del siglo IV, vemos con más frecuencia pinturas de paisajes en las novelas de los prosistas griegos. Por estas pinturas se distingue la novela pastoral de Longo, en la cual, no obstante, las suaves descripciones de la vida humana son muy superiores á la expresión del sentimiento de la naturaleza.» FIN DE LAS NOTAS [una barra decorativa] LEYENDAS DEL ANTIGUO ORIENTE [una barra decorativa] LEYENDAS DEL ANTIGUO ORIENTE El recuerdo de la gran civilización greco-romana, ya gentílica, ya transfigurada más tarde por el Cristianismo, no dejó de columbrarse hasta en los siglos más tenebrosos de la Edad Media. Los pueblos de Europa siguieron avanzando á la luz de aquel recuerdo, y pronto volvieron al verdadero camino de la civilización, del cual no cabe duda que se habían apartado. Y no es esto negar la marcha constantemente progresiva del humano linaje. Un caminante se pierde por la noche en una intrincada y obscura selva: atraviesa espesos matorrales, breñas confusas y medrosos precipicios; tal vez rodea mucho; tal vez gasta más tiempo y se fatiga más de lo que debiera; pero vuelve al cabo á hallarse en el buen sendero, más adelante del punto en que se perdió, y más cerca del término á que aspira. No de otra suerte comprendemos el retroceso aparente de la civilización del mundo, en ciertos períodos históricos. Importa, además, tener presente, que cuanto por la intensidad se menoscaba, suele compensarse en difusión. Más alumbra acaso una lámpara, suspendida en la bóveda de un pequeño santuario, que la luna esparciendo sus rayos por el espacio profundo de los cielos. Y, sin embargo, el fulgor de la luna es infinitamente mayor que el de la lámpara. Lo mismo ha podido afirmarse de la civilización, cuando se ha encerrado dentro de los límites de un solo pueblo, ó tal vez ha iluminado sólo á una casta de hombres superiores, ó por naturaleza ó por institución religiosa, civil ó política. La suma del saber extendida por el mundo todo en el siglo X de la Era cristiana, por ejemplo, era mayor sin duda que la suma del saber que había en el mundo en el siglo IV antes de dicha Era. En balde se buscará, no obstante, en todas las regiones y entre todas las razas de hombres, en el siglo X, un florecimiento artístico, poético y filosófico, como el que hubo en el siglo IV antes de la venida de Cristo, en una pequeña comarca de Europa, cuyo centro fué Atenas. La memoria, aunque vaga, de aquel florecimiento, los restos de aquella antigua civilización sirvieron de guía, estímulo y mira á las naciones de Europa, las cuales, pensando sólo en hacer que aquella ya muerta civilización, renaciese, aspirando sólo á retroceder hasta allí para encontrar su ideal, lograron en la época del Renacimiento, no ya un mero renacimiento, sino una civilización mayor, más comprensiva y más varia, en la cual no era todo la antigua civilización clásica, sino era un elemento, una parte, uno de los muchos factores. Fué como planta marchita, que se había cortado hasta el haz de la tierra, pero cuyas raíces vivían. Cuando á fuerza de esmerado cultivo, retoñó, reverdeció, y volviendo á florecer, dió abundantes frutos, hubo de notarse con agradable sorpresa que los frutos eran otros, ricos y extraños, mejores de los que se esperaban, porque en la raíz de la planta antigua se habían introducido insensible y misteriosamente, como otros tantos injertos fecundos, mil peregrinas ideas, nociones y pensamientos. El poeta, que pensó imitar á Homero ó á Virgilio, puso en su obra algo nuevo y superior, y fué Dante ó Tasso; el filósofo, que pensó comentar á Platón ó Aristóteles, creó en su comentario una nueva filosofía que aquéllos jamás soñaron; los humildes glosadores de las leyes romanas abrieron inspirada y divinamente ancho é inexplorado campo y jamás hasta entonces vislumbrados y claros horizontes, por donde alcanzaron á entrever un concepto más puro y sublime de la justicia en la sociedad y en los indivíduos; y los estudiosos admiradores de Plinio, Dioscórides, Hipócrates y Galeno, buscando inspiración á fin de anotarlos y de aclararlos, descubrieron en el oculto seno de la naturaleza más hondas verdades que cuantas sus maestros habían llegado jamás á conocer y á divulgar entre los hombres. En nuestro sentir, lejos de ser el Renacimiento, con la adoración que no pudo menos de suscitar en favor de los antiguos, y con el prurito constante de imitarlos, un estorbo para que lo original y lo propio apareciesen, una distracción hacia lo pasado que nos embelesaba y retenía sin ir á la conquista del porvenir, fué un incentivo poderoso, un estímulo ardiente, quizá una saludable alucinación por donde, imaginando volver atrás en pos del remedio, nos lanzamos con brío hacia adelante, en busca de lo desconocido. Posteriormente, cuando los pueblos de la moderna Europa contemplaron el camino andado y tuvieron plena conciencia de la superioridad de su civilización, el respeto á los antiguos se convirtió en orgulloso menosprecio y en desdén injusto, el cual, empezando por las ciencias, y en este punto llegando á su colmo en el siglo XVIII, vino á extenderse también á principios de nuestro siglo por los dominios del arte y de la poesía. Por dicha, en época posterior y algo reciente, mitigada la pasión del engreimiento, pero sin que reviva por eso la ciega admiración anterior, hemos venido á un término justo y razonable de estimación á la antigua cultura clásica, la cual fué nuestro norte; y hemos evaluado y tasado en lo debido su importancia, su influjo y su cooperación eficaz en los desenvolvimientos ulteriores del espíritu humano. Predispuestos así los ánimos en nuestros días, hemos anhelado como nunca descubrir y saber las cosas todas, y hemos manifestado una equitativa y serena imparcialidad para juzgarlas. Desde el renacimiento clásico hasta ahora, el espíritu de los pueblos europeos ha encumbrado su vuelo á tal altura, que mientras otea entre nieblas no poco de su confuso porvenir, va penetrando en los abismos de lo pasado, y ensanchando por ambos extremos el imperio vastísimo de la historia. Y no podía ser de otra suerte, porque no podía reducirse nuestro conocer á una porción de tiempo mezquina, después de haberse dilatado por el espacio sin término. El hombre de ahora, que ha hollado con sus pies todas las regiones del globo que habita, y que ha llegado á abarcar con sus ojos mortales la insondable profundidad del éter, ha querido hacer y ha hecho no menos importantes conquistas en el tiempo que en el espacio. Si quedan en pie las dudas sobre el principio que pudo tener este infinito Universo, y hasta sobre el origen de la tierra, nuestra morada, y sobre la aparición en ella de nuestros primeros padres, de todo lo cual sólo la fe ó la imaginación siguen dando explicaciones, mientras que la verdadera ciencia niega ó calla; al menos ese principio, ese origen y esa aparición incomprensibles, han ido retrocediendo en nuestra mente hasta perderse en la noche tenebrosa del tiempo, y han dejado al descubierto un larguísimo período, millares de años de existencia, no ya sólo para el globo en que vivimos, sino también para el linaje humano. Sobre el origen de éste y del mundo no puede ya aquietarse la curiosidad, dándose por satisfecha con los _mythos_ de los antiguos Libros Sagrados ó con las bellas fábulas que los poetas han inventado ó nos han transmitido, prestándoles una forma inmortal. Sin embargo, menester es confesarlo, las explicaciones de los sabios modernos acerca de estas cosas, no por ser menos poéticas nos parecen menos inverosímiles y disparatadas. Algunos naturalistas de ahora tal vez tengan razón, tal vez nosotros seamos atrevidos y hasta insolentes en no querer creerlos, pero muchas de sus teorías tienen visos de ser tan extravagantes como las expuestas en el _Antropodemus plutonicus_ y en _El ente dilucidado_ del padre Fuente de la Peña. Schmidt, por ejemplo, supone que las formas pasan ó se transmiten de unos seres á otros; ya del animal á la planta, ya de la planta al animal. Así, de un tulipán saca un cisne, poniendo patas á la cebolla y á la flor pico, y de la cola de un león, desprendida por cierto accidente, y caida y enclavada en terreno fértil, produce una airosa y vencedora palma. Oken, reconoce que el hombre no debió de aparecer sobre la tierra ya perfecto y adulto, pero tampoco cree posible que apareciese como aparece ahora, no teniendo madre ni nodriza que le cuidase y amamantase, y siendo una criatura tan menesterosa é incapaz en los primeros años de su vida. Para salvar estas dificultades, imaginó Oken que en el seno de los mares, cuando estaban aún á muy elevada temperatura, se formaron unos huevos donde los primeros hombres se criaron y empollaron hasta la edad de tres ó cuatro años. La marea hubo de ir depositando estos huevos en la playa, y de ellos salieron ya los muchachos, listos y traviesos, y aptos para alimentarse de mariscos, raíces, frutas silvestres y sabandijas. Tal fué el origen de la humanidad. Otro sabio, llamado Ritgen, hace nacer á los primeros hombres en el cáliz de ciertas flores gigantescas. Otros, por último, y ésta es la opinión que ahora priva, hacen que todo proceda de ciertas moléculas ó globulillos viscosos ó glutinosos, los cuales van compaginando y construyendo todas las formas y maneras de la vida, desde los grados más ínfimos hasta el grado supremo, que en el día es el hombre, y seguirá siéndolo mientras no se forme, engendre y cuaje otro género superior que nos quite la supremacía y el imperio, y nos mate á desazones y malos tratos. Edgardo Quinet, en su reciente y amena obra _La Creación_, se muestra muy inclinado á esta doctrina, y harto receloso de que el día menos pensado nos encontremos como quien dice de manos á boca y al revolver de una esquina, con este ser superior al hombre, que nos destrone y confunda, y de quien seamos animal doméstico, como es para nosotros el perro ó el gato. Con dolor prevé Edgardo Quinet que, en nuestro orgullo de reyes de la creación, no hemos de querer conformarnos con un papel tan humilde, y que todos nos hemos de morir de pena, aunque somos ya de 1.200 á 1.300 millones. No de otra suerte se extinguió la raza de los _antropiscos_, que, según otro sabio, llamado Bergmann, en sus _Estudios de Ontología general_, precedió inmediatamente al hombre, y fué el eslabón de la cadena que le une al chimpancé, al gorila y á otros monos mayúsculos, desde los cuales, si seguimos retrocediendo en los grados de la vida, iremos á parar á los globulillos pegajosos de que ya hemos hablado. Pero estos globulillos, sacos ó vejigüelas que contienen la vida, ¿cómo se han formado? ¿Cómo de lo inorgánico ha procedido lo orgánico? Á esto se contesta con la ley de formación progresiva y hasta se cita el _uranoelain_, que es una substancia, orgánica vesicular, que se halla en la nieve cuando cae de las nubes. Teniendo ya á mano las tales vejigüelas, no queda criatura que no se fabrique con ellas y que, por sus pasos contados, de ellas no vaya saliendo. Del moho sale el hongo, del hongo el líquen, del líquen el musgo, del musgo el helecho y del helecho la palma; mientras que por otro lado, sale del pulpo el caracol, del caracol el cangrejo, y del cangrejo el pez, y del pez el lagarto, y del lagarto el cuadrúpedo, y del cuadrúpedo el mono, y del mono el _antropisco_, y del _antropisco_ el hombre, y del _hombre_ ese sujeto de quien tenemos tanto que recelar, según Edgardo Quinet. Llama dicho autor á la destrucción de nuestra especie por el mencionado sujeto, una _profecía de la ciencia_. Es el último capítulo de su obra, la Apocalipsis de este Novísimo Testamento. Nuestras artes, nuestras literaturas, nuestra elocuencia parlamentaria, nuestras cavatinas, arias y sinfonías, todo se acabará. ¿Qué permanecerá de todo?, pregunta Edgardo Quinet. Y él mismo responde: «Lo que hoy queda del murmullo de los insectos en la floresta carbonífera?» Por cierto que no valía la pena que se ha tomado de estar estudiando ciencias naturales durante diez años, según afirma este profeta, para prorrumpir al cabo en un tan desconsolador vaticinio. Entre tanto, conviene vivir sobre aviso y con la barba sobre el hombro; y si descubrimos en gérmen á ese nuevo ser, no hay más que exterminar el germen, aunque sea obra poco caritativa, imitando en esto la conducta prudente de los pigmeos, quienes, según autores fidedignos, bajan todas las primaveras de los montes en que habitan, caballeros en sendas cabras, y destruyen los huevos de sus acérrimos enemigos, las grullas. Lo malo es, si hemos de creer á otros sabios, que ya es tarde para imitar á los pigmeos. Nuestras grullas han roto el cascarón: la raza que ha de acabar con nosotros, como nosotros acabamos con los _antropiscos_, vive y se extiende por el mundo y le domina, y ha empezado la obra de aniquilamiento. Darwin, Schaafhausen y otros doctos ingleses y alemanes, han explicado bien la teoría de que lo que es mejor y más fuerte, debe suplantar á lo que es peor y más débil. Las razas decaídas y endebles, que se quedan en grande atraso, que no pueden seguir, ni á remolque y á larga distancia, á otras razas más enérgicas é inteligentes, están condenadas á perecer y de hecho perecen. Al contacto de toda civilización muy superior, los hombres de una civilización muy inferior, se mueren todos. Los portugueses y españoles, como no estábamos muy civilizados, no dimos muerte á todos los negros é indios con quienes entramos en relación cuando nuestros descubrimientos y conquistas; pero, según parece, los ingleses y los yankees, como más adelantados en civilización, tienen la misión de acabar con todos. Á unos los matan á cañonazos porque se rebelan, como á los cipayos; á otros de hambre y de tristeza, arrojándolos de los terrenos fértiles que habitaban y acorralándolos é internándolos en tierras más estériles, como á los cafres, hotentotes, pieles-rojas y naturales de la Nueva Holanda y Nueva Zelanda; y á otros los matan de fastidio, con el empeño de que lean y se afinen, y estudien la Biblia, como á los alegres habitantes de Otahiti, olvidados ya de sus danzas lascivas y de sus fáciles amores, y sujetos á la férula de algún ministro protestante, empalagoso y cogotudo. Hablando Quinet de estos infelices polinesianos, exclama: «De una raza de hombres, esparcida sobre una inmensa extensión del globo, no quedará un individuo sólo dentro de pocos años.» «Pronto, añade más adelante, no quedará de estas naciones sino una queja vaga del abismo, un canto popular, una lamentación, quizás algunas palabras de una lengua muerta, que pasarán á la lengua de los europeos.» Como prueba de esta misión destructora de los ingleses, dice el doctor Zimmermann que la India Oriental había sido invadida por las feroces hordas de los mongoles y los turcomanos, los cuales incendiaron palacios y ciudades enteras, pasaron á cuchillo á los moradores, é hicieron otras cien mil insolencias. El país, con todo, era tan generoso y tan rico, que pudo alzarse de nuevo á la primera prosperidad. Pero fueron los ingleses á la India, y la India, que era antes un jardín florido, se va convirtiendo en un yermo, y su población de 400 millones se va reduciendo á la cuarta parte. Sin duda que en esto hay alguna exageración del doctor Zimmermann; mas no puede negarse que, aun despojado de la exageración, basta para demostrar cuán terrible es la civilización cuando llega muy desnivelada, y para hacernos sospechar si serán los ingleses ese género nuevo con que Edgardo Quinet nos amenaza, y que no bien acabe con los indios, ha de empezar á acabar con nosotros. Toda raza inferior, con respecto á otra superior, es un eslabón ó un anillo de la cadena que une al hombre con la naturaleza bruta, y según lo explica satisfactoriamente el ya citado doctor Schaafhausen, es una ley ineludible del progreso, que este eslabón ó anillo se rompa y aniquile. Quizá pensará alguien que nosotros por salir tan mal librados con esta Filosofía de la Historia, hija del consorcio de la Economía Política y de la Biología, producto de la combinación de las teorías de Malthus y Darwin, la estimamos en poco y nos atrevemos á calificarla de inhumana y desconsoladora, cuando no la tenemos por falsa. Pero es lo cierto que la tenemos por falsa por convicción y sin que á ello nos mueva el menor interés. Apoyan dicha Filosofía de la Historia, los que la siguen, en el hecho supuesto de que el progreso se realiza, como si dijéramos, por la cima, por la cumbre, por la eminencia de las razas. Entienden que con el ejercicio se desenvuelven más ciertos órganos y de aquí nacen las nuevas especies. Los individuos primeros de las nuevas especies son como monstruos de las antiguas. Aquella duda profunda del Padre Fuente de la Peña, acerca de _si los monstruos lo son ellos ó lo somos nosotros_, ha venido á resolverse, según la teoría de Darwin, y resulta que los monstruos lo somos nosotros. El símil de la girafa explica esto que no hay más que pedir. La girafa era en un principio una como cabra montés ó gacela; pero se fué á vivir á parajes donde no había yerba, y tuvo que alimentarse de las altas ramas hojosas de los árboles. Andaba, por lo tanto, casi continuamente estirando el pescuezo y las patas delanteras, y tal fué lo afanoso de este ejercicio durante muchas generaciones, que las patas delanteras y el pescuezo se le alargaron, y casi sin sentir vino á convertirse en girafa. Así, _mutatis mutandis_, se explica el origen de las demás nuevas especies, cada vez mejores. Aplicada al hombre la susodicha teoría, debe entenderse que el inglés, á fuerza de discurrir y cavilar, ha ido empujando para arriba toda la parte anterior de su cráneo y haciendo más capaces los senos, y más gruesas las protuberancias de la causalidad, comparación y demás facultades mentales superiores. Al mismo tiempo, los laberintos ó circunvoluciones del meollo y encéfalo se han hecho más tortuosos y complicados, de lo cual depende, sin duda, el pensamiento, así como de la masa y volumen de los sesos, que se han hecho mayores. Y, por último, la buena alimentación ha acostumbrado el estómago inglés á extraer y á asimilar á su organismo mayor cantidad de fósforo, que es el ingrediente principal con que el pensamiento se confecciona, según Moleschott, Büchner y un boticario amigo nuestro. Lo que es Edgardo Quinet, en su ya citada _Creación_, saca de aquí un luminoso corolario. Casi prueba que con el Cesarismo se achican los sesos, se hacen más livianos y tienen menos circunvoluciones. Los sesos de cualquier francés pesan hoy menos y tienen menos laberintos que cuando comenzó á reinar Napoleón III. De lo que haya de verdad en este modo de explicar el pensamiento, no queremos tratar aquí; pero explíquese el pensamiento como quiera, es indudable, á nuestro ver, que no se ha aumentado en el hombre la potencia ó energía de pensar, desde los principios de la historia hasta el día. En esto no ha habido progreso, ni consiste en esto el progreso. Quien quiera que fuese el autor ó los autores de los más antiguos himnos del Rig-Veda, de los Poemas homéricos, del libro de Job ó de las Institutas de Manú, pensó con más energía y eficacia que Shakspeare componiendo todo su teatro, ó que Newton descubriendo las leyes de la gravitación universal. Dados los pocos medios ó elementos de que entonces se disponía, dado el escaso caudal de saber, adquirido entonces por herencia, cualquiera de los trabajos mencionados presupone un esfuerzo intelectual mil veces mayor; apenas se comprende sin que atribuyamos al autor un poder sobrehumano, una inspiración semi-divina. Los primeros hierofantes de la humanidad, los que abrieron la senda del progreso, el hombre que detuvo La palabra veloz que antes huía, el que pensó por primera vez en la primera causa, y el que dió á un pueblo las primeras leyes, fueron superiores á los hombres de ahora, ó al menos iguales á los genios más sublimes que produce ó puede producir en el día la humanidad. Valmiki, Viasa, Zoroastro, Moisés, Sakia-Muni y Homero, si es que el pensamiento es fósforo, gran masa de meollo y muchas circunvoluciones en él, tuvieron todos tantas circunvoluciones como el que más en el día, y tuvieron sesos muy voluminosos y pesados, y consumieron toda una fosforería, destilando y secretando de ella mil ideas sublimes en la retorta del cráneo. Damos, pues, por seguro que no ha consistido el progreso en que una familia ó varias, ó cierto número de individuos, hayan ido elevándose y haciéndose superiores á los otros, sino en que de la superioridad primitiva de algunos individuos ó familias han ido poco á poco haciéndose participantes los demás, y subiendo por la educación y por las mejoras sociales al mismo nivel de moralidad y de inteligencia, hasta donde esto es posible, dada la desigualdad de aptitudes que la naturaleza pone en nosotros. También ha consistido, y consiste el progreso, en el caudal de saber y de experiencia que se transmiten las generaciones de unas en otras, caudal que ya no se perderá nunca y que irá creciendo cada día, con el trabajo incesante de los futuros pensadores. Entendido así el progreso, debe considerarse además que la marcha ascendente de la humanidad no se ha realizado siempre en el mismo punto, ni entre las mismas tribus, naciones ó gentes. Desde el primer albor de la historia hasta los tiempos de Ciro, el grande impulso civilizador estuvo en Asia; desde Ciro hasta Alejandro, Asia y Europa se disputaron el cetro de la civilización, y, por último, Europa le adquirió entonces, y si bien en cierto período, desde el siglo V al XII de nuestra Era, se diría que se le iba cayendo de la mano, y que Asia le recogía y volvía á empuñarle, hoy más que nunca Europa le mantiene. Si echamos la vista sobre un mapa del Mundo Antiguo, veremos que Europa es como una extremidad de Asia; como la sexta parte de aquel gran continente. Las razas y la civilización de Europa de Asia han venido. Es, pues, extraño y parece anormal que estas razas, que son las mismas en Asia y en Europa, y esta civilización que en Asia tuvo origen, florezcan hoy en Europa, y en Asia estén como adormecidas ó aletargadas. Es evidente, en nuestro sentir, que en Asia han de renacer. No creemos, como generalmente se cree, que los pueblos, las grandes familias humanas, cumplen su misión y mueren luego. No creemos que la vida toda del Asia se haya agolpado y como refugiado para siempre en este extremo que se llama Europa, y que, últimamente, hasta haya abandonado la mejor y mayor parte de este extremo, y haya ido á localizarse y á circunscribirse sólo en las últimas tierras y naciones del Noroeste. Aunque este fenómeno singular se advierta ahora, hace tan poco tiempo que se advierte, que no puede ni debe mirarse sino como un accidente momentáneo en la historia del mundo. ¿Qué son tres ó cuatro siglos, á lo más, durante los cuales Inglaterra, Francia y Alemania pueden reclamar con razón la supremacía, comparados con los veinte ó veinticinco siglos que duró la civilización griega desde Hornero hasta Láscaris, y con los millares de años que han durado las civilizaciones orientales? Estos pensamientos explican por qué los hombres del Occidente de Europa volvemos la vista con tanta curiosidad hacia el Oriente, de donde nos vino la luz, y por qué es tan fecundo todo recuerdo de las pasadas civilizaciones. Desde mediados del siglo XV hasta fines del siglo XVI podemos marcar en la historia de la moderna Europa una época, que llaman del Renacimiento: la época en que revive ó renace la antigua civilización greco-romana y obra los portentos de que hemos hablado al comenzar este escrito. Hoy, esto es, desde un siglo ha, podemos afirmar que hay algo como otro renacimiento, el cual también será fecundo: un renacimiento de la ciencia, las lenguas, las religiones y las literaturas del Asia. Prolija tarea y harto superior á nuestras fuerzas sería trazar aquí á grandes rasgos la historia de este Renacimiento oriental. No incumbe tampoco á nuestro propósito el hacerlo. Baste decir, que lo que más nos interesa, y lo que en efecto se puede tener por demostrado hasta la evidencia, es nuestro cercano parentesco con los indios y con los persas, cuyos antepasados vivieron reunidos á los nuestros en época remotísima, difícil aún de determinar, al Norte del Cáucaso indiano. Esta sociedad primitiva, pueblo ó tribu, es la raíz y el tronco de una gran raza civilizadora y progresiva en alto grado, que ha extendido sus ramas frondosas y cargadas de flores y frutos desde Ceilán hasta Islandia, dilatándose más tarde por toda la extensión de ambas Américas. Esta gran raza civilizadora se llama indo-europea ó japética; el pueblo primitivo de que procede se llama los Arios. Otros pueblos de otras razas los precedieron y formaron grandes centros de civilización antes de que los arios apareciesen: tales son los chinos y los egipcios. Hay quien conjetura que hubo otros centros de civilización, como el de los atlantes, cuyo dominio se extendía por un continente inmenso, colocado entre Europa y América, y que se tragó la mar. Supónese asimismo que los pueblos semitas, esto es, los árabes, los hebreos, los caldeos y asirios, ó más bien el tronco de que salieron, estuvo en época remotísima unido también al tronco ario. Esto, con todo, ni siquiera por indicios puede rastrearse. Ni en los idiomas semíticos hanse hallado hasta ahora bastantes voces ni formas reductibles á las de alguna lengua ariana, ni tradiciones autorizadas y concordes nos hablan de esta unión primitiva. Los semitas aparecen en la historia viviendo más hacia el Occidente que los arios; en las llanuras que bañan el Tigris y el Eufrates. En dichos tiempos, llamados con elegancia por Edgardo Quinet los _propileos_ de la historia, figuran, además, otras razas blancas ó amarillas, en guerra constante con los arios, y á quienes se designa con el nombre de turanienses ó turaníes. El país que se extiende desde el Oriente del Mar Caspio al Imaus, regado por caudalosos ríos como el Jaxartes y el Oxo, en cuyo centro está el Lago Aral, y donde aun se ostentan ricas y famosas ciudades como Kiva, Bucara y Samarcanda, era el Turan antiguo ó la tierra por excelencia de los turaníes; tal vez los mismos hombres á quienes llama la Biblia los pueblos de Gog y de Magog. Es de advertir que algunos de los investigadores ó fantaseadores de la más antigua historia del humano linaje, antes de esta división entre turaníes y arios, suponen todas estas razas mezcladas y viviendo aún más al Norte, en un país delicioso y ameno, más allá de las montañas Rifeas, montañas que podemos colocar donde se nos antoje. Las antiguas fábulas griegas hablan de estas montañas Rifeas y del hermoso país de los felices hiperbóreos, el cual estaba más allá del punto desde donde sopla el Bóreas, causa del frío, y, por consiguiente, era un país templado, fértil y de suavísimo clima. Rodier supone á estos hiperbóreos, á quienes llama proto-scitas, esparciéndose ya por el mundo y colonizando la Europa, unos 25 ó 26.000 años antes de la Era Cristiana. Los restos de las Edades de Piedra y de Bronce, las poblaciones lacustres, los cráneos hallados en las cavernas, y á los que se atribuye una antigüedad portentosa, pueden creerse de estos proto-scitas primitivos pobladores de Europa. La geología y la paleontología han venido á prestar un auxilio poderoso á la arqueología y á la historia, á fin de afirmar la grande antigüedad del género humano. Con todo, si bien dichas ciencias prueban, en nuestro sentir, que esta antigüedad es grande, ni la fijan ni la determinan. La misma discordancia de opiniones entre los geólogos convida al escepticismo. Cierto es que todos convienen en que las armas de sílex y otros restos de la Edad de Piedra suponen millares de años; pero los cálculos varían mucho. Unos, como Bergmann, dan á los objetos que han visto una antigüedad de 25.000 años; Lyell una antigüedad de 100.000; Bronn llega á suponer que tienen 158.000. Todos estos geólogos, y otros muchos, como Boucher de Perthes, Falconer y Prestwith, podrán acertar sin contradecirse, porque podrán ser distintos los objetos que han observado, y la Edad de Piedra no es sincrónica en todas las regiones del globo y entre todas las razas. La Edad de Piedra dura aún en algunas. De todos modos, la geología y la paleontología se ligan hoy íntimamente con el estudio de la historia. La _Historia Universal_, publicada en Francia, bajo la dirección del Sr. Duruy, por una sociedad de sabios, como allí suelen llamarse cándidamente á sí mismos los escritores, sin oponerse esto á que, en efecto, lo sean, va precedida de un tomo titulado _La Tierra y el Hombre_, obra del ilustre Alfredo Maury, miembro del Instituto. Puede calificarse esta obra de una verdadera pre-historia, y contiene la geología, la historia de nuestro globo antes de la aparición del hombre, su aparición, y la descripción de las diferentes razas humanas y de las lenguas y religiones. Esto manifiesta el enlace de dichas ciencias con la ciencia histórica. No se ha de negar, sin embargo, que la cronología de los geólogos es una, y la de los historiadores, en cierto modo, es otra. Las armas de sílex, otros instrumentos y utensilios de una industria grosera, tal vez alguna imagen rudamente esculpida en un hueso ó en una piedra, imagen de algún animal que ya no existe, ó el hueso mismo de algún animal, como el _Bos priscus_, el _Ursus spelæus_ ó el _Rhinoceros tichorinus_, herido por un arma, todo esto podrá demostrar la presencia del hombre en el período cuaternario, quizá al fin del terciario, en los terrenos llamados _pliocenos_, y dejar así abierto y despejado un inmenso espacio de tiempo de 40.000 ó 50.000 años si se quiere, para que la historia pueda extenderse por él; pero la verdadera historia no empieza sino donde empieza el recuerdo de la palabra humana, cuyos documentos son la escritura, ya hieroglífica, ya cuneiforme, y á todo lo cual pueden añadir algunos indicios la filología comparativa y el estudio de las más antiguas religiones y _mythos_. Este último estudio tiene, sin embargo, el escollo de hacernos incurrir en un _evhemerismo_ exagerado; esto es, de hacernos prestar una realidad y una consistencia históricas á lo que no fué acaso sino una mera alegoría ó cuento fantástico naturalista, convirtiendo en reyes á los dioses y en sucesos de la tierra á los sucesos soñados en espacios imaginarios, celestes ú olímpicos. Así, por ejemplo, Rodier convierte decidida y resueltamente en personajes reales, no sólo á Osíris y á Thoth, sino también á los dioses egipcios más primitivos, como Phré y Phta, haciendo de esta suerte que comience la historia de Egipto más de 30.000 años antes de la Era Cristiana. En efecto, la civilización egipcia parece ser la más antigua de la tierra; pero de ningún modo podemos creer que empiece en época tan distante. Y limitándonos nosotros á los Arios y á los demás pueblos del Asia central que estuvieron en relaciones con ellos desde el principio de la historia, diremos que ni Rawlinson, ni Layard, ni Duncker, ni Grimm, ni Max Müller, ni Lassen, ni Lenormant, ni Weber; ni ningún otro de los más eminentes historiadores, arqueólogos y filólogos orientalistas, dan mayor antigüedad á la literatura védica que unos dieciséis siglos antes de Cristo; á la primera dispersión de los ários, 3.000 años, y á sus sucesivas inmigraciones en Europa, de 2.000 á 1.000; todo lo cual puede, ó casi puede, conciliarse con la cronología de la Biblia, larga y generosamente explicada. Dentro de este gran período de tiempo de 3.000 años, ó mejor dicho, de 2.500, terminando el período en el origen de la guerra médica, unos 500 años antes de Cristo, así como caben con holgura los sucesos históricos que refiere la Biblia, caben también todos los sucesos que las tradiciones orientales, los libros sagrados, como el Vendidad y el Desatir, las epopeyas, como el Ramayana, el Mahabarata y el Shah-nameh, y las inscripciones cuneiformes y demás antigüedades de la India, la Persia y el Asiria, refieren ó indican con un carácter verdaderamente histórico, y que no son meramente un _mytho_ ó una alegoría. Imaginemos ó conjeturemos en época anterior un reino ó imperio en el país primitivo de los arios antes de su división ó cisma en iranienses é indios. Este país se llama Ariana-Vaega. Allí reinaron sucesivamente cinco dinastías de reyes. Los fundadores de estas dinastías, y aun algunos otros reyes, fueron santos, legisladores ó profetas. Así, Mahabad, quien dicen haber sido el mismo Manú; así, Dji-Afrans, Cayumer y otros, hasta Djemschid, el Salomón de los persas, á quien los orientales han convertido en rey de los Genios. Durante todo este período, los celtas, los primitivos germanos, los primitivos griegos ó jaones y otros pueblos de raza japética, se van separando de los arios y emigrando hacia el Asia occidental y la Europa. Posteriormente, pero también dentro de este período, los indios y los iranienses se separan; y, por último, el país de Ariana-Vaega es abandonado, ó por una inundación ó diluvio, ó porque se convierte en muy frío, y los iranienses fundan un imperio más al Sur, tal vez en la Bactriana y Aria antiguas, extendiéndose por la Partia y la Hircanía, ó sea en el Afganistán y el Corazán de ahora. Este nuevo Imperio se llama Vara. Djemschid le funda, y otro Djemschid, ó el mismo Djemschid, le pierde, porque los personajes _mythicos_ ó semi _mythicos_ viven siglos y siglos. Zohac, caudillo árabe, le vence y le destrona. Supongamos, además, que este Zohac conquistase el reino de Djemschid, y le venciese, no 7.048 años antes de Cristo, como pretende Rodier, sino unos 2.200 ó 2.300 años antes de Cristo, como pretende Gobineau en su _Historia de los Persas_, haciendo á Zohac contemporáneo de Nino, y equiparándole ó confundiéndole con el Areo de los escritores clásicos. Apoyados ahora en estas suposiciones y en las fechas que señala Rodier con exactitud portentosa, fijemos en el año 2284, en que fué el advenimiento de Nino, rey de Asiria, el principio de la historia que tiene ya algo de seguro. Tengamos por inseguro y mythico cuanto ocurre antes y concretémonos al período en que prevalece Asia sobre Europa; esto es, hasta la guerra médica, unos 500 años antes de Cristo. Nos queda, pues, un espacio histórico de cerca de 1800 años, desde Nino hasta el primer Darío, dentro del cual se nos ha ocurrido ir escribiendo y colocando una serie de leyendas ó novelas, en donde la imaginación ó la inspiración, si Dios quiere enviárnosla, complete y aclare la historia, la cual, á pesar de los trabajos de Rawlison, de Gobineau, del mismo Rodier y de otros muchos autores que ya hemos citado ó que nos excusamos de citar, nos deja, como vulgarmente se dice, á media miel sobre los más famosos personajes y los más estrepitosos acontecimientos. No despreciaremos tampoco todo lo que se cuenta de edades anteriores á Nino, y aprovecharemos las tradiciones confusas, las epopeyas y las relaciones de los libros sagrados, para que los casos de esas edades anteriores á Nino sean como el fundamento y el antecedente de nuestras leyendas, y al mismo tiempo lo que crean y afirmen sus héroes, cuando les hagamos entrar en agradables coloquios. No se echen á temblar nuestros lectores juzgándose amenazados de una obra interminable. Sin duda en mil ochocientos años caben novelas y leyendas infinitas; pero nosotros somos infecundos y perezosos, y más pecaremos por escribir pocas novelas ó leyendas para justificar este prólogo ó introducción, que por escribir demasiadas. Todavía escribiremos menos si no gustan las primeras que escribamos. Por último, cada una de nuestras leyendas será breve de por sí, y no entraremos en las menudencias y prolijidades en que entran y caen los que escriben novelas de tiempos más cercanos á los nuestros, como de la Edad Media ó aun de época más moderna, de los cuales tiempos nada se ignora, y aun la historia que no tiene el recurso de imaginar, va siendo ya harto prolija y algo pesada, contándonos hasta los ápices al parecer más insignificantes. Por esto precisamente, deseando dar vuelo y rienda suelta á nuestra fantasía, nos hemos refugiado en el antiguo Oriente. Barante, por ejemplo, ha llenado con la historia de seis Duques de Borgoña más volúmen de lectura que el que forman acaso todos los historiadores griegos y latinos que aún quedan, y donde se refieren los acontecimientos de miles de años, y el principio, crecimiento, decadencia y caída de una multitud de imperios, repúblicas y monarquías. Si Barante, limitándose á lo histórico, escribe tanto sobre seis Duques de Borgoña, ¿á dónde iríamos á parar, si sobre lo histórico quisiésemos recamar, bordar y completar con la fantasía? Por esto, repetimos, nos vamos al antiguo Oriente. Allí donde la ciencia no llega, es donde la imaginación y la poesía deben volar. Otra razón nos impulsa también á escribir estas leyendas. Deseamos divulgar un poco la literatura oriental antigua y empezar á emplearla en nuestra moderna literatura española. En Francia y en Inglaterra y en Alemania, el renacimiento oriental, de que hemos hablado, deja, tiempo ha, sentir su influjo en el arte y en la poesía. En España aún no se nota nada de esto. En Alemania, el Mahabarata, el Ramayana, el Shah-nameh, los Vedas, ó han sido traducidos en verso, ó han inspirado ya bellas poesías. En Francia, desde los lindos cuentos de Voltaire, el antiguo Oriente ha dado asunto feliz á muy amenas narraciones. ¿Por qué hoy, que se conoce mejor el antiguo Oriente, no hemos de aspirar á algo semejante en España? Se me contestará que carecemos del ingenio de Voltaire, y que _El toro blanco_, _Zadig_ y _La Princesa de Babilonia_, son inimitables. Procuremos, con todo, aproximarnos á esos modelos. De tiempos antiguos se han escrito en Francia últimamente muy primorosas novelas, como _La Momia_ y _La Corte de Merodac-Baladan_, de Teófilo Gauthier, y _Calirhoe_, de Mauricio Sand. Sírvanos esto de estímulo. De Grecia y Roma, mientras duró el impulso que imprimió el Renacimiento clásico en la moderna literatura, se escribieron novelas, poesías y leyendas, algunas muy eruditas, agradables y celebradas, como los _Viajes de Antenor_ y los _Viajes de Anacarsis_. Algo parecido pudiera con general aplauso escribirse del antiguo Irán, de Asiria, de Babilonia, de Media ó de Persia. Pero no presumimos de ser capaces de tanto. Nuestro propósito es escribir una obra de mera imaginación sobre el fundamento de un escasísimo saber, que sólo es necesario para que sirva como de pauta y cañamazo á nuestros fantásticos bordados. Tal vez, si en algo acertamos, se animen otros á escribir con más tino, discreción y conocimiento del asunto. Éste, no sólo es vasto, sino seductor y apetitoso. La rapidez con que en los libros sagrados y antiguos poemas aparecen ciertos personajes, y se fijan en nuestra mente de un modo indeleble, como si los hubiésemos conocido y tratado, y luego se pierden y se desvanecen, sin que se sepa más de ellos, induce y solicita á buscarlos con la fantasía y hasta en sueños, á fin de completar y acabar la historia de su vida. Sin citar para ejemplo más que á algunos personajes de la Biblia, por ser más conocidos de todos, ¿quién no siente curiosidad de saber cómo se llamaba la mujer de Putifar y qué fué de su vida después de aquella terrible pasión y de aquel cruelísimo desaire que recibió de Josef el Casto? ¿Pues, y la Reina Vastí? ¡Apenas si interesa la Reina Vastí! ¿Qué fué de ella, después que la repudió el Rey Asuero, por demasiado pudorosa; por no querer presentarse á lucir su hermosura, delante de todos aquellos Príncipes y Sátrapas borrachos y libertinos, que su marido, borracho también, tenía congregados en su gran palacio de Susa? Del Rey Asuero nadie ignora que, después de repudiada Vastí, hace reunir de todas las provincias del Imperio las más gallardas doncellas, las cuales van entrando una á una en su cámara, no sin pasar antes un año en lavatorios, sahumerios, unciones con bálsamos y pomadas y otros cien mil preparativos para que estuviesen bien adobadas y lustrosas, y de todas estas doncellas, previo un examen profundo, elige por reina á Ester: pero de la pobre Vastí, nadie vuelve á acordarse. Díganme si no es este un asunto para una novela sentimental, que mejor pudiera llamarse lastimosa, si no temiésemos el equívoco. Más bello asunto sería aún, si cabe, el de los amores de Salomón con la discreta y bella Reina de Sabá, que vino á verle con tanta comitiva y séquito, que le propuso tanta pregunta difícil, y que tan enajenada quedó de la sabiduría de Salomón y de la magnificencia y esplendor de su corte. Como todo esto sólo está indicado y dicho en brevísimas palabras en la Biblia, se siente un vivísimo deseo, al menos nosotros le sentimos, de acudir á las inscripciones y á las tradiciones, ó de pedir á Dios segunda vista histórica para adivinar los pormenores que faltan, empezando por el nombre propio de la Reina de Sabá, y para escribir las relaciones que tuvo con el hijo de David, y demás casos ocurridos entonces. Lo propio que decimos de los personajes bíblicos, puede decirse con no menos razón de los personajes que figuran en las historias y poemas arios. Mucho nos han interesado hasta aquí Agamenón, Ulises, Aquiles, Temístocles y Epaminondas: mucho nos han encantado los poetas griegos, pero más nos interesan hoy los personajes arios y más los cantos de las Vedas. Se diría que por el espíritu están más cerca de nosotros. Los vemos tan bien y tan íntimamente, que se siente uno inclinado á creer en la metempsícosis y á recordar la vida que tuvo en Ariana Vaega, ó en los tiempos de Djemschid ó de Feridum. Agni, Indra ó Aura-Mazda, nos parecen más divinos que Vulcano, Júpiter ó Saturno. Todo el desenvolvimiento ulterior de la civilización moderna europea se nos presenta como en germen en aquella primera civilización oriental. No se extrañe, pues, que hayamos elegido este asunto de las leyendas del antiguo Oriente, ni se tilde de difusa la introducción. Antes bien, se nos quedan no pocas cosas por decir: pero todo lo que aun queda irá saliendo en las leyendas, las cuales aparecerán poco á poco en esta _Revista de España_, y más tarde, si Dios nos da salud y si el público no nos desdeña, formarán dos ó tres volúmenes separados, quizá de nada ingrata lectura. Bueno es que España contribuya también, aunque sea pobre y modestamente, ya que no á lo que hemos llamado y debe llamarse Renacimiento oriental, al influjo de este renacimiento en la literatura y en la poesía de la moderna Europa. Vamos á retroceder con el espíritu hasta las edades primeras de la humanidad que la historia ilumina algo con sus fulgores, y vamos á pintar, sin embargo, portentosas civilizaciones y á presentar personajes, no inferiores en nada, tal vez superiores á los del día. Ya hemos explicado cómo comprendemos el progreso. Le comprendemos por el caudal acumulado por herencia y por la difusión y divulgación del saber y de la moralidad en mayor número de personas, familias, tribus y naciones. Mas creemos asimismo que, para que el progreso se realizase, las razas civilizadoras, y singularmente los Arios, desde el principio y más que nunca en el principio, debieron estar y sin duda estuvieron dotados de extraordinarias facultades y de una poderosa iniciativa; prendas que habían de resplandecer más en ellos, mientras permanecieron en toda su pureza y no se mezclaron con otras castas plebeyas é impuras. Pero el mezclarse con estas castas, el no despreciarlas, el bajar un poco hasta su nivel para elevarlas hasta ellos, y el amalgamárselas para fundar la humanidad una, era su misión providencial, era su salvación y su destino. Los que faltaron á esta misión, degradando y envileciendo cada vez más á las castas ó razas inferiores, acabaron por envilecerse y degradarse ellos mismos. Los que hicieron lo contrario realizaron el progreso. El sacerdote egipcio se ha confundido con el felah, y el bramín con el sudra, mientras que el último hombre de nuestros pueblos de Europa se ha elevado. LULÚ, PRINCESA DE ZABULISTÁN (FRAGMENTO) [una barra decorativa] LULÚ, PRINCESA DE ZABULISTÁN I. Mucho se ha cavilado y discutido siempre sobre la antigua civilización de los escitas, y aun sobre la casta de hombres que los escitas eran. Unos escritores se los imaginaban como un pueblo japético, y otros veían en ellos á los progenitores de los tártaros del día. Con los progresos etnográficos no cabe ya duda en que todo lo que hoy se llama Tartaria y Siberia, estuvo en las edades más remotas habitado por razas tártaras y mongolas; pero también hubo allí tribus blancas, tal vez de pelo rubio y ojos azules, de donde proceden los pueblos más nobles é ilustres de Europa, ó que han venido á establecerse en Europa en sucesivas emigraciones. Estos escitas blancos descendían de los primitivos arios, como los celtas, los griegos y los latinos, los cuales se habían separado del tronco común en épocas más ó menos lejanas. Los Imperios fundados en toda la zona central del Asia, los chinos, los persas, los asirios, los lidios y los medos, ofrecían desde muy antiguo una barrera difícil de romper á las invasiones de aquellos pueblos del Norte. Cuando éstos pudieron romper la barrera, penetraron en el Asia Central y bajaron por el Sur hasta la India; pero, cuando la barrera les presentaba un obstáculo invencible, y ellos, por exceso de población, ó bien huyendo de los fríos boreales, se proponían abandonar el terreno de la Escitia, tuvieron que caminar hacia el Occidente, y vinieron á establecerse en Europa. Así nos explicamos la historia primera del gran continente del Asia, del cual forma Europa como una pequeña prolongación occidental. Hasta los tiempos de Ciro el Grande, los Imperios de Persia ó de Media, esto es, el antiguo Irán, no fueron bastante poderosos para contener las invasiones de los escitas blancos, los cuales entraron por la Persia y se extendieron hasta la India. Ciro, al reconstituir sobre más sólidas y anchas bases el Imperio del Irán, hizo casi inexpugnable, ó al menos difícil de romper la barrera que atajaba el paso de los escitas hacia el Sur del Asia, y esto los contuvo en el Norte ó los fué impulsando pausadamente hacia el ocaso. Es indudable para mí que la mayor parte de las invasiones han sido motivadas por una violenta é imperiosa necesidad. Los pueblos, por nómadas que sean, siempre tienen algún amor á la patria, algún apego al suelo que los vió nacer, y no le abandonan sino por causas poderosas. Quizás el mayor movimiento invasor de los pueblos de Asia en Europa, movimiento que determina una de las crisis más transcendentales en la historia, y que marca una era en la vida de la humanidad, ladeando el curso de la civilización y abriéndole nuevo cauce, tuvo su primer origen en China. Sabido es que los chinos han cumplido mucho antes que nosotros todo el progreso de su cultura, y han venido á pararse y á inmovilizarse luego. Ya un escritor americano del día, el Sr. Draper, augura para la Europa suerte ó destino semejante. Según él, llegará un día, no muy lejano, en que, recorrida toda la extensión de nuestra cultura posible, hasta tocar el límite de lo ideal que cabía en nuestros cerebros, ó que era capaz de concebir nuestra mente, nos quedaremos inmóviles, con el ideal realizado, ó sin ideal, que es lo mismo. Entonces seremos como los chinos, un pueblo ó una confederación de pueblos, muy bien ordenados, pero sin brío y sin iniciativa. Resueltos todos los problemas de la vida, acabadas ó satisfechas todas las esperanzas, nada quedará que nos impulse. Mucho dudo yo de que pueda llegar jamás esta situación. El audaz linaje de Japet, esta gente europea está dotada de una fuerza de aspiración interminable, y de una virtud creadora en la fantasía superior y posterior á toda ciencia y á todo arte y á toda mejora. Siempre, creo, habrá en nosotros ímpetu para salvar con la imaginación todos los espacios explorados y todos los caminos trillados, y para ir á plantar, mucho más allá, la columna de fuego de un nuevo ideal que nos sirva de guía y nos excite á caminar sin reposo en un progreso infinito, ó si se quiere indefinido. Aun en los mismos chinos, así como en otros pueblos del Asia, ¿quién sabe si será reposo ó sueño lo que se nos antoja paralización eterna? ¿Quién sabe, si á la voz de un profeta, de un vate, de un avatar, de un dios nuevo, no despertarán esos pueblos? Entonces sí que podría cambiar por completo el eje de la civilización del mundo y turbarse todo el equilibrio de las sociedades y de las naciones. La agitación, las mudanzas radicales que esto pudiera traer sí que serían extraordinarias. La guerra actual entre Francia y Alemania, con todas sus consecuencias posibles, y hasta una guerra general en Europa, no serían nada en comparación de lo que ocurriría si los chinos ó los indios, en número de cuatrocientos ó quinientos millones de hombres, se sintiesen de pronto inflamados por un nuevo ideal, y con espíritu guerrero cayesen sobre nosotros. Nuestros cañones, ametralladoras y fusiles de aguja de nada nos servirían. Ellos los tendrían pronto tan buenos ó mejores que los nuestros. Sea de esto lo que sea, parece cierto que, allá en el siglo III ó IV, después de Cristo, hubo en China una espantosa é inmensa revolución, motivada por el desarrollo del bienestar material de la población y de la riqueza. Lo que llamamos socialismo se manifestó de un modo horrible. Los más bravos, viciosos y audaces entre las clases menesterosas de aquella ingente población, se sublevaron contra los ricos y los dichosos del mundo. Siguióse una tremenda guerra civil y social. Diéronse batallas titánicas en que los hombres murieron á millares y la sangre corrió á torrentes. La sociedad, el orden establecido, la propiedad, triunfó al cabo, y los rebeldes más feroces, acosados por los ejércitos del Imperio y por los hombres de las clases acomodadas, que habían tomado las armas en vista del gran peligro, huyeron hacia el Norte y traspasaron la frontera del Imperio, penetrando en la Siberia ó Tartaria. Esas gentes levantiscas, siendo de la ralea más baja, llevaron consigo al emigrar muy poco de la riqueza acumulada, del capital social que se llama ciencia. Por esto mismo les fué más fácil unirse con tribus tártaras errantes, y de la mezcla provino en breve un pueblo rudo y guerrero. Movido este pueblo en busca de terrenos más fértiles y de clima más suave, y no pudiendo ó no atreviéndose á ir hacia el Sur por el valladar que entonces les oponía el Imperio de los Sasanidas, siguió hacia Occidente y fué impulsando por delante de sí á todas las tribus y naciones arianas de la Escitia, las cuales se hallaban escalonadas en la parte boreal del Asia y aun se extendían por mucha parte de Europa, sobre todo, en las regiones de Oriente. Explicado así, como parece que satisfactoriamente se explica, el movimiento inicial de la más conocida invasión de los bárbaros y de la caída de Roma, es claro que los pueblos de la Europa moderna tenemos muchísimo que agradecer á los persas, y á Ciro sobre todo; porque si los escitas blancos no hubieran sido contenidos por el valladar que Ciro afirmó é hizo casi inexpugnable, los pueblos de raza tártara hubieran caído sobre Europa sin que los escitas blancos se interpusiesen. Así, en vez de ser casi todos los pueblos de nuestro continente de raza ariana, en lugar de haber venido á mezclarse con los habitadores del orbe latino otros pueblos, arios también, y que habían conservado en el Norte su prístina pureza y estaban más cerca del tronco común, hubieran venido á conquistarnos y á manchar y alterar la limpieza de nuestra sangre los humnos, abominablemente feos y mucho menos inteligentes y civilizables. Sostienen los fisiólogos, que los pueblos tártaros y mongoles tienen el cráneo más duro y menos flexible que los arios, y que dicho cráneo no cede ni se dilata como los nuestros para dar lugar al desenvolvimiento del seso ó meollo; por donde se ha de presumir que, si tenemos tanto meollo los europeos y si nuestra civilización se ha elevado á tanta altura, se lo debemos á Ciro, gran Rey de Persia, que tuvo á raya á los escitas blancos. Si éstos hubieran invadido la Persia y la India y otras comarcas ó regiones del Asia, quizás la gran civilización estaría ahora por allí. Es innegable, además, que los pueblos neo-latinos, á pesar de nuestra nobilísima estirpe, nos hubiéramos tenido que cruzar con los tártaros, chatos, de ojos oblícuos, de gruesos labios y pómulos salientes, y de este desigual y plebeyo cruzamiento hubieran salido unos mestizos feos de veras, y no las naciones ilustres, hermosas y sabias que encierra en sí la Europa. Pero dejando esto aparte, pues no es mi ánimo hablar de tiempos tan recientes como los de la caída del imperio romano y fundación de las nacionalidades europeas, tales como son hoy, diré que desde época remotísima, ó bien por efecto de un período glacial de que hablan muchos geólogos, ó bien por otro cataclismo, los arios, que debían vivir en un país bastante al Norte, quizás mucho más al Norte que el lugar que por lo común se les da por cuna, á la falda del Paropamiso, tuvieron que separarse y emigrar. Se dice que los hielos del Polo Norte se derritieron, quizás por efecto de haber tomado la tierra la inclinación que hoy tiene, abriéndose el ángulo que forman los ejes del Ecuador y de la Eclíptica, que antes se confundían y eran un solo eje. Con tan espantosa dislocación, hubo de haber por fuerza un sacudimiento atroz en la corteza sólida de nuestro globo, que haría reventar no pocos volcanes; un diluvio punto menos que universal, y, por último, unos fríos tremebundos. Por este motivo, y en Era muy distante de nosotros, esto es, 24.000 años antes de la Era Cristiana, según Rodier y otros audaces cronologistas, fué la primera dispersión de los arios. Nosotros, en la introducción á estas leyendas, hemos mostrado ya un escepticismo prudente acerca de este punto. No negamos ni afirmamos nada: hacemos una distinción. Á los geólogos prehistóricos no les negamos sus descubrimientos. Queremos conceder que sus armas y utensilios de piedra, sus fósiles y sus poblaciones lacustres, puedan tener acaso mayor antigüedad que los indicados 24.000 años; pero, históricamente, poco ó nada se sabe ni puede afirmarse sobre los primeros 21.000. No es negar que hubiese historia tres mil años antes de Cristo: es afirmar que esta historia se ha perdido en muchos países, y que en otros se halla tan desfigurada por las fábulas, que es imposible distinguir el cielo de la tierra, los reyes de los dioses, los vanos ensueños poéticos de la fantasía de la maciza y tangible realidad de las cosas. Sin duda, muchos grandes diluvios sucesivos, aunque parciales, bastante grandes para destruir casi por completo naciones y razas enteras, destruyeron también los anales, si ya los había, ó borraron ó confundieron en la memoria de los hombres los hechos de sus antepasados. Si no estoy trascordado, el primero que explicó el diluvio universal, dándole por causa la fusión de los hielos del Polo Norte, fué Bernardino Saint-Pierre, el cual escribía preciosas novelas de ciencias naturales, harto más bonitas que las de Julio Verne en el día. Posteriormente se ha inventado la periodicidad de los grandes diluvios, y el Polo Sur alterna con el Polo Norte en el oficio de causarlos. Ya hemos dicho que 24.000 años antes de Cristo fué el Polo Norte quien causó un diluvio. En el reinado de un rey indio, llamado Satyaurata, parece que hubo otro diluvio causado por los hielos del Polo Sur. Este diluvio, dicen algunos sabios, que fué el que anegó á casi todos los hijos de Sem, menos á los que se refugiaron en los montes de Armenia; en suma, fué el diluvio de Noé, referido en la Biblia. Todavía, por último, unos 2.400 ó 2.300 años antes de Cristo, como quien dice ayer de mañana, para quien da tan estupenda antigüedad á nuestra especie, se imagina otro gran diluvio que acabó con casi todos los griegos, y que también se recuerda en China, bajo el nombre de diluvio de Yao. Al Polo Norte le tocó hacer el papel de promovedor de este diluvio, el cual hundió la Atlántida y sepultó bajo las arenas y piedras que trajeron consigo las aguas impetuosas los utensilios, armas y habitaciones, y los cuerpos mismos de los primitivos pobladores de Europa, de los hombres de la Edad de Piedra, que hoy los sabios están sacando á relucir. De todo esto se deduce, á mi ver, que poco ó nada se sabe de los principios de nuestra especie, y que apenas hay ciencia más obscura y contradictoria que la cronología de las primeras edades del mundo. En cuanto á los diluvios fuerza es creer que ha habido uno universal, ya que así lo afirman nuestras Sagradas Escrituras; pero podemos poner en duda esos enormes diluvios parciales causados por los hielos del uno ó del otro polo en ciertos períodos. Tal vez basten las fuerzas permanentes de las aguas y de los volcanes, en la larga serie de siglos, según la teoría de Lyell, para cortar istmos y abrir estrechos, allanar valles y aupar montañas, cambiar la posición de los continentes y de las islas, y transformar la tierra en mar y la mar en tierra. La idea de Adhemar, que fué el inventor de los diluvios periódicos, parece una renovación de la Kalpa ó del día y la noche de Brahma, que duraba 432 millones de años, ó del año grande de los egipcios y de Orfeo; sólo que en vez de durar este período por lo menos 120.000 años, dura 21.000, según Adhemar. Este año grande, de los dichos 21.000 años, tuvo su verano máximo para nuestro hemisferio boreal, en 1248, reinando San Fernando en Castilla. Desde entonces los veranos de todos los años van menguando y van creciendo los inviernos, hasta que llegue el año de 6498 de Cristo, en el cual los veranos y los inviernos serán exactamente iguales en ambos hemisferios. Á lo que parece, en los momentos de esta igualdad está el grave peligro. Los hielos que se han ido amontonando en el Polo Sur, durante el largo invierno de 10.500 años, que por allá hay, se derretirán, buscando el equilibrio, y habrá un nuevo diluvio que tal vez destruya casi todo el humano linaje. En suma, y sin entrar en reconditeces astronómicas, cada 10.500 años hay ó debe haber un diluvio, que se va preparando lentamente con la aglomeración de los hielos, ya en un Polo, ya en otro, á causa del mayor frío que hace alternativamente, ora en el hemisferio austral, ora en el boreal. Como el nuevo diluvio está anunciado para el año de 6498, es claro, como la luz del día, según Adhemar, que el diluvio próximo pasado ocurrió en el año de 4002 antes del nacimiento de Cristo. Se conoce que Adhemar no ha querido disgustar al Padre Petavio, y su último diluvio coincide, sobre 100 años más ó menos, con el de Noé. Dirán algunos lectores que estos apuntes cronológicos son un extraño principio de novela; pero yo les pido perdón y me disculpo asegurando que no es dable empezar de otro modo. La novela es un poema prosaico; una epopeya sin poesía ó con poca poesía; y aunque en la novela entre por mucho la invención, ó si se quiere la inspiración, conviene que esta invención ó esta inspiración tenga algún fundamento, y no se quede en el aire. Pongamos por caso el rapto de Sita por el tremendo rey de los raksasas, Ravana; la alianza de Rama con los valerosos é ilustres monos, y con Sugriva, su poderoso monarca, los cuales tan enérgicamente le auxiliaron; su expedición á Ceilán, y el sitio y conquista de Lanka, capital de aquella isla, con todos los portentos que allí ocurrieron. Estos acontecimientos, en lo antiguo, podían referirse de un modo épico, sin indicar la fecha, ni siquiera próximamente. Hoy día es preciso marcar una fecha, créanla ó no la crean los lectores. Si yo tuviera que contar los hechos de Rama, tendría que apelar á los críticos y cronologistas para fijar el tiempo en que sucedieron, y he de confesar que me vería apuradísimo. Unos me dirían que 5.500 años antes de Cristo; otros que mucho después. Lo mismo ocurriría con casi todos los sucesos de la India antigua. La vida de Krishna, por ejemplo, algunos la ponen más de 3.000 años antes de Cristo; otros, como Bentley, hacen á Krishna tan moderno, que ponen su nacimiento con exactitud maravillosa (en virtud del horoscopio ó aspecto del cielo, cuando nació el Dios), el día 7 de Agosto del año 600 de nuestra Era. Quien supone que la leyenda de Krishna ha servido de modelo á la historia de nuestro Divino Redentor; quien no ve en la leyenda de Krishna sino una invención de los brahmanes, un remedo de la vida de Jesucristo, interpolado en los antiguos libros y poemas de la India, con el propósito de hacer ineficaces todas las predicaciones de nuestros misioneros. Por lo expuesto se notará que sobre la dificultad inherente á la cronología de los tiempos antiguos, está la mayor dificultad que ha creado la pasión religiosa. Los amigos del Cristianismo, para conciliarlo todo con la corta edad que la Biblia concede al mundo, propenden á negar antigüedad á todo; y los enemigos del Cristianismo, con menos crítica á veces, dan á ciertos sucesos y á ciertas civilizaciones, una antigüedad portentosa. En la opinión de cada sabio entra, además, por mucho, en no pocos casos, una ciega y decidida predilección por un pueblo y por una cultura, objeto de sus estudios favoritos. Tal sabio, como Beauregard, hace que todo proceda de Egipto: leyes, religiones, artes y ciencias; tal otro, como Jacolliot, que todo nazca de la India. De aquí también proceden en parte las divergencias en punto á cronología. En fin, á pesar de estas divergencias, yo tengo que fijar algo, antes de empezar esta primera leyenda. Si carezco de la ventaja de ser sabio, el no serlo lleva también una ventaja. Como no he hecho estudios favoritos de nada, nada es objeto de mi particular afición. Lo mismo me interesan los chinos que los egipcios; no quiero más á los indios que á los persas. No adulteraré yo la verdad ni trocaré las fechas por amor á ninguna tribu, nación ó raza, ni por afecto á ningún gran legislador, profeta, semidiós ó dios antediluviano. Empecemos, pues, por creer en el diluvio universal y no parcial, único y no periódico, y ocurrido en el mismo año en que, de acuerdo con el Padre Petavio, le coloca nuestra _Guía de Forasteros_. Una vez sentado y admitido esto, pongamos aparte á los chinos, que tendrán que intervenir muy poco en nuestras leyendas. Los demás pueblos, estirando algo la cronología bíblica, y condensando algo sus revoluciones, adelantamientos y desarrollos de cultura, caben todos dentro de los 4.000 años que van desde el Diluvio hasta nuestra Era. Tal vez los egipcios, con sus innumerables dinastías, se resistan á entrar en tan breve espacio de tiempo; pero haremos oídos sordos contra sus clamores y protestas, y prescindiremos de los períodos de Phta y de Phré, y de los reinados de Osíris y de Horus, evidentemente mitológicos. Supongamos á Menes primer rey de Egipto, y aunque le supongamos lo más cerca que se pueda del Diluvio universal, siempre habremos de imaginar que muchas de las quince ó dieciséis dinastías, que se cuentan desde entonces hasta el momento en que va á empezar nuestra primera leyenda, fueron simultáneas. Cuando nuestra historia empieza, el Egipto estaba mucho tiempo hacía bajo la dominación de los árabes ó hycsos. Uno de sus reyes, llamado Apofis, es quien había tenido aquellos sueños que interpretó el casto José, y quien le nombró luego su primer Ministro. Un sucesor de Apofis, por nombre Janías, reinaba en Egipto en el momento en que va á empezar nuestro relato. La capital de su reino era Sais. Los reyes indígenas, después de haber ido palmo á palmo haciendo la reconquista, habían logrado dar á su reino una gran extensión, y tenían por capital de él la magnífica ciudad de Tebas, Of ó Dióspolis magna, que por todos estos nombres es conocida. El rey ó Faraón, que por entonces reinaba en Tebas, se llamaba Temuz; grande y terrible personaje, algo parecido á un D. Jaime el Conquistador entre los egipcios. En la India había decaído el inmenso poder de los reyes de Ayodia. Los sucesores de Isvakú y de Rama el divino, dominador de los raksasas, protector de los monos multiformes y sabios y destructor de Lanka, capital de Ceilán, habían venido muy á menos. Entre tanto, la Casa Real de los Chandras ó hijos de la Luna se había elevado mucho, y el soberano reinante de esta dinastía había tomado el título de Maharadjad ó Gran Rey. La terrible guerra de Mahabarat no había estallado aún. Sobre Asiria y Caldea se nos ofrecen algunas dificultades que importa allanar para la mejor inteligencia de esta notable leyenda y de las sucesivas. Sabido es que Botta, Layard, ambos Rawlinson, Oppert y otros doctos arqueólogos, han excavado en las ruinas de Nínive, de Nimrod, de Persépolis, de Corsabad y de otras antiguas ciudades; han desenterrado prodigiosos monumentos; los han descrito; los han explicado, y hasta han leído no pocas inscripciones cuneiformes, poniendo en claro su sentido. Confrontando después estos datos con los suministrados por la Biblia, Herodoto, Ctesias y Beroso han rehecho y esclarecido en extremo la historia de los caldeos, asirios y babilonios. Merced á tan raros trabajos, la historia, las leyes, los usos y costumbres, la cronología, la vida, en suma, de los grandes imperios semíticos de las orillas del Tígris y del Eufrates, son tan bien ó mejor conocidos que los de algunos pueblos de la Edad Media en Europa, sobre todo desde la famosa Era llamada de Nabonasar, año de 747 antes de Cristo, unos seis ó siete años después de la fundación de Roma. Lo que es ya desde el reinado de Senaquerib, en 686, la cronología no puede ser más exacta. Los mismos objetos de entonces, descubiertos por infatigables anticuarios, nos alucinan hasta el punto de imaginar que tocamos con la mano y vemos con nuestros ojos mortales la civilización de aquel siglo. Aquí, en Madrid, en nuestros bailes y fiestas, hemos contemplado al cuello de una ilustre dama, entre otros cilindros ninivitas y babilónicos, el sello real de Asar-Addon, conquistador de Babilonia, hijo de Senaquerib y padre de Nabucodonosor I. Las dificultades y dudas en la historia de Caldea y de Asiria ocurren mucho antes. Sin embargo, todos los sabios convienen ya, gracias á Dios, en lo más esencial. De esperar es asimismo que no pocas dudas y divergencias que quedan lleguen con el tiempo á resolverse. Rawlinson dice que, de vez en cuando, es menester rehacer ó componer de nuevo la historia de los antiguos imperios del Asia. Recientes descubrimientos la modifican y aclaran cada vez más. Debe, pues, conjeturarse que, no bien se escriban, con el andar de los tiempos y el progreso de la ciencia, tres ó cuatro historias tan magistrales como la suya, vendremos á saber á punto fijo lo que ocurría á orillas del Eufrates veinticinco ó treinta siglos antes de Cristo, como se sabe ya lo que ocurría seis ó siete siglos antes. En el ínterin, el historiador, grave y concienzudo, tiene que limitarse á rastrear por indicios, en medio de mil vacilaciones, ciertos sucesos capitalísimos, dejando entre ellos inmensas obscuridades ó lagunas por iluminar ó por llenar. El poeta ó el novelista, que es un poeta en prosa, es el único que por hoy puede llenarlas, gracias á una inspiración semi-divina en que deben creer sus lectores. Algo, con todo, puede ya fijarse como fundamento, casi con prueba plena. Los autores están concordes en suponer ó sospechar un Imperio de Asiria anterior á Nemrod. Nemrod vino por mar; pertenecía á la raza cusita ó etiópica; venció á los asirios, y fundó un nuevo Imperio en el Sur de la Mesopotamia, cuya capital fué Ur, á orillas del Eufrates. Asur se retiró al Norte con los asirios que no se sometieron al yugo de los cusitas ó caldeos. El Imperio de Nemrod, ó la antigua Caldea, se llamó también el Imperio de las Cuatro Razas. Aquel _fuerte cazador delante del Señor_ tuvo por súbditos á cusitas, arios, semitas y turaníes, esto es, á gentes de las razas amarilla, blanca y negra. El pueblo dominante fué el cusita ó etiópico. De la dinastía de Nemrod se citan con certeza otros dos nombres de reyes, á saber: Urukh é Ilki, de cuyos colosales alcázares y torres aún se descubren vestigios. Á lo que parece, el Imperio de Nemrod, hacia el año de 2.400 antes de Cristo, se desmembró y fraccionó en varios reinos, hasta que un siglo después un rey llamado Kudur-Lagomer ó Codorlahomor, y yo tengo para mí que era de raza ariana, hizo tributarios á otros muchos reyes y restableció el Imperio, por breve tiempo. Nadie ignora que este Codorlahomor fué contemporáneo de Abraham. Los semitas iban ya recobrando su antigua preponderancia sobre las demás razas. En Arabia, venciendo previamente á los cusitas, que allí predominaron, habían fundado un reino muy fuerte y guerrero, cuyo centro era el Yemen y el Hadramaut. Contaban aquellos reyes árabes por antecesores á Jectan, Sabá y Homeir, por lo cual las tribus que les estaban sujetas se solían apellidar los jectanidas ó los homeiritas. Por último, en el tiempo en que empieza nuestra primera leyenda, reinaba en Arabia un descendiente de Homeir, llamado Aret-el-Rech, á quien algunos historiadores clásicos llaman Areo. Aliado este Areo con Nino, tercero ó cuarto sucesor de Asur, venció á los cusitas; y así vino á fundarse la gran Monarquía asiría de Nino. Con el auxilio de Aret-el-Rech, Nino se enseñoreó de todo el Asia central. Llega ahora el punto más dificultoso y de mayores dudas: la primitiva historia del Irán. El mismo Rawlinson no se atreve á retroceder con paso seguro en esta historia sino hasta 600 ó 700 años antes de Cristo para los medos, y para los persas hasta el reinado de Ciro ó poco antes; esto es, que empieza casi donde nosotros vamos á concluir las leyendas. Mas no es esto decir que nos hayamos engolfado en las edades plenamente fabulosas. Historiadores, aunque sabios y prudentes, menos tímidos que Rawlinson, hallan verdad histórica en los sucesos del Irán bastantes siglos antes de Ciro, y algunos reconstruyen una historia del Irán que empieza antes de la separación de los Indios y de los iranienses, cuando ambos pueblos formaban uno solo; los arios, que entonaban juntos los himnos religiosos del Rig-Veda en la primitiva región de Ariana-Vaega. Todos los hechos de esta larga historia iraniense, anterior á Ciro, están sacados de antiguas tradiciones conservadas por los güebros ya en libros sagrados, ya oralmente, y recogidas muchas por los poetas épicos del tiempo de los Soberanos musulmanes de Gasna. Entre todos estos poetas épicos, descuella Firdusi, el Paradisaico. Su obra se titula el _Shah-Nameh_ ó _Libro de los Reyes_. Á imitación y como continuación del Shah-Nameh, se escribieron después otras epopeyas, otros _Namehs_ ó _Libros_, que hacen del ciclo épico del Irán uno de los más ricos y fecundos. Hay el _Gerschap-Nameh_, el _Barsu-Nameh_, el _Djusgan-hir-Nameh_, el _Feramur-Narneh,_ el _Banu-Guyasp-Nameh_, el _Bahman-Nameh_, y otros muchos que sería prolijo ir mentando. Los Soberanos, los Príncipes y los héroes del Irán son cantados extensa y lindamente en estos poemas. Sobresale entre todos Rustán, como en el ciclo épico carlovingio sobresale Roldán, y el Cid en nuestra magnífica epopeya de las guerras entre moros y cristianos, durante los siglos medios. La cuestión está en decidir si todos estos cantos populares tienen más valor histórico que los Libros de Caballerías; si los Rustanes, Feramures y Barsúes son tan fantásticos como los Amadises, Esplandianes y Lisuartes; ó si los _Namehs_, con las hazañas y guerras que refieren, se fundan al menos, como la Iliada y la Odisea y las obras de otros homeridas, hasta Juan Tzetzas y Colutho, en casos reales y verdaderos, si bien abultados por la tradición y por la fantasía del vulgo. Yo me inclino á creer que, despojados de lo sobrenatural, los sucesos referidos por Firdusi y otros épicos de Persia pertenecen á la historia. Los historiadores orientales, como Kondemir y Mircondo, refieren también muchos de dichos sucesos, y, si bien Klaproth les niega toda autoridad, hoy, en el estado actual de la ciencia, no es lícito ser tan escéptico. Los libros sagrados zendos, como el _Vendidad_ y el _Desatir_, confirman lo que cuentan las historias y poemas posteriores al Islán. Estas historias estaban además basadas sobre tradiciones muy fidedignas y sobre documentos y monumentos antiquísimos. No pocos de los autores, como Firdusi, el más glorioso de todos, eran _dehkanes_, esto es, antiguos nobles del Irán, hidalgos por decirlo así, de muy ilustre casa, cuyas genealogías debieron guardarse. En suma, yo creo que muchas de las historias del Irán, antes de Ciro, deben tenerse por ciertas y algunas por probables y verosímiles. En este supuesto, diré que el Mahabad de los Persas parece ser el mismo Manú de los Indios, un legislador mítico primitivo. Otro profeta iraniense, llamado Dji-Afram, simboliza el período histórico del cisma ó separación de indios y persas. El Ariana-Vaega, con sus reyes Cayumors, Ferval, Siamek y otros, sólo prueba que hubo una sociedad primitiva, en la cual formaron un solo pueblo los indios, los iranienses y los escitas blancos. Después de la separación, los iranienses, conducidos por Djenschid, emigraron y fundaron el reino ó Imperio de Vara, cuya capital fué Raga. Un conquistador, llamado Zohac, destruyó el Imperio de Vara y vino á reinar sobre los iranienses. En el reinado de Zohac empieza nuestra primera leyenda. Pero, ¿quién fué este Zohac y en qué siglo vivía? Á mi ver, Zohac era semita, era el propio Aret-el-Rech, ó más bien un sobrino y lugarteniente de aquel famoso rey del Yemem, aliado de Nino. En esto me aparto de la opinión de Rodier, quien hace á Zohac cusita y supone que reinó siete mil años antes de Cristo; pero tengo á mi lado á Gobineau en su _Historia de los Persas_, quien hace que viva y reine Zohac en la época más reciente de Nino, rey de Asiria. Finalmente, reinaba por entonces en la Escitia un rey llamado Tihur. La capital de su reino era la hermosa ciudad de Vesila-Tefeh. En ella introduciremos al punto á los lectores para que tenga verdadero comienzo nuestra historia. II. Vesila-Tefeh, por más que parezca inverosímil, estaba situada en medio de las que son hoy áridas estepas por donde vagan los kirguises. En la orilla Norte del Sir ó Jaxartes se parecía la hermosa ciudad, cuyas casas y palacios se reflejaban en las aguas del caudaloso río. El Imperio de que era capital se extendía por el Sur hasta el Oxo ó el Amú-Deria. Más allá, un arenoso desierto. Otro desierto arenoso le separaba por el Oriente de la Sogdiana. Por el Occidente tenía por límites el Caspio y el Aral, que entonces formaban un mar solo. Por el Norte no conocía otros términos ó fronteras que la mayor ó menor pujanza de los escitas, vasallos del Rey Tihur, para tener á raya á los pueblos nómadas y enteramente feroces que iban errando por los páramos boreales. En suma, los dominios del Rey Tihur, eran como un oasis de cultura, como una isla civilizada en medio de un Océano de barbarie. Á pesar de este aislamiento, los escitas de Vesila-Tefeh dejaron memoria de sus virtudes y de su ciencia aun entre los mismos griegos, tan vanidosos. Zalmoxis, Abaris y otros filósofos escitas se cuenta que llevaron á Grecia religión, oráculos, ritos y misterios profundos. La fama lejana de estos escitas hizo nacer sin duda en Grecia la fábula de los felices hiperbóreos, que vivían en un país feraz y rico, y que componían y cantaban los himnos más bellos que imaginarse pueden, por ser muy amados de Apolo. Ello es que, muchos siglos antes de que en Grecia escribiesen Homero, Herodoto y Esquilo, y aun antes de que á Grecia llevasen los fenicios la escritura, florecía Vesila-Tefeh con extraordinario florecimiento. Regado el fértil terreno por las aguas de siete ríos, de muchos arroyos y de numerosos canales, estaba cubierto en partes de hermosas huertas y jardines. No faltaban bosques umbríos de pinos, abetos y robustas encinas. Había campiñas extensas donde se producía trigo en abundancia, y sobre todo dilatadísimas dehesas cubiertas de fresca y larga hierba, donde pastaban numerosos rebaños. Pero la más envidiable calidad del País de los Siete Ríos, que así se apellidaba el reino de Vesila-Tefeh, era la abundancia de oro. Los esclavos de los escitas, no sólo sacaban el oro lavando las arenas, sino también ahondando tenazmente con instrumentos de bronce en el seno de las montañas. Los rusos han descubierto muchos restos de estas antiquísimas minas, á las que llaman, no sé por qué, _pozos fínicos_. Nadie duda que los rudos tártaros, que hoy habitan en las vertientes del Ural, tanto en Kirguisia como en Siberia, son y han sido siempre incapaces de ejecutar para sí tan hábiles trabajos, los cuales no pueden menos de atribuirse á los antiguos escitas. Y digo _para sí_, porque en realidad los tártaros, la gente de raza amarilla y no pocos hombres de raza cusita ó etiópica, reducidos á la condición de esclavos, eran los que laboreaban las minas bajo la dirección de los escitas-arios. Éstos, como raza dominante y noble, se hubieran deshonrado ejerciendo cualquier otro oficio que no fuese el de pastores, el de la guerra, la caza y la agricultura. Multitud de esclavos de raza amarilla y etiópica se empleaba en los menesteres más bajos y mecánicos. Otros esclavos semitas hilaban y tejían la lana, el lino y el cáñamo; forjaban las armas y utensilios de bronce, porque el hierro no se trabajaba aún; curtían y adobaban las pieles; desempeñaban varias industrias más elegantes, y hacían, por último, el comercio. Dificultoso era venir desde Nínive ó desde Babilonia trayendo mercaderías hasta Vesila-Tefeh. Pero, ¿qué no vencen el interés y la perseverancia del hombre? Los dos emporios principales desde donde se hacía el comercio entre el Sur del Asia y nuestros escitas, eran el Chersoneso Táurico y Colcos. Las caravanas que salían de Cherson tenían que sufrir grandes trabajos, atravesar países desiertos ó habitados por tribus feroces y pasar ríos caudalosos como el Tanais, el Rha y el Daix, que hoy se nombran el Don, el Volga y el Ural. Todo esto se hacía, sin embargo, y el antiguo camino de los mercaderes que señala Herodoto, cruzaba por la parte septentrional del reino de Vesila-Tefeh y se prolongaba hasta la China. Desde Colcos, más activo emporio aún en las edades remotas, se iba también hasta Vesila-Tefeh, aunque exponiéndose á peligros gravísimos que la imaginación magnificaba, pues era necesario salvar torrentes ó ríos impetuosos como el Kur, cruzar los desfiladeros del Cáucaso ó Montaña Sagrada, donde vivía el pájaro inteligente llamado Karshipta, y discurrir por comarcas donde moraban gentes tan fieras, que la fantasía del vulgo las había trocado en monstruos, bajo los nombres de arimaspes, grifos y gorgones. Á pesar de todo esto, Vesila-Tefeh era un gran mercado; un centro comercial importantísimo. De China venían sedas y objetos de marfil labrado; de Siberia preciosas pieles; de la Arabia plumas y aromas, y de la India especierías y tejidos de algodón, delicados y aéreos. En las comarcas meridionales del Reino de Vesila-Tefeh, hacia donde están hoy Kiva, Samarcanda y Bucara, se daba ya entonces el algodón como se da ahora, pero sólo se fabricaban telas groseras. Las finas y perfectas venían de la India por Colcos. Este comercio, que hizo Colcos durante muchos siglos, en telas de algodón, excitó, según algunos graves economistas, la codicia de los griegos y promovió la expedición de Jason y de los argonautas y los infortunios y horrorosa venganza de Medea. Jason iba á establecer una factoría en Colcos y el famoso Vellocino de oro no era más que percal, gasa, muselina ó cotonía. Tal vez algún etimologista ingenioso se atreva á sostener, en confirmación de lo dicho, que la palabra _colcha_ viene de Colcos ó de Colchida, puesto que las colchas son de algodón casi siempre. Otros autores aseguran, á pesar de todo, que el Vellocino dorado no era una tela de algodón, sino una zalea, adobada y preparada de un modo tal, que lavando en ella las arenas auríferas en que los ríos de Colcos abundan, los granitos y pajitas de oro se quedaban adheridos á la lana. Dícese que todavía, no ya sólo algunos pueblos del Cáucaso, sino también los kirguises, se valen de semejante método prehistórico para extraer el oro de las arenas. Pero dejemos á un lado esta cuestión, pues importa poco á la exactitud y escrupulosa verdad de nuestra historia. Otro medio había también de comunicarse con el país de los Siete Ríos, pero era no menos difícil y peligroso. Era este medio atravesar todo el mar Caspio ó de Hircania, mar proceloso y de muchos bajíos, y harto mayor entonces que ahora. Acrecentaba la dificultad el no conocerse entonces, no ya el vapor como fuerza motriz, pero ni siquiera el uso de las velas. Las embarcaciones eran chicas y poco sólidas y se movían á remo por fornidos esclavos. Aun así, es evidente que mientras floreció el Imperio de Vara, Djenschid y sus sucesores sostuvieron por mar, con los reyes de Vesila-Tefeh las relaciones más cordiales, frecuentes y provechosas para unos y otros súbditos, los cuales se reconocían como hermanos, por ser arios de la misma estirpe y procedencia. Caído el Imperio de Vara bajo el poder del tirano Zohac, casi habían acabado estas relaciones. Los iranienses gemían bajo el yugo, si bien en las montañas del Elburz se sostenían independientes algunos valerosos. Sabíase en Vesila-Tefeh que un ilustre descendiente de Djenschid, llamado Abtian, los acaudillaba, pero ni tenía plaza fuerte, ni morada fija, sino las breñas y las cavernas. Sólo en la cumbre elevadísima del monte Demavend, en el castillo inaccesible de Selket, el más ilustre de los _pelavanes_, ó guerreros nobles, ondeaba aún la antigua bandera del Irán. Amol, Raga y otras ciudades del Elburz gemían cautivas y tenían guarnición asiria ó árabe. Dos reinos arianos había en las orillas meridionales del Mar Caspio, pero se habían hecho tributarios de Zohac y de Nino. Uno de estos reinos era el de los medos, al Oriente, donde imperaba Kus-Pildendan. El otro, al Occidente, donde está hoy el Ghilan, era el reino escita de Matjin; su capital, Zibay; Behek su monarca. La catástrofe del imperio de Vara, desde que llegó á noticia de los vesilianos, había conmovido hondamente los corazones. Todos querían socorrer á los pocos que peleaban aún por la independencia y por la ley pura: pero ¿cómo socorrerlos? ¿Cómo luchar contra los árabes, asirios, caldeos y medos coaligados todos? ¿Cómo hacer además con un ejército numeroso tan larga y expuesta expedición, ni por mar, ni por tierra? Los vesilianos tuvieron, pues, que limitarse á una estéril simpatía, y se vieron más aislados que nunca del resto del mundo civilizado entonces. Por fortuna, la civilización de Vesila-Tefeh tenía recursos propios, y muy hondas y vigorosas raíces para vivir aisladamente. Aquellos ilustres escitas-arios no eran sólo guerreros, pastores y labriegos, sino también artistas, poetas, filósofos y hasta teólogos. De su habilidad artística daba brillante muestra la arquitectura de los muros, casas, palacios y templos de Vesila-Tefeh. ¡Cosa singular y apenas creíble! Aquella arquitectura era el germen, el embrión, la flor primera de lo que hoy se llama estilo gótico. Sin duda el arte de Bizancio y la religión cristiana han influído muy posteriormente en dicho estilo; pero sus inventores fueron los arios de la Escitia, que en sus inmigraciones sucesivas le introdujeron en Europa. La ciudad de Sarmazigetusa, el castillo de Genucla y otros edificios géticos y sármatas, representados en la Columna Trajana, inclinan á Gioberti y al famoso Carlos Troya á creer que los getas, los sármatas y los dácios, descendientes de los escitas primitivos, trajeron á nuestra Europa aquella arquitectura, existente ya, por lo menos, en los antiguos edificios de Deceneo y de Zalmoxis. Digo esto aquí para que se vea que tengo pruebas en favor de todos mis asertos, si bien las pruebas son inútiles, cuando lo sé y lo doy por seguro, merced á la inspiración. Harto bien noto que me detengo mucho en preparar la escena y en dar conocimiento de mis actores, sin hacerlos salir ni hablar; pero la historia ó el drama que va á representarse, exige tales preámbulos. De otra suerte, bastantes lectores ni se darían cuenta de dónde estaban, ni gustarían de la leyenda, ni tal vez la comprenderían. Por lo demás, yo procuro y procuraré siempre ser muy breve. Ya he dicho que la ciudad de Vesila-Tefeh estaba en las orillas del Sir. Un puente de piedra unía ambas orillas del río. Los muros que cercaban la ciudad eran altos y gruesos, hasta el punto de que pudiese correr un carro por cima de ellos. Cuatro anchas puertas, revestidas de chapas de bronce, daban entrada á este recinto. Dentro de él estaban las casas de los más nobles y principales señores, un templo en lo alto de un cerro, y no muy distante el alcázar del Rey Tihur. No había calles. Las casas estaban separadas unas de otras por arbolado y jardines. Fuera del recinto de la muralla, que más bien pudiera llamarse ciudadela que ciudad, se extendía la población y el caserío. En torno de cada casa había una cerca, más ó menos grande, y, resguardados por la cerca ó tapia, un huerto, un aprisco para los carneros y ovejas y un tinado para los bueyes. En el templo había una torre, de forma cúbica, que terminaba en una pirámide cuadrangular, muy aguda. Entre el extremo del cubo y la base de la pirámide, quedaba un espacio hueco, sostenido por cuatro poderosos machones. Del techo de este mirador colgaba, asida á una cuerda, una enorme plancha circular de cierta amalgama metálica, en extremo sonora, la cual, herida por un mazo de plata, daba la señal de alarma, y convocaba á los guerreros. Lo interior del templo era muy bello. Diez gigantescos pilares sostenían la techumbre. Cada pilar, desde el zócalo hasta lo alto, se asemejaba á un grupo de palmas, cuyos troncos, unidos en manojo, esparcían luego las airosas ramas, formando la bóveda ojival. No había imagen alguna. Sólo había un altar en el fondo, sobre el cual brillaba perpetuamente el hijo del cielo, la emanación de Ahura Mazda, el fuego divino. En Vesila-Tefeh no había sacerdotes, ó por mejor decir, eran sacerdotes los padres de familia. El rey, como Melquisedec, era el primero de todos. El dios que adoraban aquellas gentes era el Grande Espíritu, el Ser Supremo, cuya noción no habían ofuscado aún el politeísmo y la idolatría. En un principio, habíanle llamado Teu, ó Dev ó Div. Desde el cisma entre iranienses é indios, este nombre de Div se había aplicado al príncipe de las tinieblas, á los genios negros, á los espíritus tenebrosos. Los Divs, en suma, eran los diablos para los iranienses y para nuestros escitas-arianos. Los sabios de Vesila-Tefeh, conociendo bien la ciencia y la teología iránicas, al principio luminoso, al foco de la luz increada, al Grande Espíritu, en suma, generador de todo bien, le llamaban Ahura-Mazda. Ariman era su contrario. El vulgo, ignorante de tan altas doctrinas, llamaba á Dios Boga ó Savitar. Daba culto asimismo á los genios buenos ó espíritus que le servían; á las almas de los héroes, á quienes llamaba Anses; al fuego del altar y al Soma ó licor sagrado. El modo de adoración eran sacrificios cruentos, libaciones é himnos. Aun no había otra liturgia ú otro canon que la inspiración de cada sacrificador y de cada poeta. Delante del alcázar del Rey Tihur hacían guardia constante 60 guerreros escogidos, de las más egregias familias. Todos tenían lanzas, arcos, flechas y una espada corva ó alfanje. Ya servían á pie, ya á caballo, y constituían el único ejército permanente. Verdad es que todos los ciudadanos libres eran soldados, y acudían al llamamiento en caso de peligro. El alcázar del Rey Tihur era espacioso, cómodo y lleno de regalos y primores. Encerraba en su piso bajo magníficas caballerizas con hermosos caballos, asnos, mulas y cabras; cinco carros elegantes; podenquera, que contaba unas cuantas jaurías de galgos y de podencos; no escasa colección de halcones, gerifaltes neblíes y hasta águilas y buitres adiestrados en la cetrería; anchos corrales poblados de aves domésticas, y un jardín muy lindo. También estaban en el piso bajo las cocinas, despensas y bodegas y las habitaciones de la servidumbre. Moraba el Rey Tihur en las cámaras altas, donde había grandes salones. Armas colgadas en haces, pieles de fieras, cabezas de venados, de lobos y de osos ornaban los muros. En lo más recóndito y bello del palacio se encontraba el harem ó _gineceo_. Los escitas no tenían más que una sola mujer, pero los reyes y los príncipes se permitían (habiendo tomado esta pícara costumbre de los cusitas y semitas más refinados y viciosos), el poseer algunas bellas esclavas. El Rey Tihur, si bien pasaba ya de los cincuenta años, no se había casado nunca y carecía de sucesión legítima. Un hermano suyo debía heredar el trono, previo el consentimiento y aclamación de los nobles y libres vasallos. Ni las esclavas que habitaban el harem ni las más gentiles y nobles doncellas de toda la Escitia habían herido jamás el corazón del Rey Tihur, ni excitádole al matrimonio. Fuerza es confesar, sin embargo, aunque redunde en desdoro suyo, que el Rey Tihur había sido y era aún, á pesar de sus años, muy aficionado á mujeres. Este era casi su único defecto. Por lo demás, era tan llano, tan justo, tan valiente, tan generoso y tan benévolo que todos sus vasallos le querían de un modo entrañable. Considere, pues, el pío lector lo afligidos que estos vasallos andarían al empezar nuestra narración. El Rey Tihur se hallaba aquejado de una melancolía profunda, misteriosa, invencible. Encerrado en su estancia sólo se dejaba ver de su fiel esclavo favorito Amrafel, negro como la endrina y fiel como el oro. Hombres versados en la ciencia y arte de curar habían acudido con hierbas, conjuros y versos mágicos, mas el rey no había querido recibirlos. En Vesila-Tefeh no se hablaba más que de aquella extraña dolencia. Preguntábanse unos á otros: --¿Qué tendrá el rey?--pero nadie daba contestación satisfactoria. III. La profunda melancolía del Rey Tihur no tenía causa conocida. Era el mal de moda en nuestro siglo; pero entonces, aunque no se hablaba tanto de este mal, no era menos frecuente. En las primeras edades del mundo hubo, como en nuestra edad del vapor y del magnetismo, corazones con un amor sin objeto, con un afán vehemente de admiración y de adoración, sin hallar nada digno de ser admirado y adorado; con un vacío infinito en la existencia que nada puede llenar; con un ideal vago é irrealizable; con un empeño loco de dar tan noble y elevado fin á la vida, que todo lo que no es este fin parece vanidad y miseria. La diferencia entre ahora y entonces, lo que induce á creer á los que miran superficialmente las cosas que el mal de que hablo es más general en el día, estriba en una mera figura retórica: en el _eufemismo_. El que por feo, por tonto ó por poco listo, no es tan atendido y considerado como él cree que merece; el que no llega á la posición á que aspira; el que se aprecia y tasa en mucho más de lo que dan por él; y muy singularmente el que tiene menos dinero del que necesita, y sabe gastarle y no sabe adquirirle; todos éstos y no pocos más que adolecen de otros achaques prosaicos, se atribuyen en el día el mal poético y sublime del Rey Tihur. Ellos se curarían, y en efecto suelen curarse de su hastío y desesperación _byroniana_, ya con un empleo, ya con unas cuantas monedas, ya con una Gran Cruz, ya con un título de Marqués ó de Conde; pero, mientras esto no llega, se colocan en el número de los desesperados y de los seres superiores no comprendidos, y se declaran ejemplos vivientes de las amarguras que pasa el _genio_ y de la estupidez y ruindad del vulgo para con él. No era así el Rey Tihur. Su desesperación y su aburrimiento eran de buena ley, y, por consiguiente, incurables. Los ejercicios violentos de correr á caballo y de cazar fieras no mitigaban su dolor. En medio de las mayores agitaciones corporales su alma estaba fija en la causa de su tormento. La fatiga rendía su cuerpo, pero no rendía su espíritu. Hasta en sueños, el mal del espíritu le perseguía y con nada acertaba á alejarle de sí. Una mañana, poco después de levantarse, hallábase el rey en su estancia más reservada y retirada. Cualquiera de nosotros, si estuviese tan aburrido como él, tendría un cigarro, un libro ameno, un periódico para distraerse. En tiempo del Rey Tihur no había nada por el estilo. Estaba, pues, el Rey Tihur sentado en un enorme banco de roble, cubierto el banco de una piel de oso y de varios almohadones. La ocupación del rey era echar los dados de un cubilete y meditar sobre los caprichos misteriosos del acaso. Entonces entró en la estancia el esclavo favorito Amrafel, único que tenía permiso para ello, y se entabló el siguiente coloquio. Conviene, empero, antes de transcribirle aquí, dar una idea ligera del aspecto y traza de ambos interlocutores. Amrafel tendría de treinta á cuarenta años de edad, y ya hemos dicho que era negro; de menos que mediana estatura, pero muy fornido. El fuego de sus ojos y la extraordinaria blancura de sus dientes resaltaban sobre lo atezado de su rostro. Nacido y criado Amrafel en Ur, se había instruído en todas las ciencias y supersticiones de los caldeos, y sabía mucho de astrología y de magia. Cuando Ur cayó en poder de los asirios-semitas, Amrafel fué vendido como esclavo á unos mercaderes de Colcos, los cuales le revendieron al Rey Tihur, de quien ahora gozaba toda la privanza. Estaba vestido Amrafel con una túnica de lana obscura, ceñida al talle por un talabarte de cuero de búfalo, de cuyos tiros colgaban una ancha espada, á la izquierda, con vaina y puño de plata, y á la derecha un largo puñal, cuyo puño y vaina eran de plata también. Traía los brazos desnudos hasta los hombros, y en los brazos sendos brazaletes. Llevaba en las orejas zarcillos, y en la vestidura, hasta la misma fimbria ú orla inferior, varios cascabeles ó campanillas, que sonaban al andar, y que eran, asimismo, de plata, como los brazaletes y zarcillos. Ya se entiende que dichos cascabeles ó campanillas no eran adorno de bufón, sino signo de dignidad palatina y de jerarquía elevada. Por esto, sin duda, ha quedado entre nosotros el designar á cualquiera señor muy respetable y encumbrado, llamándole _un señor de muchas campanillas_. Llenos de campanillas iban siempre los levitas ó sacerdotes hebreos, y aun ahora, en la iglesia griega, están cuajados de campanillas sonoras los trajes más ricos y vistosos de los obispos, archimandritas y patriarcas. La cabeza de Amrafel estaba descubierta, dejando ver un pelo negro, corto y muy rizado, aunque no tan áspero y crespo como la lana ó pasas de los negros del Africa Occidental. Amrafel calzaba, por último, elegantes sandalias, y empuñaba en la diestra una pértiga de marfil, muestra de autoridad. Era como el pertiguero ó maestro de ceremonias del palacio; algo parecido á lo que Jenofonte y otros autores llamaron posteriormente _esceptuco_ en la corte de los acheménides. Al entrar, Amrafel no saludó al rey, prosternándose al uso de los asirios y caldeos, sino que, según la costumbre más noble y altiva de todos los pueblos arianos, desde los indios hasta los celtas, describió lo que llaman en sánscrito un _pradakshina_, ó dígase trazó un círculo ó arco de círculo, presentando siempre al rey el lado derecho. Luego se paró silencioso enfrente de su amo. Este jugaba solo á los dados; juego prehistórico. Sus ropas eran de finísima lana negra, ceñidas á la cintura por una faja de seda roja. Los borceguíes ó coturnos, de cuero bien curtido, eran rojos también. La rubia y larga cabellera del rey, que ya empezaba á encanecer, estaba recogida por ínfula asimismo de seda roja. Era el Rey Tihur alto y robusto, ancho de hombros, y de pecho dilatado. En sus piernas, que hasta el muslo se veían desnudas, se dibujaban con brío todos los músculos, cuerdas y tendones. Sobre la pujante cerviz estaba gallarda y airosamente colocada la cabeza, bien proporcionada y hermosa. Los ojos del rey eran azules y ardientes, aunque velados por una triste y amorosa expresión; y su boca, pequeña, á lo que podía descubrirse entre la barba y el bigote, poblados y luengos. La tez era sonrosada y blanca, á pesar de que el sol y la intemperie le habían dado un barniz ó baño dorado; una especie de pátina semejante á la que imprime el tiempo en los monumentos de mármol blanco de Andalucía, Sicilia y Grecia. En fin, el perfil de la nariz y de la frente era tan correcto y majestuoso, como imaginamos que debió serlo el de la nariz y la frente del Júpiter de Fidias. Durante un breve rato no advirtió el rey la entrada de Amrafel; tan ensimismado estaba. Alzó, por último, la cabeza; vió á Amrafel y rompió el silencio de esta suerte: --Siéntate á mi lado; deseo hablarte con reposo. Amrafel se sentó respetuosamente en un escabel, á cierta distancia. El rey prosiguió: --Tú no ignoras mi mal, Amrafel, pero no aciertas con el remedio, ni yo creo que le tiene. Me cansa la vida, y no quiero morir. No puedo persuadirme de que no hay nada más allá de esta vida. ¿No crees tú, como yo creo, que después de la muerte queda de nosotros una sombra leve y vaporosa, que tal vez vaga por la noche en torno del sepulcro, que tal vez se levanta en el aire tenebroso y recorre volando muchos espacios, pero cuya vida es incompleta y horrible, por lo mismo que esta sombra conserva el pensamiento y la memoria, y no puede ver la luz del claro día? --Lo que pasa después de la muerte es un misterio,--respondió Amrafel;--pero lo natural en el hombre es creer en una existencia ulterior é imperecedera. Yo he peregrinado mucho, he hablado con hombres de todas las naciones y castas, y todos creen en esa vida ulterior, aunque explicándola de diverso modo. --¿Te satisface alguna de esas explicaciones? --Ninguna, por completo; y menos que ninguna la de aquéllos que del aniquilamiento y del endiosamiento hacen una misma cosa. El entender y el querer son esencialmente distintos. Por el entender bien podemos confundirnos con la inteligencia infinita, y perdernos en ella como una gota de agua se pierde en el mar; pero la voluntad es un centro individual irreductible. Mientras más se educa y se levanta la inteligencia humana, más se identifica y confunde con toda inteligencia; más se acerca á la inteligencia única de que proviene. Por el contrario la voluntad; mientras más se educa y se levanta, por más que se someta y se conforme á los decretos eternos, más se determina y se aisla; más se individualiza y distingue. Tiene la voluntad su centro en sí, y en su desarrollo no hace sino marcar con más energía este centro; mientras que el entender tiene su centro fuera de nosotros. Es un centro universal donde concurrirían y se perderían todas las inteligencias, reduciéndose á perfecta unidad, si en el querer de cada individuo no se cifrase la indestructible diferencia. La voluntad es el ser que nos hace sobrevivir en el reino de las sombras: la forma, el ídolo, el fantasma nuestro es la voluntad. --Mi pensamiento está de acuerdo con el tuyo, en el modo de considerar la vida futura. Yo concibo que un puñal, un veneno, cualquier agente capaz de romper la máquina de mi cuerpo, puede separar las partes que le constituyen y volverlas á los elementos de que salieron para que compongan otros seres. Lo que no concibo es que mi forma desaparezca. Este no sé qué, que me hace ser yo y no ser otro, no perece. Mas, ¿en qué consiste este no sé qué? --Debe ser una substancia sutilísima; algo como aire ligero. --Tan sutil debe ser, que dudo mucho de que nuestros sentidos perciban jamás las sombras. ¿Crees tú, que podemos verlas, oirlas, sentirlas de algún modo, comunicar con ellas? --Creo que sí; pero de un modo imperfectísimo. En esta vida mortal nos comunicamos por medio de la palabra, que estremece el aire y hiere el oído. La palabra de las sombras debe estremecer otro ambiente más raro y debe herir otros sentidos más agudos y perspicaces. El lenguaje de las sombras debe ser, por último, más compendioso y rico. Su concisión y energía maravillosas. --¿Cómo explicas, entonces, la evocación? ¿Acaso no crees en la evocación de las sombras? --No tan sólo creo, sino que me juzgo capaz de evocarlas. --¿Y cómo podrás ponerme en comunicación con los muertos? --Sobreexcitando tus sentidos, dándoles mayor perspicacia y penetración; pero, aun así, confieso humildemente que sólo podrás entenderte con las sombras por un estilo rudo y grosero. La palabra verdadera de las sombras jamás la oirás mientras vivas; su lenguaje será ininteligible para tí mientras conserves ese cuerpo que hoy tienes. --De suerte--dijo el Rey Tihur,--que si sólo por estilo grosero y rudo pueden las sombras hablar conmigo, ¿cómo ha de ser que me descubran nada de los misterios de su vida; que me infundan nuevas ideas, inefables, sin duda, en el lenguaje en que sólo hablan conmigo? --Si no es imposible, es muy difícil que las sombras te trasmitan sus ideas; no caben en ningún idioma de los que hablan ni hablarán los vivientes. Por esto el comercio mental entre las sombras y nosotros no se acrecentará jamás con el andar de los siglos. Muchas leyes de las que gobiernan el mundo que vemos descubrirá el hombre con el tiempo; pero del mundo que está más allá de nuestros sentidos, aunque nos rodea y nos penetra, se descubrirá poco ó nada. Lo mismo que se sabe hoy se sabrá después que el sol y la bóveda del cielo hayan veinte mil veces producido con sus acordes movimientos la variedad alternada de las estaciones. --Te confieso que lo que no logra en mí la desesperación, el cansancio de la vida, tal vez lo logrará un día la curiosidad. Á veces deseo la muerte para iniciarme en esos grandes misterios; pero encontrados sentimientos me combaten. Esos mismos grandes misterios me llaman á conocerlos, me excitan, me atraen y me aterran. --Son, en efecto, pavorosos. --¿Llegaré á tener más luz sobre ellos en esta vida? --Lo ignoro. --Voy á declararte un proyecto que tengo y que he de realizar inmediatamente. Estoy decidido á hacer una larga peregrinación. Quiero ir á Bactra, á la patria del gran profeta Zoroastro, y anhelo iniciarme en los misterios antiquísimos de Mitra. Tal vez allí descubra yo un medio de comunicar más íntimamente con las sombras, y con otros seres que, no tomando jamás cuerpo humano, hayan permanecido hasta hoy ocultos á nuestra mente. ¿Imaginas tú que existan estos otros seres? --No lo imagino sólo, lo doy por seguro. Apenas conocemos algo de lo que nos rodea merced á los ojos, al oído y al tacto; pero estos mismos sentidos más aguzados, ú otros sentidos, que no acertamos siquiera á imaginar, nos pondrían sin duda en comunicación con infinidad de seres que hoy viven aislados de nosotros, aunque de continuo nos circundan. En el aire, en el agua, en el fuego, en la luz, en las tinieblas hay, á mi ver, inteligencias recónditas, seres vivos de una naturaleza superior á la nuestra, genios emanados de Ahura-Mazda ó del Espíritu contrario, poderes benéficos ó maléficos, que tal vez influyen en nuestro destino. --¿Podemos dominar á algunos de esos seres y obligarlos á que nos obedezcan y sirvan? --Á los buenos y luminosos no podemos, porque provienen de un principio soberano intransmisible; pero podemos dominar á los malos y hacer que nos sirvan, ora ligándolos con el Espíritu contrario al bien, y comprándole esa potestad á expensas de nuestra servidumbre, ora por favor del mismo Ahura-Mazda, que concede esa potestad á los varones virtuosos y sabios. Por lo dicho comprenderás que la magia es de dos maneras, y los conjuros pueden ser eficaces, ya en nombre del principio luminoso, ya en nombre del rey de las tinieblas. --Á la hora del medio día, cuando el sol está en toda su fuerza, cuando los hombres duermen y reina el silencio, he vagado por las selvas solitarias; en el horror de la obscura noche he acudido al lugar de los sepulcros, donde mis mayores se dice que descansan; pero ni he visto ni he oído sombra alguna, ni espíritu, ni genio. He vertido en las tumbas el Soma sacrosanto, leche y manteca clarificada: he llamado á los Anses, á los héroes antiguos. No me han respondido, ni han dado señal de quedar satisfechos de las libaciones. ¿He cometido algún crimen, ó soy de tan baja y vil naturaleza que no merezco acercarme á lo superior y á lo divino? ¿Por qué ha de abrasarme entonces esta sed inextinguible de lo divino y de lo superior? Si toda la naturaleza está poblada de virtudes, de genios, ¿cómo es que permanece siempre desierta para mí? Oigo el bramar de los vientos, el murmullo de las aguas; veo la esfera celeste; veo la tierra cubierta de frutos, plantas y animales; veo y oigo, en suma, cuanto ve y oye el más abyecto de los mortales; pero, ¿no merezco más? ¿No valgo más? --No sospeches, señor, que es lisonja cortesana lo que voy á decirte. Más vales y más mereces. Digno eres de que lo divino venga á tí durante la vigilia y de un modo claro, no entre los vapores de un ensueño ó en la alucinación medrosa que produce la fuerza mágica de ciertos filtros ó de ciertos linimentos y pociones que yo poseo. Pero las sombras, los espíritus no ceden á un capricho; no se revelan á fin de satisfacer una mera curiosidad. Proponte un fin grande y sublime y ellos acudirán entonces. --¿Quién te dice, exclamó el Rey, que yo carezco de ese fin grande y sublime? Si en esta torpe lengua humana no acierto á formularle, ¿crees tú que no está en mi mente, claro y limpio y formulado, y que los espíritus no podrán leerle en ella? --Aun así, ¡oh Rey! menester será que hagas cuanto en lo humano sea posible para realizar ese fin. Sólo, entonces, si el fin es bueno, y si es, además, humanamente irrealizable, alcanzarás acaso bastante merecimiento para que los espíritus se te aparezcan y te den su sobrehumano auxilio. Calló Amrafel, y el rey Tihur quedó también por algunos instantes en muy hondo silencio. Vuelto á lo que le rodeaba, después de aquella reconcentración en que había caído, el Rey habló de esta manera: --Mira, Amrafel, lo que me impulsa á buscar el trato y conversación de los espíritus es todo amor y aspiración no satisfecha: amor de saber y amor de amor mismo. Quiero hallar una hermosura superior á las que he conocido hasta ahora, para que mi voluntad la ame y en ella repose; quiero hallar verdades superiores á las que hasta ahora he conocido, para que mi entendimiento se satisfaga. --¿Y no adviertes que hay un egoísmo inmenso y un desmedido orgullo en lo que anhelas? --No niego que le hay, pero no todo es orgullo y egoísmo. Más que en mi propia ventura pienso en la grandeza y prosperidad de mi raza y de todo el linaje humano. Salvo algunos indivíduos, y hablando en general, no puede negarse que la raza á que pertenezco es la más noble de todas. De ella será el imperio del mundo; ella ha de llevar á feliz término toda aspiración y ha de realizar todo bien. Mi raza está muy postrada y humillada. No dudes que volverá á levantarse. Concurrir á este fin es mi deseo. El aislamiento en que vive el pueblo de Vesila-Tefeh le ha hecho olvidar no pocas de aquellas fecundas ideas que nos inspiraron nuestros sabios primitivos antes de separarnos. Otros pueblos de nuestra misma estirpe han conservado mejor aquellas ideas y las han desenvuelto, pero en cambio han viciado su voluntad. Yo pretendo ir en busca de la ciencia de aquellos pueblos, nuestros hermanos, y traerla á nuestro pueblo, que no la posee, si bien conserva la voluntad más pura y más entera. El imperio de Vara ha caído; el descendiente de Djenschid no tiene cetro ni corona. Los asirios y los árabes, á quienes aborrezco, se han enseñoreado en los dominios de Djenschid y de los hombres de la Ley pura. Harto conozco que las fuerzas de Vesila-Tefeh son muy débiles para que yo vaya al imperio de Djenschid como libertador, y no quiero ir á él como pacífico peregrino, pero iré más hacia el Oriente; iré á Bactra; iré más allá; penetraré en la India y consultaré á los solitarios é iluminados penitentes que habitan los bosques frondosos de Dandaka y de Pantchavati, y las risueñas orillas del Lago de las Cinco-Apsaras. La gloria de aquellos solitarios llena ya toda la tierra. --¿Á quién dejarás, ¡oh, Rey!, el gobierno de Vesila-Tefeh, durante tan largas y peligrosas peregrinaciones? --Á mi hermano Arioc--contestó el Rey Tihur.--Tú prepara lo conveniente, pues hemos de partir mañana, al rayar el día. --¿Quién irá contigo? --Irás tú; irán treinta de los sesenta guerreros de mi guardia; cuatro pastores, con veinte vacas y cien ovejas; mis dos mejores perros y mis dos mejores halcones; diez mulas cargadas de riquezas y presentes que sacarás de mi tesoro; otras cuarenta con todo género de vituallas y refrescos; algunas tiendas de campaña; mi caballo negro de montar y mi carroza de viaje, tirada por dos zebras poderosas, y treinta esclavos ágiles para que nos sirvan. Todo esto ha de estar pronto, antes de que mañana despunte la aurora. Al oir las últimas palabras del rey, se alzó Amrafel de su asiento, y dando con el cuento de su pértiga ebúrnea un golpe en el suelo, dijo: --Tu voluntad será cumplida. Sin más explicaciones, salió Amrafel de la estancia. IV. En nuestra Edad Media cristiana, los villanos eran tan humildes y andaban tan mal armados, que un solo caballero, con buena armadura, podía y solía alancear á millares de hombres; y un pequeño escuadrón de caballeros podía y solía conquistar todo un reino y hacer tales proezas é insolencias, que justificasen las que refieren los Libros de Caballerías. Había, además, en nuestra Edad Media, mayor población y más recursos. Nunca ó rara vez faltaba un castillo ó una posada donde albergarse cuando llegaba la noche, ni algo de comer y de beber que, de grado ó por fuerza, robado, comprado ó generosamente ofrecido, pudiera satisfacer la sed y el hambre de un caballero. No se ha de extrañar, pues, que no ya caballeros particulares, sino á veces hijos de reyes y hasta reyes, saliesen solos de su casa, salvo la compañía de algún escudero leal, y recorriesen mucha parte del mundo buscando aventuras. Pero más tarde, cuando los villanos y rústicos sacudieron de sí aquella mansedumbre y aquel hábito de sumisión á que la dominación romana por largos siglos los había acostumbrado, y cuando la humildad evangélica dejó de ser entendida por ellos tan á la letra, ya empezó á ser difícil el salir sólo un caballero en busca de aventuras, por bien armado que estuviese; y ya se expuso todo caballero, por valiente que fuese, á ser apaleado, herido ó muerto. En tiempo del Rey Tihur, la dificultad y el peligro subían de punto en absoluto, y más aún si se atiende al aislamiento de Vesila-Tefeh. Lejos, pues, de parecemos demasiada la comitiva que el Rey Tihur quería llevar consigo, y muchas las provisiones de toda laya que había ordenado disponer, deben parecemos pocas é insuficientes para tan difícil empresa. Bajando por la ribera del Aral, unido entonces al Mar Caspio, nada había que recelar entonces hasta llegar cincuenta _parasangas_ ó leguas al Sur de Vesila-Tefeh. Todo el país estaba lleno de preciosas aldeas, donde vivían felices los súbditos de Tihur; los campos estaban bien cultivados, y los ríos tenían puentes de barcas ó de piedra: mas, al llegar al sitio indicado, cambiaba completamente el aspecto del suelo. El río Djan-Deria, hoy seco ó perdido bajo las arenas del desierto de Kizil-Cun corría entonces caudaloso con grande ímpetu á precipitarse en el mar, en aquel sitio, donde no había puente para pasarle. Si bien, según he dicho, el Imperio de Vesila-Tefeh se extendía hasta el Oxo ó el Amú-Deria, entre el Djan-Deria y la ciudad de Vesila-Kara, célebre entonces por sus grandes minas de oro, que aun en tiempos modernísimos han excitado la codicia del Zar Pedro el Grande, había un inhospitable desierto de unas 40 leguas de largo, que se llama hoy Kizil-Cun. Una vez atravesado este desierto, desde Vesila-Kara, caminando hacia el Sur, el país era fertilísimo, poblado y hermoso, hasta cerca del Oxo; por el Oriente lo era también hasta donde hoy está Samarcanda, sobre poco más ó menos; pero más allá, había montañas ásperas, nuevos desiertos arenosos y regiones selváticas, por donde vagaban los corasmios y otras gentes fieras: todo lo cual separaba las posesiones del Rey Tihur de la santa ciudad de Bactra ó Zoriaspa. Véase, pues, si tenía sobrada razón el Rey Tihur para hacer tamaños preparativos. Amrafel, que era listo y eficacísimo, dió las órdenes oportunas, y todo se hallaba dispuesto para la partida á las pocas horas de haberla decidido el rey. Su hermano Arioc y algunos de sus grandes vasallos trataron de disuadirle de que emprendiese aquella expedición; pero todo fué en balde. Los negocios se arreglaron como era justo, y Arioc quedó nombrado lo que llamaríamos ahora Regente del Reino. Cuando se esparció la noticia de que el rey se iba, todos los habitantes de Vesila-Tefeh, entre quienes el rey era idolatrado, dieron muestras del más vivo y doloroso sentimiento. Las esclavas del _gineceo_ se afligieron también; pero se resignaron pronto con la ausencia de su señor, quien, por lo general, les hacía poquísimo caso. Sólo una, á quien apellidaban Peridot, como si dijéramos hija de una peri, amaba al rey con entrañable cariño, y no podía conformarse con su ausencia. El rey también la amaba, como parece que sólo podía amar á una criatura terrena aquel corazón herido y aquella alma que ardía en sed de lo sobrehumano. La noche víspera de la partida del rey, cuando ya las tinieblas habían encapotado el cielo y todo el alcázar estaba en calma y reposo, Peridot se envolvió en un manto obscuro, y tomando en la mano una lámpara, cuya luz estaba alimentada con oloroso aceite, se dirigió á la estancia de su dueño, que sin duda la aguardaba. Hallábase distraído el Rey Tihur en sus meditaciones, y como Peridot andaba con pasos ligeros, que apenas se oían á pesar del silencio nocturno, el rey no la sintió llegar. Dió Peridot un leve golpe en la puerta cerrada de la estancia, y el rey, como quien despierta de un sueño, dijo maquinalmente: --¿Quién es?--aunque bien sabía que era ella. --Soy yo; tu sierva Peridot--respondió una voz argentina. Abrió Tihur la puerta, y volvió á cerrarla no bien entró la esclava. Ésta colocó en seguida la lámpara sobre un pie ó candelabro que había en un ángulo; dejó caer el manto que la cubría y se echó en los brazos del rey. Peridot era una preciosa criatura, y bien se podía dudar de que entre los seres sobrenaturales con quienes Tihur buscaba trato, entre los _izeds_, _anses_, _amschaspands_, _apsaras_, _peris_ y _genios_, hubiera nada más lindo y gracioso, ni más vivo, y al parecer más inteligente. Cualquier otro hombre que no fuese el Rey Tihur juzgaría que no era deseable más íntima comunicación con las cosas divinas que la que podía tener por medio de aquella muchacha; que en sus labios podía beber la bebida de los dioses, y que la luz de sus ojos podía iluminarle con la luz y el fuego del cielo. Una estola de finísimo y blanco lino velaba apenas las delicadas formas de Peridot. Sus cabellos eran rubios como el oro. Una cinta azul los sujetaba en parte sobre la frente pequeña y recta, desprendiéndose airosamente algunos leves rizos sobre las sienes y el cuello. La gran masa de la abundante mata de pelo estaba levantada por todos lados y recogida en la cima de la cabeza, donde, entrelazada con hojas de hiedra, formaba un corymbo elegante. Las mangas, anchas y cortas, dejaban ver los bien torneados brazos, ornados de brazaletes de oro. Calzaba Peridot finas sandalias, que descubrían los menudos pies. En el ambiente que la circundaba y en el aire que agitaba y rompía al pasar, no se sentía perfume artificial ni esencia de flores, sino un aroma tenue y deleitoso de juventud, de salud y de limpieza; una frescura beatífica; algo de magnético, luminoso y risueño. Tendría Peridot de 18 á 20 primaveras, y todo su cuerpo era de una corrección admirable de dibujo. Si de la cara no se podía decir lo mismo, sus facciones ganaban en gracia, animación y hechizo, lo que en regularidad perdían. La nariz, algo recortada y levantada por abajo, prestaba á toda su fisonomía cierto carácter de infantil petulancia; sus grandes ojos azules estaban llenos de pasión y desenfado; sus labios, un poco gruesos, tenían el lustre sano y el color rojo de las cerezas en sazón, cuando aún están en el árbol, húmedas con el rocío de la aurora; y su boca, en verdad, no muy chica, entreabierta casi siempre por una sonrisa franca, dejaba ver dos hileras de dientes blanquísimos, iguales y apretados, bien puestos sobre las frescas y coloradas encías, adonde no se acertaba á comprender que hubiesen tocado jamás alimentos terrenales, sino el néctar y los elíxires de que viven las peris y las apsaras. En el primer abrazo y en la efusión de cariño que hubo de sucederle, tal vez olvidó el Rey Tihur su aspiración á lo sobrehumano y su ansia de penetrar los grandes misterios; tal vez desechó su enfermedad sublime, su hastío del mundo visible y su amor del invisible. La verdad es que nada de esto habló, ni nada se habló de ninguna otra cosa. En ciertos momentos no hay palabra de ningún idioma conocido, por suave y regalada que sea, que baste á expresar lo que se siente, que no lo profane al querer expresarlo. Por esto el Rey Tihur y Peridot se callaban. Tal vez pensó entonces el Rey Tihur que aquello sólo podía expresarse en vocablos monosílabos; con algo como rudimentos é interjecciones, que han de pertenecer, sin duda, al lenguaje de los espíritus, y han de ser como el _a b c_ del habla celestial. Una hora después, reclinada Peridot sobre mullidos almohadones, y teniendo junto á sí al Rey Tihur, le hablaba de esta suerte: --¡Ingrato! ¡Cruel! ¿No eres aquí dichoso? Por qué te vas y me abandonas? --Así lo quiere mi destino,--respondió el Rey Tihur. --¿Y por qué, ya que es inevitable tu partida no me llevas contigo? ¿Crees tú que no tendré valor para arrostrar á tu lado todos los peligros, para exponerme á todos los azares y para sufrir y resistir todas las fatigas? Semíramis, la reina de Asiria, he oído contar que inventó un traje elegantísimo, un traje guerrero y viril que le sentaba lindamente, y en este traje acompañaba siempre á su marido en todas sus campañas, peregrinaciones y conquistas. ¿Por qué no me dejas imitar en esto á Semíramis? Me siento muy capaz de imitarla. --No puede ser, mi querida Peridot, replicó el rey. Tú ignoras lo expuesto, lo difícil, lo terrible que es el viaje que voy á emprender. El cansancio te rendiría; el sol y el viento ajarían y marchitarían tu hermosura. Consérvame tu hermosura y consérvame tu amor para cuando yo vuelva. Mi vuelta será pronto, y no puedes darme mayor prueba de afecto que esperarme tranquila. --¿Y cómo he de estar tranquila, si me consumirá el deseo de tu amor y los celos me abrasarán el alma? --¿Y de quién has de tener celos, oh amabilísima entre las mortales? Todos aquellos senos de mi corazón, donde cabe aún el amor de los seres visibles, están henchidos de tu nombre, están sellados con tu imagen, y están encendidos en el fuego de tu mirada. No te niego, ni nunca te negaré, que en lo más noble de mi ser, en lo más elevado de mi alma, hay otro amor superior al que me inspiras; pero este amor, lo mismo aquí que muy lejos de aquí, te será siempre contrario. Por este amor no te pertenezco. Por este amor no soy tuyo. Pero, ¿acaso puedes tú tener celos del objeto vago é inexplicable de este amor? --Y ¿por qué no he de tenerlos? Contigo soy muy humilde, como tu esclava debe ser, pero soy soberbia con los otros. No hay peri, no hay ninfa, no hay genio, no hay espíritu que juzgue yo más noble y más bello que el espíritu que anima mi ser, cuando en tu amor se diviniza y hermosea. Si quieres entenderte con el espíritu sólo, si quieres ahondar en los misterios que nos circundan y donde no penetran nuestros groseros sentidos, toma un puñal y mátame. Libre mi espíritu de esta ciega prisión, no será sordo á tus evocaciones ni rebelde á tu mandato. Mi voluntad amorosa tendrá fuerza bastante para quebrantar las leyes de naturaleza; para traspasar los límites del reino de las sombras; para llegar hasta tí; para acariciarte y besarte en el mismo centro del alma; para decirte lo inefable; para narrarte lo inenarrable y para traer á tu conocimiento las ocultas verdades, rompiendo el sello que las encubre. Mátame, y ya verás cómo el lazo con que el amor me liga á tí no se rompe, y cómo se abre para tí el reino de las sombras, en el que tendrás una esclava. Ciertamente que á tan enamoradas frases era difícil contestar. No había otra contestación que cortarlas con un beso; que cerrar con los labios los labios de que salían. Así lo hizo el Rey Tihur, exclamando después de una breve pausa: --La culpa es mía; indudablemente la culpa es mía. Fue un egoísmo feroz el que me incitó á hacerme amar de tí, que eres una niña. Yo soy un viejo de corazón gastado, y apenas si puedo darte nada á trueque de los inagotables tesoros de amor que tu alma guardaba y que tomé para mí. Los robé miserablemente, pues nada puedo darte en cambio. No, Peridot, yo no te amo como tú me amas, ni lograré amarte nunca. Esta sola consideración me induciría á partir, aun cuando no hubiese otra. Tal vez la ausencia te curará del amor inmerecido que he llegado á inspirarte. Olvídame; haz cuenta de que no existo y consagra á otro hombre ese amor que yo sé estimar, pero no pagar. Las puertas del _gineceo_ están abiertas para tí. Eres libre; válete de tu libertad. Al oir esto Peridot, rompió en desconsolado llanto y en ternísimos sollozos; tibias y claras lágrimas se deslizaron por sus mejillas de rosa; y su cabeza, como flor que agosta el sol de estío, se inclinó lánguida sobre el pecho del Rey Tihur. --Yo soy tu esclava--prorrumpió;--yo quiero ser y seré siempre tu esclava. La cadena con que me has atado es más dura que el diamante, más poderosa que la muerte. Ames ó no á Peridot, Peridot te amará con inmortal cariño. Al decir esto, desató la cinta que sostenía los cabellos sobre su frente, y suspendió en ella dos pequeños discos de oro que antes estaban ligados á sus brazaletes por unas argollitas. Los discos podían unirse por medio de resortes. Arrancando luego de su peinado varias hojas de hiedra, las puso y encerró entre los discos, y ató la cinta de que pendían al cuello del Rey Tihur. --La hiedra--dijo--es símbolo de mi amor, de la fuerza que á tí me liga. Sea esta joya un talismán que te traiga venturas, que te preserve de males y que te recuerde mi afecto. El rey prometió á Peridot llevar siempre sobre el pecho aquel talismán; y, si bien era poco aficionado á jurar, juró amarla con fidelidad, juró no amar á otra mujer más que á ella. En estas y otras finezas y pláticas dulces se pasó toda la noche y sobrevino el alba. Aun no hemos dicho en qué estación del año nos hallábamos. Bueno será decirlo ahora. Era la primavera alegre; los pájaros gorjeaban y celebraban en sus no aprendidos cantos la luz del nuevo día, el cual anunciaba ser despejado y sereno; un airecillo fresco y suave movía las blandas y recién nacidas hojas de los árboles; un sutil aroma de flores y de búcaro ó de tierra mojada por el rocío, subía hasta la estancia del rey. El momento de despedirse de Peridot era llegado. La despedida fué tierna y dolorosa. Peridot lloró de nuevo, y faltó poco, muy poco, para que no se desprendiesen dos lágrimas de los ojos del Rey Tihur. Envuelta Peridot otra vez en su manto negro, volvió á estrechar al rey en un apretado y prolongado abrazo. Haciendo luego un esfuerzo, más bien como quien huye, que como quien se retira, se fué por la misma puerta por donde había entrado. Solo ya el Rey Tihur, dió fuertemente con el pie en el suelo, y se hirió la frente con la palma de la mano, como quien anhela cobrar ánimo y desechar vacilaciones y pensamientos que le embargan. V. Me parece conveniente, á fin de no fatigar á los lectores, contar en brevísimo sumario, y sin entrar en pormenores inútiles, que el Rey Tihur salió aquella misma mañana de Vesila-Tefeh con toda su comitiva. Cinco días caminó por medio de fértiles campos y atravesando populosas aldeas, donde sus vasallos le mostraban amor y sentimiento porque los dejaba. Al día sexto, ya el camino y los campos circunstantes empezaban á ser solitarios y estériles. Hubo, sin embargo, una pequeña población donde reposar aquella noche. En todo este tiempo nada ocurrió que importe ó interese á nuestra historia. Al séptimo día, volvieron el rey y su séquito á emprender el viaje muy de mañana. Y ya declinaba el sol hacia el ocaso, tiñendo de topacio y de púrpura el horizonte y rielando en las ondas del mar Caspio, no lejos de cuya orilla caminaban, cuando acertaron á divisar el río Djan-Deria, que como un ancho listón de plata, cortaba la extensa llanura. Por más que picaron á las caballerías y á las reses, no llegaron á la orilla del río hasta bien entrada la noche. Acamparon, pues, en la orilla, y esperaron el alba para pasar el río. Á fin de que los más pudiesen dormir seguros, vigilaban alternativamente de cuatro en cuatro los guerreros del Rey Tihur, evitando toda sorpresa de fieras ó de bandidos. Al amanecer, al toque de una trompeta, los guerreros se pusieron de pie y empuñaron las armas; y los siervos y los pastores acudieron á prepararlo todo para el paso del río. Pronto, con bien afiladas segures, cortaron multitud de álamos, chopos, mimbrones y sauces, de los cuales, entrelazados con cuerdas, que traían preparadas al efecto, formaron seis grandes balsas y las pusieron á flote. En una colocaron el carro del Rey Tihur y sobre el carro subió el rey. Amrafel y doce de sus más bravos guerreros iban acompañándole en la misma balsa. En las cinco restantes, se pusieron todas las vituallas y riquezas que habían traído á lomo las mulas. Para mover las balsas y hacerlas llegar á la otra orilla, aunque cediendo algo á la corriente, iban en cada una ocho ó diez vigorosos esclavos que rompían el agua con largos remos. Además, las mulas más fuertes, atadas á las balsas, tiraban de ellas nadando. El caballo del Rey Tihur pasó también á nado, llevado del diestro por el escudero Samec. De la misma suerte se aventuraron á pasar otros seis guerreros, con las armas y las ropas de que se habían desnudado, puestas sobre sendas odres atadas á las colas de los caballos. Otros tantos esclavos, hábiles nadadores, iban asidos á las odres é impedían que se volcasen. El río era por allí muy ancho, y la corriente rápida. Más de una hora tardaron en pasarle, llevados hacia el mar por el ímpetu del agua á más de media legua de distancia del punto de que habían salido. El mar distaba aún otra media legua del punto de desembarque. Mientras pasaban, dijo Amrafel al Rey Tihur: --Bueno es, señor, que te apercibas. Presiento que nos aguarda un gran peligro al llegar á la otra orilla de este río. Tú no ignoras cuán perspicaz y penetrante es mi vista. Pues bien; entre aquellas enormes jaras, malezas y zarzales que el violento curso del río nos hace dejar á la izquierda, me ha parecido advertir un movimiento como de muchos hombres emboscados. Tal vez sean ladrones ó piratas iberos y albaneses, que desde las opuestas riberas del mar Caspio, á la falda del Cáucaso gigantesco, aportan á veces hasta nuestras playas en sus ligeras embarcaciones. No pareció verosímil al Rey Tihur esta suposición, ni fundado el recelo de Amrafel. Sin embargo, se preparó para cualquier evento, y fué el primero que saltó en tierra armado. Siguiéronle Amrafel y los doce guerreros que en la misma balsa venían. Pronto estuvieron también desembarcadas las vituallas y las riquezas de las otras balsas, como también el caballo del Rey y los seis guerreros que habían venido nadando. El resto de las fuerzas del Rey Tihur, las reses, los pastores y las acémilas, habían quedado en la opuesta orilla; pero lo más codiciable y precioso estaba con el Rey Tihur. Las malezas donde Amrafel había creído advertir el movimiento sospechoso, habían quedado muy distantes. Nada se notaba que confirmase la sospecha. El Rey Tihur mandó á parte de su gente que volviese con las balsas á la opuesta orilla para traer á los que allí quedaban. VI. En la orilla del Djan-Deria, á donde había pasado el Rey Tihur, la vegetación era más pobre que en la orilla opuesta. Las rojas y estériles arenas del Kizil-Cun, que el viento atraía por aquella parte hasta el mismo borde del río, quitaban toda lozanía y todo vigor productivo al terreno. Aquellas arenas se han ido extendiendo hacia el Norte con el andar del tiempo, y han hecho cambiar de cauce al Djan-Deria no pocas veces. En la época de nuestra historia ya he dicho que el Djan-Deria estaba en su desembocadura á unas cincuenta leguas del Sir y de Vesila-Tefeh. El desierto de Kizil-Cun allí mismo empezaba. Con todo, hasta donde las aguas y el limo fecundante del Djan-Deria solían llegar en las mayores avenidas había hierbas y plantas, verdes y floridas entonces por ser el mejor momento de la primavera. En torno del sitio donde el Rey Tihur había desembarcado crecían juncos y espadañas, olorosa retama ó gayomba, cubierta entonces de sus flores amarillas, y algunos espinos, tarajes y enebros raquíticos. Á cierta distancia, hacia la izquierda, el suelo parecía ser menos infecundo, y se alzaba el bosquecillo ó matorral donde Amrafel habría creído percibir el movimiento de gente emboscada. No bien se alargaba la vista á cien pasos del río, la vegetación desaparecía casi por completo, y apenas se veía sino un llano extensísimo, un mar de arena roja, cuya monotonía sólo alteraban las dunas ó montecillos que solía formar la misma arena movediza. Á pesar de la tristeza de este paisaje, el aire sereno y puro, el cielo azul y diáfano, el sol que vertía sus rayos espléndidos, alegrando la tierra y dorando el ambiente, y algunas aves, como mirlos y alondras, que cantaban entre las matas, daban cierto encanto agreste á aquel lugar solitario, si bien no pocos grajos y cornejas, que se levantaban á bandadas y volaban hacia el desierto parecían anunciar con sus siniestros graznidos las fatigas y los trabajos que aguardaban allí á nuestros caminantes. Los dos perros que el Rey Tihur había traído empezaron á ladrar como sobresaltados y á correr husmeando entre los juncos y retamas. El Rey, en vez de subir en el carro, había montado á caballo, pues á caballo se proponía hacer todas las jornadas del arenoso desierto. Llevaba el Rey en la cabeza un yelmo en forma de tiara recta ó cilíndrica, todo él de bronce bruñido y refulgente. Dos alas, caída á los lados, le cubrían y defendían las sienes y orejas. Vestía una túnica que llegaba á mitad del muslo, toda de piel de cabra ó de estezado, en el cual estaban sobrepuestas infinitas escamas, de bronce también, que formaban una vistosa y fuerte armadura. Los borceguíes y el talabarte eran de cuero rojo. Del talabarte pendían un rico puñal con puño de marfil, que representaba una serpiente, y una espada ancha, grande, pesada y terrible, cuyo puño era de oro, obra de labor pasmosa, donde un sabio artífice ninivita se había esmerado y lucido al figurar un león que estrechaba entre sus garras una gacela. La aljaba, llena de acicaladas flechas, de largos y flexibles juncos, y el arco poderoso, que pocos hombres de entonces y muchos menos de ahora tendrían fuerza para manejar, iban pendientes á la espalda. Las grevas eran asimismo de estezado, revestidas de escamas como la túnica, y ajustadas al tobillo, por cima de los borceguíes, con broches de oro primorosos. Cubrían, por último, los muslos del rey, y llegaban hasta por bajo de las rodillas, unos calzones anchos de lana, que usaron los pueblos del Norte del Asia, según Heródoto, y que los griegos y romanos designaron con el nombre de _sarabaras_. Amrafel, á caballo al lado del rey, no vestía ya su traje áulico, sino un traje militar, casi idéntico al del rey, aunque menos rico. Del mismo modo iban los guerreros de la escolta. Sin embargo, en vez del yelmo, en forma de tiara recta, que ornaba la cabeza del rey, tenían capacetes cónicos, sin cresta ni penacho. Todos, por último, llevaban rodelas, y para guarecerse del frío, capas, mantos, ó como quieran llamarse, que cuando no se abrigaban con ellos, iban suspendidos á las ancas de los caballos. Todos los objetos que habían venido á lomo de las mulas y pasado el río en las balsas, estaban amontonados en la orilla. El rey, Amrafel y los dieciocho guerreros, que ya también habían pasado, formaban un lucido, aunque pequeño escuadrón, y aguardaban á pie firme á que el resto de la caravana pasase. Las balsas en tanto se alejaron de la orilla del Sur y se encaminaron lentamente á la otra en busca de los que allí quedaban. Amrafel casi había ya perdido el recelo de un mal encuentro, cuando los perros ladraron otra vez con más ahinco y furor que en un principio. Oyóse entonces un silbido agudo, y cual si fuera convenida señal, vieron el rey y su gente una nube de flechas y de piedras que caían sobre ellos. --Son bandidos de Iberia y de Albania, como yo temía;--dijo Amrafel al rey. En efecto, de entre los juncos y retamas por donde habían venido recatándose acababan de salir como unos cincuenta hombres, que con arcos y hondas, á una distancia de mucho más de cien varas, hicieron aquel disparo. Los bandidos vestían trajes de pieles y cubrían las cabezas con sombreros de fieltro, semejantes á los que usaron en Roma los gladiadores tracios. Una pluma de águila adornaba la punta de cada sombrero. El aspecto de los bandidos era feroz y bárbaro. --¡Á ellos!--exclamó el Rey Tihur, y lanzó su caballo á galope. Amrafel, Samec y los demás le seguían. Las primeras flechas y piedras no habían herido á ninguno de los vesilianos, los cuales, cubiertos con las rodelas y defendidos por sus armaduras, avanzaban hacia el enemigo. El disparar de las flechas y de las piedras no cesaba un instante; pero Tihur y los suyos no tiraban flechas, sino que con las espadas desnudas iban á dar caza á los bandidos. Como éstos vieron á los caballos á menos de treinta pasos dispararon con más tino que nunca, y al punto se pusieron en fuga. Á Amrafel le deshizo una enorme piedra parte de la armadura de un hombro. Al rey le tocaron dos flechas, y una se rompió en la rodela, y otra se embotó en las _sarabaras_. Tres caballos, atravesados por otras tantas flechas, cayeron muertos á poco, haciendo rodar en el polvo á sus jinetes. En aquel momento, la gente de Vesila-Tefeh se hallaba ya en el mismo lugar donde los bandidos se habían mostrado. Los bandidos, huyendo, habíanse puesto á bastante distancia. Al caer muertos los tres caballos, pararon un instante los demás del escuadrón. Entonces resonó, á un paso de donde estaban, un alarido salvaje, y de un lado y otro, de entre el taraje y la maleza, salieron de improviso otros treinta ó cuarenta bandidos que allí estaban en acecho. Unos traían largos escudos cuadrangulares y convexos; otros, el brazo izquierdo envuelto en un paño que les servía de escudo; todos empuñaban cuchillos corvos, con el filo hacia dentro y con aguzada punta, semejantes en la forma á los colmillos de jabalí. Era el arma que usaron posteriormente los tracios y otros pueblos bárbaros del Norte. Los romanos la llamaron _sica_, de donde proviene el nombre de _sicario_. Agachándose con esta arma, el que sabía manejarla asestaba á su contrario el golpe de abajo arriba, á fin de abrirle el vientre. El Rey Tihur, con más rapidez que lo que podemos tardar en decirlo, comprendió el gravísimo peligro en que se hallaba. Él y los suyos estaban cercados de enemigos. Los que habían ido huyendo, para traerlos hasta aquel sitio, iban también á caer sobre ellos. Aguardar á caballo á los bandidos, que se deslizarían y meterían hasta entre las piernas de los caballos y los matarían con sus terribles cuchillos, era exponerse á morir sin gloria y sin completa venganza. Abrirse camino por entre los bandidos y salir á escape de aquel trance, no era difícil, pero era deslucidísimo. Para el Rey Tihur era insufrible la idea sola de huir ante aquellos miserables. Parecíale ver á todos sus gloriosos antepasados, á todos los espíritus de los héroes de su estirpe, empezando por el ilustre Cayumor, que se levantaban airados á fin de atajarle en la fuga. Creía oir las voces de todos ellos que le gritaban: --Es preferible la muerte. Todo este razonamiento fué instantáneo; pasó veloz como un relámpago por la mente del Rey Tihur. Pasó tan veloz, que los bandidos que no tenían más que dar un salto para estar encima, no le habían dado aún, cuando el Rey Tihur exclamó con voz serena é imperativa: --¡Todos á pié, agrupados en torno mío! No había terminado de pronunciar estas palabras, cuando ya estaba pié á tierra. Golpeó entonces de plano con la espada en la grupa de su caballo, y el caballo dió dos ó tres botes y saltó por medio de los sicarios, derribando á dos que se le opusieron y no lograron herirle. Amrafel y los demás de la banda del Rey hicieron lo mismo con prontitud maravillosa. Sueltos los caballos todos, se lanzaron á galope hacia el punto, en la orilla del río, donde las vituallas y riquezas, el carro, las zebras y algunas mulas estaban bajo la custodia de ocho esclavos, excelentes flecheros. Algunos, aunque pocos bandidos, se dirigieron en pos de los caballos; pero los ocho esclavos acababan de levantar con los sacos ó cargas una especie de parapeto, y desde allí, resguardados, disparaban sus flechas. Cuatro bandidos cayeron mal heridos por ellas; otros seis ó siete se volvieron á donde estaban sus camaradas, que ya combatían contra el Rey Tihur. Éste había colocado rápidamente á sus compañeros en una sola línea, quedándose él en medio. Á su derecha Amrafel, Samec á su izquierda. La línea se doblaba ó formaba un ángulo, en cuyo vértice estaba el Rey. Los lados del ángulo ya se abrían, ya se cerraban hasta juntarse, según lo requerían los accidentes de la batalla. Así presentaban siempre la cara al enemigo, el cual no podía herirlos ni por la espalda ni por los costados. De los tres guerreros que habían caído al caer sus caballos muertos, dos habían logrado salvarse, y habían venido á ser parte en aquella formación. El otro, cogida una pierna bajo el cuerpo del caballo, no tuvo tiempo para levantarse, y estando caído, uno de los bandidos le segó la garganta. Lo más recio de la pelea era en el vértice del ángulo, donde estaba el Rey. Por ambos lados se precipitaban sobre él los sicarios. Cuando paraba Tihur un golpe por un lado, por el opuesto le descargaban otro golpe. Éstos le tiraban á la cara; aquellos, en tanto, se bajaban y pugnaban por herirle en el vientre. Tihur se defendía y ofendía con esfuerzo incansable y ligereza sobrehumana. Á tres había ya derribado de otras tantas cuchilladas. El macizo y artístico puño de oro de su espada tremenda se había hundido ya en el cráneo de otros dos, que agachados habían venido á herirle. El puño de su espada y su homicida diestra ponían grima con la sangre y las vísceras trituradas. El ataque primero de los bandidos duró dos ó tres minutos. Este tiempo bastó para que, según hemos dicho, el Rey pusiese á cinco fuera de combate. Amrafel, Samec y los demás guerreros habían muerto ó herido á otros seis. Sólo dos de los guerreros vesilianos habían perecido; el que cayó con la pierna bajo el caballo, y otro en la formación, junto á Samec. Uno de los bandidos, poniéndose de rodillas delante de él, y antes de que acudiera á defenderse, le rasgó el vientre con el cuchillo, destrozándole y sacándole las entrañas. Sin embargo, las dos hileras de los vesilianos parecían un muro de bronce, que se movía sin romperse y daba la muerte á cuantos á él se acercaban. Los bandidos rechazados, retrocedieron, exhalando gritos roncos como el rugir de las fieras, y pronunciando palabras bárbaras é incomprensibles para los de Vesila-Tefeh. El ángulo que éstos formaban, se abrió entonces hasta reducirse á una sola línea, la cual se adelantó sin deshacerse hacia los fugitivos. Los bandidos, que se habían retirado después de tirar las flechas para atraer á la emboscada á los guerreros del Rey Tihur, habían vuelto durante la corta lucha que hemos descrito, y estaban ya á pocos pasos. Los vió Tihur con mirada de águila, y en el momento en que dispararon, ordenó á su gente que cejase, formando el ángulo de nuevo. La descarga apenas halló blanco en que dar. Sólo sobre las rodelas de Tihur, de Amrafel y de Samec, vino á chocar con estruendo una granizada de flechas y de piedras. Al ver los de los cuchillos ó _sicas_ que sus compañeros, con los arcos y hondas, les daban tan oportuno auxilio, arremetieron otra vez á los vesilianos con brío descomunal y con furioso ímpetu. Otros dos guerreros de Tihur cayeron muertos en este segundo ataque; pero también murieron los matadores. Las sombras de los guerreros vesilianos no quedaron inultas. En silencio admirable, sin una voz, sin una queja, sin una imprecación, seguían todos combatiendo. Los sicarios acudían más que sobre ningún otro sobre el Rey Tihur; pero Samec y Amrafel combatían á su lado, y le ayudaban á rechazar al enemigo. Tihur, con todo, se vió en un momento acometido por tal turba, que apenas tenía vagar sino para herir con la espada y parar las puñaladas con la rodela de triple cuero de buey y doble plancha de bronce. Estando en esta lucha con los del cuchillo, los arqueros y honderos no cesaban de disparar. Distraído el Rey Tihur, no pudo precaverse ni presentar el escudo contra una piedra enorme, que disparada de muy cerca con mano robusta y certera, partió zumbando de la honda, y vino á dar de lleno en la refulgente tiara, abollando el limpio bronce de que estaba hecha, y desligándola de las carrilleras que la sostenían. La tiara rodó por el suelo, y la cabeza del Rey quedó desnuda, brillando al sol, más que el bronce de las armas, su lustrosa y luenga cabellera rubia. No quedó gota de sangre en las venas y arterias del Rey Tihur que no sirviese entonces de ira. En aquella ofensa hecha á su persona sagrada, vió el Rey una ofensa hecha á toda la raza divina de que descendía. Los manes todos de los reyes gloriosos de Ariana Vaega ó tenían que ayudarle en tan espantosa cuita ó le renegaban por descendiente. El Rey Tihur creyó sentir entonces que penetraban en su ser, y llegaban filtrándose hasta su corazón los espíritus de los héroes de su raza, infundiéndole un ánimo sobrenatural y un coraje indómito. --No ha de quedar bandido vivo;--exclamó.--Es menester que todos mueran. Yo sólo basto á matarlos. Sus viles cuchillos no llegarán á tocarme. No es posible ¡oh Cayumor! que tú consientas en que muera tu nieto á manos de ladrones. Diciendo estas palabras, se pensaría que el Rey Tihur habíase transfigurado; que un fuego aterrador brotaba de sus ojos; que un nimbo deslumbrante, que una llama eléctrica ardía en torno de sus sienes, alzándose larga y horrible sobre la desnuda cabeza. Todos los guerreros del Rey Tihur imaginaron ver ó vieron en realidad, aquella portentosa llama, efecto acaso de los espíritus; obra tal vez de un magnetismo extraordinario, ingénito y propio de aquella naturaleza privilegiada, exaltada entonces por una pasión inmensa y vehemente. El ardor de aquella llama encendió los corazones de los guerreros del Rey Tihur. La fuerza y el aliento de cada uno de ellos redoblaron desde aquel instante. Y sin duda, un prodigio era necesario para poder salvarse de los bandidos. Á pesar de los muertos, la malvada tropa se había aumentado con muchos de los arqueros y honderos, los cuales, juntos ya con los otros, habían también puesto mano al cuchillo y cargaban desesperadamente sobre Tihur y los suyos, brincando como panteras ó arrastrándose como serpientes. El rey, Amrafel, Samec, cada uno de los guerreros vesilianos dió muerte por lo menos á un bandido en aquella feroz pelea; pero también mordieron el polvo cinco vesilianos más. Por tercera ó cuarta vez retrocedían llenos de terror los bandidos, cuando los arqueros y honderos todos, sin que faltase uno, vinieron á reforzarlos. También el Rey Tihur tuvo un pequeño refuerzo. Los ocho esclavos, abandonando los sacos, las mulas, el carro y los demás objetos, llegaron en su socorro. La última lucha, más recia, más cruda, más desesperada que las anteriores, se emprendió ya sin que nadie combatiese desde lejos, sino cerrando unos contra otros con sed de morir ó matar. Los bandidos caían muertos ó heridos, pero su número era seis veces mayor que el de los vesilianos, y éstos empezaron á perder terreno, aunque sin abandonar la formación ni emprender la fuga. Es cierto que el que hubiera emprendido la fuga hubiera muerto al punto. Con el peso de las armas nunca hubiera podido sustraerse á sus ligeros perseguidores. Aun así, aun conservando la serenidad, el orden y la formación prescripta, pronto murieron dos guerreros más de los vesilianos y dos de los esclavos que habían acudido á socorrerlos. Quedaban sólo el Rey Tihur, Amrafel, Samec, siete guerreros de la guardia y seis esclavos. Trece de los del Rey Tihur habían ya perecido. Los que habían quedado en la orilla opuesta venían navegando en las balsas, veían la lucha desigual y ansiaban llegar en auxilio del rey; pero la corriente los alejaba del combate y dilataba el tiempo de tocar el borde Sur del Djan-Deria, donde el combate ocurría. Á milagro pudiera atribuirse que el Rey Tihur, más atacado que ninguno otro, se conservase aún incólume, sin herida ni lesión alguna. Tal vez su mirada tenía fuerza de matar como la mirada del basilisco; tal vez el resplandor de sus ojos turbaba, aterraba, cegaba á sus contrarios; tal vez su majestad tranquila y como celeste, en medio de aquel sangriento tumulto, les hacía perder el tino. Con todo, el capitán de los bandidos, ó el que parecía serlo como el más audaz y más diestro de todos, se arrojó tan súbito sobre el Rey Tihur, que éste no tuvo tiempo de herirle con la espada, ni de contenerle con la rodela. El bandido, soltando el escudo, echó el brazo izquierdo al cuello del Rey Tihur, le hizo vacilar sobre sus piernas robustas y estuvo á punto de derribarle. Al propio tiempo, y con no vista presteza, le tiró á la garganta una puñalada con toda la pujanza y el encono de que era capaz. Por dicha, el Rey Tihur, aunque cedió un instante á la fuerza de aquel bárbaro, é inclinó la cabeza de suerte que la garganta estuvo á punto de que en ella se clavase el cuchillo, todavía se repuso y echó el cuerpo atrás en ocasión que el cuchillo del caucasiano vino á herirle. El cuchillo, en vez de dar en la garganta descubierta, dió con tal violencia en el pecho del rey, que, rompiendo y destrozando varias de las escamas de bronce, resbaló y llegó á clavarse en un costado. La noble sangre de los héroes del primitivo imperio de Ariana-Vaega y de los reyes de Escitia brotó impetuosa por la herida; pero, casi simultáneamente, el Rey Tihur dió con el pomo áureo de su espada tan rudo golpe en el hombro izquierdo de su contrario, que le volcó de espaldas sobre la dura tierra. Un ruido temeroso hizo aquel bárbaro al caer, como el ruido que hace un roble fortísimo cuando el huracán le arranca de cuajo y le derrumba. Antes de que el bárbaro pudiera levantarse vino sobre él Tihur, con la celeridad del rayo, y con el tacón de bronce de su coturno le acertó tan certera y violentamente en una sién, que la machacó y aplastó como quien aplasta una víbora. Muerto ya el capitán de los bandidos, todos iban á desbandarse y á emprender la fuga; pero una nube sombría cubrió los ojos del Rey Tihur, y hubiera caído desmayado al suelo, con la pérdida de la sangre, si Amrafel no hubiese acudido á sostenerle en sus brazos. Los bandidos, al ver que el rey caía, recobraron el aliento y se revolvieron contra él y contra Amrafel. Los vesilianos cercaron al rey para defenderle hasta morir. Toda esperanza parecía ya locura ó sueño. Amrafel, Samec y los otros vesilianos tenían la perdición por segura é inminente. No les quedaba otro recurso ni otro consuelo que vender caras sus vidas y morir matando. El Rey Tihur no había perdido el sentido, aunque sí la voz y las fuerzas. No hablaba ni combatía, pero pensaba. Un pensamiento, tan generoso como amargo, se fijó entonces en su mente causándole más dolor que la herida. Todos aquellos hombres, sus amigos, sus leales servidores, iban á morir ó habían muerto ya por su culpa, por un capricho suyo. Quizás hallen anacrónico mis lectores este pensamiento, ó mejor dicho, este sentimiento filantrópico del Rey Tihur; pero créanme, no hay ni ha habido jamás anacronismo en esto de sentimientos. Y así como hoy, en pleno siglo XIX, hay reyes que ven impasibles que mueran millares y millares de hombres por su culpa, bien pudo haber entonces un rey tan humano que se afligiese de que unos pocos muriesen por él. Ello es, que Tihur no lamentó su herida ni su posible muerte, sino las heridas y la muerte de los otros, y no consideró que en su época era indispensable exponerse á casos tan crueles, ó permanecer siempre sin salir del alcázar. Entre tanto, la misma energía de aquel sentimiento de piedad hacia sus compañeros fué como un bálsamo en la herida, é hizo que el Rey Tihur se recobrase un poco. Desprendióse de los brazos de Amrafel y le dijo: --Defiéndete y déjame. Á pesar de la sangre que perdía, Tihur no soltó ni el escudo ni la espada, y quedó en pie, después de apartarse de los brazos de su favorito, pero quedó retraído é inerte. Delante de él combatían Amrafel, Samec y los demás guerreros. Los bandidos, sin embargo, los obligaban á cejar y á irse retirando, aunque sin poder romper fila. El rey cejaba, harto á disgusto, y á pesar de lo débil que se sentía, entraba ya en deseo de volver á ponerse delante y de pelear como los otros, ó más que los otros. Solicitado por este deseo y por la contraria convicción de la debilidad que le aquejaba, alzó las manos al cielo y evocó con fe profunda los espíritus de sus mayores. De repente, y como si fuera en respuesta de su evocación, silbó una flecha que vino á clavarse en el pecho de uno de los bandidos y le hizo caer en seguida al suelo, revolcándose en su sangre; un instante después silbó otra flecha y mató á otro bandido. La tercera y la cuarta flecha no tardaron en llegar, causando idéntico destrozo. Quizás una sombra inteligente, un espíritu invisible las disparaba. Así los bandidos como los guerreros vesilianos atribuyeron á prodigio aquella inesperada intervención. Los guerreros vesilianos volvieron á confiar en la fortuna y pelearon con más denuedo. Entonces apareció á deshora el arquero diestro y milagroso. Salió de entre las matas cercanas como si del centro de la tierra saliese. Una extraña hermosura resplandecía en todo su ser. Su mirada era dulce y zahareña al propio tiempo. Sus negros ojos eran suaves y terribles, como si á la vez anidasen en ellos el amor y la muerte. Su traje era casi igual al de los guerreros vesilianos, sólo que, en vez de capacete llevaba un gorro colorado en la cabeza. Su talle era esbelto y gallardo; su estatura elevada; marcial su apostura, y su rostro bello y juvenil; negra y sedosa la barba; la tez morena, y todo él agraciado, noble y simpático. Sus cabellos le caían en rizos sobre la espalda. Con rápidos pasos vino á lanzarse sobre los bandidos. Mientras caminaba, echó á la espalda el arco y sacó de la vaina la espada y el puñal, armadas así ambas manos, y sin escudo. Al mismo tiempo, y arrojándose ya sobre los bandidos, dijo con voz sonora, en el mismo lenguaje ariano que hablaba el Rey Tihur: --El cielo te protege, ¡oh Rey Tihur!, y me envía aquí para que te salve. ¡Sus y á ellos, oh valeroso Amrafel! ¡Oh fuerte y leal Samec! ¡Oh, vosotros, clarísimos vesilianos! Al oírse nombrar por aquel desconocido, se corroboraron todos en creer su celestial ó sobrenatural procedencia. Sólo se atrevió á contestarle Tihur: --¡Bien venido seas y bendito! Tú eres sin duda un _ized_, un genio, un enviado de Ahura-Mazda. Aún no había terminado el rey esta frase, cuando ya el desconocido, en medio de los bandoleros, revolviéndose á un lado y á otro, é hiriendo y parando á la vez con la espada y el puñal, causaba más estragos y muertes que un fiero león en un rebaño de tímidas ovejas. Los bandidos, aterrados, se pusieron pronto en precipitada fuga, en dirección hacia el mar, donde estaban, sin duda, los barcos en que habían venido, junto á la desembocadura del Djan-Deria; pero el resto de la caravana del Rey Tihur acababa de desembarcar y les cortó la retirada. En tanto, el desconocido, el Rey Tihur, á pesar de su herida, y todos los guerreros vesilianos, empuñaron los arcos y acosaron é hirieron con sus flechas á los que huían. Hasta los perros, que habían estado medrosos é inertes durante la refriega, y sólo cuando fué herido el Rey Tihur habían dado muestra de sí, prorrumpieron en lastimeros aullidos, cobraron valor entonces, y ladrando y corriendo, como en la caza, se pusieron á perseguir á los bandoleros. El dicho del Rey Tihur casi vino á cumplirse. --No ha de quedar ninguno vivo--había dicho,--y efectivamente, parecía que no había quedado vivo ni uno solo. Aun los que trataron de esconderse entre la maleza fueron descubiertos por los perros y muertos á flechazos ó á cuchilladas por los vesilianos. VII. Todavía andaban los guerreros vesilianos dando caza á los fugitivos ladrones, cuando el Rey Tihur, conducido en brazos de Amrafel y de Samec, había llegado á la orilla del río, donde estaban los sacos y cargas. Allí, extendido en un lecho que le habían preparado al aire libre, porque las tiendas estaban aún por desembarcar, el rey se dejó curar la herida por Amrafel, que era hombre docto en aquel arte. Amrafel conoció al punto que la herida, aunque ancha, era poco profunda y nada grave ni peligrosa. El puñal había resbalado en vez de ahondar, y había dejado ilesa toda entraña. La causa del desmayo del rey había sido la gran pérdida de sangre, aumentada por los esfuerzos que hizo combatiendo después de herido. Un personaje singular estaba al lado de Amrafel y le ayudaba en la cura. Nadie había reparado, durante la batalla, en aquel personaje que, sin embargo, se había mostrado en pos del guerrero desconocido; pero, fijas en éste todas las miradas y la atención toda, no había sido vista una vieja, alta y delgada hasta el extremo de asemejar á un esqueleto, la cual seguía al guerrero misterioso. En el momento de ir á curar la herida al rey, la vieja se ofreció á hacerlo, jactándose de su ciencia. El guerrero misterioso aseguró que de ella podían fiarse. Iba la vieja con una ropa talar desgarrada, pero que se conocía haber sido rica y elegante. Un manto negro de lana le cubría la espalda, prendido al hombro por un broche dorado. Sus cabellos, blancos como la plata, aunque sostenidos en parte por un cordón, dejaban flotar muchos mechones en desorden y á merced del viento. Sus manos eran tan flacas y tan descarnados los dedos, que parecían transparentes. Sus ojos, pequeños y vivos, lanzaban de sí miradas escudriñadoras; su nariz era aguileña y fina; su boca, sumida y sin dientes, mostraba los colmillos afilados y largos, que asomaban por entre los labios sutiles y fruncidos. Llevaba la vieja un zurrón ancho de piel de tejón, atado al cinto sobre la cadera, y en la diestra un báculo, que más que para apoyarse, aparentaba ser signo de autoridad y dominio, ó vara mágica y de virtudes. La vieja andaba á grandes pasos, firme y derecha como una moza de veinte primaveras, ó más bien como un granadero prusiano de nuestros días, que esté muy ducho en lo que llaman la marcha gimnástica. En suma, todo el continente de la vieja era raro por demás, y hubiera podido servir de modelo á un hábil artista para pintar ó esculpir la Sibila pérsica ó la Sibila eritrea. Mientras duró la operación de curar la herida, la vieja hizo visajes y signos con las manos, y murmuró ó rezó en voz sumisa ensalmos ininteligibles. De su zurrón sacó hierbas para restañar la sangre, que Amrafel reconoció, aceptó y aplicó. Y por último, cubierta ya y vendada la herida, la vieja dió al rey un licor, también con permiso y beneplácito de Amrafel, el cual licor infundió en el rey un sueño grato y delicioso. Cuando el rey despertó del sueño, se sintió tan aliviado y fortalecido, que pensó en continuar la peregrinación al día siguiente. Ni Amrafel ni la vieja se opusieron, con tal de que fuese el rey en el carro y no á caballo. Durante la cura terminó la persecución y exterminio de los ladrones, y se acabó de poner en tierra cuanto habían dejado en las balsas los últimos que pasaron el río, á fin de acudir con más presteza al lugar del combate. Guerreros, esclavos, caballos y acémilas, todo, en suma, se reunió en el mismo lugar. Allí se desplegaron las tiendas y se formó el campamento para reposar aquella noche. Una comida abundante restauró las fuerzas de todos. Después de la comida, el rey Tihur llamó á su tienda al guerrero desconocido, y estando á solas con él le habló de esta manera: --Valeroso joven, tú me has salvado hoy de una muerte vergonzosa. Mi gratitud será eterna. Díme quién eres para que sepa yo á quién estoy tan obligado. --Mi nombre, ilustre príncipe, es Tidal. --Sin duda,--añadió el Rey,--que eres de sangre de héroes; de antigua y clara estirpe. No parece que guarde tan soberano esfuerzo el corazón de un hombre plebeyo y obscuro. --En verdad,--replicó Tidal,--yo me inclino á creer, como tú, que la grandeza de ánimo y la virtud se heredan. De esta suerte se explica que los hombres todos se mejoren, añadiendo los que nacen después á la nobleza heredada de otros la por ellos adquirida. Si nada heredásemos, si ninguna virtud se trasmitiese por herencia y con la sangre, los hombres de hoy no valdrían más que los de ayer, ni jamás ganaría nada el humano linaje, como yo entiendo que gana. Así, pues, no atribuyo á preocupación de casta tu idea de que debo ser noble de nacimiento, porque me he mostrado fuerte de cuerpo y de alma. Sin embargo, la ley no es general. Castas hay que degeneran y otras que se levantan y magnifican. La virtud que en una familia ilustre se extingue y se pierde, renace en otra familia. Tal vez esta virtud, trasmitida por algún héroe, progenitor mío, ha estado latente ú obscurecida largo tiempo por la bajeza en que había caído mi familia, ó por otras causas que no acierto á exponer, y ahora renace en mí; que no tengo nombre, ni antecedentes, ni gloria heredada. Yo, Rey Tihur, no soy más que un humilde mercader, hijo de otro mercader humilde. --¿Eres iraniense ó escita, ó de qué raza ó nación eres? Yo me complazco en suponer y supongo que eres escita por la perfección con que te oigo hablar mi idioma. --Ignoro si soy ó si puedo decir que soy escita ó iraniense; pero creo que soy ario. Nací y me crié en Nimrud, á las orillas del río Tigris. Mi padre y mi madre, de familia ariana ambos, vivían allí sujetos al dominio de los caldeos-cushitas. Por las conquistas de los hijos de Asur y del poderoso Nino, no consiguieron más que mudar de amo. Antes de salir de la niñez me quedé huérfano de padre y madre. Un fiel servidor cuidó de mí y de mi hacienda hasta que tuve dieciocho años. Entonces aquel fiel servidor me hizo dueño de todos mis bienes, que consistían en un gran tesoro de piedras y metales preciosos, y me dijo que mi destino era cumplir grandes cosas, recorrer muchas tierras y vagar por todo el mundo, hasta que hallase la ocasión propicia de llevar á dichoso fin la gloriosa empresa que por el cielo me estaba encomendada. --¿Y no te designó esa empresa? --No me la designó. Ó lo ignoraba él mismo, ó entendía que los decretos de la Providencia no habían de cumplirse sino á condición de que yo los ignorase hasta un momento dado. --¿No marcó tu ayo ese momento? --Le marcó y no le marcó. Aquí hay algo que no me es lícito revelar: juré no revelarlo nunca. Sólo puedo decirte que en una cajita cerrada, que llevo siempre oculta en el cinto, y que sólo debo abrir cuando aparezcan ciertas señales, hay un escrito que me dará luz sobre todo. Mi propio ayo ignoraba lo que la cajita contenía. Mi padre se la dió con el encargo de entregármela y yo la guardo siempre conmigo. --¿Y no recuerdas á tu padre ni á tu madre? --Apenas conservo de ellos una idea confusa. Los dos, como te dije, murieron siendo yo muy niño. --Singular es de veras cuanto me refieres. Sospecho que tu padre, bajo el título de mercader, encubría otra condición más alta. --No me parece eso posible. Los ciudadanos de Nimrud, con quienes he hablado, y que conocían á mi padre, nunca me dijeron de él ni de mi familia nada de extraño ó misterioso. --Más extraño es eso todavía. Y dime, ¿tu ayo no te aconsejó nada al hacerte entrega de tus bienes? --Me aconsejó calma y paciencia; me aconsejó no dejarme arrastrar por la curiosidad, ni tratar de averiguar nada sobre mi futuro destino, hasta que la suerte misma dispusiese la revelación. Me repitió mil veces que yo no era más que un mercader; que como un mercader debía considerarme, y que sólo me ordenaba, en nombre de mi padre, que abandonase á Nimrud y recorriese el mundo. --¿Y sobre tu conducta en el comercio no te dió instrucciones? --Mi ayo era gran conocedor de los pueblos diversos, de los países más distantes, de sus artes, de sus ciencias y de sus productos; y sobre todo esto, me enseñó cuanto sabía: pero había en él algo entre inspiración y locura, aunque yo no atino á veces á distinguir la locura de la inspiración, y sobre ciertos puntos me dió consejos muy opuestos á los que suelen y parece que deben darse á la gente moza. --¿Qué te aconsejaba, pues, si te es permitido declararlo? --En vez de parcidad me aconsejaba largueza y magnificencia. Mis tesoros los juzgaba inagotables, y suponía además que yo había de ganar más mientras más gastase, y que había de recobrarlo todo con creces cuando llegase á perderlo todo. --Extraña manera fué de aconsejar á un mancebo, por lo común inclinado á ser pródigo. --Yo fuí espléndido, pero no llegué jamás á la prodigalidad. Por otra parte la suerte me ha favorecido hasta ahora. He peregrinado por casi toda el Asia; he visto las islas del mar del Sur y la India, el Yemen y el Adramaut, el antiquísimo Egipto y la Libia ardiente. Sería prolijo referirte mis aventuras. Sólo importa saber que, á pesar de cuanto he gastado, tengo en lugar seguro un tesoro riquísimo. Creo además, sin jactancia, que he adquirido en mis peregrinaciones una experiencia muy superior á mi edad. --¿Qué ha sido de tu ayo, entre tanto? --Mi ayo era ya viejo, y durante mi larga ausencia de Nimrud, he sabido que pagó el tributo que debemos pagar todos á la Naturaleza, más tarde ó más temprano. --Tu persona, tu vida, ese misterio de tu destino me interesan tanto, ¡oh Tidal!, que, á trueque de pasar por sobrado curioso y exigente, te ruego me digas si el anciano que te sirvió de ayo te descubrió alguna otra cosa. Nada más me descubrió, sino un nombre que me dijo podría yo llevar cuando me le diesen muchos hombres reunidos. Entre tanto, á nadie debo declarar este nombre. Me dió asimismo un sobrenombre, apodo ó alcuña, que no debo divulgar tampoco, pero que puedo confiar con el mayor sigilo, si quiero dar á una persona la mayor prueba de amistad y de confianza. Esta alcuña voy á decírtela. Por ella, Rey Tihur, si no me desdeñas, quiero ligarme á tí con los lazos más amistosos. Según me dijo el anciano, con la persona á quien yo declarase esta alcuña, me unía voluntariamente como si fuese mi hermano. En la persona que me dijese al oído dicho nombre y dicho apodo, debía yo depositar por fuerza una confianza sin límites. --Yo jamás podré desdeñarte--replicó el Rey,--y tu amistad será el mayor bien para mí. Reflexiona antes con todo, si crees que la merezco, y no procedas de ligero revelándome esa alcuña. --No procedo de ligero. Cedo, al confiarme á tí, á una inclinación irresistible, á una viva simpatía; y aun á algo parecido á un mandato. --¿Acaso tu anciano tutor te habló de mí alguna vez? --Nunca. Ha sido otra persona quien me ha aconsejado que te dé esta prueba de confianza. --¿Y cuándo te dieron el consejo? --Hoy mismo. --¿Quién? --La vieja extraña que me acompañaba. --¿La conoces tú desde hace mucho tiempo? --Pocos días ha que la conozco, y ni siquiera sé su nombre; pero ella tal vez, por el arte mágico que posee, sabe el mío secretísimo y sabe también mi apodo. Escucha en breves razones los más recientes sucesos de mi vida. Por ellos comprenderás cómo pude venir tan en sazón á socorrerte. Mi afán de ver mundo me movió á comprar una nave de 30 remeros que cargué de preciosas mercancías, que tripulé en el país de los cadusios, y en la que me embarqué en el Araxes, con intento de salir al Mar Caspio y venir á Vesila-Tefeh, donde pensaba emplear en pieles ricas, y visitar y conocer la capital de tus dominios. Para no cansarte con extensos pormenores, te diré, en resumen, que en esta ocasión me faltó mi acostumbrada prudencia. Los marineros que venían conmigo, se habían concertado con piratas iberos y albaneses. Me sorprendieron dormido; mataron á tres servidores que hicieron resistencia; se apoderaron de cuanto yo traía, y me ataron con cuerdas los piés y las manos. Hecha esta presa, querían volver los piratas á sus guaridas de Albania, pero se levantó una tempestad furiosa que trajo nuestras naves á la costa de tu reino. Sabía el capitán la lengua escita, y se aventuró con otros dos, que también la sabían, á saltar en tierra, disfrazado, para explorar el país, y ver dónde y cómo podría dar un buen golpe. En los campos fértiles y en las pobladas aldeas del Norte de Djan-Deria, supo que venías tú de camino para Bactra; supo el número de guerreros y las riquezas que traías, y dispuso salirte al encuentro, no con sus embarcaciones al pasar el río, porque calculó que no te aventurarías á pasarle, si las vieses, y perdería la ocasión, sino emboscándose en los matorrales de esta orilla, y cayendo sobre tí cuando tus fuerzas estuviesen divididas en una y otra márgen. Así lo hizo, como has visto, y harto conoces el resultado. Yo estaba vigilado con extraordinarias precauciones; atado, como te he dicho, de pies y manos. Sólo me desataban las manos para comer. Los barcos, que son ligeros, se pusieron á seco en la playa desierta del Caspio, y diez hombres sólo quedaron para su custodia. El capitán trajo aquí para la empresa la más gente que pudo. Indudablemente, yo hubiera permanecido á bordo sin acudir en tu auxilio y sin saber siquiera lo que ocurría, pues, aunque entiendo y hablo varios idiomas, ignoro el de estos moradores del Cáucaso, á no ser por la singular y portentosa vieja que has visto. El capitán de los bandidos y los otros dos exploradores la hallaron vagando al declinar de la tarde en un bosque no lejos de la playa y tuvieron la ocurrencia de traerla cautiva. La vieja dijo á unos la buena ventura, curó á otros varias enfermedades y se ganó la voluntad de todos. Con rara facilidad hablaba la lengua de los piratas, como habla la tuya y otras varias. Los piratas no desconfiaron de la vieja; conversaron sin recatarse de ella y la enteraron de todos sus proyectos. La vieja no me había dirigido nunca la palabra durante cuatro días que habíamos vivido juntos. Imagina cuál sería mi sorpresa, cuando hoy de mañana, estando yo tendido, dormitando en la popa de uno de los bajeles, puesto ya en tierra, la vieja se llegó á mi oído y pronunció, no sólo mi apodo, sino también mi nombre incomunicable. Debo advertirte que desde el día de ayer nos habían dejado los bandidos y te estaban aguardando en la emboscada. Al oir aquellos vocablos sacramentales y poderosos para mí, me incorporé lleno de pasmo y ví la figura de la vieja más extraña que nunca, por el fuego que lanzaba de los ojos y la profunda conmoción que extremecía su descarnado cuerpo. Se diría que un numen, un dios, un espíritu, la excitaba en lo íntimo de su ser. Me hablaba el bello idioma de la Ley pura, y sus palabras tenían el ritmo y la armonía soberana de los cantos sagrados. Una insólita majestad resplandecía en aquel ser decaído. Una expresión de ternura maternal casi hermoseaba su semblante. La vieja me abrazó y me cubrió de besos, llamándome ¡hijo!, y apenas si sus besos me causaron repugnancia. Á mi lado ví mis armas, que la vieja había traído. Allí estaban espada, puñal, aljaba, arco y flechas. La vieja, empuñando y desenvainando mi puñal, cortó con rapidez mis ligaduras. --Eres libre,--me dijo,--toma tus armas, levántate y sígueme. Tus guardadores, unos están ausentes, otros han sido sumidos por mis artes, en un hondo letargo. Obediente seguí á la vieja, que me trajo hasta aquí, y en el camino me informó de quién tú eras, del peligro que corrías y de la misión de libertarte, que me encomendaba. Lo demás, ya lo sabes. Ahora, ¡oh Rey Tihur!, sólo me falta cumplir con el precepto de la vieja: darte la más segura prenda de amistad; ligarme para siempre contigo. Mi alcuña es _Seher-Gav_; el _Toro-Vigitante_. ZARINA (FRAGMENTO) [una barra decorativa] ZARINA I La doctrina del progreso, á más de tener gran fundamento de verdad, está llena de poesía. ¿Qué no puede fingir la imaginación en lo futuro, suponiendo que la actividad de la mente humana va añadiendo, cada vez con mayor energía, nuevos inventos y mejoras á cuanto ya acumularon y nos legaron las pasadas generaciones? Sin embargo, todo lo que se puede fantasear ó columbrar en lo porvenir es incierto y confuso, mientras que las cosas que fueron conservan ser y consistencia, y, aunque carecen de vida, pueden tomarla prestada de la forma artística y del ingenio de un poeta. Por otra parte, está muy en duda, al menos para mí, si bien creo firmemente en el progreso, que el progreso sea algo más que extrínseco. No iré yo hasta el punto de creer que los hombres de otros siglos fuesen más valerosos, más leales, más discretos, ni siquiera más robustos que los del día; pero no creo tampoco que, á pesar de todos los medios que la civilización nos proporciona, la raza humana haya ido mejorando en lo substancial. Tal vez ese vivir de los bárbaros ó salvajes, que todavía se hallan en nuestro planeta, no responde al estado inicial desde donde se elevaron los pueblos de Europa á superior cultura, sino que es degeneración ó corrupción en que á la larga han caído los tales salvajes ó bárbaros, y de donde ni por sus propias fuerzas ni con auxilio extraño quizá salgan nunca. En cambio, ciertas tribus ó castas superiores de los tiempos primitivos, como, por ejemplo, los arios y los semitas, no debieron de valer menos que los cultos europeos de ahora, y hasta hay una ilusión óptica que hace que se nos aparezcan valiendo más. Los vemos como entre nubes, al despertar intuitivo de la inteligencia, cuando lograba más la inspiración que el discurso, bañados por la luz de una aurora divina, y como llevando en el seno fecundo del espíritu de ellos el germen lozano del árbol de la ciencia y de la cultura, cuya riqueza en flores y frutos hoy tanto nos encanta y envanece. De aquí el que no pocos sabios vuelvan con amor los ojos, en nuestra edad, al estudio de las primeras edades, rehaciendo antiguos idiomas, traduciendo hieroglíficos, interpretando inscripciones, descifrando alfabetos, y sacando á nueva luz, del olvido en que yacían sepultados, imperios, repúblicas, reinos, dinastías, príncipes, héroes y semi-dioses. ¿Por qué los que no somos sabios no hemos de suplir con la imaginación lo que ellos á fuerza de estudio no acabaron de aclarar? ¿Por qué no hemos de concluir con sus debidos pormenores y circunstancias las historias que más nos interesen y conmuevan, y de las cuales la erudición nos dejó á media miel, como vulgarmente se dice? Hay personajes que, al entreverlos y percibirlos, indecisos, esfumados y como hundidos en el fondo de un mar de años, todavía me encantan y me ilusionan. ¡Qué pena me da de no conocerlos de cerca! ¿No sería posible que, en virtud de un raro magnetismo, de una segunda vista histórica, fijando bien la mirada mental en cualquiera de ellos, llegásemos á comprender su carácter, sus pasiones, el móvil de sus actos y todos los casos de su vida mejor que el sabio, que no se fija en el personaje, sino que inspecciona fría, prosaica y rastreramente tal cual huella que él ha dejado de su paso por el mundo, ya en el fragmento inédito, ó mal entendido hasta hoy, de algún historiador, ya en un obelisco, ya en una pirámide, ya en otro monumento sepulcral, ya en alguna inscripción en forma de clavos, de las llevadas por Layard ó por otros, desde el centro de Asia al Museo Británico, en multitud de sutiles ladrillejos? Yo no creo ni descreo en el espiritismo. No he profundizado la materia. No me atrevo á decidir. Pero hablando de mí solo y por mi cuenta, aunque no sea más que de puro modesto, no atino á concebir como factible que los héroes, los sabios, los profetas, los santos y los penitentes severos de todas las religiones, los monarcas soberbios, los tiranos y guerreros, foscos, crudos y nada complacientes por naturaleza, y las hermosas mujeres, virtuosas ó galantes, aunque todas caprichosísimas, retrecheras y desmandadas; en suma, todo ser que ha dejado rastro luminoso de sí en la tierra, no bien se muda al otro barrio, se vuelva tan dócil y sumiso, que acuda á mi mandado y responda á infinidad de preguntas, tal vez impertinentes. Y extrema para mí lo increíble de estos hechos la manera de responder á las preguntas, que, en vez de ser rápida, bella y digna de un espíritu, es mecánica, pesada y fastidiosa. No obstante, por más que yo deseche el espiritismo de esta laya, declaro que en ocasiones me siento muy inclinado á creer en otro espiritismo más vago, menos metódico y más conforme con la poesía. Ya en sueños, ya dormitando, ya en arrobos, durante los cuales el alma se sobrepone á la duración ó adquiere una velocidad mil veces mayor que la del rayo, acaso nos elevamos por el éter y subimos á remotas estrellas, en el momento en que llega allí la luz del sol, que hace cuarenta ó cincuenta siglos reflejó nuestro globo, ó acaso por arte menos complicada y más íntima, y que es por lo mismo más difícil de explicar, vemos á los personajes pasados y los conocemos, y parece como que vivimos en su compañía, averiguando cuanto les ha sucedido. De aquí la afición y los motivos que me inducen y hasta me habilitan para escribir historias ó aventuras del antigo Oriente. Otro escritor más profundo, ó mejor dicho, otro escritor menos somero que yo, se propondría, al escribir cualquiera de estas historias, dar una lección moral, política, religiosa ó filosófica á sus lectores; resolver algún problema de importancia; pero yo no me propongo nada de esto. Me propongo sólo entretenerme un rato y entretener á los demás. Ojalá lo consiga. Y me propongo igualmente, aunque apenas me atrevo á confesarlo para que no me tilden de presumido, retraer á la vida, con el conjuro de la escritura y con la mágica evocación de la palabra, seres que ya existieron y que me son simpáticos. Yo no estoy descontento de vivir en el siglo en que vivo, ni de tratar á la gente con quien trato, ni de llevar la vida que llevo, si bien me faltan varias cosas con las cuales viviría yo un poquito mejor; pero todavía, á pesar de que no estoy descontento, hallo consolación en la teoría universal; esto es, no ya sólo en abandonar lo práctico y consagrarme á lo meramente especulativo, sin mezclarme en nada, y contemplando con serenidad cuanto me rodea, sino lanzándome también en la contemplación longincua; volando en busca de objetos muy apartados de mí por el tiempo y por el espacio. Así es que hoy mi alma se ha ido de bureo desde esta villa y corte de Madrid hasta el Asia central, y ha saltado también por cima de no pequeño montón de siglos, subiendo contra la corriente, hasta llegar al año 60 ó 70, sobre poco más ó menos, que en esto no hemos de ser muy escrupulosos, de la era llamada de Nebonasar. Harto se ve que no nos hemos ido muy lejos. Estamos en una edad relativamente moderna para lo que han descubierto los sabios y prehistoriadores del día. Vivimos con la mente poco más de seiscientos años antes de Cristo. Roma había sido ya fundada; Licurgo había dado sus leyes; en Atenas y en Corinto habían triunfado los posibilistas, cayendo la monarquía y surgiendo la democracia; el reino de Israel, había desaparecido; el de Judá estaba próximo á desaparecer; y Nínive misma, restaurada después del incendio del alcázar de Sardanápalo y del saqueo y destrucción de la ciudad por Arbaces el medo y Belesu el babilonio, estaba, á pesar del tremendo brío de sus últimos soberanos, amenazada de nueva ruina. Al pasar, ó dígase al volar, hemos reparado en todo esto. Reposémonos ahora en la recién fundada ciudad de Ecbatana, capital de Media. II. Reinaba entonces allí un rey, poderoso y muy nombrado, y que por serlo tenía muchos nombres, cuya significación, ya es idéntica, ya no lo es, ya se ignora ó ya se sabe. En persa le llamaban Uvak-satara, como si dijéramos _el poseedor ó dueño de gallardos mulos_; en asirio le llamaban Uvakistar; en griego, Cyaxares y Ozauros, y en lengua médica, Vakistarra, que significa _el que lleva la lanza_. Traducido este título, tan propio, de llevador de lanza ó lancero, á la lengua de los persas, lengua parecida á nuestras lenguas modernas de Europa, el rey se llamaba Astibaras, y así lo designaremos en adelante. Asistía en la corte de este rey un príncipe ó magnate, bello y agraciado de rostro, de elevada estatura, de afable trato, diestro en todos los ejercicios corporales, impávido en la guerra, infatigable en la caza, y prudente en el consejo, á pesar de sus pocos años. Sentimos no poder darle un nombre bonito y sonoro; pero es personaje histórico; no tiene muchos nombres en que elegir, como tenía su rey; se llamaba Estrianges, y Estrianges le llamaremos. _Nada hay nuevo debajo del sol_, ha dicho el sabio, y cuando el sabio lo dijo, estudiado lo tenía. Las cosas no suelen ser exactamente iguales; pero son á menudo semejantes. En aquel tiempo, los reyes medos iban ya convirtiendo su Estado en monarquía absoluta, haciendo prevalecer la autoridad real sobre los otros poderes. Antes, la Media había sido conquistada por una raza de arios. Los arios, luchando con las tribus indígenas y subyugándolas, habían formado una aristocracia guerrera. Después, dominada la Media por los asirios, los medos arios y los medos turaníes, esto es, los vencedores y los vencidos habían estrechado un lazo de amistad para libertarse de la común servidumbre. Había ocurrido, por ejemplo, algo de muy parecido á lo que ocurrió en España cuando la conquista de los árabes: que los visigodos y los hispano-romanos se unieron también. El primer gran caudillo que para la reconquista tuvieron los españoles se llamó Pelayo, nombre latino, y no visigodo, para denotar la fusión de las razas. Del mismo modo el primer gran caudillo de los medos había llevado un nombre tomado de la lengua de los vencidos, ó medos turaníes, y se había llamado Arbaces, que significa _el primero_. La nueva aristocracia fué de dos clases: turaní, y sus individuos se llamaban _busios_; y aria, y sus individuos se llamaban _arizantes_. La plebe, no ya por fuerza, sino por amor de la patria, los seguía devota y voluntariamente. Así vino á constituirse una república ó confederación de caudillos, busios y arizantes, que cada cual tenía sus particulares vasallos, sus fortalezas y dominios. Fundada, por último, la enriscada ciudad de Ecbatana, los caudillos principales, descendientes de Arbaces habían ido poco á poco cambiando aquel Estado en unitaria y fuerte monarquía, á lo cual contribuyó más que ninguno este gran rey Astibaras, á quien hemos ya presentado á nuestros lectores. Al empezar nuestra narración, Astibaras llevaba más de veinte años de reinado, durante los cuales había hecho cosas estupendas. No las contaremos todas, para no cansar al pío lector; pero algo será menester referir, en resumen, á fin de que se estime y pondere todo el valer y toda la gloria de este monarca, y á fin de que los sucesos de nuestra historia ó leyenda se comprendan sin dificultad. El padre de Astibaras es conocido también con muchos nombres, que todos significan lo mismo y son el mismo, según la lengua en que el nombre ha sido traducido, á pesar del disfraz con que le han trocado al pasar de un idioma á otro. Llamábase Pirruvartis, Fraortes, Artinés y Hartruna, esto es, el Belicoso. Artinés, á fin de no desmentir su nombre, había querido sacudir el yugo de los asirios, de quienes era tributario; había levantado un ejército numerosísimo y había ido á combatir al rey ninivita Asurbanipal; pero éste derrotó por completo al rey de Media en una brava y sangrienta batalla que se dió á las orillas del Tigris. Artinés perdió allí la vida. Astibaras, no bien subió al trono, trató de vengar la muerte de su padre, y ya había invadido, con huestes más disciplinadas y numerosas que las que llevó Artinés, los Estados de Asurbanipal, cuando sobrevino un inesperado y gravísimo acontecimiento, que retardó por muchos años su venganza. Entre el Ponto Euxino y el mar Caspio hay una gran extensión de tierras, casi cerradas al Norte por dos ríos, el Rha, hoy el Volga, que va á perderse en el mar Caspio, y el Tanais, hoy el Don, que se pierde en el mar de Azof. Acaso más de cien leguas al Sur de dichos ríos, como defensa ó valladar puesto por la Naturaleza, se levanta y extiende, de mar á mar, la ingente cordillera del Cáucaso, donde, según la fábula griega, Júpiter amarró á Prometeo con cadenas de diamantes, y donde un buitre comía el hígado del titán filántropo; hasta que Hércules logró libertarle. Desde la falda del Cáucaso, dilatándose al Mediodía hasta el monte Ararat, en cuya nevada cumbre se posó el arca de Noé, habitaban y habitan aún diversas tribus, gentes ó naciones, apellidadas caucásicas; casta de hombres valientes, robustos y hermosísimos, cuales son hoy los circasianos, georgianos y mingrelianos, en los tiempos á que nos referimos designados con nombres diversos. Al Oriente, en las riberas del Caspio, vivían los albaneses, y más al Sur, los cadusios; al Occidente, orillas del Ponto, habitaban los colquios, famosos por Medea la hechicera y por el áureo vellocino, y más al Occidente, los calibes, diestros forjadores del hierro, y los de Tibar, tan envidiados por su oro. En el centro de estas naciones, y como defendiendo las puertas caucasianas contra las invasiones de los escitas, se hallaban los iberos, de quienes sin duda proceden los primitivos españoles, que se llamaron iberos también. Aunque se me censure como digresión impertinente, se me antoja decir aquí que he tenido una verdadera satisfacción al ver que mi docto y sagaz amigo el Padre Fidel Fita ha probado casi en su discurso de recepción en la Academia de la Historia que los iberos de España y los del Cáucaso son los mismos iberos, y que el georgiano y el vascuence son lenguas hermanas. Hacía mucho tiempo que yo afirmaba lo mismo, sin haberlo estudiado y como adivinándolo de tenazón. Y una de las razones que yo tenía para ello era y es la corrección de formas y facciones y la hermosura de las mujeres de las provincias vascongadas y de Navarra, donde se conserva aún la raza ibérica primitiva en su mayor pureza; por donde yo no podía persuadirme de que dicha raza tuviese ni hubiese tenido jamás afinidad ni parentesco con la fea raza amarilla, tártara, mongólica, ó como quiera llamarse. Basta echar una rápida mirada de inspección etnográfica á las marquesas de S. y C. T., ambas de pura raza vascongada ó ibérica primitiva, para convencerse de que no corre por sus azules venas una sola gota de sangre tártara, sino que toda es de Georgia y de la más acendrada y exquisita. Refieren las crónicas georgianas, mandadas redactar y publicar por el Rey Wagtang, que, después de la dispersión de las gentes, fué á poblar la Georgia ó Iberia el gigantesco patriarca Togorma, hijo de Gomer y nieto de Jafet. Otros quieren que fuese Túbal, hijo de Jafet, quien pobló ó colonizó la Iberia del Cáucaso, y que luego él ó sus descendientes llegaron hasta la Iberia al Sur de los Pirineos, ya pasando primero á Irlanda, isla á quien dieron el nombre de Ibernia, y desde allí viniendo á España, ya viniendo á España directamente. Sobre estos nombres de Iberia é Ibernia, de Ebro y de iberos, dados á diversas comarcas, ríos y pueblos, se ponen varias etimologías. Ya los derivan de _ibha_, que en el idioma de los vedas vale tanto como _familia_, ya de _avara_, que en el mismo idioma significa _occidente_. Como quiera que sea, parece probado y archiprobado que estos iberos del Cáucaso eran lo que se llama arios, y que desde allí, salvando los desfiladeros de dichas montañas, buscaron y siguieron uno de los más importantes y trillados caminos, por donde la gente aria se fué extendiendo por Europa. Todas las tradiciones convienen en esto, y aun los nombres de lugares, que fueron poniendo al pasar, lo confirman. Y está asimismo demostrado que de la propia manera que desde el Sur del Cáucaso invadían la Europa los arios-iberos, pasando al Norte, también, en no pocas ocasiones, los iberos y demás pueblos del Sur del Cáucaso sufrían la invasión de los hijos de aquéllos que en otro tiempo se apartaron de su lado y emigraron á regiones más boreales. Ya, desde muy antiguo, cuentan las citadas crónicas de Georgia no pocas invasiones en el Sur del Cáucaso, de las gentes que habitaban al Norte de dichas montañas y que formaban un reino llamado de los cuzares ó kazares, el cual se extendía hasta más allá del Boristenes y del Tiras. Parece además, probado que el rey de los dichos cuzares llegó, dos mil años antes de Cristo, á dominar toda la extensión de tierras que va hasta el Ister, y que al Sur del Cáucaso hizo también tributarios á todos los pueblos caucasianos, que se llamaban entonces togormíes, á causa del patriarca Togorma, de quien se jactaban de descender, ó kartlosíes, á causa del gigante Kartlós, hijo de Togorma, que había sido su primer rey. Tributarios dicen que permanecieron largo tiempo los kartlosíes del rey de los kazares, á quienes los autores clásicos llaman _sauromatas_ ó _sármatas_, y cuya capital era Guerrhus, cerca de donde está hoy la ciudad rusa de Kief, á orillas del Boristenes; pero una gran revolución que hubo en el Irán vino, si no á libertarlos, á hacer que cambiasen y mejorasen de dueño. La gloriosa dinastía de Djenschid y su imperio más glorioso habían sido destruídos por un tirano, descendiente de Chus y de Nembrot, á quien llaman Zohac, ó sea Dragón, y á quien también llaman Peiverasp, porque poseía diez mil caballos árabes; pero pronto suscitó la Providencia á un héroe, por nombre Feridún, cuyas hazañas ha cantado en lindos versos el poeta Firdusi, el cual Feridún, á quien también apellidan Tetraono, libertó á los iranios del yugo de Zohac, y encadenó á este déspota diabólico en la cumbre del Cáucaso ó del Demavend, donde unas serpientes que le brotaron en las espaldas, y que mientras era tirano no le hacían mal porque las alimentaba con sesos de niños, privadas ya de tan costoso alimento, se le comían á él de contínuo. Prescindiendo de esto, que sin duda debe de ser una fábula, la cual tendrá su sentido moral, es lo cierto que, restablecido por Feridún el imperio de los iranios, éste se extendió sobre los pueblos del Cáucaso, los cuales recibieron entonces la cultura, la religión y los libros de Zoroastro. Más tarde, según he podido averiguar á fuerza de prolijos estudios, habiendo crecido mucho la población de la Iberia oriental, civilizada entonces con la civilización irania, enviaron los iberos nuevas colonias á España, donde ya habían enviado otras; y estas nuevas colonias llevaron allí los libros zoroástricos y todas sus teologías y filosofías. De aquí el gran saber de los turdetanos y tartesios, y más tarde la ciencia y la virtud de Argantonio, rey de Tarteso y de Cádiz, de cuyo feliz reinado tengo preparada una historia mil veces más interesante que ésta que ahora escribo. En ella se verá cuán atinada es la conjetura del Padre Fidel Fita, de que Argantonio era un _athravan_ zoroástrico que reinó en España durante el eclipse de Tiro, aplastada por Nabucodonosor, y de que el código turdetano, que Estrabón menciona, era el mismísimo Avesta. Contrayéndonos ahora á los tiempos y negocios del rey Astibaras, diré cuál fué el pavoroso acontecimiento que le detuvo en medio de sus triunfos sobre los hijos de Asur. Los escitas, que se distinguen con el calificativo de sauromatas ó sármatas, estaban muy pujantes bajo el cetro del rey Madías. Hombres y mujeres iban siempre á caballo y peleaban con igual valor, armados de flechas con puntas de hueso envenenadas y con yelmos y escudos de piel de toro, de donde el primer fundamento de cuanto se refiere de las amazonas. Este pueblo belicoso de los sármatas, después de haber vencido á los cimerios y á los tauros, que habitaban entonces la Crimea, penetraron en Iberia por los desfiladeros del Cáucaso, lo arrollaron todo, y cayeron sobre Media como nube de langostas destructoras y terribles. Astibaras acababa de derrotar á los asirios, y ya había puesto cerco á Nínive, pero tuvo que levantar el cerco y acudir á la defensa de su patria. Dió á los invasores una gran batalla, y fué vencido. Los escitas vencedores se derramaron entonces cual torrente devastador, no sólo por el Imperio medo, sino también por la Frigia, la Lidia y la Cilicia, salvando la cordillera del Tauro, y llegando hasta las fronteras de los reinos de Jerusalem y Samaria. El profeta Jeremías alude sin duda á estos bárbaros del Norte, y no á los persas cuando habla de aquellos guerreros que envía el Señor para destruir á Babilonia. «Viene, dice, contra ella una nación del Norte, que pondrá su tierra en soledad, y no habrá quien la habite». Claro está que Jeremías no había de estar tan poco versado en Geografía, que había de llamar á los persas nación del Norte, cuando con relación á los babilonios pueden llamarse nación del Sur, y mejor aún del Oriente. Y en otra parte añade Jeremías: «He aquí que viene un pueblo del Norte, y una nación grande, y muchos reyes se levantarán de los términos de la tierra». Con lo cual parece indicar que estos invasores vienen de muy remoto país, y no de la Persia y de la Susiana, cuyas tierras baña el Tigris, lo mismo que las de Babilonia. Jeremías alude, pues, en esta ocasión á los escitas. Todo lo que de ellos dice conviene á los bárbaros del Norte, y no á los persas. «Crueles son, exclama, crueles y sin misericordia; y la voz de ellos sonará como el mar»; como si se tratase de lengua peregrina é ignorada, que resonase á modo de bramido. En suma, y aluda Jeremías á quien se le antoje, lo cierto es que estos escitas-sármatas, si bien devastaron otras muchas comarcas, se fijaron en Media principalmente; y así, tal vez sin concierto previo, fueron auxiliares poderosos de los asirios. Astibaras, en lucha constante y heroica contra ellos, tratando de arrojarlos de sus Estados, durante más de veinte años dejó reposar á Nínive y á sus reyes. III. Entre el estruendo y el horror de las armas, en medio del tumulto de esta larga guerra de independencia, se había criado y había crecido nuestro héroe Estrianges. Á la edad de diez y siete años, cuando apenas le apuntaba el bozo, había ido á pelear al lado de su padre, á quien había visto morir, atravesado el corazón por una enherbolada flecha enemiga. Estrianges, que era hijo único, heredó los bienes y Estados que su padre poseía, y entre ellos un castillo ó fortaleza, á pocas parasanjas de Raga, en lo más áspero de los montes al sur del Caspio, yendo de Raga hacia el Oriente. Desde allí, como el águila desde su nido, había estado en acecho cuando los escitas podían mucho aún, y había caído sobre ellos en frecuentes expediciones, vengando la muerte de su padre y auxiliando poderosamente á Astibaras en la empresa de libertar á su pueblo. Cuando ya los escitas fueron pereciendo, ó sometiéndose, ó huyendo de Media, Estrianges entretenía sus ocios cazando tigres y otras fieras alimañas, de las muchas que se crían en aquellos montes, cuyas ramificaciones abarcan el Sur de la silvestre Hircania y la separan de la Partiena. Ya de edad de veinticuatro años, acudió Estrianges á la corte de Ecbatana, á donde llegó precedido de la fama de sus altos hechos, como guerrero y como cazador. Y no era esta fama vaga é indefinida, sino que se fundaba en datos aritméticos de la más severa exactitud. Sabíase á punto fijo el número de batallas, encuentros y escaramuzas en que se había hallado; cuántos escitas había muerto con su propia diestra, y cuántos tigres, panteras, leones y jabalíes habían perecido entre sus manos. Además de esto, y de ser Estrianges el más acaudalado y rico del reino, y muy discreto é instruído para lo que entonces se sabía, gozaba de ciertas cualidades de que no podemos dar idea clara sin gastar mucha prosa ó sin apelar á un concepto anacrónico. Puesto en su tanto el modo de ser de tiempo y de lugar, Estrianges era el _dandy_ ó el _gomoso_ más perfecto de Media; era el espejo en que se miraban todos los elegantes sus contemporáneos. Resultó de aquí la cosa más natural del mundo. La hija mayor del rey, que era lindísima, recatada é inteligente, que bailaba y cantaba bien, y tenía otras mil habilidades, se enamoró de Estrianges del modo más resuelto. Esta princesa llevaba un nombre sonoro y significativo de sus prendas de carácter. Se llamaba Darvasastu, que en lengua pérsica es, como si dijéramos, _que ella sea fuerte_. Darvasastu lo fué en amor como en todo. El rey Astibaras, lejos de hallar disparatado este amor, halló que se ajustaba bien con su política. Por medio de un enlace lograría que entrara en su casa y familia el más rico y brioso de sus grandes vasallos, corroborando su dinastía y ligando á sus intereses todo el poder y los medios de que gozaba aquel arizante ilustre. Fácil fué darle á entender la inclinación que tenía por él la princesa, lo cual no pudo menos de lisonjearle en grado sumo. Si bien no compartió aquel amor fervoroso supo agradecerle. Darvasastu valía un tesoro, y Estrianges, lleno de amistad y de reconocimiento, quizás él mismo confundió tales afectos con los de amor vivo, y decidió casarse con la princesa, sin creer que hiciese con esto el menor sacrificio. Casóse, pues, según los ritos y ceremonias de la religión de Zoroastro, que si bien algo impurificada por la religión de los asirios, era en aquella edad la religión oficial del reino de Media. De esta suerte vino á ser Estrianges yerno del Rey Astibaras. Con el trato y la convivencia, ambos consortes, que eran finos y prudentes, fueron amándose más cada día y viviendo en santa paz matrimonial, aunque por parte de ella con grande amor, y por parte de él con tibieza; tibieza, no obstante, oculta entre mil cuidadosos extremos y atenciones, pues no en balde era él la flor de la cortesía. Tan rara concordia duró años; fué una desmesurada luna de miel. Contribuyó á esto que Estrianges, á pesar de que no amaba con fervor á su mujer, era tan descontentadizo y tan crítico, que tampoco hallaba á otra alguna, ni dentro de los dominios de su suegro ni fuera, en cuanto él había explorado en sus peregrinaciones, que fuese más digna de su amor. De aquí que, allá en el fondo de su alma, él se dijese algo parecido á nuestro refrán castellano: _á falta de pan, buenas son tortas_; y como todo es relativo en este mundo, él, de un modo relativo, amó á su mujer por cima de todas las otras mujeres conocidas y reales. La situación de su ánimo, no confesada á nadie sino á sí propio, atormentaba su corazón, á pesar de cuanto va dicho. No era él hombre que se contentase y aquietase con lo relativo: ansiaba lo absoluto y lo perfecto. Con frecuencia tenía este ó semejante coloquio consigo mismo: --Yo consagro á mi mujer todo el amor que pudiera dar á otras mujeres; yo soy un dechado de fidelidad; pero descubro en lo más hondo de mi pecho un manantial abundante de cariño, el cual ella no conoce y del cual ni ella ni nadie bebe. ¿De qué me vale este manantial? ¿Para qué esta riqueza de que nadie goza? Esta escondida virtud ¿no llegará jamás á manifestarse? Así discurría Estrianges; pero como sus discursos en este particular eran recónditos, pasaba en la corte, con gran satisfacción de Astibaras, y pasaba también en la dilatada extensión del reino, por el fénix de los maridos. Por modelo le presentaban á los suyos todas las mujeres casadas, y todos los padres de hijas casaderas anhelaban un yerno que se le asemejase. En su casa sólo parecía que faltaba un requisito para la completa felicidad; requisito que, no ya en apariencia, sino realmente, hubiera estrechado su lazo de amor legítimo. Su matrimonio había sido estéril. Cinco años hacía que se había casado, y no había tenido sucesión. Estrianges tenía entonces treinta años, y veinticuatro la princesa. Los hombres, cuando no hallan pábulo bastante al fuego interior, á la actividad que los devora; cuando no tienen objeto real á quien consagrar sus facultades, suelen buscar algún objeto fantástico ó sofístico. Estrianges no era todo lo feliz que él ansiaba ser. Sentía sed, apetito de algo confuso, que no acertaba á explicarse ni sabía dónde encontrar. Su mujer, sus amigos, las demás mujeres, su gloria, su posición, la hermosura del universo, las estrellas que pueblan el éter, el esquivo y grato terror de las selvas, los matices y aromas de las plantas y de las flores, todo deleitaba su ánimo; pero su ánimo no se pagaba de nada por entero. Entonces llegó á imaginar Estrianges si todo sería como misterio, cifra ó emblema, cuyo significado podría descubrirse por medio de alguna clave que explicase el enigma. De aquí que, paso á paso, sin revelar nada á nadie, porque era muy reservado, se fué Estrianges dedicando á la magia. Él amaba y buscaba la luz, y pensó, por consiguiente, en la magia blanca, y no en la negra; pero, según hemos indicado ya, la pura religión de la luz increada se había contaminado y falseado bastante en Media en aquellos tiempos, mezclándose con extrañas supersticiones y creencias venidas de otros países, y singularmente de Babilonia. IV. Estrianges se afanaba por revestir de forma sensible algo que fuese núcleo de luz increada y perfecta concreción de su idea: algo donde pudiera consumir la llama de amor que devoraba su alma. Consultó á los _athravanes_ y magos, y se dió á entender, en vista de la consulta, que así como en todo el universo no había ser que no tuviese su idea en la mente, así tampoco había idea en mente alguna, por vaga y confusa que la idea fuese, que no tuviera su objeto real en el mundo. De aquí deducía Estrianges que la idea por la que estaba atormentado no era idea vana, sino idea que tenía objeto, y que era menester buscarle para que se aquietase en él su voluntad. Esto, sin embargo, ofrecía no pocos inconvenientes. La empresa era difícil. Podían además darse circunstancias que la hiciesen imposible. --En el seno de Zervana-Akerena, pensaba nuestro héroe, en el seno del tiempo sin límites, está todo: está el dios del bien, Aura-Mazda; está el dios del mal, Arimanes; y están las criaturas de ambos dioses enemigos; pero ahora, en el momento en que vivo yo, ¿vive ó no vive también el ser que me enamora? Sin duda vive. Pero ¿vive con forma y en condiciones que me le hagan asequible? ¿No puede haber pasado ya por esta tierra que habitamos y estar aguardando en el reino de las sombras el día de la resurrección de los cuerpos? ¿No puede ser que aun no haya venido á esta mansión terrena, y exista sólo su _feruer_, esto es, su esencia celestial y divina? ¿Qué esperanza me resta, si el objeto de mi amor es _feruer_ ó espíritu desprendido ya del cuerpo? También es dable que el objeto de mi amor, en vez de ser criatura de Aura-Mazda, sea criatura de Arimanes; provenga de las tinieblas, y no de la luz. Estrianges trataba de desechar de sí este pensamiento, que le convertía en amador de un ser diabólico; pero el pensamiento persistía. Arimanes, allá en lo hondo de su tenebroso imperio, había acertado á crear seres hermosísimos, que parecían hijos de la luz. Entre ellos se contaban las _pairikas_ ó _peris_. Estrianges llegó á sospechar si andaría él enamorado de una _pairika_. De todos modos, en lo que él estaba firme era en revestir al objeto de su amor, ya viniese de la luz, ya de las tinieblas, de un cuerpo imaginario de mujer hermosa. Pero ¿dónde y cómo hallar la realidad de este ser? Mil métodos adoptó y ensayó para hallarle. Al cabo hubo de dar un gran paso en este camino, si bien este paso le trajo á más angustiosa situación de espíritu de aquella en que antes se hallaba. Á nada dió jamás tanto crédito nuestro héroe como á la existencia de un flúido misterioso y sutilísimo, el cual es elemento ó ambiente en que se bañan, viven y respiran los espíritus; por manera que este flúido apenas es materia, pero de él nacen las esferillas sutiles que, apretándose y aglomerándose, de difusas que eran, vienen á formar los soles y los demás astros y cuantos seres en ellos moran y viven; flúido, por otra parte, cuya infinita virtualidad, potencia y brío los espíritus selectos logran á veces reunir, desechando la extensión, la pesadez, la masa, la inercia y otras cualidades que son esencia de los cuerpos, y guardando sólo la energía, que es el principio espiritual, invisible é impalpable de la vida y de la inteligencia. Lisonjeándose Estrianges de haber adquirido cierto dominio sobre este flúido, se creyó apto para desprender su espíritu, dejando al cuerpo en letargo, y sin desatarse del cuerpo, y unido á él como por un hilo de dicho flúido, volar por donde quiera con tal rapidez, que equivaliese á ser ubicuo. Para lograr esto, no vaciló en apelar á medios reprobados por Zoroastro, fundador de su religión: bebió del mágico licor llamado Soma ú Homa, que era considerado como el dios de la inspiración, y se untó las plantas de los pies y de las manos, el pecho y la nuca, con linimentos que le suministraron los hechiceros caldeos, los cuales tenían entonces convento ó congregación en Ecbatana. Cualquiera que fuese la causa, lo cierto es que Estrianges empezó á tener muy singulares visiones. Su alma, como si le nacieran alas para volar y fuerzas para romper la cárcel del cuerpo, le abandonaba dormido, y vagaba con velocidad por mil regiones, buscando siempre el escondido objeto de su idea confusa. Una vez se halló Estrianges en medio de vastísima llanura, donde apenas había árboles, sino larga y verde hierba. No reparó en otros accidentes del paisaje, porque pronto se halló en un pequeño recinto, cuyas paredes le pareció que flotaban como si fuesen de tela. Sobre enorme piel de oso, extendida en el suelo, había una limpia cama, con cubierta de púrpura. En la cama yacía durmiendo una tan bella mujer, que la imaginación jamás la había fingido tan bella, ni con mucha distancia. Su cuerpo, casi desnudo, era mórbido y gracioso, y modelado con suaves curvas, aunque lleno de vigor; su tez, sonrosada y blanca; su frente, despejada y serena; carmín sus labios; sus mejillas, como claveles, y su luenga cabellera, tan abundante, tan rubia y tan gentilmente rizada en ondas, que parecía envolver en parte á su dueño con manto de luz y de oro. Extático la contempló Estrianges durante algún tiempo, cuya exacta duración no pudo medir. Tampoco acertó á explicarse si su presencia allí, meramente espiritual, ejercía algún influjo en la mujer dormida. Notó, no obstante, que la mujer despertaba de pronto, abría los ojos y miraba con cariño hacia el punto en que estaba él. Entonces creyó advertir asimismo que los ojos de ella eran azules y llenos de luz, como el cielo en el mediodía, y que en su gesto, en su actitud y en su mirada se revelaban la inteligencia y todo el brío de un noble carácter. Por un momento pensó Estrianges que aquella mujer no era más que su propia idea, que se proyectaba fuera de sí, saliendo de las nieblas confusas del cerebro y tomando forma distinta; pero esta reflexión (como la del que duda si estará despierto ó soñando, que sólo con dudar parece que afirma que está despierto) le corroboró más en la creencia de la realidad exterior y material del ser que contemplaba. Y esta creencia, por último, hubo de convertirse para Estrianges en certidumbre cuando entendió que otro sentido, además del de la vista, daba testimonio en su alma de la existencia de aquella mujer. Estrianges la oyó decir con acento peregrino y en idioma que comprendía, por más que no acertaba á deslindar cuál fuese:--¿Quién viene á interrumpir mi sueño? ¿Quién me perturba?--Luego con voz entera, aunque se tradujesen en ella la inquietud y el enojo, exclamó la mujer:--_¡Hilka, hilka, bescha, bescha!_--conjuro mágico, exorcismo asirio, que se ha conservado en uso hasta nuestros días entre quienes cultivan y ejercen las ciencias y artes ocultas, y que significa:--_¡Véte, véte, malo, malo!_ La fuerza de este conjuro se tiene por irresistible cuando se pronuncia acompañado de los signos que el ritual exige. Así es que el espíritu de Estrianges se conmovió y se replegó apenas le hubo oído. La visión se apartó de su vista, ó más bien, él se apartó de la visión. Estrianges se halló despierto, en su lecho y en su propia alcoba, al lado de la princesa Darvasastu, su legítima consorte. Mil veces intentó después volver á ver á la mujer misteriosa. Mil veces excitó y lanzó á su espíritu en busca de ella. Todo fué en balde. Tan potente era, sin duda, la virtud del exorcismo asirio. Estrianges acudió de nuevo inútilmente á los bebedizos mágicos y á los impuros linimentos: se hizo iniciar en los misterios de Mitra, á fin de adquirir recursos más poderosos para ver lo escondido y ser zahorí del tesoro que cada día codiciaba más su alma; pero la mujer se sustraía á sus sobrenaturales pesquisas. Por tales medios no volvió á verla nunca. ÍNDICE _Páginas._ DAFNIS Y CLOE Introducción 5 Libro primero 35 Libro segundo 61 Libro tercero 89 Libro cuarto 117 Notas 148 LEYENDAS DEL ANTIGUO ORIENTE 183 Lulú, Princesa de Zabulistán 219 Zarina 321 * * * * * ACABÓSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO EN LA IMPRENTA ALEMANA EN MADRID Á XXXI DÍAS DE JULIO DE MCMVII AÑOS [una barra decorativa] End of the Project Gutenberg EBook of Dafnis y Cloe, leyendas del antiguo Oriente, by Juan Valera *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DAFNIS Y CLOE *** ***** This file should be named 53330-0.txt or 53330-0.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/5/3/3/3/53330/ Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images available at The Internet Archive) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. 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The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at http://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email business@pglaf.org. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at http://pglaf.org For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director gbnewby@pglaf.org Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. To SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state visit http://pglaf.org While we cannot and do not solicit contributions from states where we have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition against accepting unsolicited donations from donors in such states who approach us with offers to donate. International donations are gratefully accepted, but we cannot make any statements concerning tax treatment of donations received from outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff. Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation methods and addresses. Donations are accepted in a number of other ways including checks, online payments and credit card donations. To donate, please visit: http://pglaf.org/donate Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic works. Professor Michael S. Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: http://www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.